—Aún no. Le mantendré informado.
—Recibido.
Cutter contempló incrédulo, horrorizado, el 737, maldiciéndose por haber activado el artefacto antes de que el reactor recibiese permiso para despegar. Un retraso considerable supondría un desastre. El tiempo atmosférico era perfecto, de modo que no había previsto ninguna demora. Activado el artefacto, no había modo alguno de desactivarlo. Ya estaba en funcionamiento. Si el avión regresaba a la zona de estacionamiento, tendría que buscar el modo de recuperarlo. Eso sería muy problemático, por no mencionar el peligro que entrañaba. Era demasiado mortífero para andar trajinando de un lado para otro con él. Con el avión detenido en la cabecera de la pista se sintió atado de manos. Así que hizo lo único que podía hacer: rezar.
Se recostó en el volante y cerró con fuerza los ojos, las manos juntas, rezando con toda el alma por el buen cumplimiento de su misión. Dios no lo abandonaría. Su fe se impondría.
Cutter había sabido toda la vida que estaba destinado a servir a un propósito elevado y que estaba dispuesto a dar la vida para alcanzarlo, igual que lo estaban todos sus hermanos. Al abandonar el ejército, gracias al cual adquirió todas las habilidades necesarias para ejecutar el plan de Dios, comprendió de qué elevado propósito se trataba, y a él se entregó sin reservas. Los actos que había llevado a cabo para asegurar un futuro mejor podían considerarse atroces por quienes carecían de fe, pero su alma era pura. El objetivo final era lo único que importaba.
Pero ese objetivo corría peligro, a Cutter no le cupo duda. No obstante, era un creyente fiel, y sus plegarias serían escuchadas.
Al cabo de cuarenta minutos de espera se produjo el milagro. La radio cobró vida.
—Vuelo November tres cuatro ocho zulú, aquí torre de control de Burbank. Hemos retirado el combustible de la pista. Tiene permiso para despegar.
—Gracias, torre. Acabáis de salvarme el puesto de trabajo.
—Es un placer, George. Espero que disfruten de Sidney.
Al cabo de dos minutos, el reactor recorrió la pista entre los rugidos de los motores. Mientras observaba al 737 alzar el vuelo sobre las montañas y efectuar un viraje a poniente, Cutter bajó del vehículo para cerrar el capó y luego regresó al interior de la limusina. Por primera vez en todo el día esbozó una sonrisa.
Dios estaba de su parte.
El viento barrió el helipuerto de la plataforma petrolera Scotia One, sacudiendo el cataviento en dirección este. Ubicados a trescientos veinte kilómetros de la costa de Terranova, los Grandes Bancos eran conocidos por sufrir algunos de los peores temporales del mundo, pero los vientos de casi cincuenta kilómetros por hora y el oleaje, que alcanzaba los cuatro metros y medio de altura, apenas podían considerarse un vendaval. Tan sólo era un día más. Tyler Locke sintió curiosidad por averiguar quién estaba dispuesto a enfrentarse al temporal para conocerlo.
Se apoyó en el pasamano y oteó el cielo, en busca del helicóptero de transporte Sikorsky cuyo horario de llegada estaba a punto de cumplirse. No vio ni rastro de él. Tyler cerró la cremallera de la cazadora de piloto para protegerse del frío y aspiró el fuerte aroma salado del mar y del crudo que envolvía las instalaciones.
Desde su llegada hacía seis días a la plataforma, apenas había tenido tiempo libre, así que disfrutó de aquel rato contemplando el inmenso océano Atlántico. Tan sólo necesitaba unos minutos para cargar de nuevo las pilas. No era de esa clase de personas capaces de pasar todo el día sentadas delante del televisor, viendo películas. Disfrutaba mucho sumergiéndose en un proyecto, trabajando sin parar hasta resolver el problema que tuviera entre manos. Su necesidad de mantenerse ocupado era fruto de la ética laboral que le había inculcado su padre. Fue lo único que Karen, su esposa, nunca logró cambiar de él. «El año que viene —le dijo siempre—. El año que viene disfrutaremos de unas largas vacaciones.»
