—Me aburro con facilidad. Eso de estar sentado no es lo mío. Soy de los que hacen cosas: trabajar, jugar con los coches, correr, volar. Cualquier cosa que me permita salir de casa.
—¿Hay algo que no sepas hacer?
—Tengo una voz lamentable. Tú pregunta a Grant cuando lleguemos al CIC. Una vez me llevó a un karaoke, y desde entonces el pobre no ha sido capaz de escuchar de nuevo
My Way
sin que le dé risa. Según él, logré que Bob Dylan sonara como Pavarotti.
—¿Y qué opinión tiene de ti Grant como piloto?
—Ah, cree que soy mucho mejor piloto que Pavarotti —replicó Tyler con una sonrisa torcida.
Aumentó la potencia de los motores y al cabo de unos minutos habían despegado y se encontraban volando rumbo a Phoenix.
Cutter y Simkins llevaban casi tres horas en el hangar, y los camiones no habían dejado de llegar con fragmentos recogidos en el lugar del accidente, a pesar de lo cual aún no habían visto la maleta. Cutter se mantenía a distancia de Grant Westfield, y siempre que éste caminaba en su dirección, él se alejaba hacia otro lado con discreción.
Simkins había podido comprobar las zonas próximas a Westfield, pero aún no habían tenido suerte. A pesar de todo, Cutter tenía que suponer que la maleta no tardaría en aparecer. Si los investigadores la abrían y veían dentro el artefacto, sabrían inmediatamente que se trataba de algo ajeno al avión y lo apartarían para someterlo a un control de seguridad más estricto. Si eso sucedía, Cutter nunca podría recuperarlo. Necesitaba hacerse con él antes.
Entró otro camión por la parte posterior del hangar y la cadena humana se dispuso a descargarlo. Cutter observó que había una pieza del armazón que aún no habían colocado. Entonces la vio. La maleta verde metálica que tres días atrás introdujo en el interior del reactor. Había sobrevivido al accidente y parecía intacta. Estupendo. Sería más sencillo huir de allí con ella.
En ese momento le preocupaba el hecho de que no lograría salir del CIC con la maleta si para retirar cualquier objeto era necesaria la aprobación de Westfield. No había modo de que Cutter burlase su presencia. Lo reconocería de inmediato, y sabría que algo andaba mal.
Por tanto, las circunstancias exigían una vía de escape alternativa.
Mientras ingeniaba un plan, alcanzó a oír el ruido de un reactor que tomaba tierra en la pista de aterrizaje.
El vuelo al CIC había ido como la seda. Tyler estacionó el aparato en el hangar dos y dejó el Gulfstream en manos de la cuadrilla de mantenimiento de Gordian.
El CIC estaba sumido en uno de esos días de locos a los que estaba acostumbrado. Además de la reconstrucción del aparato que tenía lugar en el hangar tres, en la pista de carreras vio varias personas inclinadas sobre un duplicado del turismo de dos plazas Tesla, el vehículo eléctrico que había conducido con Dilara el día anterior. A un centenar de metros del coche vio la otra cara de la moneda: el camión minero de la marca Liebherr. Parecía que estaban en los preparativos finales antes de ponerlo a prueba.
Tyler llamó al móvil de Grant y averiguó que seguía organizando la ingente cantidad de restos transportados al hangar tres. Él y Dilara se acercaron a pie al edificio adjunto.
Mostró en la entrada su documentación y dio fe de la arqueóloga, quien les mostró el pasaporte que había logrado introducir dentro del traje de supervivencia durante el accidente de helicóptero.
Una vez dentro, comprobó que habían avanzado bastante. Con la cantidad sin precedentes de personal que Gordian había movilizado, habían reunido al menos un cuarenta por ciento de los restos del accidente de avión.
Distinguió a Grant a lo lejos, supervisando la descarga del camión. Su socio le hizo un gesto con el brazo para que se acercara y siguió dando órdenes a los operarios.
—Me encanta lo que has hecho aquí —dijo a Grant.
—Me invade esa pasión por los rompecabezas que tan de moda está —replicó el musculoso negro.
—Y tu afición por el Lego.
—Es el último grito en cuanto a reconstrucción de accidentes aéreos se refiere.
—Frank Gehry se sentiría orgulloso de ti. ¿Entiendo que todo marcha bien?
—No va mal, teniendo en cuenta que tengo de los nervios a la Junta Nacional de Seguridad del Transporte por haber trasladado los restos tan rápidamente. Pero todo lo demás ha sido etiquetado y fotografiado adecuadamente. Ha bastado con pagar horas extras a unas trescientas personas.
—Pues me parece barato, teniendo en cuenta lo que nos jugamos. —Contó a Grant la relación que existía entre lo sucedido y el proyecto Torbellino, así como la teoría de Dilara de que el bunker podía representar una segunda arca.
—Entonces me alegro de haber torcido unos cuantos brazos —dijo Grant—. Quedan cuatro camiones por llegar, y luego me pondré a catalogar…
El
walkie-talkie
lo interrumpió:
—¿Señor Westfield?
