El suelo de madera de teca se extendía hasta donde alcanzaba la mirada. Salón y comedor estaban decorados con antigüedades, y en la espaciosa cocina se extendían las superficies de reluciente granito y los electrodomésticos de acero inoxidable. Transmitía un efecto limpio sin pecar de estéril, y los adornos y cuadros que cubrían las paredes tenían por objeto dotar a la casa de un aire confortable. Desde luego no parecía el hogar de un soltero que nunca estaba en la ciudad. Lo que empañaba el efecto era la única pared vacía del salón, cubierta con un motivo ajedrezado de cuadros de diversas tonalidades amarillas. Entonces cayó en la cuenta de que la esposa fallecida de Tyler debía de ser la responsable de la decoración, y que esa pared, a medio terminar, fue su proyecto.
A partir de ese momento la casa no le pareció tan perfecta, sino más bien un mausoleo, como si estuviera conservada en el mismo estado en que se encontraba el día en que ella murió.
Tyler reparó en que Dilara contemplaba las diversas tonalidades de aquella pared.
—Cosa de Karen —dijo, confirmando sus sospechas con un tono teñido de pesar—. Le gustaba la luz que transmitía el amarillo en los días nublados. No llegó a contarme con cuál se había quedado. No dejo de pensar que debería pintarla, pero nunca me decido a escoger uno de esos tonos.
Tyler cogió un mando a distancia, y desde unos altavoces ocultos fluyeron las notas de un concierto de Vivaldi. Dilara se acercó a los ventanales. La puerta daba a la terraza que miraba al acantilado. Las luces rutilantes del centro de Seattle proporcionaban el fondo ideal a la torre de la Aguja Espacial. Vio un transbordador surcando las aguas de la bahía Elliott.
—En los días despejados, el monte Rainier se dibuja justo por detrás del contorno de los edificios —explicó Tyler mientras descargaba la compra.
—Es una vista fantástica.
—Fue el motivo principal de que Karen y yo compráramos la casa.
De nuevo Dilara percibió la tristeza de su tono de voz. Él se dedicó a preparar la cena, pero ella notaba cierta incomodidad.
—¿Puedo ayudar?
—Mira, podrías cortar las puntas de las judías —dijo tras mostrarle dónde estaban los cuchillos y la tabla de madera.
Dilara lo miró mientras trabajaba. Se manejaba con bastante soltura en la cocina. Todos sus movimientos parecían formar parte de una compleja coreografía. En un par de ocasiones, lo vio seguir con la cabeza el ritmo de la música. Tyler disfrutaba de la vida, a pesar de la tristeza que lo lastraba a veces. No pudo negar que su actitud y competencia resultaban atractivas, pero esos pensamientos eran ridículos teniendo en cuenta la situación en la que se encontraban. Se sorprendió mirándolo más de lo que debía, y volcó de nuevo la atención en las judías verdes.
Aparte de un par de preguntas referentes a la ubicación de los utensilios de cocina, ambos guardaron silencio. Ella volvió a pensar en lo que habían descubierto en aquel mensaje de correo electrónico. Al cabo, la curiosidad le pudo y preguntó:
—¿Qué es Torbellino?
Tyler dejó de cortar las patatas y se volvió hacia ella. Su expresión era inescrutable, pero Dilara tuvo la sensación de que oír esa palabra había bastado para alterarlo.
—Lo siento —se disculpó la arqueóloga—. He sido más brusca de lo que pretendía.
Tyler se dedicó de nuevo a cortar, pero el silencio no duró mucho.
—Se trata de un proyecto secreto del Pentágono en el que trabajé brevemente.
—¿Me estás diciendo que el Departamento de Defensa está detrás de todo esto?
—La compañía que me contrató, Juneau Earthworks, dijo que se trataba de un proyecto del Pentágono. Ése fue el motivo de que al principio dudase si contártelo o no. Pero cuanto más pienso en ello, menos me convence la idea de que los militares respaldasen ese asunto.
—No lo entiendo. ¿Cómo puedes estar tan poco seguro de ello?
—Cuando trabajas en un proyecto secreto, todo se gestiona a través de empresas fantasma como Juneau. No puedes llamar al Pentágono y pedir que te pongan con el encargado del proyecto. Negarían su existencia, así que no hay modo de confirmar que se trata de verdad de una operación gubernamental. Pero esos tipos andaban por ahí tirando el dinero, así que di por sentado que trabajaban para el Gobierno.
—¿De qué cantidad de dinero estamos hablando?
—El proyecto tenía un presupuesto de cuatrocientos millones de dólares.
Dilara lanzó un silbido ante la mención de semejante cifra.
—¿En qué consistía? ¿Una misión tripulada a Marte?
—Un bunker. La razón era que los antiguos refugios nucleares del Gobierno se han quedado anticuados y son vulnerables ante ataques de índole biológica y química. En lugar de dotar a los antiguos búnkeres de tecnología moderna y de los sistemas informáticos apropiados, querían construir uno nuevo, en una ubicación que no fue revelada, provisto de tecnología punta y actualizable. Hablamos del bunker más avanzado jamás diseñado. Es la clase de desafíos que hace salivar a cualquier ingeniero.