Sumido en sus pensamientos, sintió de nuevo la antigua punzada de remordimiento, y, con aire ausente, llevó los dedos al anillo de casado. Sólo cuando sintió el tacto de la piel desnuda, bajó la mirada y recordó que el anillo ya no estaba ahí. Separó rápidamente las manos, y cuando volvió a levantar la vista, vio que uno de los miembros del personal de pista, un tipo bajito, nervudo, llamado Al Dietz, se dirigía hacia él. Con su casi metro noventa y la complexión fortachona que le conferían los más de noventa kilos de peso, Tyler se enseñoreaba como un gigante ante el diminuto operario de la plataforma.
—Buenas tardes —le saludó Dietz, alzando la voz para hacerse oír por encima del rugido del viento—. ¿Has salido a ver cómo aterriza el helicóptero?
—Hola, Al —respondió Tyler al saludo—. Espero a alguien. ¿Sabes si una tal Dilara Kenner viaja a bordo?
Dietz negó con la cabeza.
—Lo siento. Lo único que sé es que hoy viajan cinco pasajeros. Si quieres, puedes ir dentro a esperar. Yo te la llevo cuando lleguen.
—No te preocupes. Mi último encargo fue en el derrumbe de una mina en Virginia Occidental. Después de una semana respirando polvo de carbón, podríamos estar a cuarenta bajo cero que no me importaría estar aquí fuera. Además, ella ha tenido la amabilidad de volar para conocerme, así que lo menos que puedo hacer para corresponder al gesto es recibirla aquí.
—No tardarán nada en asomar. Ya sabes que si se le escapó este vuelo tendrá que esperar. Han dicho que estaremos aislados al menos veinticuatro horas.
Dietz lo saludó mientras se alejaba, dispuesto a hacer los preparativos para el aterrizaje.
Tyler había escuchado el parte meteorológico, por tanto sabía a qué se refería el hombre. A lo largo de las horas siguientes, el viento arreciaría y se extendería una intensa bruma, lo que imposibilitaría posarse en la plataforma hasta que despejara el tiempo. Vio el cúmulo de nubes que se acercaba por el oeste, y justo debajo, a unos siete kilómetros, un barco a motor que avanzaba lentamente. Blanco, de al menos ochenta pies de eslora. Una belleza. Probablemente un Lürssen o un Westport. Tyler no supo explicarse qué estaba haciendo ahí, en los Grandes Bancos, pero desde luego no parecía tener mucha prisa.
Tampoco tenía la menor idea de por qué una arqueóloga se mostraba tan impaciente por conocerlo, tanto como para estar dispuesta a volar hasta ese lugar. Durante los pasados días ella había estado llamando a la sede central de Gordian, y cuando Tyler se tomó un respiro de su trabajo en la plataforma, le devolvió la llamada. Lo único que pudo averiguar fue que era profesora de la Universidad de California en Los Ángeles y que necesitaba verlo de inmediato.
Cuando le dijo que desde la Scotia One iba a ocuparse de un asunto en Noruega sin pasar antes por Estados Unidos, ella insistió en verlo antes de que se trasladara. Le comentó, medio en broma, que el único modo de que eso sucediera sería que se desplazara a la plataforma: un vuelo de dos horas. Y para su sorpresa, ella aceptó sin dudar, incluso se mostró dispuesta a pagar la exorbitante cifra del viaje en helicóptero. Cuando le preguntó el porqué, lo único que ella estuvo dispuesta a decirle por teléfono fue que se trataba de un asunto de vida o muerte. No quiso aceptar un no por respuesta. Era la clase de misteriosa distracción capaz de animar un destino rutinario como aquél, de modo que al final acabó cediendo y se encargó de gestionar con el encargado de la plataforma los permisos necesarios para autorizar la visita.
