Se volvió. El hombre de Diarmuid se había acercado a ellas, con una acuciante preocupación reflejada en su entrecejo arrugado.
—Señora —dijo con visible embarazo—, perdonadme, pero debo hablaros en privado un momento.
—¿Acaso me tienes miedo, Drance? —la voz de Jaelle cortaba como un cuchillo. Se echó a reír—. ¿O quizá me lo tiene tu amo…, tu amo ausente?
El rudo soldado enrojeció, pero dominó su embarazo.
—Me han ordenado que venga por ella —respondió con brusquedad.
Jennifer miraba a uno y a otro. De repente se respiraba en el aire una tensa hostilidad y se sentía desorientada, pues no entendía lo que estaba sucediendo.
—Bien —le dijo la sacerdotisa a Drance tratando de salirse con la suya—, no quiero causarte problemas. ¿Por qué no vienes con nosotras?
Jaelle echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír otra vez, al ver que el hombre retrocedía con temor.
—Sí, Drance —agregó con tono imperioso—, ¿por qué no vienes con nosotras al Templo de la Madre?
—Se…, señora —tartamudeó Drance dirigiéndose a Jennifer—, por favor, no quisiera parecer atrevido…, pero debo velar por vos. No debéis ir allí.
—¡Ah! —exclamó Jaelle arqueando sus cejas con malicia—. Al parecer, los hombres aquí están diciéndote siempre lo que debes o no debes hacer. Perdóname por haberte invitado: creí que estaba tratando con una persona que era dueña de sí misma.
Jennifer se daba perfecta cuenta de sus manejos y recordó lo que Kevin le había dicho aquella misma mañana.
—Aquí hay muchos peligros —le había avisado muy serio—. Confía en los hombres de Diarmuid y, por supuesto, en Matt; Paul dice que te guardes de la sacerdotisa. Y no vayas a ningún lado sola.
En las sombras del alba, en el palacio, sus palabras parecían estar llenas de sensatez, pero ahora, bajo la brillante luz del sol, aquella situación la estaba poniendo de mal humor. ¿Quién era Kevin, que hacía lo que le daba la gana entre las damas de la corte y que se había ido a galopar con el príncipe, para ordenarle a ella que no saliera, como si fuera una niña pequeña y obediente? Y ahora, además, aquel hombre de Diarmuid…
A punto de hablar, se acordó de otra cosa más. Se volvió hacia Jaelle.
—Parece que existe una fundada preocupación sobre nuestra seguridad en este país.
Me gustaría ponerme bajo tu protección mientras visito el Templo. ¿Querrías declararme tu huésped de honor antes de que vayamos?
Jaelle frunció el entrecejo, pero luego sonrió y en sus ojos se leía el triunfo.
—Naturalmente —dijo con dulzura—. Naturalmente que lo haré. —Levantó su voz tanto que sus palabras se oyeron en toda la calle y la gente se volvió a mirar—. En el nombre de Gwen Ystrat y de las mormaes de la Madre, te declaro huésped de la diosa. Serás bienvenida a nuestro santuario y tu bienestar será mi responsabilidad.
Jennifer lanzó una inquisitiva mirada a Drance. La expresión de éste no era tranquilizadora; incluso parecía más ceñuda que antes. Jennifer no tenía ni idea de si había hecho bien o mal. Ni siquiera sabía con seguridad lo que había hecho, pero estaba cansada de estar en medio de la calle y ser el blanco de todas las miradas.
—Gracias —le dijo a Jaelle—. En tales condiciones, iré contigo. Si queréis —añadió dirigiéndose a Drance y a Laesha, que acudía corriendo a toda prisa, con los guantes nuevos en la mano y una mirada inquieta en los ojos—, podéis esperarme fuera.
—Vamos, entonces —respondió Jaelle con una sonrisa.
El edificio era bajo; incluso daba la impresión de que la bóveda central se levantaba desde el mismo suelo. Pero, al cruzar el pórtico de entrada, Jennifer se dio cuenta de que casi la totalidad del edificio era subterránea.
