—¿De veras?
Mi voz debió sonar alarmada, o aliviada, porque Aenea meneó la cabeza.
—No, sólo bromeaba. En veinticuatro horas sentirás algo. Lo garantizo.
—¿Y si estamos ocupados en ese momento? —dije, frunciendo enfáticamente la frente. Ese movimiento me alejó un poco de la mesa adhesiva.
Aenea suspiró.
—Bájate, amigo, antes de que te clave esas cejas en su sitio.
—Mmm —dije, sonriendo—. Me encanta cuando dices obscenidades.
—Deprisa —dijo Aenea, poniendo su bulbo en el lavador sónico y reciclando la estera de comer.
Me sentía satisfecho comiendo mi panecillo y mirando el increíble paisaje por la pared.
—¿Deprisa? ¿Por qué? ¿Vamos a alguna parte?
—Una reunión en la nave. Nuestra nave. Luego tendremos que regresar y encargarnos del aprovisionamiento del
Yggdrasill
para nuestra partida mañana por la noche.
—¿Por qué en nuestra nave? ¿No estará atestada en comparación con estos otros lugares?
—Ya lo verás —dijo Aenea. Se había puesto pantalones azules de cero g, ceñidos en el tobillo, y una camisa blanca con varios bolsillos. Usaba pantuflas grises. Yo me había acostumbrado a andar descalzo por el cubículo y en los tallos y vainas.
—Deprisa —repitió—. La nave partirá en diez minutos y es un largo viaje.
Estaba atestada. Y aunque el campo de contención interna mantenía la gravedad en un sexto de g, era como un tirón joviano después de dormir en caída libre. Parecía extraño estar apretujado con todo el mundo en un plano dimensional, desperdiciando todo ese espacio aéreo. En la cubierta de la biblioteca, sentados al piano, en bancos, en sillones y en los bordes del holofoso, estaban los éxters Navson Hamnim, Systenj Coredwell, Sian Quintana Ka'an, con sus plumas resplandecientes, los dos éxters plateados y adaptados al vacío, Palou Koror y Drivenj Nicaagat, así como Paul Uray y Am Chipeta. Estaba Het Masteen, así como su superior Ket Rosteen. Estaba el coronel Kassad, tan alto como los éxters, y la Dorje Phamo, luciendo majestuosa en una túnica gris que ondeaba bellamente en la baja gravedad, además de Lhomo, Rachel, Theo, A. Bettik y el Dalai Lama. Ninguno de los otros seres sentientes estaba allí.
Varios salimos al mirador para observar la superficie interior del Árbol Estelar mientras la nave trepaba hacia la estrella central sobre su columna de llamas de fusión azules.
—Bienvenido, coronel Kassad —dijo la nave cuando nos reunimos en la biblioteca.
Miré inquisitivamente a Aenea, sorprendido de que la nave hubiera logrado recordar a ese pasajero de los viejos tiempos.
—Gracias, nave —dijo el coronel, que parecía ensimismado en sus cavilaciones.
Alejarse de la corteza interior de la Biosfera daba una sensación de vértigo muy distinta de ver la menguante esfera de un planeta lejano. Aquí estábamos dentro de la estructura orbital, y aunque la vista desde las ramas del Árbol Estelar consistía en brechas entre las hojas y los troncos, atisbos de campos estelares en el lado opuesto al sol y grandes espacios por doquier, la vista desde cien mil kilómetros era de una superficie aparentemente sólida, con las enormes hojas reducidas a una superficie centelleante, un gran océano verde y cóncavo. La sensación de encierro en una enorme pecera era abrumadora.
Las ramas emitían un fulgor azul, por la atmósfera atrapada dentro de los campos de contención; esos miles de kilómetros de madera vinosa y hojas fluctuantes irradiaban un resplandor azul eléctrico, como si toda la superficie interior estuviera cargada de voltaje. Y por doquier había vida y movimiento: ángeles éxters con alas de cien kilómetros revoloteaban entre las ramas y las hojas, o bien se lanzaban al espacio hacia el sol, más allá de los sistemas de raíces de diez mil kilómetros un sinfín de formas de vida más pequeñas titilaban en el envoltorio atmosférico azul, espejines radiantes, loros, arbóreos acules, monos de Vieja Tierra, numerosos cardúmenes de peces tropicales nadando en cero g, buscando las brumosas regiones cometarias, garzas azules, bandadas de gansos y aves marcianas, marsopas de Vieja Tierra. Nos alejamos antes de que pudiera discernir una fracción de lo que veía.
A mayor distancia era visible el tamaño de las formas de vida más grandes y sus enjambres. Desde varios miles de kilómetros de «altura», vi resplandecientes rebaños de plaquetas azules, los akerataeli viajando juntos. Después de nuestra primera reunión con las criaturas del planeta nuboso, había preguntado a Aenea si en el Árbol Estelar había otros aparte de esos dos.
—Algunos más —había dicho mi amiga—. Unos seiscientos millones más.
Ahora veía a los akerataeli desplazándose en las corrientes de aire de un tronco al otro —cientos de kilómetros— en enjambres de miles o decenas de miles.
