El ascenso de Endymion (77 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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—¿Por extinguida te refieres a los zeplins, los seneschai y los templarios?

—Sí. Y los ergs... aunque aún no he visto ninguno.

—Los templarios y los éxters han trabajado para preservar esas especies en peligro tal como los colonos de Alianza Maui intentaron salvar a los delfines de Vieja Tierra. Las han protegido de los primeros colonos de la Hégira, luego de la Hegemonía, y ahora de Pax.

—¿Y la gente mítica y muerta?

—¿El coronel Kassad?

—Y Het Masteen. Y, llegado el caso, Rachel. Parece que aquí tenemos a todo el elenco de los malditos
Cantos
.

—No todo —dijo Aenea con voz triste—. El cónsul ha muerto. Al padre Duré no se le permite vivir. Y mi madre se ha ido.

—Lo lamento, pequeña.

Me tocó la mano de nuevo.

—Está bien. Sé a qué te refieres. Es desconcertante.

—¿Ya conocías al coronel Kassad y a Het Masteen?

Aenea negó con la cabeza.

—Mi madre me habló de ellos... y el tío Martin añadió ciertas cosas a su poema. Pero se fueron antes de que yo naciera.

—Se fueron —repetí—. ¿No querrás decir que se murieron?

Procuré recordar las estrofas de los
Cantos
. Según la narración del viejo poeta, Het Masteen, la Verdadera Voz del Árbol, había desaparecido cuando viajaban en carreta eólica por el Mar de Hierba de Hyperion, poco antes de que su nave arbórea, el
Yggdrasill
, ardiera en órbita. La sangre que había en el camarote del templario sugería que había sido el Alcaudón. Había dejado al erg en un cubo de Moebius. Poco después habían encontrado a Masteen en el Valle de las Tumbas de Tiempo y no había podido explicar su ausencia. Sólo había dicho que la sangre que había en la carreta no era suya y que su misión era ser la Voz del Árbol del Dolor. Y había muerto.

Kassad había desaparecido en el mismo momento, poco después de entrar en el Valle de las Tumbas de Tiempo, pero el coronel, según los
Cantos
, había seguido a su amante fantasma, Moneta, al futuro lejano, donde debía perecer en combate con el Alcaudón. Cerré los ojos y recité:

Luego, en el valle ensangrentado,

Moneta y un puñado de guerreros,

todos heridos,

por la furia del Alcaudón azotados,

encontraron el cuerpo de Fedmahn Kassad,

aún unido en mortal abrazo

al silencioso Alcaudón.

Alzaron al guerrero, lo llevaron, lo tocaron

con pasmo nacido del dolor y la batalla

Lavaron y cuidaron el lacerado cuerpo,

trasladaron al héroe al Monolito de Cristal

y lo tendieron en un catafalco de blanco mármol,

las armas a sus pies.

En el valle una gran fogata iluminaba

el aire.

Hombres y mujeres humanos llevaban antorchas

en la oscuridad

mientras otros descendían raudamente

en la mañana azul

y aun otros llegaban en mágicas naves, burbujas de luz,

y otros bajaban en alas de energía

o en círculos verdes y dorados.

Más tarde, mientras ardían los astros,

Moneta dijo adiós a sus amigos del futuro

y entró en la Esfinge.

Cantaron multitudes.

Alimañas furtivas hurgaban entre pendones caídos

en el campo donde cayeron los héroes,

y donde el viento susurrante acariciaba

un caparazón erizado de púas aceradas.

Y así,

en el Valle,

las grandes Tumbas titilaron,

tornóse bronce su color dorado,

y emprendieron su viaje de regreso.

—Vaya memoria —dijo Aenea.

—Grandam me pegaba si me equivocaba. No cambies de tema. Entiendo que el templario y el coronel están muertos.

—Lo estarán. Todos lo estaremos.

Esperé a que saliera de su fase sibilina.

—Los
Cantos
dicen que Het Masteen fue llevado a alguna parte... a algún tiempo... por el Alcaudón —dijo Aenea—. Murió en el Valle de las Tumbas de Tiempo después de regresar. El poema no decía si había desaparecido una hora o treinta años. El tío Martin no lo sabía.

Entorné los ojos.

—¿Qué hay de Kassad, pequeña? Los
Cantos
son bastante específicos en esto... el coronel sigue a Moneta al futuro lejano, se traba en batalla con el Alcaudón...

—Con legiones de Alcaudones —corrigió mi amiga.

—Sí —admití. Nunca había entendido bien esa parte—. Pero parece haber bastante continuidad. La sigue, pelea, muere, guardan su cuerpo en el Monolito de Cristal, y el monolito y Moneta inician el largo viaje de regreso en el tiempo.

Aenea asintió y sonrió.

—Con el Alcaudón —dijo.

Vacilé. El Alcaudón había salido de las Tumbas. Moneta había viajado con el Alcaudón. Así, aunque los
Cantos
decían que Kassad había destruido al Alcaudón en esa gran batalla final, el monstruo estaba vivo y regresaba en el tiempo con Moneta y el cuerpo de Kassad.

Maldición. ¿El poema realmente dice que Kassad había muerto?

