Y así ella se encontró acompasando su paso al de él en el lado norte del Sendero del Círculo, y le pareció una locura y una ingenuidad protestar cuando él la cogió del brazo.
Una pregunta, sin embargo, se le ocurrió mientras caminaban entre la oscuridad aromatizada y aureolada por las lienaes que volaban en torno.
—Si me tenías por una simplona, ¿cómo pudiste escribirme como lo hiciste? —
preguntó, y sintió que su respiración se normalizaba de nuevo mientras él permanecía callado. «No te voy a facilitar el camino, amigo mío», pensó.
—En cierto modo —respondió Diarmuid con mucha calma—, me siento desarmado frente a la belleza. Hace tiempo que llegaron hasta mí alabanzas de la tuya. Pero eres más bella de lo que me dijeron.
Una respuesta bastante ingeniosa para un norteño. Incluso Galienth, el de la lengua de miel, la habría aprobado. Pero hacía juego con la habilidad que ella tenía para ponerse a su altura. Así, aunque él le resultaba de lo más atractivo y perturbador, caminando a su lado en las sombras, y aunque los dedos de él sobre su brazo continuaban moviéndose dulcemente y uno rozaba el nacimiento de su pecho, Sharra se sentía ahora segura de sí misma. Y, si experimentaba algún asomo de arrepentimiento, como si el vuelo del halcón perdiera altura en su pensamiento, no le prestaba la menor atención.
—T'Varen fue trazado en Larai Rigal en tiempos de mi abuelo, Thallason, de quien tenéis motivos para acordaros en el norte. Los jardines cubren muchos kilómetros y están amurallados en su totalidad, incluyendo el lago, que…
Y así continuó hablando, como hacía con todos los Venassars, y, si bien era de noche y el hombre junto a ella la tenía cogida del brazo, la situación al fin y al cabo no era tan distinta. «Debería besarlo», pensó. «En la mejilla, como despedida.»
Habían tomado el Sendero Transversal junto al Puente Faille y comenzaban a torcer hacia el norte. La Luna se distinguía con claridad entre los árboles, en un cielo adornado por nubes que el viento arrastraba. La brisa del lago era agradable y no demasiado fría.
Ella continuaba hablando, con bastante parsimonia, pero más y más inquieta por su silencio. Por su silencio y por su mano que le apretaba el brazo y que de nuevo rozaba su pecho mientras pasaban por encima de las cataratas.
—Hay un puente por cada una de las nueve provincias —dijo— y flores en cada parte de…
—¡Basta! —interrumpió con brusquedad Diarmuid. Ella se quedó helada en mitad de la frase. El se detuvo y la miró. Detrás de ella había un arbusto de calath. Muchas veces se había escondido allí de niña cuando jugaba.
Había soltado su brazo mientras hablaba. Al cabo de un rato, con una mirada fría, se dio la vuelta y comenzó a caminar de nuevo. Ella se apresuró a seguirlo.
Él volvió a dirigirle la palabra, con los ojos clavados en su rostro, con una voz baja e intensa.
—Estás hablándome como a cualquiera. Si quieres representar el papel de princesa graciosa con los frivolos petimetres que te hablan remilgadamente mientras te hacen la corte, no es asunto mío, pero…
—Los señores de Cathal no son frivolos, señor. Ellos…
—¡No nos insultemos, por favor! ¿Y el mequetrefe cabeza de chorlito de esta tarde? ¿Y
su padre? Me hubiera gustado muchísimo matar a Bragón. Son algo peor que frivolos, esos dos. Y si me hablas a mí como les hablas a ellos, estás menospreciándonos de un modo intolerable a los dos, a ti y a mí.
Habían regresado junto al lyren. En algún lugar, en su interior, estaba despertándose un pájaro. Y se agitó para refrenarlo, como era su deber.
—Mi señor príncipe, debo deciros que estoy sorprendida. No puedes esperar nada más que una cortés conversación en nuestra primera…
—¡Y es lo que espero! Espero ver y oír a una mujer, que antes fue una niña que se subía a todos los árboles del jardín. El papel de princesa me aburre, me hace daño.
Degrada esta noche.
—¿Y qué pasa esta noche? —dijo ella, y se mordió los labios en cuanto hubo pronunciado esas palabras.
—Es nuestra noche —respondió él.
Y sus brazos rodearon su cintura bajo las sombras del lyren, y su boca se inclinó sobre la de ella. La cabeza de él le tapaba la luna, pero de todos modos ella tenía los ojos cerrados. Y entonces sintió que la boca ancha de él se movía sobre la suya, y su lengua…
—¡No! —se separó con violencia y estuvo a punto de caer. Se quedaron uno frente a otro a pocos centímetros de distancia. Su corazón había enloquecido, latía y aleteaba y no podía controlarlo. Pero debía hacerlo. Era Sharra, la hija de…
—Rosa Oscura —dijo él con voz vacilante. Y dio un paso hacia ella.
—¡No! —Adelantó sus manos para detenerlo.
Y Diarmuid se detuvo, mirando su temblorosa figura.
—¿Por qué me tienes miedo? —preguntó.
