El Árbol del Verano (14 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: El Árbol del Verano
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—Comienzan con la flor —dijo—, tal como empezaron para mí hace muchísimos años.

La luna menguante apareció tarde, y era noche cerrada cuando las dos mujeres descendieron hacia la orilla del lago. La brisa era suave y fresca, y el agua lamía las orillas con suavidad, como un amante. Por encima de sus cabezas las estrellas del verano trazaban un dibujo de filigrana.

El rostro de Ysanne se había vuelto serio y distante. Al mirarla, Kim sintió una premonitoria tensión. El destino de su vida estaba cambiando de dirección; no sabía ni cómo ni hacia dónde: sólo tenía la seguridad de que de algún modo había vivido para llegar hasta aquella orilla.

Ysanne enderezó su figura y se encaramó a la llana superficie de una roca que sobresalía por encima del lago. Con un gesto un tanto brusco indicó a Kim que se sentara junto a ella sobre la piedra. No se oía más que el rumor del viento entre los árboles y los suaves golpes del agua contra las rocas. Entonces Ysanne levantó ambos brazos en un gesto que era a la vez poder e invocación y habló con una voz que retumbó en la noche como una campana.

—¡Óyeme, Eilathen! —gritó—. Óyeme y responde a mi llamada, pues te necesito, y ésta será la última vez aunque también la más importante.
Eilathen damae! Sien rabanna, den viroth bannion damae!

Y mientras pronunciaba estas palabras, en sus manos ardía la flor con llamas que eran de color verde azulado y rojo como ella misma; y entonces la arrojó al lago dando vueltas.

Kim se dio cuenta de que el viento había cesado. Junto a ella, Ysanne parecía esculpida en mármol, tan inmóvil estaba. La noche toda parecía unirse a aquella inmovilidad. No había sonido alguno, ni el más mínimo movimiento, y Kim podía oír el furioso latido de su corazón. A la luz de la luna, la superficie del lago tenía la placidez del cristal, pero no la quietud de la calma. Estaba al acecho, esperando. Kim, como si la experimentara dentro del pulso de su sangre, sintió una vibración como de un diapasón que emitiera un sonido demasiado agudo para los oídos humanos.

Y, en ese momento, algo explotó en el centro del lago. Una forma, que giraba a tal velocidad que era imposible seguirla con los ojos, se levantó por encima de la superficie del agua, y Kim vio que brillaba con reflejos verdeazulados bajo la luz de la luna.

Sin poder creerlo, vio que aquello se acercaba a ellas y, mientras lo hacía, iba dejando poco a poco de dar vueltas, de modo que, cuando por fin paró y se quedó suspendido en el aire por encima del agua y delante de Ysanne, Kim advirtió que tenía la forma de un hombre muy alto.

Largos cabellos del color del mar caían sobre sus hombros, sus ojos eran fríos y claros como pedacitos de hielo. Su cuerpo desnudo era ágil y enjuto y brillaba como si estuviera recubierto de escamas; la luna rielaba al caer sobre él. Y en su mano, reluciendo en la oscuridad como una herida, llevaba un anillo, rojo como el corazón de la flor que lo había invocado.

—¿Quién me llama desde las profundidades contra mi propia voluntad? —la voz era fría, fría como las aguas en esa noche de la primavera temprana, y en ella se percibía una cierta amenaza.

—Eilathen: te llama la soñadora. Te necesito. Depon tu ira y escúchame. Ha pasado tiempo desde que nos encontramos aquí, tú y yo.

—Mucho tiempo ha pasado para ti, Ysanne. Has envejecido. Pronto los gusanos se reunirán contigo —se podía adivinar un agudo placer en su voz—. En cambio yo no envejezco en mis verdes lares y el tiempo no pasa para mí, excepto cuando la bannion viene a turbar las profundidades. —Y Eilathen levantó la mano en la que llameaba el anillo rojo.

