—Ventura, me gustaría confesarme.
Vandervorst pidió a su compañero de viaje que escuchase su confesión, justo en las ruinas de la capilla de Santa Egeria, en la cima de la Montaña Santa, la Montaña de la Ley. Ningún santuario de la tierra era tan apropiado como aquél para pedir perdón al Legislador y Juez Eterno. Vandervorst pensó que aquél era el sitio y el momento adecuado para reconocer que había infringido durante los últimos meses unos cuantos de los mandamientos de la ley de Dios, promulgados con tanta solemnidad en aquella misma montaña y escritos después en las dos tablas de piedra que llevó Moisés al pueblo de Israel.
Se arrodilló delante del padre Ubach.
—Padre, perdóname porque he pecado…
Y así fue como el sacerdote belga empezó su confesión. Lo expuso todo con gran detalle. Se desahogó, se despachó a gusto diciendo todo lo que pensaba, todo lo que sentía. Mientras lo hacía, notaba que un sentimiento de liberación lo invadía sutilmente y lo reconfortaba. Era como si se hubiese quitado un peso de encima enorme que no sólo lo obligaba a doblarse, sino que le oprimía el pecho. Le explicó por qué motivo ansiaba acompañarlo por las tierras bíblicas. Le confesó sus cada vez mayores dudas de fe y devoción. Le habló de lo que había sentido la primera vez que le había afectado la picadura del amor, aquel día al llegar a la aldea de Kafrinji. Se sinceró para hacerle comprender lo que había sentido en la tienda del oasis de Feiran y la conversación con la bailarina.
Después de escuchar atentamente aquel relato tan sincero, el padre Ubach se quedó en silencio. No se veía capaz de enderezarlo. De hecho, no tenía que hacerlo. Joseph Vandervorst lo tenía claro, estaba decidido, y Ubach pensaba que él no era quien para impedir que su compañero de fatigas fuese feliz, abandonando su servicio a Dios para consagrar su amor a una mujer. Se quedó mirándolo durante unos momentos, respirando hondo el aire impregnado de piedad, levantó la mano derecha y, haciendo la señal de la cruz en el aire, lo absolvió y lo eximió de cumplir penitencia alguna, así como de toda obligación o responsabilidad.
—Vete en paz, Dios te ha perdonado.
Hicieron en silencio el camino de regreso al monasterio de Santa Catalina, y Theoktistos pensó que se debía al recogimiento que el paraje que los rodeaba inspiraba a Ubach y Vandervorst.
Al llegar al monasterio, se despidieron del archimandrita, y se fueron a dormir pronto porque al día siguiente, antes del amanecer, retomarían la caravana con los beduinos.
La luna llena iluminaba las crestas y los rincones de las paredes del uadi, la leña que quemaba en el fuego de los beduinos chisporroteaba, los camelleros se aclaraban las gargantas y, acurrucados todos alrededor del fuego, se reconfortaban con el calor de las llamas y dando sorbos a un licor precioso que tenían en un vasito de hojalata. Id, el más viejo de los camelleros, se había encargado de ir sirviendo a todos y cada uno de los integrantes de la caravana. Beber juntos era bueno para estrechar lazos, y en aquel ambiente distendido, relajado y cercano, Ubach preguntó qué itinerario debían seguir antes de proponer el suyo. No imaginaba que los camelleros se negarían a aceptarlo.
—Y desde aquí, ¿hacia dónde iremos?
—Mire, abuna, pondremos rumbo hacia el Ghazale, pasaremos por el uadi de Al Ain hasta encontrar el mar.
—Con el mapa en la mano, ¿no sería mejor que subiéramos hacia el uadi de Al Ain y que, en lugar de bajar hacia el mar, siguiéramos hasta encontrar el desierto de Tih? Y que al llegar al camino de los peregrinos de La Meca, girásemos a mano derecha hacia Áqaba, ¿no os parece?
