—Yo he saltado en una —afirmó sin alterar el tono de voz—. Fue eso lo que me hizo pensar en esa posibilidad.
—¿De veras? ¿Dónde? —preguntó Finn sin tenerlas todas consigo.
—Gordian probó una hará un par de años. Necesitaban voluntarios para comprobar su funcionamiento. —Era verdad que Gordian había llevado a cabo una evaluación en mar abierto, evaluación que Tyler supervisó, pero no fue él quien subió a la barca de salvamento. Por aquel entonces las conclusiones fueron que se trataba de una maniobra desesperada.
—¿Te prestas voluntario? —preguntó Finn, enarcando una ceja.
Tyler ni siquiera pestañeó. El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho.
—Si es necesario para que aceptes. Firmé el documento eximiendo a la compañía, como hace todo el mundo, y después de todo vi dónde cayó el helicóptero.
Finn miró en torno de la sala de control a los tres operarios, que lo observaron con los ojos muy abiertos, y después miró por el ventanal, tras cuyo cristal se dibujaba la bruma cercana. Al cabo, se volvió de nuevo hacia Tyler.
—De acuerdo, me has convencido —dijo, y levantó ambas manos admitiendo su derrota—. Recurriremos a una de esas barcas de salvamento. ¿Cuántos hombres necesitas?
Tyler se esforzó en calmar los latidos del corazón mientras pensaba en la misión y recordaba aquel dicho popular que recomendaba mantener la calma y no mostrar los sentimientos. Tranquilo como un pato en la superficie, mientras mueve las patas como loco bajo el agua. Algo así.
—Tres hombres en total —respondió—. Uno para gobernarla y dos para sacar del agua a los náufragos. Grant tiene que ser uno de ellos. Nunca me perdonaría que lo dejase atrás.
Grant Westfield no sólo era el mejor ingeniero electrónico con el que había trabajado, también era adicto a las descargas de adrenalina: escalada, paracaidismo, conducción temeraria, espeleología, cualquier cosa capaz de acelerarle a uno el ritmo cardíaco. Tyler se lo pasaba en grande cuando lo acompañaba a veces, pero Grant era un fanático, estaba enganchado. No dudaría un instante si se le presentaba la ocasión de subirse a una barca de salvamento que debía caer de una altura de veintitrés metros, una experiencia de la que muy pocos habían disfrutado. Y si Tyler iba a hacerlo, quería que lo acompañase la persona en quien más confiaba de toda la plataforma.
—De acuerdo, Grant te acompañará —dijo Finn—. Pediré a Jimmy Markson que vaya con vosotros. Sabrás que no podemos recuperar la barca. No en estas condiciones atmosféricas. La grúa podría partirse.
«La situación no hace más que mejorar», pensó Tyler.
—Utilizaremos la cesta para el personal —dijo. La cesta era un cubículo con capacidad para seis personas, empleada para subir a la plataforma a todo aquel que llegase por mar.
—Avisaré a los otros dos para que se reúnan contigo en la cubierta de las barcas. De camino ponte un traje de supervivencia, por si acaso. No quiero perder a nadie si alguno de vosotros se cae al agua.
Eso a Tyler le pareció una excelente sugerencia.
—Sé dónde está el armario, no te preocupes.
Finn tomó el auricular del teléfono, pero Tyler no se quedó para escuchar la conversación. Después de procurarse un traje de supervivencia en la cabina de emergencias, siguió las señales indicadoras que lo llevarían hasta las barcas de salvamento, y bajó de dos en dos los peldaños del tramo de escalera.
En la cubierta inferior, de la cual estaban suspendidas las barcas, dejó la cazadora de piloto en la reja y se puso el traje mientras esperaba la llegada de Grant y Markson. Las cinco embarcaciones auxiliares estaban pintadas de un vivo color naranja, de tal forma que resultase fácil divisarlas en el mar. Tenían forma de bala, y las únicas ventanillas eran unas portas rectangulares situadas en una cúpula en la popa, donde se sentaba el timonel. Las portas estaban fabricadas en policarbonato ultrarresistente, el mismo material de los cristales antibalas, en lugar de cristal normal, de tal modo que soportasen el impacto de la caída. La única abertura era una escotilla de aluminio situada en el extremo de popa.
Las barcas miraban al océano y descansaban sobre los raíles que las guiarían en la caída. Al final de los raíles, aguardaba un desnivel de veintitrés metros hasta el agua, la barca se sumergiría en ella y después asomaría de nuevo a noventa metros de distancia gracias a los diez nudos de inercia que ganaría durante el descenso. Una vez ganase la superficie, su potente motor diesel era capaz de alcanzar los veinte nudos.