Lo que tenía claro era que Dilara no le estaba tomando el pelo, pues Tyler comprobó sus credenciales en la página web de UCLA, donde encontró la fotografía de una hermosa mujer de pelo negro de unos treinta y tantos años. Tenía los pómulos altos, unos preciosos ojos castaños y una sonrisa muy natural. A partir de aquel retrato, Tyler tuvo la impresión de que se trataba de una mujer inteligente, competente. Cometió el error de mostrársela a Grant Westfield, su mejor amigo y experto del proyecto en ingeniería electrónica. De inmediato Grant hizo algún que otro comentario poco caballeroso respecto al motivo de que Tyler accediese a conocerla. Éste no respondió, pero tuvo que admitir que su aspecto añadía una nota más a la intriga.
Dietz, que empuñaba dos linternas equipadas con brillantes luces rojas, se encaminó al extremo de la pista, cerca de donde estaba situado Tyler. Señaló al trecho de cielo que se extendía sobre el extremo opuesto del helipuerto.
—Ahí está —anunció—. Justo a tiempo.
Tyler vio, recortado contra el fondo gris de las nubes, un punto que rápidamente fue haciéndose más visible. Al cabo de poco tiempo, oyó la pulsación grave de las palas del helicóptero, que a veces se imponía al estruendo del vendaval. El punto se fue haciendo mayor hasta que reconoció al Sikorsky, un aparato con capacidad para diecinueve pasajeros, transporte esencial en los campos petrolíferos de Terranova.
Estaba convencido de que Dilara Kenner se encontraba a bordo. Le había dejado bien claro durante la charla telefónica que no perdería el vuelo, y él la creyó. Hubo algo en la seguridad y la dureza de su tono de voz que le dio a entender que no podía dudar de la palabra de esa mujer.
A menos de kilómetro y medio de distancia, el helicóptero redujo velocidad para emprender el descenso en la pista, cuando despidió un penacho de humo negro por la turbina derecha.
Tyler se quedó boquiabierto, antes de exclamar:
—Pero ¡qué coño! —Entonces comprendió horrorizado lo que estaba a punto de suceder. Una descarga eléctrica le recorrió la columna vertebral.
—¿Has visto eso? —preguntó Dietz, que alzó una octava el tono de su voz.
Antes de que Tyler pudiese responder, una explosión sacudió el motor. La explosión levantó capas de metal en el rotor de cola.
—¡Mierda! —gritó Dietz. Tyler ya se había puesto en movimiento.
—¡Van a caer! —advirtió a voz en cuello—. ¡Vamos!
Saltó a la pista y echó a correr al extremo opuesto. Dietz lo siguió. Como un trueno que sigue al resplandor de un relámpago lejano, el sonido de una explosión reverberó segundos después de producirse. Cuando cruzó la hache dibujada en mitad de la pista, Tyler observó la espantosa destrucción del Sikorsky.
Dos palas del rotor de cola salieron disparadas y las palas restantes chocaron con la sección de cola del helicóptero. La fuerza centrífuga del aún intacto rotor principal obligó al aparato a caer en barrena.
El instinto impulsó a Tyler a actuar, pero no había modo de ayudar a los pasajeros. Frenó en seco en el extremo de la plataforma, desde donde tenía una visión perfecta del helicóptero. Dietz se paró a su lado, jadeando.
El Sikorsky no cayó de inmediato al océano. En lugar de ello, la cola describió un círculo mientras la aeronave se precipitaba sobre las aguas. Sólo un piloto experto podría controlar un aparato herido de muerte como aquél.
Sintió una punzada de esperanza. Si el Sikorsky no caía con mucha fuerza, tal vez los pasajeros tuviesen ocasión de abandonarlo con vida.
—Esos tipos están muertos —sentenció Dietz.