—No te hubiera enviado el fuego sin una causa justificada, y además esta noche supone la liberación de tu prisión acuática. Haz esta última cosa para mí y te verás libre de mi llamada.

Se había levantado un vientecillo suave y los árboles susurraban de nuevo.

—¿Me lo juras? —Eilathen se acercó a la orilla. Pareció haber aumentado de tamaño: se lo veía altísimo cuando se detuvo al lado de la vidente, con el agua resbalando por sus hombros y sus muslos, y se apartó de la cara los largos y húmedos cabellos.

—Te lo juro —contestó Ysanne—. Te retuve contra mi voluntad. El salvaje poder mágico está destinado a ser libre. Sólo porque mi necesidad era acuciante fuiste entregado a la flor de fuego. Te juro que esta noche serás libre.

—¿Qué debo hacer? —la voz de Eilathen sonó más fría y más extraña. Resplandecía ante ellas con un poder verde oscuro.

—Ahí está —dijo Ysanne señalando a Kim con el dedo.

Los ojos de Eilathen se clavaron en ella como una puñalada de hielo. Kim vio, sintió, conoció de algún modo los lugares insondables de los que Ysanne lo había hecho salir; los umbrosos corredores de piedras marinas, las algas serpenteantes, el silencio absoluto de su hogar sumergido. Sostuvo su mirada tanto como pudo; la sostuvo hasta que fue Eilathen el que la desvió.

—Ahora lo sé —dijo él dirigiéndose a Ysanne—. Ahora lo entiendo. —Y una hebra que debía haber sido respetada estaba entretejida esta vez en su voz.

—Pero ella no —replicó Ysanne—. Por tanto, hazlo girar para ella, Eilathen. Hila el Tapiz, para que ella pueda conocer lo que es y lo que ha sido, y libérate así de la carga que soportas.

Eilathen dirigió su mirada por encima de ellas. Su voz era un pedazo de hielo:

—¿Y será la última vez?

—La última —aseguró Ysanne.

Él no captó la nota de nostalgia en su voz. La tristeza le era ajena: no existía ni en su mundo ni en su naturaleza. Sonrió al oír sus palabras y se echó hacia atrás los cabellos, al tiempo que ya sentía en él el gusto de la libertad y la verde zambullida que se la procuraría.

—¡Mira, pues! —gritó—. Mira para que aprendas, y será la última vez que aprendas algo de Eilathen.

Y cruzando las manos sobre su pecho, de modo que el anillo en su dedo ardiera como un corazón en llamas, empezó otra vez a girar sobre sí mismo. Pero, de algún modo, según comprobó Kim, sus ojos estaban siempre fijos en los de ella, incluso mientras rotaba con tanta rapidez que el agua del lago comenzó a llenarse de espuma a su alrededor; y sus ojos, sus fríos ojos y el brillante color del anillo que llevaba eran todo lo que ella parecía conocer en el mundo.

Y luego él se apoderó de ella, de una forma más intensa y más completa que cualquier amante, y así a Kim le fue revelado el Tapiz.

Vio la formación de los mundos, primero Fionavar y luego los demás; incluso pudo vislumbrar por un momento el suyo. Vio a los dioses y supo sus nombres, y tocó pero no pudo retener, pues ningún mortal puede hacerlo, las intenciones y las pautas del Tejedor en el Telar.

Y al tiempo que era arrastrada lejos de esta brillante visión, se encontró bruscamente frente a frente con la Oscuridad más antigua, en su fortaleza de Starkadh. Se sintió consumir en sus ojos, como si se desgastase el hilo en el Telar; y supo la maldad para la que la Oscuridad existía. Los vivos carbones de sus ojos la taladraron y las garras de sus manos parecieron desgarrar su carne. En el fondo de su corazón, se vio impelida a bucear en los más profundos abismos de su odio y lo conoció como Rakoth el Desenmarañador, Rakoth Maugrim, a quien los mismos dioses temían, y que tenía el poder para desgarrar el Tapiz y proyectar su sombra maléfica sobre todo el tiempo por venir. Y, retrocediendo ante la inmensidad de su poder, Kim soportó una travesía sin fin de desesperación.