—Pero te despidieron.
—Yo iba a ser el ingeniero jefe del proyecto —explicó Tyler mientras preparaba el salmón a la plancha—. Estábamos estudiando las especificaciones e íbamos a empezar el diseño. Entonces, dos meses después de que adjudicasen el contrato a Gordian, se echaron atrás. Dijeron que el Pentágono había revisado los presupuestos y que no había dinero para financiar el proyecto. En ese momento me pareció una excusa muy pobre. No se cancela así por las buenas un proyecto que asciende a casi quinientos millones de dólares. Pero nos pagaron nuestra elevada cláusula de cancelación y no tardamos en olvidar el asunto. Pensé que el proyecto había tocado fondo y no había vuelto a pensar en él hasta hoy.
—Pero no lo cancelaron. Contrataron a la compañía de Coleman y le cambiaron el nombre a Oasis.
—Eso parece. Hablamos de un búnker lo bastante grande para mantener a cerca de trescientas personas durante al menos cuatro meses. Energía propia, una planta desalinizadora de agua, circuito interno de aire, comida y todas las distracciones que uno esperaría encontrar en un hotel de cinco estrellas. Todo ello construido bajo tierra. Se suponía que incluso dispondría de espacio para animales y jardines hidropónicos.
La mención a los animales hizo que Dilara recordase al hombre que se había arrojado desde lo alto de la torre de la Aguja Espacial.
—«Porque toda carne ha corrompido su camino en la tierra» —citó.
Tyler se la quedó mirando con los ojos muy abiertos.
—Eso es lo que dijo el asesino justo antes de soltarse y caer al vacío. Le pregunté por qué. Por qué quería matarnos.
—Están construyendo una nueva arca. Pero en lugar de una embarcación, se trata de un arca subterránea.
—¿Cómo?
—Esa frase —observó Dilara—. Pertenece a la Biblia. Génesis, capítulo seis.
—¿De la historia del diluvio?
—Es lo que dijo Dios a Noé justo antes de decidir limpiar los pecados del hombre y los animales.
—No soy un gran conocedor de la Biblia —confesó Tyler—, pero recuerdo que Dios dijo que no volvería a hacer algo así. Fue algo irrepetible.
—Hablas de su pacto con Noé. «Y me acordaré del pacto mío, que hay entre mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne. Y no habrá más diluvio de aguas para destruir toda carne.»
—Parece inflexible. Claro que el grupo del que hablamos quizá no crea en Dios.
—¿Tú crees?
—Ya te he dicho que soy más bien escéptico —respondió sucintamente. Parecía obvio que no estaba dispuesto a decir más.
—Por otro lado, es muy posible que crean en Dios —continuó Dilara—. Mucha gente se toma la Biblia en sentido literal, y en ésta se dice específicamente que Dios jamás volvería a limpiar la tierra.
—De modo que si nos ponemos en plan literal, algún otro tendrá que encargarse esta vez del trabajo sucio.
—Sólo digo que podría verse de ese modo.
—Conozco a unos cuantos que podrían hacerlo —admitió Tyler.
—Pues tienen que estar locos de remate para intentarlo.
—¿No lo crees posible? ¿Después de todo lo que nos ha pasado?
—¿Cómo iban a poder crear un diluvio capaz de destruir el mundo?
—Oasis fue diseñado para proteger a los ocupantes de la radiación, el contagio biológico y los agentes químicos. En la época de Noé, posiblemente un diluvio fue lo que barrió a la humanidad de la faz de la tierra, pero creo que ahora planean repetir la labor con lo que fuera que acabó con la vida de los pasajeros y tripulantes del avión de Hayden. Puede que la relación que exista con el arca de Noé sea alegórica.
Dilara hizo una pausa.
—No puede tratarse únicamente de una relación simbólica. Sam dijo que mi padre la encontró. La auténtica arca de Noé. Tiene que haber algo más. Lo sé.
—Tal vez averigüemos más detalles a partir de los restos del avión de Hayden. Mañana empezaremos a buscar, cuando volemos a Phoenix. Entretanto, tenemos que descansar.
—Es frustrante. Tengo la sensación de que deberíamos estar haciendo algo.
—Tú tendrías que hacer algo —dijo Tyler—. Abrir ese excelente chardonnay. —Señaló una botella que descansaba en el armario bodega empotrado y sirvió los filetes de salmón en sendos platos—. La cena está lista.
Tyler sirvió la última copa a Dilara. Se sentía algo amodorrado. No había bebido desde que inició su estancia en la Scotia One, así que el vino tuvo mayor efecto en él de lo normal. Se alegró de tener una excusa para cocinar. Como viajaba a menudo, no solía hacerlo, por lo que solía disfrutarlo mucho cuando tenía ocasión.
La conversación de la cena versó sobre asuntos diferentes de aquello que tanto les preocupaba. Tyler habló a Dilara de algunos de sus proyectos de ingeniería más interesantes, y ella correspondió con anécdotas pintorescas de sus excavaciones. Cuando llegó a la parte de su responsable de departamento y el camello flatulento, Tyler se descubrió riendo a mandíbula batiente.