Cuando Id oyó la palabra Áqaba, dejó caer el vaso con la cara desencajada. Saleh se dio cuenta enseguida y discutió al padre Ubach su itinerario.
—De ningún modo. Por cualquier otro camino que intentásemos ir que no sea el de la playa del mar, como le acabo de decir, nos perderíamos inevitablemente. Ninguno de nosotros tres —y miró a Id, que estaba pálido como la harina— lo ha hecho nunca, y quién sabe los peligros que Alá depararía a una pequeña caravana como la nuestra, si decidiéramos subir.
—No tengas miedo, estoy convencido de que hay un buen camino. Alá es grande, Allah akbar, y si Él no lo quiere, ningún obstáculo nos molestará durante el periplo que todavía nos queda. Además, podéis estar seguros de que nos os faltará una buena propina.
—Ni por Alá, abuna, ni por todos los bajschirs del desierto intentaría algo semejante.
Ubach quería seguir el itinerario que habían hecho los israelitas y, teóricamente, interpretando las Sagradas Escrituras, no había otra opción aparte de la subida directa hacia el desierto de Tih, ir hacia el uadi de Al Ain, seguir hacia arriba por la falda occidental de la sierra que bordeaba la playa del mar Rojo, hasta cerca de Áqaba.
Sin embargo, como aquel camino seguía inexplorado y el simple gesto de pronunciar ese nombre, Áqaba, hacía palidecer al más moreno de los beduinos, resultaba difícil establecer que ése sería su itinerario definitivo. No obstante, el monje era tozudo, pertinaz, persuasivo, y cuando quería conseguir algo porque creía de verdad en ello, se dedicaba a ello y no paraba hasta conseguir su objetivo. Y justamente el que fuera una región inexplorada y desconocida avivaba todavía más el deseo de Ubach. Además, poder averiguar si de verdad pudo pasar por allí un pueblo tan numeroso como el de Israel y la probabilidad, no descartable, de realizar algún descubrimiento que arrojase nueva luz sobre su proyecto hacían que Ubach quisiera pasar por aquel lado de la península fuera como fuera. No obstante, Ubach se enfrentaba a otro problema. Así se lo hizo ver Saleh.
—Abuna, Id tiene miedo. No podemos pasar por Áqaba.
—No puedo entender que un hombre como él, acostumbrado a la dureza del desierto…
—A pesar de su veteranía, Id nunca ha tomado esa ruta porque nunca ha oído que hubiera ninguna salida posible. Siguiendo las costumbres de sus compañeros de tribu, Id nunca se aventuraría por un camino que no hayan recorrido mil y una veces sus antepasados.
—Saleh, no puedo creer que ninguna caravana haya seguido nunca ese itinerario.
—Id es hijo de una familia de camelleros. Aprendió los caminos siguiendo a su padre, y su padre los aprendió siguiendo al suyo. No obstante, un día, el padre de su padre, su abuelo, formó parte de una caravana que pasó por el desierto de Tih y por Áqaba y que ya no volvió: desaparecieron. Desde entonces, tanto el padre de Id como él mismo han evitado siempre pasar por ese rincón de la península.
—Es comprensible, lo entiendo —dijo Ubach.
A continuación, se quedó en silencio, pensando en las palabras de Saleh. Al cabo de un rato, se levantó, cogió dos vasos de café y fue a buscar a Id.
—Abuna, ¿qué lo trae a este rincón del campamento?
—Quería hablar contigo —le respondió Ubach mientras le ofrecía el vaso de café—. Tafaddal.
—Con mucho gusto. —Y el camellero alargó la mano para recibir el café—. Sentémonos aquí. —Le señaló un rincón que compartía con los otros tres camelleros, que en ese momento no estaban allí.
Estaban charlando alrededor de un hogar que habían encendido los beduinos de otro grupo que acababan de llegar al oasis. El beduino y el monje se sentaron sobre una alfombra tendida encima de la arena, bajo una palmera. Sólo las estrellas los observaban.
—Id, Saleh me ha explicado por qué no quieres pasar por Áqaba.