Cuando se hubo puesto ycomprobado el traje, Tyler abrió la escotilla de la primera de las barcas y echó un vistazo en su interior. En lugar de un pasillo central, vio una escalera que pasaba junto a los asientos que miraban a popa. El único asiento vuelto a proa, reservado para el timonel, no sería ocupado hasta completada la caída. Había que accionar simultáneamente sendas palancas situadas a ambos costados del interior de la embarcación para iniciar la maniobra de amerizaje, para evitar que un tripulante se dejase llevar por el pánico y lanzase la barca sin más, antes de que los demás compañeros ocupasen sus asientos. Una serie de dispositivos de seguridad velaría por mantener cerrada la escotilla de popa antes del lanzamiento. Si la escotilla permanecía abierta, podía inundarse el interior cuando la barca se sumergiera en el agua, y cabía la posibilidad de que la embarcación nunca saliera a flote.
Tyler escuchó ruido de pasos a su espalda. Dos hombres descendieron apresuradamente por la escalera. Ambos eran negros, pero ahí terminaba todo su parecido. El primero en asomar era muy delgado y le sacaba unos centímetros de altura al propio Tyler; era tan delgado que el traje de supervivencia le colgaba como si en lugar de hombros tuviese una percha. Ése debía de ser Markson. Tenía casi cincuenta años, y las manchas de petróleo del rostro no disimularon sus recelos.
El otro hombre, que llevaba el cráneo rasurado y tenía la piel color café, aún se peleaba con la cremallera del traje de supervivencia. Grant Westfield, unos centímetros más bajo y unos quince años más joven que Markson, conservaba aún el musculoso cuerpo y los ciento diez kilos del luchador profesional que fue en tiempos. Debía de haber cogido una talla pequeña para él. Tyler no pudo evitar sonreír al verlo.
—¿Necesitas ayuda con eso, tigre? —preguntó, sin molestarse en disimular lo mucho que le divertía ver al hombretón en semejante apuro—. Tal vez debas perder unos kilos.
Grant deslizó por fin la cremallera hasta el cuello.
—Está claro que al confeccionar estos trajes nadie pensó en personas con mi imponente físico —repuso Grant, burlón.
—Tú procura que no se rompa. No sería propio de un modelo tan… imponente.
Grant se mordió los labios.
—Te recuerdo que los trajes de supervivencia rotos son el último grito en las pasarelas de Milán.
Tyler oyó a Markson soltar una risilla forzada. Probablemente la broma estaba fuera de lugar, pero le gustó oírla. Desde sus tiempos en el ejército, así era como Grant y él se las habían ingeniado para aliviar la tensión en situaciones comprometidas.
—Me alegra que te unas a la fiesta —dijo Tyler.
—¿Me tomas el pelo? Por nada del mundo me perdería una de tus chifladas hazañas. Me han contado que no ves el momento de arrojarte al mar en una de esas hermosuras. —Grant se mostró mucho más entusiasta que Tyler ante aquella perspectiva.
—Que no veo el momento quizá sea algo exagerado, pero alguien tiene que hacerlo, así que ¿por qué no ir los dos?
—En eso aciertas —admitió Grant, que no quitaba ojo a las enormes barcas—. Hace meses que no me subo a la montaña rusa.
Tyler se volvió hacia el otro hombre, a quien tendió la mano.
—¿Es usted Markson?
—En efecto, doctor Locke.
—Llámeme Tyler.
Se estrecharon la mano.
—Soy buzo y soldador. Estoy capacitado para tripular las barcas. —Era un tipo duro, pero hubo un leve temblor en su voz.
—Me alegra tenerlo a bordo —dijo Tyler, que señaló la escotilla abierta—. ¿Embarcamos?
Grant fue el primero en entrar por la escotilla y asegurarse el cinturón de seguridad en uno de los asientos. Las cuatro fijaciones apenas contuvieron la enormidad de su cuerpo. Tyler lo siguió, y finalmente Markson cerró la escotilla al embarcar. Tyler escogió el asiento situado junto a la palanca de babor y se aseguró el cinturón.
—Todo a punto para el lanzamiento —anunció Markson—. ¿Están listos?
—Listo —respondió Tyler.
—¡Allá vamos! —exclamó Grant, sacando pecho en el asiento como cuando competía en el circuito de lucha libre—. ¡Veamos de qué es capaz esta hermosura!
Markson asió la palanca y Tyler hizo lo propio.
—Tres… Dos… Uno… ¡Palanca!
Tiró de la barra hacia abajo. Se encendió un piloto rojo que indicaba que se había activado el mecanismo de liberación; percibió entonces un golpe metálico, seco, cuando las abrazaderas hidráulicas se separaron. Ya no había vuelta atrás, así que Tyler se esforzó en adoptar la sangre fría propia de quien se ve inmerso de lleno en una empresa, como cuando sirvió en el ejército. Precisión, firmeza y calma se convertirían en las palabras clave a partir de ese instante.
La barca empezó a deslizarse por los raíles. El movimiento se le antojó peculiar. Era como cuando una embarcación se desliza desde un remolque por una rampa hacia las aguas del lago. Después la proa de la barca de salvamento se inclinó hacia abajo y a Tyler le dio un vuelco el estómago.