Ysanne, pálida e impotente, oyó su grito desgarrador causado por la destrucción de la inocencia, y la vidente lloró con desesperación junto al lago. Pero mientras tanto Eilathen seguía girando más veloz que la esperanza o la desesperación, más frío que la noche, y la piedra sobre su corazón relucía mientras él daba vueltas como un viento desencadenado hacia la libertad perdida.

Sin embargo, Kimberly se había olvidado del tiempo, del lugar, de la roca, de la vidente, del espíritu, de la piedra, encadenada como por encanto a las imágenes que los ojos de Eilathen le sugerían. Vio a Iorweth, el Fundador de allende los mares; vio que los líos alfar le daban la bienvenida junto a la playa de Sennett, y su corazón fue cautivado por la belleza de los líos y de los altos hombres que el dios había llamado para que fundaran el Soberano Reino. Y supo por qué los reyes de Brennin, todos sus soberanos señores desde Iorweth hasta Ailell, eran llamados los Hijos de Mörnir, pues Eilathen le enseñó el Árbol del Verano en el Bosque Sagrado, bajo las estrellas.

Luego vio a los dalreis hacia el noroeste; vio cómo perseguían en la Llanura a los magníficos eltors, con sus largos cabellos atados a la espalda. También le fueron mostrados los enanos cavando debajo de Banir Lök y Banir Tal, y los lejanos hombres del salvaje Eridu, más allá de sus montañas.

Luego los ojos de Eilathen la llevaron hacia el sur, a través del Saeren, y vio los jardines de Cathal y el esplendor sin igual de los señores del otro lado del río. Llegó hasta el corazón de Pendaran y, en una resplandeciente y agridulce visión, vio que Lisen del Bosque se encontraba con Amairgen Rama Blanca en una arboleda y se unía a él, fuente primera para el primer mago; y vio cómo ella, la criatura más bella de todos los mundos que giran, moría en una torre junto al mar.

Angustiada todavía por esa pérdida, Kim fue llevada por Eilathen a ver la guerra, la Gran Guerra contra Rakoth. Vio a Conary y conoció a su hijo Colan, el Deseado. Vio la magnífica y valiente línea de batalla de los lios alfar y la luminosa figura de Ra-Termaine, el mas grande de los señores de los lios alfar; y vio cómo esta esplendorosa compañía era destrozada por lobos, por svarts alfar y, todavía peor, por criaturas voladoras más antiguas que la pesadilla desencadenada por Maugrin. Luego contempló también cómo Conary y Colan, que habían llegado demasiado tarde, eran cercados y bloqueados a su vez por Sennett, y vio cómo Colan iba a morir cuando el sol rojo hubiera desaparecido en la noche, y su corazón se conmovió al ver que las sinuosas formaciones de los dalreis en el crepúsculo cabalgaban cantando desde Daniloth, desde las nieblas, acaudillados por Revor. No se dio cuenta, aunque sí lo hizo Ysanne, de que estaba llorando mientras los Jinetes y los guerreros de Brennin y Cathal, terribles por su furia y su dolor, rechazaban a los ejércitos de la Oscuridad hacia el norte y el este, a través de Andarien hasta Starkadh, donde se reunió con ellos el León de Eridu y donde por fin se despejaron la sangre y el humo para mostrar a Rakoth caído sobre sus rodillas en señal de rendición.

Después le fueron mostradas las imposiciones al vencido, y supo que la Montaña había vuelto otra vez a ser una prisión, y vio cómo Ginserat construía las piedras. Luego las imágenes empezaron a girar más deprisa y, a los ojos de Ysanne, la vertiginosa velocidad de Eilathen se convirtió en un remolino de poder. Entonces ella supo que lo estaba perdiendo y saboreó la alegría de su liberación, a pesar de que sentía en sí misma un profundo dolor por perderlo.

