El arqueólogo (19 page)

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Authors: Martí Gironell

Tags: #Histórico, #Aventuras

BOOK: El arqueólogo
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Tanto los beduinos como el monje y el sacerdote belga escuchaban boquiabiertos la historia de aquel hombre a quien las circunstancias habían convertido en un fenómeno extraño de la naturaleza. No obstante, a todos les rondaba por la cabeza la misma pregunta y parecía que nadie se atrevía a interrumpirlo para adivinarlo.

Ubach la verbalizó:

—¿Y cómo ha sobrevivido todo este tiempo?

—Oh, pues con cosas de aquí y de allá…, pero sobre todo gracias a los tamarindos —admitió.

—¿De los tamarindos? Pero si están más secos que un filete de bacalao seco.

—Les hice cortes en las ramas, los sangré; esta zona está repleta. De hecho, es lo único que hay. Además, profané algún hormiguero, algún nido de serpiente y no hay mucho más, comestible, claro.

Aunque los integrantes de la caravana seguían un régimen severo, les conmovió la dieta de aquel hombre, que siguió explicándoles cómo conseguía alimentarse:

—Hice unas incisiones con el canto afilado de una piedra para que saliera y fluyera el líquido que contenía. Manó una sustancia gomosa y dulce. —Hizo una pausa y se miró las manos, que había puesto formando un cuenco, como si contuviesen el líquido—. Es una resina parecida a la cera que se funde con el sol y que es dulce y aromática, como la miel, ¡y alimenta! —Cerró los ojos y se pasó la lengua por los labios llenos de costras y resecos—. Sangré los árboles, pero en los que estaban expuestos al sol no hizo falta porque la sabrosa secreción salía sola.

—¿Se siente desnutrido?

—No, quizás un poco desfallecido, pero no… Estoy bien, gracias a Dios. —Sin acabar de decir eso, él mismo se contradijo—. No…, no me atrevo a pedírselo, pero… ¿no podrían darme un poco de agua y un mendrugo de pan? —preguntó finalmente.

—¡Por supuesto que sí! —respondió el padre Vandervorst—. Y queso y olivas, ¡y lo que necesite! —le ofreció el belga al tiempo que bajaba por el cuello del camello para darle unas cuantas de las provisiones que llevaban en las cajas. Ubach no daba crédito a las palabras de ese hombre. Lo que había mantenido con vida, milagrosamente, a aquel hombre abandonado a su suerte era el maná, el alimento que, según el libro del Éxodo, había enviado Dios al pueblo hebreo durante la travesía del desierto. Según la Biblia, Dios envió el maná todos los días durante la estancia del pueblo de Israel en el desierto. Todos los días menos el sábado, por eso el viernes había que recolectar una ración doble. En algunos textos de referencia judíos clásicos se decía que el maná tenía el sabor y la apariencia de lo que uno más deseara.

Ubach sabía que algunos estudios botánicos que había consultado apuntaban a que el maná bíblico era, en realidad, el fruto de una planta, de fresno de flor o de tamarindo. Y, de hecho, en un par de regiones del sur de Italia y Sicilia se cultivaban tanto el uno como el otro para obtener el maná, una bebida azucarada muy valorada por sus propiedades laxantes. Para eso, se sangraba el árbol durante el verano, haciendo unas incisiones en la corteza por la que fluye este líquido. El maná podía administrarse diluido en agua, leche o zumo de frutas; la dosis variaba según la edad y era un laxante excelente. Ubach dedujo que por eso mismo aquel hombre era sólo piel y huesos. ¡Estaba vivo milagrosamente gracias al maná!

—Disculpe. —Ubach se acercó a aquel hombre que chupaba de una cantimplora llena de agua—. Querría pedirle un favor.

Sin separar los labios de la abertura de aquella pequeña garrafa que cogía por el cuello, asintió hacia el monje.