—Es un sitio peligroso. Nadie que haya ido ha vuelto. La caravana de mi abuelo no volvió, fue un fracaso. Y hay que aprender de los fracasos.
Ubach asintió.
—Sí, Id, tienes razón. El mundo es un lugar lleno de peligros, pero también es muy grande. Es emocionante conocer nuevos paisajes, nuevas personas que te permiten aprender cosas nuevas. ¿Por qué crees que estoy aquí si no? Id, es cierto que debemos aprender de los fracasos, pero de los propios, no de los ajenos.
—¿Qué quiere decir, abuna?
—Esa actitud que tienes sólo te genera más inseguridad que te bloquea y que anula cualquier iniciativa de querer explorar nuevos territorios para no tener que enfrentarte a algo ante lo que no sepas reaccionar. ¿No crees que ya es hora de plantar cara a los fantasmas del pasado que te hipotecan el presente y, de pasada, el futuro?
El camellero se quedó estupefacto al oír las palabras del monje.
—Tienes que enfrentarte a tus miedos, Id. No puedes vivir con ellos. Hay que vencer los miedos porque, si no, te acaban ganando a ti, y te inmovilizan, te paralizan y no te dejan avanzar. Sé un poco más fuerte todavía; sé más valiente de lo que ya lo has sido. Busca en tu corazón y no dejes que el miedo te haga olvidar el recuerdo de tu abuelo. Date cuenta de que el miedo te empaña el recuerdo de una persona que fue muy importante para tu padre y para ti: él os enseñó lo que sabéis, él os marcó el camino que habéis seguido. No permitas que el miedo acabe con todo eso. —Ubach levantó la vista al cielo y, señalando a las estrellas, miró a Id a los ojos y le dijo—: Tu abuelo hizo el camino, lo recorrió sin miedo y, aunque no volvió, ¿no te has planteado en ningún momento que quizá sí llegó? ¿Qué tal vez no fracasó?
Id lo miraba sin responder.
—No todos los caminos son buenos para hacer camino —soltó Id.
—No pierdas el tiempo odiando un fracaso. Porque quizá, de aquí a unos años, cuando seas mayor, te darás cuenta de que el verdadero fracaso habrá sido no intentarlo y no vivir por miedo de algo que deberías haber comprobado personalmente. Debes vivirlo para después enseñar a tus hijos a vivirlo, por ejemplo. Piénsalo… Si dejas que el miedo coja las riendas de tu vida, perderás la posibilidad de hacer aquello que en tu interior siempre has querido hacer y que por miedo no has hecho. Id, si tú triunfas en tu propósito, también lo hará tu abuelo. Perdemos muchas cosas por el miedo de perder. Piensa en ello antes de dormir y escucha a tu conciencia.
Ubach se levantó para que Id pudiese meditar sobre sus últimas palabras. El monje confiaba en sí mismo y en su gran capacidad de persuasión mediante los argumentos. No obstante, tenía una manera curiosa de hacerlo. A diferencia de quien llevaba a alguien a hacer algo y acababa convenciéndolo, Ubach invitaba a la reflexión, no obligaba a nadie a hacer nada, ni convencía a nadie de actuar de una manera con la que no estuviese de acuerdo; sencillamente, les daba su punto de vista cargado de razones y de sensatez. Ubach, no obstante, también sabía que, a veces, era preferible la voluntad a la inteligencia y que, a veces, el coraje y los arrebatos eran más efectivos que cualquier otra arma. Por eso, no tenía nada claro qué decisión tomaría su camellero porque, al fin y al cabo, él no pretendía predicar la verdad, sino que estaba convencido de que cada uno debía buscarla en su interior. Y quería pensar que Id la encontraría.