Dio vueltas más y más rápidamente con el agua blanca de espuma bajo sus pies, y la vidente se dio cuenta de que la que estaba a su lado ya no era una muchacha y sabía lo que era soñar la verdad, ser una soñadora de sueños.

Por fin Eilathen disminuyó su velocidad y se detuvo.

Kimberly yacía sobre la piedra; había perdido el color y estaba totalmente inconsciente.

El espíritu del agua y la vidente se miraron un buen rato sin decirse nada.

Por último se dejó oír la voz de Eilathen, aguda y helada bajo la luz de la luna:

—He acabado. Ella sabe todo lo que es capaz de saber. Ahora su poder es grande, pero no sé si será capaz de soportar su peso. Es demasiado joven.

—Ya no —murmuró Ysanne. Apenas podía hablar.

—Quizá no. Pero no es asunto mío. Yo he dado vueltas para ti, soñadora. Libérame del fuego. —Estaba muy cerca de ella y sus ojos como cristal de hielo brillaban con luz sobrenatural.

La vidente asintió.

—Lo prometí. Se ha cumplido el tiempo. ¿Sabes por qué te necesitaba? —y en su voz había súplica.

—Yo no perdono.

—Pero, ¿sabes por qué?

Otro largo silencio. Luego:

—Sí —dijo Eilathen, y cualquiera al oírlo hubiera podido pensar que había en su voz cierta amabilidad—, sé por qué me encadenaste.

Ysanne estaba llorando otra vez. Sus lágrimas corrían por su arrugado rostro. Sin embargo, tenía la espalda derecha y la cabeza alta, y su voz resonó con claridad cuando pronunció la orden:

—Libérate de mí, libérate de la prisión de agua, libérate de la flor de fuego, ahora y para siempre.
Laith derendel, sed bannion. Echorth!

Y, a su última palabra, de la garganta de Eilathen salió un grito agudo y penetrante de alegría y alivio, un grito casi imposible de oír, y el anillo con la piedra roja cayó de su dedo a los pies de la vidente, sobre la roca.

Se arrodilló para cogerlo y, cuando se enderezó, vio a través de las lágrimas que resbalaban por su rostro que él giraba por encima del lago.

—¡Eilathen! —gritó—. ¡Perdóname si es que puedes! ¡Adiós!

Como respuesta, sus movimientos se hicieron más rápidos, más salvajes, caóticos e indomables que antes, y poco después llegó al centro del lago y se zambulló.

Pero si hubiera prestado atención —queriendo captarlo, rogando incluso por ello— habría oído o imaginado que oía, momentos antes de la zambullida, su nombre pronunciado como un adiós por una voz fría y ya libre para siempre.

Se hincó sobre sus rodillas para coger a Kim y la acunó en su regazo como quien acuna a un niño.

Mientra sostenía en sus brazos a la muchacha, miró con ojos casi ciegos la soledad del lago; pero no vio la silueta de oscuros cabellos y oscura barba que se levantaba del escondrijo que le procuraba una roca situada detrás de ellas. La figura había estado mirando el tiempo suficiente como para ver que ella cogía el anillo que había llevado Eilathen y lo deslizaba con sumo cuidado en el dedo de la mano derecha de Kimberly, en el que encajaba tan perfectamente como la vidente había soñado que sucedería.

Después de ver esto, la vigilante silueta se había dado la vuelta, sin ser vista, y se había alejado de ellas; pero en el suelo no quedó huella de cojera alguna.

Aquella primavera había cumplido diecisiete años y todavía no estaba acostumbrada a que los hombres le dijeran que era hermosa. Había sido una niña preciosa, pero en cambio una adolescente desgarbada y juguetona que solía tener en las piernas cardenales y rasguños a causa de los rudos juegos en los jardines de Larai Rigal, actividades que a la larga se consideraron improcedentes para una princesa del reino.

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