Y con ellos iban sus obedientes servidores: los calamares aéreos, los zeplins, las medusas transparentes y vastos sacos de gas con filamentos, similares al que me había devorado en el mundo nuboso pero más grandes. Yo había estimado que el monstruo original tenía diez kilómetros de longitud. Estas bestias semejantes a los zeplins debían tener varios cientos de kilómetros de longitud, quizá más cuando uno tenía en cuenta los tentáculos, zarcillos, flagelos, látigos, colas, sondas y probóscides. Las gigantescas bestias de carga de los akerataeli entrelazaban ramas, tallos y vainas en complejos biodiseños, podaban ramas muertas y hojas del tamaño de ciudades, colocaban estructuras diseñadas por los éxters o transportaban material de una parte a otra del Árbol Estelar.
—¿Cuántos zeplins controlan los akerataeli en el Árbol Estelar? —le pregunté a Aenea cuando estuvo libre.
—No lo sé. Preguntémosle a Navson.
—No tenemos idea —respondió el éxter—. Crían los necesarios para las tareas. Los akerataeli son el ejemplo perfecto de un organismo de enjambre, una mente de colmena. Ninguna de esas entidades es consciente a solas. En paralelo, son brillantes. Los calamares aéreos y otras criaturas jovianas se han reproducido según nuestras necesidades durante más de setecientos años estándar. Aventuro que hay varios millones trabajando en la Biosfera, tal vez mil millones.
Miré las diminutas formas de la menguante superficie de la Biosfera. Mil millones de criaturas del tamaño de la Meseta del Piñón de Hyperion.
Pronto fueron visibles los huecos entre las ramas. La sección de la que veníamos era la más antigua y tupida, pero a lo largo de la curva interior de la Biosfera había brechas y divisiones, algunas planeadas, otras destinadas a ser llenadas con material viviente. Pero aun aquí el espacio estaba lleno de movimiento. Entre las raíces, ramas, hojas y troncos había cometas que volaban en trayectorias precisas, y el agua que contenían era volatilizada por haces calóricos alimentados por los ergs y apuntados por los éxters desde los troncos y desde hojas reflectantes genéticamente adaptadas que creaban espejos de cientos de kilómetros. Una vez transformadas en vapor de agua, las grandes nubes flotaban entre las raíces e irrigaban millones de kilómetros cuadrados.
Más grandes que los cometas eran las veintenas de asteroides y lunas que se desplazaban a miles de kilómetros de la superficie interna y externa de la esfera viviente, corrigiendo la deriva orbital, guiando el crecimiento de las ramas, proyectando sombras en la superficie interna donde era necesaria y sirviendo como bases de observación y de trabajo para un sinfín de jardineros éxters y templarios que supervisaban el proyecto.
Estábamos a medio minuto-luz, acelerando hacia el sol como si la nave buscara un punto de traslación Hawking, y parecía haber aún más tráfico en el vasto hueco de la esfera verde. Naves de guerra éxters, todas obsoletas según pautas de Pax, con burbujas Hawking o gigantescas palas, anticuados destructores de alta gravedad, naves C
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de una era remota, elegantes veleros solares. Y por doquier ángeles éxters, extendiendo las alas mientras se dirigían al sol o regresaban a la Biosfera.
Aenea y los demás regresaron adentro para continuar con sus deliberaciones.
El tema era importante. Todavía buscaban un modo de detener el ataque de Pax, alguna finta o distracción para impedir que la flota se lanzara hacia este sistema. Pero yo tenía cosas más importantes en mente.
Cuando A. Bettik se iba a ir del mirador, le toqué la manga.
—¿Puedes quedarte a charlar un minuto?
—Desde luego, M. Endymion —respondió el hombre azul con su afabilidad de costumbre.
Cuando quedamos solos en el mirador, me apoyé en la baranda.
—Lamento no haber tenido más oportunidades de conversar desde que llegué al Árbol Estelar —dije.
La calva de A. Bettik relucía en la luz solar. Su mirada azul era calma y amigable.
—Está bien, M. Endymion. Los acontecimientos se han precipitado desde nuestra llegada. Convengo, sin embargo, en que esta construcción provoca ganas de hablar sobre ella. —Señaló con su única mano la vasta curva del Árbol Estelar, que parecía desvanecerse cerca del brillo del sol central.
—No quiero hablar del Árbol Estelar ni de los éxters —murmuré, acercándome a él.
A. Bettik asintió y esperó.
—Tú estuviste con Aenea en todos esos mundos, entre Vieja Tierra y T'ien Shan: Ixión, Alianza Maui, Vector Renacimiento y los demás.
—Sí, M. Endymion. Tuve el privilegio de viajar con ella durante todo el tiempo en que permitió que otros viajaran con ella.
Me mordí el labio, comprendiendo que estaba a punto de ponerme en ridículo pero sin tener otra opción.
—¿Y qué hay del tiempo en que no os permitió viajar con ella?
—¿Mientras M. Rachel, M. Theo y los demás permanecieron conmigo en Groombridge Dyson D? Continuamos el trabajo de M. Aenea, M. Endymion. Yo estaba ocupado en la construcción de...