El Templo de la diosa Madre estaba situado al este de la ciudad, sobre la colina del palacio. Un estrecho sendero serpenteaba por la colina y conducía hacia una puerta abierta en los muros que rodeaban los jardines del palacio. Había árboles junto al borde del camino, pero parecían a punto de secarse.
Una vez que entraron en el santuario, las novicias vestidas de gris desaparecieron en las sombras mientras Jaelle conducía a Jennifer a través de otro pórtico que llevaba a la habitación abovedada. En el lado más alejado de esta cripta, Jennifer vio un altar enorme de piedra negra. Detrás, sobre una base de madera labrada, había un hacha de doble hoja y en cada una de sus caras tenía grabado el dibujo de una Luna creciente y una Luna menguante.
No había nada más.
Sin poder explicárselo, Jennifer notó que tenía la boca seca. Y, al ver las afiladísimas hojas del hacha, tuvo que hacer esfuerzos para reprimir un escalofrío.
—No te esfuerces —dijo Jaelle, y su voz resonó en la cámara vacía—. Es tu fuerza.
Y la nuestra. Así fue hace tiempo y volverá a serlo. Cuando llegue nuestra hora, si es que nos halla dignas.
Jennifer la miró fijamente. La cabellera color de fuego de la suma sacerdotisa parecía en su santuario mucho más hermosa que nunca. Sus ojos brillaban con una intensidad que era tanto más perturbadora por su propia frialdad. Hablaban de fuerza y orgullo, no de ternura, ni tampoco de juventud. Y, al mirar los largos dedos de Jaelle, Jennifer se preguntó si habían blandido alguna vez el hacha, si alguna vez la habían dejado caer sobre el altar, sobre…
Y entonces se dio cuenta de que estaba en el ara del sacrificio.
Jaelle se volvió sin prisa.
—Quería que vieras esto —dijo—. Ahora vamos. Mis aposentos son frescos; podremos charlar y tomar algo. —Se retocó con un gracioso gesto el cuello de su túnica y se dispuso a abandonar la habitación. Mientras salían, una brisa pareció deslizarse a través de la cámara, y Jen-nifer creyó haber visto que el hacha se movía ligeramente sobre su base.
—Así pues —dijo la sacerdotisa, mientras se reclinaba sobre los cojines en el suelo de su habitación—, tus supuestos amigos te han abandonado por sus propios placeres. —Ni siquiera era una pregunta.
Jennifer parpadeó.
—No exactamente —comenzó a decir, preguntándose cómo aquella mujer podía haberlo sabido—. Más bien deberías decir que yo los he dejado para venir hasta aquí. —
Y trató de sonreír.
—Tal vez —respondió Jaelle con amabilidad—, pero no sería cierto. Tus dos amigos se han marchado al alba con el principito, y tu amiga se ha apresurado a ir a ver a la bruja, junto al lago. —A mitad de su frase su tono se fue haciendo ácido, de modo que Jennifer se dio cuenta de golpe de que estaba siendo acosada en aquella habitación.
Se puso a la defensiva, para mantener su equilibrio.
—Kim está con la vidente, sí. ¿Por qué la llamas bruja?
Jaelle ya no se mostraba tan amable.
—No acostumbro dar explicaciones —respondió.
—Ni yo —replicó Jennifer con viveza—. Lo cual limita en cierto modo esta conversación, —Se reclinó en los cojines y miró de hito en hito a la otra mujer.
La respuesta de Jaelle, cuando llegó, fue áspera y estaba embargada por la emoción.
—Es una traidora.
—Bueno, eso no es exactamente lo mismo que una bruja —dijo Jennifer, consciente de que estaba argumentando como Kevin—. ¿Quieres decir que es traidora al rey? No hubiera creído que eso te importara. Ayer…
La amarga sonrisa de Jaelle la detuvo.