—¿Podría enseñarme dónde están los tamarindos que le han dado la resina que lo ha mantenido vivo todo este tiempo? —Ubach quería llevarse unas cuantas muestras al futuro Museo Bíblico.

De color blanco y con sabor de harina mezclada con miel, Ubach se sentía como los israelitas a quienes sólo se les permitía un gomor al día, unos tres litros y medio de maná. Una cantidad que se doblaba los viernes para poder proveerse el sábado. No obstante, si se guardaba más maná de la cuenta, más del que estaba permitido, más del que mandaba Dios, entonces, el maná se estropeaba y se llenaba de gusanos. Cargados con aquellos haces de maná, la caravana continuó su viaje hacia Áqaba.

Lluvia divina

La caravana avanzaba por un camino entre las montañas y la playa. Era el atardecer y el oreo que soplaba resultaba muy agradable, aunque la temperatura empezaba a bajar. Cuando creían estar más solos y aislados, apareció, de repente, ante ellos y no muy lejos, la figura de un beduino. Armado con una escopeta —se distinguía el largo cañón del arma que sobresalía de la silueta recortada sobre el horizonte de aquel habitante autóctono del desierto—, se les iba acercando. Cuando pasaron más cerca, se dieron cuenta de que llevaba algo más colgado a la espalda.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó Saleh.

—Cuatro peces que he pescado esta mañana —respondió señalando con la barbilla puntiaguda hacia el mar.

—¿Estarías dispuesto a vendérnoslos? —le pidió Ubach, que en aquel instante se sumó a la conversación.

—Por supuesto que sí, abuna, ¿por qué no? —respondió el beduino pescador, arqueando las cejas y con un nuevo brillo en los ojos.

Ubach se llevó la mano al morral y sacó dos monedas.

—Toma, ¿te parecen suficientes dos reales?

—¿Dos reales, abuna? Le sale muy caro ese pescado, ¿no cree? —protestó Saleh, sin entender ese gesto tan desprendido del monje.

—Llevamos muchos días sin comer pescado, Saleh; nos vendrá muy bien, hombre. Además, aunque tengamos el mar cerca, ¿dónde quieres que vayamos a buscar pescado?

—Muy bien, muy bien, abuna, usted manda. —Saleh desistió, no tenía ganas de discutir con el padre Ubach; sabía muy bien que era tozudo como una mula: cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, no había quien lo bajara del burro.

Mientras Ubach se disponía a bajar del camello, deslizándose por el cuello del animal, para pagar los peces, el beduino pescador le hizo una observación.

—Abuna, ustedes los sacerdotes sí que son felices. Pueden conseguirlo todo de Alá con sus oraciones. Si quieren riquezas, las tienen. —Y le señaló el morral del que había sacado los reales—. ¡Incluso pueden convocar o desviar la lluvia a su gusto! —exclamó levantando los brazos hacia el cielo.

—Oh, no, no. No nos atribuyas un poder que no tenemos —le aclaró Ubach—. Y nuestra felicidad tampoco reside en las riquezas; ya ves que no las poseemos por cómo dormimos y por lo poco que comemos, más o menos como vosotros. Vosotros tenéis la misma capacidad para conseguir que Alá os conceda las riquezas, la lluvia y los demás bienes temporales, sólo tenéis que tener confianza y creer que Él puede concederlo, y que lo hará si es lo conveniente para la salvación eterna de nuestra alma. Esto último es lo que nos importa, porque todas las alegrías y bienes de este mundo no son nada en comparación con los que disfrutaremos en la otra vida, si cumplimos aquí en la Tierra.

—¡Quién sabe lo que hay en el otro mundo y con qué nos encontraremos después de muertos! —respondió el viejo beduino, y entrecerró los ojos.

Entonces Ubach se dio cuenta de que el hombre llevaba los ojos pintados de color verde y negro. No por presumir, sino para protegerse de los reflejos del sol y, a la vez, repeler a los mosquitos.