—El tío Martin tuvo que inventar partes de la narración —dijo Aenea—. Rachel le había dado algunas descripciones, pero él se permitió ciertas licencias poéticas en las partes que no entendía.

—Aja. —Rachel. Moneta. Los
Cantos
sugerían claramente que la niña Rachel, que viajó con su padre Sol al futuro, regresaría como la mujer Moneta, la amante fantasma del coronel Kassad. La mujer que él seguiría al futuro, a su destino... ¿Y qué me había dicho Rachel unas horas antes, cuando yo sospechaba que ella y Aenea eran amantes? «Estoy liada con un soldado a quien conocerás hoy. Mejor dicho, estaré liada con él algún día. Es decir... maldición, es complicado.»

Vaya que sí. Me dolía la cabeza. Dejé la cerveza y me cogí la cabeza entre las manos.

—Es más complicado de lo que parece —dijo Aenea.

Entreabrí los dedos para mirarla.

—¿Puedes explicármelo?

—Sí, pero...

—Lo sé. En otra oportunidad.

—Sí —dijo Aenea, apoyando su mano en la mía.

—¿Algún motivo por el cual no podamos hablar de ello ahora? —pregunté.

—Tenemos que ir a nuestra habitación y opacar las paredes —dijo Aenea.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y luego qué?

—Luego —dijo Aenea, desprendiéndose de la estera adhesiva y llevándome consigo— haremos el amor durante horas.

25

Cero g, ausencia de peso.

No había sabido apreciar esos términos y esa realidad.

Nuestro habitáculo quedó oscurecido de tal modo que la rica luz vespertina relucía como a través de un grueso pergamino. Una vez más tuve la impresión de estar en un tibio corazón. Una vez más comprendí hasta qué punto Aenea estaba en mi corazón.

Al principio el encuentro rayó en lo clínico, mientras Aenea me quitaba la ropa e inspeccionaba las cicatrices quirúrgicas, tocaba con suavidad mis costillas reparadas y me pasaba la palma por la espalda.

—Debería afeitarme y ducharme —dije.

—Pamplinas —susurró mi amiga—. Te he dado baños sónicos y de esponja todos los días, incluso esta mañana. Estás totalmente limpio, querido. Y me gustan esas patillas. —Me pasó los dedos por la mejilla.

Flotamos sobre los redondos estantes del cubículo.

Ayudé a Aenea a quitarse la camisa, los pantalones, la ropa interior. Ella pateaba cada prenda hacia la gaveta, y cerró el panel de fibra con el pie descalzo cuando todo estuvo adentro. Ambos reímos. Mis ropas flotaban, las mangas de mi camisa gesticulaban en cámara lenta.

—Iré a buscar... —dije.

—No, no irás —dijo Aenea, estrechándome.

Aun los besos exigen nuevas habilidades en cero g. El cabello de Aenea le aureolaba la cabeza como una corona solar cuando la besé: labios, ojos, mejillas, frente, de nuevo labios. Rodamos despacio, rozando la pared reluciente y lisa. Estaba tan tibia como la carne de mi querida amiga. Uno de nosotros la empujó y giramos juntos hacia el centro del ovoide.

Nuestros besos se volvieron más urgentes. Cada vez que nos movíamos para abrazarnos, rotábamos alrededor de un centro invisible de masa, los brazos y las piernas enlazados. Sin separarnos ni interrumpir el beso, extendí un brazo, esperé a estar junto a la pared y detuve nuestros giros. Mi empellón nos alejó de la pared reluciente y nos envió de nuevo hacia el centro.

Aenea interrumpió el beso y echó la cabeza hacia atrás, aún aferrando mis brazos, mirándome a distancia. Yo había visto su sonrisa miles de veces en los últimos diez años de su vida —creía conocer todas sus sonrisas—, pero ésta era más profunda, más adulta, más misteriosa, más picara que nunca.

—No te muevas —susurró, y rotó apoyándose en mi brazo.

—Aenea...

Fue todo lo que pude decir. Después no pude hablar más. Cerré los ojos, sin pensar en nada salvo en las sensaciones. Sentía las manos de mi amada en mis piernas, atrayéndome hacia ella.

Al cabo de un instante, apoyó las rodillas en mis hombros, los muslos en mi pecho. Tendí las manos hacia su espalda y la estreché, deslizando mi mejilla por los fuertes músculos de sus muslos. En Taliesin Oeste había un cocinero que tenía una gata tabby; muchas noches, cuando yo estaba sentado a solas en la terraza oeste, mirando el ocaso mientras las piedras irradiaban el calor del día, esperando la hora en que Aenea y yo nos sentaríamos en su refugio para charlar de todo y de nada, miraba la gata que lamía lentamente su cuenco de crema. Ahora recordé a esa gata, pero a los pocos minutos sólo pude concentrarme en mis abrumadoras sensaciones: mi querida amiga abriéndose a mí, el sutil sabor del mar, nuestros movimientos de marea, una lenta pero creciente palpitación en mi centro.