Le resultaba difícil respirar. Era consciente de la agitación de su pecho, de la tempestad que se abatía sobre ella, de la proximidad de él y de un oscuro calor en su interior, donde…
—¿Cómo cruzaste el río? —preguntó de golpe.
Esperaba que empezaran otra vez las burlas. Habría sido un alivio. Pero él sostuvo su mirada y se quedó absolutamente inmóvil.
—Utilicé unas flechas mágicas y unas sogas —respondió—. Crucé palmo a palmo colgado sobre el río y subí por los escalones practicados en el desfiladero hace cientos de años. Que quede en secreto entre tú y yo. ¿No lo dirás?
Ella era la princesa de Cathal.
—Yo no hago semejantes promesas porque no puedo. No te traicionaré, pero los secretos ponen en peligro a mi pueblo…
—¿Y qué crees que he hecho yo al confiártelo? ¿Acaso yo no soy heredero de un trono lo mismo que tú?
Ella sacudió la cabeza. Una voz en su interior le decía con insistencia que se marchara corriendo, pero en lugar de hacerlo dijo con toda la suavidad de que fue capaz:
—No debiste pensar, mi señor príncipe, que ganarías a la hija de Shalhassan simplemente con venir aquí y…
—¡Sharra! —gritó pronunciando su nombre por primera vez, de tal forma que la voz retumbó en el aire de la noche como una campana tocando a duelo—. ¡Escúchate a ti misma! No es justo…
Y entonces ambos oyeron un ruido.
Era el ruido metálico de las armaduras de la guardia del palacio que se movía al otro lado del muro.
—¿Qué ha sido eso? —dijo una voz grave que ella identificó como la de Devorsh, el capitán de la guardia. Se oyó un murmullo como respuesta y luego la misma voz—: No, he oído voces. Id dos de vosotros a echar una ojeada dentro. Llevaos los perros.
El ruido de los hombres armados al andar perturbó la noche.
Y ellos seguían juntos bajo el árbol. Ella apoyó su mano en el brazo de él.
—Si te encuentran, te matarán; más vale que te marches.
Increíblemente, la mirada que él le dirigió, desde muy cerca, era imperturbable.
—Si me encuentran, me matarán —dijo Diarmuid—. Si pueden. Quizas entonces cierres mis ojos, tal como te pedí una vez —su expresión cambió y su voz se hizo ruda—.
Pero yo no te dejaré ahora, aunque venga todo Cathal reclamando mi sangre.
Y por los dioses, por los dioses, por todos los dioses, su boca era tan suave como la suya y la caricia de sus manos tan ciegamente segura… Sus dedos se afanaban en los broches de su corpino y ¡oh diosa! sus propias manos se aferraron a su cabeza y lo atrajeron hacia ella, y su lengua buscó la de él con un ansia largo tiempo reprimida. Sus pechos, relajados de pronto, se irguieron bajo sus caricias, y sintió en su interior un dolor, un ardor, una sensación salvaje que intentaba liberarse mientras ella se dejaba caer sobre la mullida hierba y los dedos de él la recorrían; ella se despojó de sus vestidos y él de los suyos. Y luego el cuerpo de él sobre el de ella era al mismo tiempo la noche, los jardines, todos los mundos, y en su imaginación vio la sombra de un halcón que, batiendo sus alas, volaba delante de la cara de la Luna.
—¡Sharra!
Desde donde ellos estaban, al otro lado de los muros, oyeron que alguien gritaba ese nombre en los jardines.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó uno de ellos—. He oído voces. Id dos de vosotros a echar una ojeada dentro. Llevaos los perros.
Dos hombres se movieron con rapidez obedeciendo la terminante orden y corrieron velozmente hacia la puerta oeste.
Pero sólo dieron unos pasos. Después, Kevin y Kell dejaron de correr y retrocedieron serpenteando en silencio hacia el disimulado escondite donde esperaban los demás.
Erron, que con una voz disimulada había dado la orden, ya estaba allí. Los soldados de Cathal esperaban, en ese momento, a diez minutos de distancia por cada lado. Diarmuid había comprobado el tiempo y había trazado el plan mientras vigilaba y escuchaba a la patrulla a primera hora de aquella misma noche.
Ahora sólo tenían que esperarlo. Se acomodaron en silencio en el oscuro escondrijo.
Algunos se durmieron aprovechando así el tiempo, pues deberían cabalgar de regreso hacia el norte tan pronto como el príncipe se les uniera. No hablaban. Demasiado rendido para poder dormir, Kevin estaba echado de espaldas y contemplaba el lento movimiento de la Luna. A intervalos oía a los guardias que pasaban una y otra vez en su ronda en torno a las murallas. Ellos se limitaban a esperar. Y la Luna alcanzó su cénit y comenzó a descender hacia el oeste resaltando sobre el telón de fondo adornado por las estrellas del verano.
Carde fue el primero en ver sobre la muralla la figura vestida de negro, cuyos cabellos brillaban a la luz de la luna. Ansioso, Carde miró a izquierda y derecha por si veía a la patrulla, pero también esta vez el tiempo había sido calculado con precisión; se incorporó un poco, lo justo para ser visto, y le hizo una señal con el dedo.