Eran las cinco de la madrugada y ya estaban en marcha. La naturaleza seguía dormida y no se oía ni el dulce zumbido de la brisa ni el canto de ningún pájaro. Ni ellos se atrevían a hablar: un ligero suspiro retumbaba con gran estruendo porque, al estar rodeados de paredes altísimas y de cerros escarpados, parecía que estuviesen metidos dentro de un inmenso embudo de piedra. Los camellos avanzaban silenciosamente, ondulando con monotonía, igual que las olas del mar que bordeaban. Con los primeros rayos del sol naciente entraron en la primera de las tres puntas de Ras Burqa; de repente, las montañas se ensanchaban y parecían un anfiteatro, un conglomerado imponente de granito y de gres de colores variados. Caminaron durante todo el día muy cerca de la playa, notando la salobridad del agua del mar en los labios. Fue una mañana llena de regocijo y cantos de alegría por despedirse de la península del Sinaí, aunque, como contrapartida, cierto temor, de miedo latente, se iba adueñando de la caravana conforme se acercaba a Áqaba. Id, que había decidido seguir el camino establecido, dio la orden de parar. Saleh se adelantó, miró a un lado y al otro y, después de constatar que no había ningún peligro, hizo una señal para seguir adelante. No habían dado ni cuatro pasos cuando un hombre, por llamarlo de algún modo, los abordó en medio del camino. Desdentado y nervioso, con la ropa hecha harapos, barbudo, con cabellos largos y enmarañados, y con los brazos levantados… Parecía venir de otra época. Debía de refugiarse de los sanum —las fuertes tormentas de viento caliente y arena— en alguna de las cuevas que el paso del tiempo había conseguido perforar en aquellos riscos. Los camellos se alarmaron y perdieron el talante tranquilo que los hace únicos.
—Shuay, shuay! —gritaban los beduinos intentando aplacar los nervios de los animales ante aquel individuo que debía de parecerles un animalejo esmirriado y peludo.
—Salam aleikum. Kaifa haluka? Alabado sea Dios. ¿Cómo está? —Ubach saludó al hombrecillo, que les respondió:
—Bijairin, Al hamdulillá! Bien, gracias a Dios. Y ustedes ¿de dónde salen? —les gritó.
—¿Y usted? —respondió con otra pregunta el monje.
—De allí arriba —dijo el hombrecillo señalando unas aberturas en las paredes de los riscos que les habían flanqueado en la travesía hacia Áqaba—. Y ustedes ¿de dónde vienen y adónde van?
—A Áqaba —contestó con orgullo Id, que hacía un esfuerzo considerable para seguir la travesía.
—¿Y por este camino van a Áqaba? —preguntó extrañado aquel hombre contrahecho—. Que yo recuerde —se escarbó en el pelo—, y ya he perdido la noción del tiempo…, desde que estoy aquí no ha pasado ninguna caravana con rumbo a Áqaba. Ustedes…, ustedes son los primeros.
—¿Dice que hace mucho que está aquí? Entonces, ¿vive en aquella cueva? —preguntó Saleh levantando la barbilla y señalando la gruta que se intuía que empezaba en aquel gran agujero que partía la roca.
—Así es —respondió asintiendo con fuerza con la cabeza.
—Y si me permite la pregunta —empezó a decir Ubach—, ¿qué hace aquí?
—Íbamos de viaje de peregrinación a La Meca…
—¿Íbamos? —Arqueó las cejas—. Entonces, ¿no está solo, vive con alguien allí arriba, en las cuevas? —lo interrumpió el monje, que quería saber si había alguien más con él.
—Mi compañero y yo salimos del pueblo de Ledja con la intención de peregrinar hasta la ciudad santa de La Meca, pero nos perdimos y, no sé por qué, si le dio demasiado el sol, o a santo de qué, un día perdió el juicio, me dio un fuerte golpe en la cabeza y cuando recobré el sentido, no sé cuántos días después, vi que se lo había llevado todo y que estaba solo y desamparado en medio del desierto. —Abrió los brazos para abarcar todo aquel espacio y reconoció—: En esa situación, pensé que lo mejor era quedarme aquí hasta que Dios quisiera llevarme con Él.