—No, no —interrumpí—. ¿Qué sabes de su ausencia?
A. Bettik vaciló.
—Casi nada. M. Endymion. Ella nos había dicho que se alejaría por un tiempo. Dejó instrucciones para que continuáramos nuestra labor con sus alumnos. Un día se fue, y permaneció ausente durante unos dos años estándar.
—Un año, once meses, una semana, seis horas.
—Sí, M. Endymion. Eso es correcto.
—Y cuando regresó, no te dijo dónde había estado.
—No, M. Endymion. Por lo que yo sé, nunca se lo mencionó a nadie.
Quería aferrar los hombros de A. Bettik, hacerle entender, explicarle por qué esto era cuestión de vida o muerte para mí. ¿Habría comprendido? No lo sabía. En cambio, tratando en vano de aparentar calma o indiferencia, dije:
—¿Notaste algún cambio en Aenea cuando regresó de esas vacaciones, A. Bettik?
Mi amigo androide hizo una pausa.
Al parecer no era vacilación, sino un esfuerzo para recordar matices de emoción humana.
—Salimos para T'ien Shan casi inmediatamente después, M. Endymion, pero creo recordar que M. Aenea estuvo muy emotiva durante meses. Eufórica en un momento, desesperada en otros. Cuando llegaste a T'ien Shan, ella parecía más estable.
—¿Y ella nunca mencionó el porqué? —Me sentía como un cerdo haciendo estas preguntas a espaldas de ella, pero sabía que Aenea no me hablaría de estas cosas.
—No, M. Endymion. Ella nunca me habló de la causa. Supuse que se trataba de algo que había experimentado durante su ausencia.
Hice una pausa.
—Antes de que ella se fuera... en los otros mundos... Amritsar, Patawpha... en cualquiera de esos otros mundos anteriores a Groombridge Dyson D... ¿hubo alguien?
—No entiendo, M. Endymion.
—¿Hubo un hombre en su vida, A. Bettik? ¿Alguien por quien demostrara afecto? ¿Alguien que estuviera cerca de ella?
—Ah —dijo el androide—. No, M. Endymion, no parecía haber ningún espécimen masculino que demostrara un interés especial en M. Aenea, salvo como maestra y posible mesías.
—Aja. ¿Y nadie regresó con ella después de ese período de un año, once meses, una semana y seis horas?
—No, M. Endymion.
Aferré el hombro de A. Bettik.
—Gracias, amigo mío. Lamento hacerte estas estúpidas preguntas. Es sólo que no entiendo... En alguna parte hay un... Caray, no tiene importancia. Son sólo estúpidas emociones humanas.
Me dispuse a reunirme con los demás, pero A. Bettik me detuvo con un gesto.
—M. Endymion —murmuró—, si la emoción a la que se refiere es el amor, he observado a la humanidad el tiempo suficiente para saber que el amor nunca es una emoción estúpida. Entiendo que M. Aenea está en lo cierto cuando enseña que quizá sea la energía principal del universo.
Miré boquiabierto al androide que salía del mirador para entrar en la biblioteca.
Estaban a punto de llegar a una decisión.
—Creo que deberíamos enviar el correo Gedeón con un mensaje —decía Aenea cuando entré en la sala—. Enviarlo cuanto antes.
—Confiscarán la nave —dijo Sian Quintana Ka'an con su voz melodiosa—. Y es la única nave de motor instantáneo que tenemos.
—Mejor —dijo Aenea—. Son una abominación. Cada vez que se usan, destruyen una parte del Vacío Que Vincula.
—Aun así —dijo Paul Uray, cuyo dialecto éxter sonaba como ruido de estática—, queda la opción de usar la nave correo como sistema de transporte.
—¿Para lanzar ojivas nucleares o bombas de plasma contra la armada? Creí que habíamos desechado esa posibilidad.
—Es nuestra única manera de atacar antes de que nos ataquen —dijo el coronel Kassad.
—No serviría de nada —dijo Ket Rosteen—. Estas naves postales no están construidas para alcanzar blancos precisos. Una nave clase arcángel la destruiría a minutos-luz del blanco. Estoy de acuerdo con La Que Enseña. Enviemos el mensaje.
—¿Pero el mensaje detendrá el ataque? —preguntó Coredwell.
Aenea hizo ese gesto que yo le conocía tan bien.
—No hay garantías... pero si logra desconcertarlos, al menos ellos usarán los correos instantáneos para postergar el ataque. Creo que vale la pena intentarlo.
—¿Y qué dirá el mensaje? —preguntó Rachel.
—Por favor, dadme pergamino y una pluma —dijo Aenea.
Theo le llevó ambas cosas y las apoyó en el Steinway. Todos nos apiñamos mientras Aenea escribía:
Al papa Urbano XVI y el cardenal Lourdusamy:
Iré a Pacem, al Vaticano.
Aenea.
—Ahí está —dijo mi joven amiga, entregándole el pergamino a Navson Hamnim—. Pon esto en la nave mensajera cuando atraquemos, sintoniza el transmisor en «Portando mensaje impreso» y lánzala al sistema de Pacem.