—No, no me importaría en absoluto tratándose de ese viejo loco. —Tomó aliento—. La tal Ysanne es la mujer que fue llamada más joven para ser una de las mormaes de la diosa en Gwen Ystrat. Pero renunció. Y quebrantó un juramento cuando renunció.
Traicionó su poder.
—Quieres decir que te traicionó de un modo particular a ti —dijo Jennifer pasando a la ofensiva.
—¡No seas insensata! Yo todavía no había nacido.
—¿No? Pues, sin embargo, pareces muy afectada por ese asunto. ¿Por qué renunció?
—Por un motivo por completo insuficiente. Claro que nada podría ser suficiente.
La clave de la cuestión estaba allí.
—Renunció por un hombre, lo adivino —dijo Jennifer.
El silencio fue toda la respuesta. Pero por fin Jaelle habló de nuevo y en su voz había frialdad y amargura.
—Se vendió por tener junto a ella un cuerpo que le calentara la cama. Así muera pronto esa bruja y desaparezca de una vez para siempre.
Jennifer tragó saliva. Lo que al principio era sólo un tanteo de fuerzas, se había convertido en algo más.
—No perdonas con facilidad, ¿verdad? —dijo.
—Desde luego que no —replicó con presteza Jaelle—. Harías bien en tenerlo siempre presente. ¿Por qué Loren se marchó al norte esta mañana?
—No lo…, no lo sé —tartamudeó Jennifer, impresionada por una amenaza tan cruda.
—¿De verdad no lo sabes? Es bastante extraño, ¿no? Trae huéspedes a palacio para luego marcharse solo, y lo más raro es que no se llevara consigo a Matt. Estoy intrigada
—agregó Jaelle—. Me pregunto a quién estará buscando. ¿Cuántos hicisteis en verdad la travesía?
La pregunta fue demasiado repentina, demasiado sagaz.
Jennifer, con el corazón latiéndole alocadamente, era consciente de que había enrojecido.
—Parece como si tuvieras calor —comentó Jaelle con aire solícito—. Toma un poco de vino. —Le sirvió de una jarra de plata de largo cuello—. En verdad —continuó— es impropio de Loren abandonar de un modo tan repentino a sus huéspedes.
—No sabría decirlo —dijo Jennifer—. Nosotros somos cuatro. Y ninguno lo conoce demasiado bien. Es un vino excelente.
—Es de Morvran. Me alegro de que te guste. Yo juraría que Metran le pidió que trajera a cinco personas.
Así pues, Loren se había equivocado. Alguien lo sabía. Alguien sabía realmente mucho.
—¿Quién es Metran? —preguntó Jennifer sin malicia—. ¿Es el anciano al que tanto asustaste ayer?
Sorprendida, Jaelle se reclinó en los cojines. En medio del silencio, Jennifer bebió con lentitud de su copa, encantada al comprobar que su pulso se mantenía firme.
—Confías en él, ¿verdad? —dijo la sacerdotisa con acritud—. Y él te ha predispuesto en contra de mí. Todos lo hacen. Y Manto de Plata intriga por el poder más que ningún otro, y tú te has aliado con los hombres, por lo que parece. Dime, ¿cuál de ellos es tu amante? ¿O quizá Diarmuid ya se ha metido en tu cama?
Fue la gota que rebasó el vaso.
Jennifer se puso en pie de un brinco. El vino se derramó, pero ni siquiera se dio cuenta.
—¿Así tratas a tus huéspedes? —le gritó en la cara—. Vine aquí con toda mi buena fe:
¿qué derecho tienes a hablarme así? Yo no me alío con nadie en vuestros estúpidos juegos por el poder. Estoy aquí sólo por unos días, ¿y crees que voy a preocuparme por quién gana vuestras ridiculas batallitas? Además, te diré una cosa —continuó—: no me gusta que los hombres metan sus narices en mis asuntos, pero en mi vida he conocido a alguien más obsesionado por eso que tú. Si Ysanne se enamoró…, bueno, dudo que tú puedas adivinar alguna vez lo que ese sentimiento significa.