—No, sobrevivirán —aseguró Tyler, que sin embargo no sonó muy convencido.
Para cuando perdió un centenar de metros de altitud, cesó la inercia del helicóptero. Justo antes de alcanzar el agua, se inclinó y las palas del rotor principal hendieron el océano como las aspas de una batidora. Instantes después se partieron. El Sikorsky descansó inmóvil en la superficie del océano, tumbado por el costado de babor.
—¡Han quedado atrapados dentro! —exclamó Dietz.
—Vamos —se dijo Tyler, recordando el rostro sonriente de Dilara Kenner. Apretaba la mandíbula con tal fuerza que pensó que iba a quedarse sin dientes—. ¡Vamos! ¡Salid de ahí!
A modo de respuesta vio deslizarse la portezuela del helicóptero. Cuatro personas con llamativos monos de supervivencia de color amarillo saltaron al agua. Solamente cuatro personas.
Dietz dirigió el haz de las linternas hacia el helicóptero derribado.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—¡Apartaos de ahí! —gritaba Tyler.
El morro del Sikorsky se sumergió bajo el agua. El mar penetró a través de la portezuela abierta. La cola apuntó al cielo y no tardó en quedar sepultada por las olas.
Tyler siguió mirando el lugar donde se había hundido el aparato. Cada segundo transcurrido sin ver a los demás pasajeros se convirtió en una eternidad.
Entonces, cuando ya no parecía posible que pudiesen asomar con vida a la superficie, otras tres personas con trajes de supervivencia emergieron e hicieron señales entre el oleaje. Siete supervivientes. Con cinco pasajeros y dos pilotos, eso suponía un total de siete de siete. Todos ellos lo habían logrado.
—¡Sí! ¡Eso es! —exclamó Tyler mientras aplaudía.
Dietz, con una sonrisa de oreja a oreja, le mostró la palma de la mano para chocarla en una fuerte palmada.
—¡Qué suerte tienen esos hijos de puta! —gritó sin apartar la vista de la gente que flotaba en el agua.
Tyler negó con la cabeza ante la buena suerte de los siete. Había visto los resultados de un par de siniestros de helicóptero en Irak. No hubo supervivientes en ninguno de ellos. Claro que para los pasajeros del Sikorsky aún no había pasado lo peor.
—El agua estará helada —dijo—. No resistirán mucho, a pesar de los trajes de supervivencia.
La sonrisa de Dietz se esfumó.
—Estoy seguro de que a estas alturas Finn está al habla con la Guardia Costera y…
—Están demasiado lejos —lo interrumpió Tyler, consciente de la presión que imponía el paso del tiempo—. ¿Recuerdas la bruma?
—Entonces, ¿cómo los sacamos de ahí? ¿No me dirás ahora que han sobrevivido al siniestro para acabar muertos en el agua?
—No si puedo evitarlo.
Tyler sabía que era la única persona a bordo de la plataforma Scotia One con experiencia en desastres de aviación. Tenía que convencer al encargado de la plataforma, Roger Finn, de que no podían esperar a que la Guardia Costera enviase un helicóptero de rescate. Eso podía suponer un obstáculo, ya que Tyler había sido contratado por una compañía distinta a la que llevaba la gestión de la plataforma, y Finn apenas toleraba su presencia en aquel lugar.
—Tú no les quites ojo —le ordenó a Dietz, antes de echar a correr por la pista, en dirección a la escalera.
—¿Adónde vas? —gritó el operario a su espalda.
—¡A la sala de control! —respondió Tyler.
Descendió atropelladamente la escalera, sin pensar siquiera un instante en que tal vez no debía involucrarse en aquello. Era su instinto el que lo empujaba a tomar las riendas e implicarse en lo sucedido, pero aquellas personas no dependían de él. No eran responsabilidad suya. Los operarios de la plataforma petrolífera y la Guardia Costera podían hacerse cargo de la situación y salvar a los pasajeros del helicóptero.