—Puedes saber muy bien lo que hay, porque Mahoma os lo dice en el Corán: «Un infierno para los que cometen pecados, y una gloria de bienes eternos para quienes siguen el camino recto».

El beduino se quedó sorprendido con la respuesta del monje.

—Pide todos los días a Alá que te indique cuál es ese camino recto para llegar a quererlo, y te aseguro que serás feliz en este mundo y en el otro.

—Pues menos mal, ¡menos mal que tenemos la esperanza de llegar un día a ese paraíso colmado de felicidades, porque aquí abajo somos unos miserables!

Ubach sonrió ante aquel baño de realidad que le acababa de dar el beduino.

—Mire, abuna. —Y abrió los brazos para abrazar el espacio que los rodeaba—. Todos estos torrentes, todas estas montañas son nuestras, pero qué nos dan, aparte de cuatro dátiles no producen nada más, como ya puede ver. He oído que lejos de aquí, en vuestras tierras de Europa, hay mucha agua, bosques, huertos y jardines con todo tipo de flores y frutas exquisitas.

—Sí, es verdad —admitió Ubach—, pero eso se debe a que la gente de allí trabaja mucho y cultiva la tierra con diligencia. Si aquí hicieseis lo mismo en los lugares donde Alá ha hecho que mane una fuente, veríais que también la tierra produciría trigo, habas, sandías y pepinos, en lugar de los cuatro dátiles que me dices. Eso lo he visto yo mismo aquí, y he probado los frutos que da la tierra si la cuidan.

—Tengo tres hijas. ¿Podría llevárselas a su país para que se casasen allá y fuesen felices?

—Después de este viaje, todavía no iré a mi país. De todos modos, ¿sabes que si fuesen a mi país no podrían casarse aunque quisieran?

—¿Ah, no? —respondió sorprendido el beduino.

—No sin antes renunciar a Mahoma y adoptar la religión de Jesús.

—¡Ah…!

Cuando tocó la cuestión religiosa, el beduino no quiso saber nada más. Se despidió de los compradores de su pescado y su silueta se fue difuminando en el horizonte. Para él, sólo existían Alá y Mahoma, su profeta. No había margen de discusión. La caravana se detuvo para pasar la noche, y después de comerse el pescado a la brasa, como si fuese una exquisitez, Ubach, Vandervorst y los camelleros se fueron a dormir. Al día siguiente, les quedaba todavía mucho camino antes de llegar a Áqaba.

La naturaleza estaba adormecida. Era la calma que precede a una tormenta. Una naturaleza espesa y envuelta de una atmósfera de fuego. Ni una ligera brisa de mar, ni el más suave golpe de aire fresco. Los únicos que se resistían a ese ambiente soporífero eran los beduinos, que ya estaban acostumbrados a la bochornosa realidad del desierto, y los camellos, que balanceaban con un ritmo monótono a los religiosos.

Eso obligaba a Ubach y a Vandervorst a cogerse bien del pomo de la silla, porque cualquier momento de debilidad, es decir, una cabezada, una siestecita, podía hacerles perder el equilibrio y caer al suelo.

No obstante, la monotonía se rompió de repente, sin previo aviso. A menos que consideremos que sirve de aviso el sonido de un trueno seco que rasgó el cielo y provocó que se levantara un huracán acompañado de una furiosa tormenta de arena. Todos los integrantes de la caravana se apresuraron a envolverse con las túnicas y los pañuelos soportando estoicamente que las piedrecitas impactasen en la espalda, azotándosela. Era una tormenta de arena atípica porque, una vez que la atmósfera quedó cubierta de aquella plaga de arena, como si de una niebla espesa se tratara, seguían oyéndose truenos y una cortina de agua les caía sobre la cabeza. El agua, no obstante, estaba tan caliente como el viento que seguía soplando. Era una muestra más de cuán imprevisible era el tiempo en aquel desierto, a pocos kilómetros de la costa.