Pálida y tensa, Jaelle la miró y luego se levantó.
—Quizá tengas razón —dijo en voz baja—, pero algo me dice que tú tampoco tienes idea de lo que significa. Ya tenemos algo en común, ¿verdad?
Poco después, de vuelta en su habitación, Jennifer no dejó entrar ni a Laesha ni a Drance, y estuvo llorando largo rato.
El día se había ido haciendo más y más caluroso. Un viento seco y perturbador se levantó en el norte y sopló a través del Soberano Reino, revolviendo el polvo en las calles de Paras Derval como un inquieto fantasma. El sol, al desaparecer en el oeste al final del día, brillaba con rojo resplandor. Sólo a la hora del crepúsculo refrescó un poco, mientras el viento giraba hacia el oeste y aparecían las primeras estrellas en el cielo sobre Brennin.
Aquella noche, muy tarde, al noroeste de la capital, la brisa movía las aguas del lago con apagado murmullo. En una roca grande junto a la orilla, bajo el encaje de las estrellas, una anciana de rodillas mecía el liviano cuerpo de una joven en uno de cuyos dedos brillaba un anillo rojo con apagado resplandor.
Al cabo de un rato, Ysanne se levantó y llamó a Tyrth. Cojeando, Tyrth acudió desde la cabana y, cogiendo en brazos a la joven sin sentido, la llevó a casa y la acostó en la cama que le había preparado aquella misma tarde.
La joven permaneció inconsciente toda la noche y todo el día siguiente. Ysanne no durmió sino que la veló durante las horas de oscuridad y también durante la abrasadora luminosidad del día. Y en el rostro de la anciana vidente había una expresión que sólo un hombre, muerto hacía tiempo, habría podido reconocer.
Kimberly despertó a la puesta del sol. Lejos, hacia el sur, en ese mismo momento, Kevin y Paul ocupaban sus posiciones junto a los hombres de Diarmuid fuera de las murallas de Larai Rigal.
Por un instante, Kimberly se sintió desorientada. Luego, mientras la vidente la observaba, una brutal oleada de reconocimiento inundó sus ojos grises. Levantando la cabeza, Kim miró con fijeza a la anciana. Se oía cómo fuera Tyrth estaba encerrando a los animales en el corral. El gato descansaba en el antepecho de la ventana iluminado por la última luz de la tarde.
—Bienvenida a casa —dijo Ysanne.
Kim sonrió; y hacerlo le supuso un esfuerzo.
—Vengo de muy lejos. —Sacudió la cabeza con estupefacción—. ¿Se ha marchado Eilathen?
—Sí.
—Lo vi zambullirse. Vi adonde se fue, allá abajo, en las profundas aguas verdes; es muy hermoso aquello.
—Lo sé —dijo la vidente.
De nuevo Kim tomó aliento antes de hablar.
—¿Resultó muy duro para ti verlo?
Al oír esto, por primera vez la mirada de Ysanne se perdió en la lejanía. Luego respondió:
—Sí. Sí, fue duro. Y también lo es recordarlo.
La mano de Kim se deslizó fuera del embozo y se posó sobre la de la anciana. Cuando Ysanne habló de nuevo, lo hizo en voz muy baja.
—Raederth era el primero de los magos antes de que Ailell fuera rey. Un día llegó a Morvran, en las orillas del lago Leinan… ¿Sabes dónde está, en Gwen Ystrat?
—Lo sé —dijo Kimberly—. Vi Dun Maura.
—Llegó hasta el Templo, junto al lago, y se quedó allí toda la noche, lo cual fue un acto de valentía, pues no es en modo alguno un lugar amable para los magos desde la época de Amairgen. Pero Raederth era un hombre valiente.
Él me vio allí —continuó Ysanne—. Yo tenía dieciocho años y acababa de ser escogida para ser una morma del círculo interior. Nunca hasta entonces había sido escogida una muchacha tan joven. Pero Raederth me vio aquella noche y me señaló para otra cosa.