—No parece que pases mucho tiempo en casa —dijo—. Supongo que no tienes hijos.
Ella hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Ni tiempo ni ganas, ¿y tú?
—No. Karen quería tener hijos, y yo también, con el tiempo, pero yo no dejaba de retrasarlo. —No supo qué lo había movido a hacer esa confesión. Tal vez había sido el vino.
—Es que además no tengo espacio —añadió enseguida Dilara para llenar el silencio—. Vivo en un cuchitril. Pero tu casa es preciosa.
—Eso fue cosa de Karen. Yo me ocupé del cuarto de la televisión que hay abajo, en el sótano, y ella se encargó de todo lo demás. Es irónico que el cuarto de la tele sea de lo que menos utilizo. He visto algunas carreras, eso es todo.
—Tenía muy buen gusto. ¿A qué se dedicaba?
—Era fisioterapeuta de niños inválidos. Nunca decía que no. Sacaba tiempo de las piedras para echar una mano. Por eso conducía tan tarde la noche que falleció. —¿Qué estaba haciendo? Nunca hablaba de Karen con gente a quien acababa de conocer. De hecho, apenas hablaba a nadie de ella. Era demasiado duro para él.
—¿Cuándo sucedió? —preguntó Dilara.
—El próximo mes hará dos años. Era una noche lluviosa, los frenos del coche no funcionaron al llegar a un cruce. Había mencionado en varias ocasiones que los frenos no respondían como antes, pero yo en ese momento estaba muy ocupado con un proyecto. No pensé que fuera algo serio, así que prometí echarles un vistazo a mi regreso de mi viaje de trabajo. No volví a pensar en ello hasta esa noche. Se saltó un semáforo y un todoterreno arroyó su vehículo a ochenta por hora.
—Qué horror.
Se le cortó la respiración al recordar el momento en que había recibido la fatídica llamada telefónica.
—Yo estaba en Rusia, trabajando en la instalación de un gasoducto, cuando recibí la noticia del accidente. Tardé dos días en regresar en vuelos comerciales. Debido al mal tiempo y los problemas con los transbordos. Ella aguantó un día entero. Murió cuando yo me encontraba en el aeropuerto de Hong Kong. —Tenía la garganta seca. Tragó saliva y contempló la pared sin pintar—. Perdí la oportunidad de despedirme de ella por doce horas. Ésa es una de las razones de que ahora tengamos una flota de reactores privados en la empresa.
Dilara guardó silencio, pero hubo algo en su gesto de preocupación que empujó a Tyler a continuar.
—Pasé casi un año sin dormir bien —dijo—. Repasé los datos del accidente. Los repasé una y otra vez, intentando convencerme de que no hubo manera de que yo pudiese predecir lo sucedido. —Rió con tristeza—. Entiéndeme: se supone que soy experto en fallos de sistemas y accidentes, un ingeniero con tres especialidades, y ella precisamente muere debido a la clase de accidentes que me contratan para prevenir.
—¿Lo lograste?
Tyler negó lentamente con la cabeza.
—No lo sé. El coche quedó muy maltrecho, pero la posibilidad de que tal vez podría haberlo impedido me tuvo despierto mucho tiempo. Ahora puedo dormir, pero cada noche, cuando apago la luz, su rostro es lo último que veo.
Todos sus compañeros en Gordian estaban al tanto de lo sucedido, pero sólo lo había hablado con un puñado de ellos. Pensó que el hecho de haber desafiado a la muerte en más de una ocasión con Dilara le obligaba a compartir eso con ella. También cayó en la cuenta de que sería la primera mujer que iba a dormir en su casa desde la muerte de su mujer. De algún modo, no parecía correcto que Dilara pasase allí la noche sin estar al corriente de lo sucedido, que era como si de algún modo traicionase a Karen.
—En fin, ahora que he logrado matar cualquier posible conversación es hora de irse a la cama —dijo Tyler.
Dilara lo miró compasiva, pero no hizo ningún comentario.
—¿Dónde está mi cuarto?
—Al fondo del pasillo. La tercera puerta a la derecha. Dame un minuto. —Entró en su dormitorio y cogió una camiseta que nunca se había puesto—. Está sin estrenar. Avísame si no es lo bastante cálida.
Dilara tenía una constitución bastante parecida a la de Karen, pero él había donado toda su ropa a la caridad poco después de su muerte. Aunque conservase alguna prenda suya, hubiera resultado muy raro prestársela a la arqueóloga.
—Gracias por la cena —dijo ella—. Y por todo lo demás que has hecho. No quería meterte en semejante follón.
—No te preocupes. —Fue lo único que se le ocurrió decir.
Entonces, para su sorpresa, Dilara le dio un beso en la mejilla y abandonó el comedor. Aquel gesto afectuoso no pudo sorprenderlo más, y no supo cómo reaccionar. Duró más de la cuenta para tratarse de un simple gesto de compasión. Seguía pensando en el beso cuando introdujo el último plato en el lavavajillas y apagó las luces de la cocina.