Aquella lluvia excepcionalmente caliente y tan repentina desconcertaba al padre Ubach. No obstante, el desconcierto duró poco. Estaba a punto de conocer el motivo. Y empezó a notarlo, al principio en la espalda y más tarde en la cabeza. Notó unos impactos. Muy suaves, muy ligeros, como si no quisieran tocarlo ni hacerle daño. Eran golpecitos diferentes de los que solía recibir cuando le golpeaban las piedrecitas y los granitos de arena que levantaba la típica tormenta de arena. Cuando pudo abrir bien los ojos, fue consciente.

En tierra, rodeando a los camellos de la caravana, delante de él, había una alfombra extendida de pequeños peces de colores brillantes que movían la cola y que abrían la boca desesperadamente en busca de aire.

—¡Es un milagro! —gritaban los beduinos, que se miraban entre sí y se dirigían a los dos religiosos con los mismos gritos.

—¡Es un milagro, abuna, es un milagro! —repetían una y otra vez los camelleros sin acabar de dar crédito a lo que veían.

Ver llover peces en medio del desierto era una imagen ciertamente sorprendente, Ubach se hacía cargo, y al margen de las connotaciones bíblicas que pudiese tener el hecho, que indudablemente las tenía, el monje sabía que a pesar de la excepcionalidad de aquel episodio había una explicación terrenal y científica para entender lo que parecía imposible.

—No, Saleh —apuntó con una sonrisa cómplice—. No se trata de la potestad de hacer milagros de la que hablas —reconoció Ubach—. ¡Pero bienvenidos sean! Lo que debe de haber pasado, Saleh, es que no muy lejos de aquí, probablemente mar adentro, una tromba en forma de manga ha aspirado parte del agua del mar y los vientos de la tormenta han transportado su contenido por el cielo. El azar ha hecho que descargase justo encima de nosotros en este punto del desierto. Hoy nos llueven peces, pero hay personas que han visto llover ranas o arañas. —Ubach hizo una pausa para mirar al cielo y después al suelo cubierto de peces ya sin vida—. Nada de lluvia divina —reconoció con un punto de amargura.

—¡Y usted que ayer decía que era imposible conseguir pescado! —le recordó Saleh con una amplia sonrisa—. ¿Y qué? ¿Ahora qué me dice, abuna? ¿Sabe qué pienso? ¡Qué usted es único, que es capaz de hacer que lluevan peces!

Y el beduino y los otros camelleros empezaron a recoger pescado con los brazos. No se podía dejar perder aquel bien de Dios.

Desafiando al jeque o el Azote del Desierto

—¿Por Áqaba? —había preguntado turbado y en un tono alarmado el archimandrita—. ¿Se ha vuelto loco?

Ubach meneó la cabeza a derecha y a izquierda para negar que hubiese perdido el juicio.

—La vuelta más segura para los peregrinos del Sinaí que quisieron llegar por tierra a Jerusalén ha sido casi siempre la misma: hacia Nakhl y Gaza —había sentenciado el archimandrita. Después, levantando la mano y mostrándosela bien abierta, le había dicho—: Podría contar con los dedos de una mano, y me sobrarían, a las personas que han conseguido coronar sus expectativas. —Había hecho una pausa, tan dramática como convincente. Había bajado la voz, como si no se atreviese a decirlo en voz alta, como un susurro que a Ubach le había puesto un poco la piel de gallina—. Casi todos fracasan. En lo que llevamos de año —y sólo estaban en abril—, ya han desaparecido unos italianos y unos belgas que iban a Petra pasando por Áqaba.

Vandervorst había tragado saliva y había empezado a rezar por sus compatriotas.

—Han caído en las terribles garras de un tirano, de un déspota que campa a sus anchas con el beneplácito de los gobernadores de la región: el jeque Hassan, hijo del temido bandido Muhammed ben Jad, el Azote del Desierto.

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