Grant tomó el aparato que le colgaba del cinto.
—Adelante.
—Al habla el agente Williams. Sé que dijo que nada debía de salir del hangar, pero estos tipos de la Junta Nacional de Seguridad del Transpor… —La comunicación se interrumpió antes de que pudiera terminar.
—¿Quién era? —quiso saber Tyler.
—Uno de los agentes de la policía local que vigilan la entrada principal del hangar.
Grant intentó restablecer la comunicación, pero no obtuvo respuesta.
—Vamos —dijo Tyler, que echó a correr hacia la entrada.
Al llegar, Grant y él hallaron a ambos agentes tendidos en el suelo. El ingeniero se agachó para tomarles el pulso, pero estaban muertos. Les habían partido el cuello sin darles tiempo a reaccionar. Los habían emboscado. Además les habían quitado las armas. Estaba furioso. Habían asesinado a esos hombres en su territorio.
Grant estaba igual de furioso que él. Cogió la radio y arrojó a Tyler las llaves de su coche.
—Al habla Grant Westfield. Cierren de inmediato el CIC. Nadie puede salir y nadie puede entrar, ¿entendido? Tenemos dentro de las instalaciones individuos sueltos, armados y peligrosos. Pongan en marcha los protocolos gamma.
Quería decir que si alguien intentaba arremeter contra las puertas, los guardias estaban autorizados a disparar primero y hacer preguntas después.
Saltaron al interior del jeep, y Tyler lo puso en marcha. Quienquiera que hubiese asesinado a los agentes se alejaba a toda velocidad en un sedán que les llevaba unos doscientos metros de delantera. Dos vehículos de seguridad se dirigían hacia el coche en fuga, así que el sedán derrapó junto al enorme camión minero. Debieron de caer en la cuenta de que atravesar las imponentes puertas de Gordian era un plan inútil y se habían propuesto jugárselo todo con el camión.
Los operarios de Gordian que rodeaban el enorme vehículo se dispersaron al ver a los dos hombres salir del sedán, armados con armas automáticas, con las que efectuaron una ráfaga al aire.
Los intrusos subieron la escalera del camión, y cuando llegaron a la parte superior, arrojaron al suelo a los operarios de Gordian que había en el interior de la cabina. Tyler comprendió entonces qué planeaban hacer.
Para tratarse de un vehículo enorme, era asombrosamente fácil conducir el Liebherr. Cualquiera capaz de poner en marcha un camión normal podía conducir ese mastodonte. Y justo eso fue lo que hicieron. Los dos enormes motores diesel de dieciséis cilindros rugieron al arrancar mientras los dos vehículos de seguridad frenaban delante del camión, y sus ocupantes hincaban una rodilla fuera, protegidos por las puertas y apuntando con las pistolas a la cabina.
—¿Qué están haciendo? —se preguntó Grant en voz alta.
—Pues cometiendo un error —respondió Tyler.
El camión minero echó a andar, aplastando los capós de ambos coches como si fueran piezas de origami, en lugar de acero. Los agentes de seguridad lograron apartarse a tiempo.
Tyler se situó con el jeep a la altura del mastodonte de doscientas toneladas, intentando hallar el modo de subirse al vehículo, cuando oyó el tableteo de un AR-15. Las balas alcanzaron el capó, causando una fuga de vapor y aceite que cubrió el parabrisas. El motor sonaba como si se estuviera pulverizando.
Tyler golpeó con furia el salpicadero y frenó el vehículo. El motor del jeep estaba inutilizado. No había modo de seguir a los intrusos. Observó el enorme camión dirigirse a la verja de seguridad, que haría pedazos como si se tratara de un pañuelo de papel húmedo.
Abrió la puerta y salió del jeep. Necesitaban un vehículo, pero los más cercanos se encontraban en el hangar, a kilómetro y medio de distancia. Para cuando dispusieran de otro coche, el camión les habría sacado mucha ventaja.
Desde el lateral del jeep, Grant señaló algo situado detrás de su socio.
—Tyler, a tu espalda.
Giró sobre sus talones y clavó la vista en los ojos abiertos como platos de los operarios que habían estado comprobando el funcionamiento del deportivo Tesla. A su lado vio un remolque, pero no vio el vehículo de servicio. Reconoció a uno de los hombres, que los seguía observando a ambos boquiabierto.
—Del, ¿dónde tienes el jeep? —preguntó Tyler.
—Fred lo ha cogido para ir a buscar el almuerzo —respondió Del.
Entonces el ingeniero miró el Tesla.
—Del, Grant y yo vamos a tomarte prestado el coche.
—Conduce tú —propuso Tyler a Grant—. Vamos a quitarle el techo.
El Tesla tenía un techo desmontable, y el ingeniero era consciente de que el único modo de alcanzar a los tipos del Liebherr consistía en subirse al vehículo, lo que les resultaría más sencillo si no tenían que salir por la ventanilla del Tesla. Abrió un par de fijaciones de seguridad, mientras Grant hacía lo propio. Luego sujetaron el techo y lo depositaron en el suelo.