No sé cuánto tiempo flotamos así. Esa arrasadora excitación es un fuego que consume el tiempo. La intimidad total es una liberación de las exigencias espaciotemporales del universo. Sólo las crecientes prerrogativas de nuestra pasión y la ineluctable necesidad de una intimidad aún mayor marcaban los minutos de nuestro amor físico.

Aenea abrió aún más las piernas, se apartó, me liberó con la boca pero no con la mano. Giramos de nuevo en la luz sepia, sus dedos tensos y mi excitación en el centro de esa rotación lenta. Nos besamos, los labios húmedos, mientras Aenea me estrechaba con su cuerpo.

—Ahora —susurró, y obedecí.

Si hay un auténtico secreto del universo, está aquí, en estos primeros segundos de calidez, penetración y total aceptación por parte de nuestra amada. Nos besamos de nuevo, girando, rodeados por la luz cálida. Abrí los ojos el tiempo suficiente para ver el cabello de Aenea ondeando como la capa de Ofelia en el vinoso mar de aire. Era como abrazar a mi amada en aguas saladas y profundas, flotando sin peso, su tibieza cubriéndome como la marea, nuestros movimientos regulares como olas sobre arena.

—Oh —susurró Aenea un momento después de esta perfección.

Dejé de besarla para investigar qué nos separaba.

—La ley de Newton —susurré.

—Por cada acción... —rió Aenea, sosteniéndome los hombros como una nadadora deteniéndose a descansar.

—Una acción igual y opuesta —concluí, sonriendo hasta que me besó de nuevo.

—Solución —susurró Aenea. Cerró sus piernas sobre mis caderas. Sus pechos flotaban entre ambos, sus pezones me acariciaban el pecho.

Luego se echó hacia atrás, de nuevo la nadadora, esta vez flotando, los brazos tendidos pero los dedos aún entrelazados con los míos. Seguimos girando despacio alrededor de nuestro centro de gravedad común, un movimiento lento, y mi cabeza subía y bajaba como si montara una marsopa que hacía cabriolas en las soleadas profundidades, pero ya no me interesaba la elegante balística de nuestro acto, sólo el acto. Nos movimos más rápido en el cálido mar de aire.

Minutos después, Aenea soltó mis manos, se irguió mientras rodábamos juntos, hundió sus cortas uñas en mi espalda, me besó con frenética voracidad y apartó la boca para jadear y gritar, una vez, suavemente. En el mismo instante, sentí que su cálido universo se cerraba alrededor de mí con esa palpitación breve y ceñida, ese pulso íntimo y compartido. Un segundo después fui yo quien jadeó, aferrándola mientras palpitaba en su interior, susurrándole en el cuello salado y el cabello flotante.

—Aenea... Aenea...

Una plegaria. Mi única plegaria de entonces. Mi única plegaria de hoy.

Flotamos largo rato juntos aun después de volver a ser dos personas en vez de una. Nuestras piernas aún estaban entrelazadas, nuestros dedos se acariciaban. Le besé el cuello y sentí su pulso como un eco de memoria contra mis labios. Ella me pasó los dedos por el cabello sudado.

En ese momento no importaba el pasado. Tampoco importaba ningún terrible acontecimiento del futuro. Lo que importaba era su piel contra la mía, su mano sosteniéndome, el perfume de su cabello y su piel y la calidez de su aliento contra mi pecho. Esto era
satori
. Esto era la verdad.

Aenea se alejó un instante para traer una toalla caliente y húmeda del cubículo. Nos turnamos para enjugarnos el sudor. Mi camisa pasó flotando, intentando nadar en la corriente de aire con las mangas vacías. Aenea rió, siguió frotándome lentamente con la toalla. Ese sencillo acto pronto fue otra cosa.

—Eh —dijo sonriendo—. ¿Qué está pasando?

—¿La ley de Newton?

—Tiene sentido —susurró ella—. ¿Entonces cuál sería la reacción si yo hiciera... esto?

Creo que los dos nos sorprendimos del resultado instantáneo de su experimento.

—Faltan horas para la reunión en la nave arbórea —murmuró Aenea. Le dijo algo a la vaina viviente y la pared curva se volvió absolutamente transparente. Era como si flotáramos entre esas ramas y hojas gigantescas, alternativamente bañados por el sol y sumergidos en la noche y las estrellas.

—No te preocupes —dijo Aenea—, podemos ver hacia fuera, pero el exterior es opaco, reflectante.

—¿Cómo puedes estar segura? —susurré, besándole de nuevo el cuello, buscando su suave pulso.

Aenea suspiró.

—Supongo que no podemos estar seguros sin salir a mirar. El problema de David Hume.

Traté de recordar los libros de filosofía que había leído en Taliesin, recordé nuestras charlas sobre Berkeley, Hume y Kant, y me eché a reír.

—Podemos cerciorarnos de otro modo —dije, acariciándole las pantorrillas y las piernas con mis pies descalzos.

—¿Cuál? —murmuró mi amiga, los ojos cerrados.

—Si alguien puede ver adentro —dije, flotando detrás de ella, frotándole la espalda sin permitir que se alejara—, habrá una gran multitud de ángeles éxters, naves templarias y graneros cometarios flotando ahí afuera dentro de treinta minutos.

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