En una ocasión, empujado por las pullas de Grant, se lanzó al vacío desde un puente atado a una cuerda elástica, razón por la cual la sensación le resultó familiar. Todo su cuerpo flotó apartado del respaldo del asiento curvo. Fue como si la sensación de ingravidez durase una eternidad. Entonces fue cuando se produjo el impacto.
El estampido de la fibra de vidrio al dar contra el agua reverberó procedente de todas direcciones. Era como si la barca hubiese chocado contra un bloque de granito. La nuca de Tyler golpeó en el reposacabezas del asiento. La presión del frenazo sustituyó la sensación de ingravidez. El ángulo de su asiento cambió de forma drástica cuando vio el agua cubrir las portas del asiento del timonel.
Tyler se vio arrojado de nuevo sobre el respaldo del asiento y zarandeado de lado a lado cuando la barca ganó la superficie. El agua chorreaba sobre la ventanilla de la cúpula, a través de la cual alcanzó a distinguir el gris del cielo. La barca se niveló. Grant lanzó una exclamación triunfal a su espalda, pero él tan sólo estaba contento de haber completado la caída y seguir de una pieza.
—¡Guau! —voceó el ex luchador profesional, riendo—. ¿Podemos hacerlo otra vez?
—Conmigo no cuentes, ni hablar —respondió Tyler, desabrochándose el cinturón de seguridad.
—Pero si te lo has pasado en grande.
—Eso díselo a mi estómago cuando lo encuentres ahí arriba, en la plataforma petrolífera.
Markson ocupó el asiento del timonel. Aunque el oleaje los golpeaba incesantemente, la barca de salvamento era tan marinera como un corcho. Sin embargo, cualquiera que hubiese naufragado en aquellas aguas tenía por fuerza que estar luchando por sobrevivir. Tyler recuperó de nuevo el recuerdo de la fotografía de Dilara, a quien imaginó esforzándose por mantenerse a flote. Markson puso en marcha el motor diesel, y Tyler señaló en la dirección del accidente. La bruma se espesaba más y más, así que no había un minuto que perder. Las posibilidades de que lograsen rescatar a los supervivientes eran cada vez menores.
Dilara Kenner hizo un esfuerzo por mantener la cabezadel inconsciente piloto del helicóptero fuera del agua, pero las olas se lo impidieron. Al menos los trajes de supervivencia flotaban. Lo único que pudo hacer fue asegurarse de que el mar no se lo llevara. El copiloto, un tipo rubio de rostro aniñado llamado Logan, intentó ayudarla, pero se había roto un brazo y con el otro se limitaba a mantenerse a flote sin tragar agua.
Había perdido de vista a los demás pasajeros, cuatro hombres con aspecto de operarios de la plataforma petrolífera que viajaban de vuelta para cumplir con un periodo de trabajo de tres semanas. El oleaje se los había llevado, así que tampoco ellos iban a ayudarla. Antes de que Logan y ella dejasen de hablar para conservar energía y evitar tragar más agua salada, el copiloto le contó que la plataforma petrolífera no disponía de helicóptero. El más cercano, en Saint John, se encontraba a unas dos horas de vuelo.
No parecía que hubiese ninguna esperanza, claro que Dilara pensó eso mismo cuando tomó parte en la maratón de Los Ángeles. La idea de correr cuarenta y dos kilómetros sin parar intimidaba a cualquiera, suponía una empresa aparentemente imposible. Pero volcó toda su atención en poner un pie delante del otro hasta que logró llegar a la meta.
Por tanto, se concentró no en esperar dos horas la llegada del helicóptero de rescate, sino en mantenerse con vida minuto a minuto. El problema más acuciante que la distraía era el agua que se le filtraba en el traje de supervivencia, el cual se había rasgado tras rozar un trozo de metal cuando abandonó el aparato. Sentía cómo sus extremidades se volvían paulatinamente rígidas.
—Me estoy cansando —dijo Logan tras diez minutos de soportar el embate del oleaje—. Creo que mi traje pierde flotabilidad.
La situación de Dilara tampoco era envidiable, pero sabía que tirar la toalla supondría la muerte.
—Vas a lograrlo, Logan. No malgastes fuerzas hablando. Tú mantén la cabeza por encima del agua.
—La bruma se nos echa encima. No nos verán.
—Qué importa la bruma. Ya verás cómo nos encuentran.
—Tengo calambres en las piernas.
—Logan, estoy haciendo lo posible por impedir que tu piloto y yo nos ahoguemos —dijo, optando por una táctica distinta—. ¿Vas a decirme que una chica aguanta más que tú?
El hombre comprendió lo que pretendía y sonrió sin demasiada convicción.
—Así me gusta —dijo Dilara, consciente de que la charla había surtido efecto—. Veo que no vas a echarte a llorar. Eso me gusta.
—Me quedaré aquí tanto rato como tú.
—Me gusta oír eso. No he llegado hasta este lugar para darme ahora por vencida.
La terrible ironía de aquel accidente fue pensar que había superado lo peor, el accidente, poco antes de que se produjera. Sam y sus crípticas palabras no fueron más que el principio.