Grant se apretujó en el asiento del conductor y hundió el pie en el acelerador antes incluso de que Tyler hubiese cerrado su puerta. A excepción del chirrido de los neumáticos y el quejido del motor eléctrico, el coche era muy silencioso, lo que hizo que el rugido del motor del camión sonase incluso atronador en la distancia.
Tyler odiaba ver los daños que producía el camión en su querido CIC. El Liebherr avanzó a través de la pista de tierra, aplastándolo todo a su paso. Cemento y acero no eran rivales para el enorme vehículo. En cuanto abandonase el CIC, nadie estaría a salvo y prácticamente no habría modo de detenerlo.
Tyler se acordó de que años atrás, en San Diego, un loco había robado un tanque del cuartel de la Guardia Nacional. Aunque el tanque tenía el cañón inutilizado, el inabordable vehículo irrumpió en las calles de la ciudad a más de treinta kilómetros por hora, seguido por docenas de coches de policía. No había nada que pudiera hacerse. Destruyó casas, vehículos y postes de teléfono. La policía se limitó a contemplar la destrucción, con la esperanza de que el tanque se quedara sin gasolina. La única razón de que el final se adelantara fue que el conductor atascó el tanque en una mediana de cemento. Entonces la policía asaltó el carro de combate y mató al conductor.
Pero esto era peor. El tanque era lento. Se trataba de un M60 de la época de la guerra de Vietnam. Pesaba unas cincuenta toneladas. El Liebherr 282B pesaba cuatro veces eso, alcanzaba casi los ocho metros de altura y era capaz de rascar los sesenta y cinco kilómetros por hora de velocidad. Nada a excepción de una bomba guiada por láser sería capaz de detenerlo.
Tyler ignoraba de qué se habían apoderado los intrusos, pero estaba claro que era valioso. Eso quería decir que había que recuperarlo a toda costa.
La policía local ya se habría puesto en marcha para seguir los movimientos del vehículo por helicóptero. No era posible que el camión se escabullera. Pero Tyler pensó que esos tipos ya debían ser conscientes de ello y que habían trazado un plan de huida. Entretanto, había un camión de doscientas toneladas, responsabilidad de Gordian, que estaba a punto de irrumpir en los suburbios de Phoenix.
Debido a que la altura del suelo del Tesla era muy baja, por ser un coche deportivo, no fue capaz de tomar el camino recto que había seguido el Liebherr, pero compensó la ventaja que les habían sacado con mayor velocidad y una conducción más ágil. Grant condujo por el terreno más despejado, evitando los restos que había levantado el camión a su paso por el trazado de tierra.
El Liebherr había alcanzado la pista oval y corría por ella. Superó un montículo de seis metros, construido para evitar que los fotógrafos espiasen las pruebas que se realizaban regularmente allí, y luego cayó al otro lado. Era tan alto que aún asomaba por detrás del montículo. Entonces arremetió contra la verja que rodeaba el complejo. Arrancó treinta metros de malla de resistente acero que volaron sobre el camión.
Como mucho tenían un par de minutos antes de que el enorme vehículo llegase a una zona poblada. Incapaces de seguirlo en el Tesla por aquel lado, Grant aceleró a través del túnel subterráneo en dirección a la entrada principal.
Tyler encendió el
walkie-talkie.
—¡Abrid la puerta inmediatamente! Grant Westfield y yo vamos en el coche rojo. ¡No disparéis! ¿Recibido?
—¿Quién habla? —respondieron.
—¡Al habla Tyler Locke! ¡Repito: no disparéis al coche rojo! ¡Es una orden!
—¡Sí, señor!
El Tesla salió disparado por el túnel, frente a la puerta, que se deslizaba por el raíl. Grant no aflojó el pie del acelerador. Tyler hizo una mueca cuando pasaron silbando por el hueco, apenas a unos centímetros de la puerta corredera.
Grant dio un golpe de volante y dirigió el vehículo hacia el llamativo camión de color amarillo que distaba entonces unos ochocientos metros. Imposible perderlo de vista. Era como si un McDonalds acabara de echar a rodar en plena carretera.
El Tesla alcanzó enseguida los ciento sesenta por hora. En cuestión de treinta segundos se situaron a la altura del camión minero. Al frente se perfilaban los primeros indicios de civilización, una zona de almacenes a las afueras de Deer Valley. El camión no dio muestras de reducir la velocidad.
Los coches celulares los seguían con las sirenas a todo trapo y los pocos vehículos que había al frente se dispersaron al caer en la cuenta de la amenaza que suponía el mastodóntico camión. Tyler recurrió al teléfono móvil para advertir a la policía de que se mantuviera al margen. No quería ver más vehículos aplastados y no había nada que los agentes pudieran hacer. Armados con pistolas, escopetas y rifles, no causarían daños irreparables al camión. Sería necesario un bazuca para mellar siquiera los neumáticos de más de tres metros y medio de diámetro. Sólo el motor pesaba nueve toneladas. Las balas rebotarían sin más. Haría falta un milagro para dañar un componente vital.