Al verlo, Diarmuid saltó, rodó sobre sí mismo y, luego de incorporarse, se lanzó a una ágil carrera. Cuando alcanzó el escondrijo donde estaban sus hombres, Kevin vio que llevaba una flor. Con los cabellos revueltos y el jubón a medio abrochar, los ojos del principe brillaban con una alegría delirante.
—¡Ya está! —dijo, levantando la flor en señal de saludo—. Acabo de arrancar la más hermosa flor del jardín de Shalhassan.
—Prometo que lo encontraré —así había dicho: una promesa precipitada y poco habitual en él, pero la había hecho.
Y mientras Paul y Kevin iniciaban su cabalgata hacia el sur con Diarmuid, Loren Manto de Plata galopaba solo hacia el nordeste en busca de Dave Martyniuk.
Era raro que el mago cabalgara sin compañía, pues de ese modo carecía de sus poderes, pero había sido necesario que Matt se quedara en el palacio, sobre todo desde que se había propagado el rumor de la muerte del svart alfar en el jardín. No era el momento más oportuno para ausentarse, pero no tenía otro remedio y, además, en el palacio había personas en las que se podía confiar.
Y así cabalgó hacia el norte desviándose poco a poco hacia el este, a través de las tierras de labor agostadas por el ruinoso verano. Viajó todo aquel día y el siguiente, y en modo alguno despacio, pues lo empujaba una imperiosa sensación de apremio. Sólo se detuvo para hacer discretas averiguaciones en las granjas y los villorrios semiabandonados por los que pasaba, y para comprobar con desesperación las huellas de la hambruna en las personas con quienes hablaba.
Sin embargo, no pudo averiguar nada. Nadie había visto ni oído hablar del extranjero de cabellos oscuros. En la tercera mañana de viaje, a primera hora, Loren montó a caballo en un soto al oeste del lago Leinan, donde había pasado la noche. Al mirar hacia el este vio que el sol se levantaba desde el perfil de las colinas de la otra orilla del lago y adivinó que más allá se extendía Dun Maura. Incluso a la luz del día, bajo el cielo azul, aquel lugar era tenebroso para el mago.
No había buen entendimiento entre las mormaes de Gwen Ystrat y los magos que habían seguido el liderazgo de Amairgen más allá del dominio de la Madre. «Magia sangrienta», pensó Loren, sacudiendo su cabeza al recordar Dun Maura y los ritos de Liadon, celebrados todos los años antes de que llegara Conan y los prohibiera. Pensó en las flores esparcidas por las doncellas que anunciaban con sus cánticos su muerte y su retorno con la primavera:
«Rahod hedai Liadon».
Como en todos los mundos; el mago lo sabía, pero en lo más profundo de su alma se rebelaba contra la tenebrosidad de ese poder. Con un gesto violento, hizo volver la grupa a su caballo para alejarse de la región de las sacerdotisas y enfiló hacia el norte, siguiendo el Latham y cabalgando hacia la Llanura.
Pediría ayuda a los dalreis, como tantas otras veces había hecho. Si Dave Martyniuk estaba en algún lugar en los abiertos espacios de la Llanura, sólo los jinetes podrían encontrarlo. Y así cabalgaba hacia el norte aquel hombre ya no joven, alto, de barba gris, solo sobre su caballo en la anchurosa extensión de las tierras bajas, y la tierra endurecida resonaba bajo los cascos del caballo como un tambor.
Aunque era verano, esperaba encontrar a una de las tribus de los jinetes en la región sur de la Llanura, pues si podía hablar con cualquiera de las tribus llegaría la noticia hasta Celidon y, una vez que el mensaje hubiera llegado a la región central de la Llanura, entonces llegaría a conocimiento de todos los dalreis; y confiaba en ellos.
Era, sin embargo, una larga cabalgata, y no había pueblos en las extensas tierras de pastos en los que pudiera aprovisionarse de comida o procurarse un descanso. Y siguió galopando solo mientras caía el crepúsculo de aquel tercer día de viaje y ya se hacía de noche. Su sombra se alargaba sobre la tierra y el río se había convertido en una presencia brillante y silenciosa en el este, cuando la sensación de apremio que había experimentado en su interior desde que había abandonado Paras Derval se convirtió de repente en terror.
Tiró de las riendas con tanta brusquedad para detener a su caballo que éste se encabritó; luego de tranquilizarlo, permaneció inmóvil un momento con el rostro crispado por el miedo. Después Loren Manto de Plata dio un grito en la noche cerrada, volvió grupas y cabalgó en la oscuridad de regreso, de regreso a Paras Derval, donde algo abrumador estaba a punto de ocurrir.
Galopando furiosamente bajo las estrellas de vuelta a casa, se concentró y lanzó un desesperado aviso de alarma hacia el sur por encima de las leguas de distancia que lo separaban de su destino. Pero estaba demasiado lejos, lejísimos, y sin su poder. Espoleó el caballo, pero sabía, en la medida de sus posibilidades, que iba a llegar demasiado tarde.