El ascenso de Endymion (76 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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También había personas que no parecían personas, al menos en mi marco de referencia: los seres verdes y frondosos a quienes Aenea presentó como LLeeoonn y OOeeaall, dos de los pocos empatas seneschai de Hebrón que habían sobrevivido, criaturas alienígenas inteligentes. Miré a esas criaturas extrañas: tez y ojos color verde ciprés, cuerpos tan delgados que podría haberles rodeado el torso con los dedos, simétricos como los nuestros, con dos brazos, dos piernas, una cabeza, pero con extremidades articuladas más semejantes a líneas fluidas que a apéndices de hueso y cartílago; dedos unidos por membranas, como manos de sapo; y cabezas semejantes a las de un feto humano. Sus ojos eran apenas manchas sombrías en la carne verde de sus rostros.

Se decía que los seneschai habían muerto durante los primeros días de la Hégira. Eran leyenda, apenas más reales que la historia del soldado Kassad o del templario Het Masteen.

Una de esas leyendas verdes me rozó la palma con su mano de tres dedos cuando nos presentaron.

Y en la vaina había otras entidades que no eran humanas, éxters ni androides.

Cerca de la pared traslúcida de la vaina flotaban unas plaquetas amplias y verdosas, blandos y trémulos platillos, de dos metros de envergadura. Había visto antes estas formas de vida, en el mundo nuboso donde el calamar aéreo me había devorado.

No devorado, M. Endymion
, dijo un eco en mi cabeza
, sólo transportado
.

¿Telepatía?
, pensé, dirigiendo mi pregunta a las plaquetas. Recordé esos borbotones de pensamientos que tanto me habían intrigado en el mundo nuboso.

—Se siente como telepatía —respondió Aenea—, pero no hay nada místico en ello. Los akerataeli aprendieron nuestro idioma a la antigua. Sus simbiontes zeplin oían las vibraciones sónicas y los akerataeli las analizaban. Controlan a los zeplin con pulsaciones de microondas de larga distancia.

—El zeplin fue la criatura que me devoró en el mundo nuboso —dije.

—Sí —dijo Aenea.

—¿Como los zeplins de Remolino?

—Sí, y también de la atmósfera de Júpiter.

—Pensé que los cazadores habían causado su extinción durante los primeros años de la Hégira.

—Los erradicaron de Remolino —dijo Aenea—. Y de Júpiter, aun antes de la Hégira. Pero no estabas en Júpiter ni Remolino, sino en otro gigante gaseoso rico en oxígeno que se encuentra seiscientos años-luz dentro del Confín.

Asentí.

—Lamento haber interrumpido. Hablabas de pulsaciones de microondas...

Aenea hizo ese grácil gesto desdeñoso que le conocía desde que era niña.

—Sólo decía que controlan los actos de sus simbiontes, los zeplins, con una estimulación de microondas de ciertos centros nerviosos y cerebrales. Hemos autorizado a los akerataeli a estimular nuestros centros de lenguaje, de modo que «oímos» sus mensajes. Entiendo que para ellos es como tocar un piano complicado.

Asentí, pero sin entender del todo.

—Los akerataeli también son una raza que viaja por el espacio —dijo el padre capitán De Soya—. A través de los milenios, han colonizado más de diez mil gigantes gaseosos ricos en oxígeno.

—¡Diez mil! —exclamé. Creo que por un momento quedé literalmente boquiabierto. La humanidad había viajado por el espacio durante más de mil doscientos años, pero habíamos explorado y colonizado menos del diez por ciento de esa cantidad de planetas.

—Los akerataeli se han dedicado a ello por más tiempo que nosotros —dijo De Soya.

Miré las vibrantes plaquetas. No tenían ojos, y mucho menos oídos. ¿Nos estaban oyendo? Sin duda, pues uno de ellos había respondido a mis pensamientos. ¿Podían leer mentes además de estimular pensamientos?

Mientras yo los miraba, se reanudó la conversación entre los humanos y los éxters.

—Los informes son fiables —dijo el pálido éxter a quien luego me presentarían como Navson Hamnim—. Hay por lo menos trescientas naves clase arcángel en el sistema Lacaille 9352. Cada nave tiene un representante de la Orden de los Caballeros de Jerusalén, o Malta. Sin duda es una cruzada de gran envergadura.

»Lacaille 9352 —continuó Navson Hamnim—. Los datos fueron enviados por el único correo Gedeón que hemos dejado... De las tres naves mensajeras capturadas durante tus incursiones, dos fueron destruidas. Estamos bastante seguros de que la nave exploradora que despachó este correo fue detectada y destruida segundos después.

—Trescientos arcángeles —dijo De Soya. Se frotó las mejillas—. Si saben que estamos enterados de su presencia, podrían efectuar un salto Gedeón aquí dentro de días u horas. Si calculamos dos días de resurrección, quizá tengamos menos de tres días para prepararnos. ¿Las defensas han mejorado desde que partí?

Otro éxter, a quien luego conocería como Systenj Coredwell, abrió las manos en un gesto que luego reconocería como «en absoluto». Noté que una membrana unía los largos dedos.

—La mayoría de las naves de combate han tenido que saltar a la Gran Muralla para detener al grupo de tareas CABEZA DE CABALLO. La lucha es muy enconada. Se espera que pocas naves regresen.

—¿Dicen tus informes si Pax sabe lo que tienes aquí? —preguntó Aenea.

Navson Hamnim abrió la mano en una sutil variación del gesto de Coredwell.

—Creemos que no. Pero ahora saben que ésta ha sido una base importante para nuestras recientes batallas defensivas. Sospecho que creen que es sólo una base más, quizá con un anillo arbóreo orbital parcial.

—¿Podemos hacer algo para desbaratar la cruzada antes que lleguen aquí? —preguntó Aenea, dirigiéndose a todos los presentes.

—No.

La contundente negativa venía del hombre alto que habían presentado como coronel Fedmahn Kassad. Su inglés de la Red tenía un acento extraño. Era un sujeto delgado y musculoso de barba fina. Los
Cantos
del viejo poeta presentaban a Kassad como un joven, pero este guerrero tenía sesenta años estándar, con gruesas arrugas alrededor de la boca y los ojos, la tez oscura curtida por el sol del desierto o el ultravioleta del espacio profundo. Tenía el cabello corto, rígido y cano.

Todos miraron a Kassad.

—Con la nave de De Soya destruida —dijo el coronel—, hemos perdido la posibilidad de atacar y huir rápidamente. Las pocas naves Hawking que nos quedan tendrían una deuda temporal de dos meses para el salto de ida y vuelta a Lacaille 9352. Los arcángeles habrían venido y se habrían ido... y estaríamos indefensos.

Navson Hamnim se alejó de la pared y flotó con el costado derecho hacia arriba en relación con Kassad.

—En todo caso, estas pocas naves no nos ofrecen ninguna defensa —murmuró en el melodioso inglés de la Red—. ¿No sería mejor morir mientras atacamos?

Aenea se interpuso entre ambos.

—Sería mejor no pensar en morir —dijo—. Ni en permitir que destruyan la biosfera.

Un sentimiento positivo, dijo una voz en mi cabeza. Pero no todos los pensamientos positivos pueden ser sustentados por ráfagas de acción posible.

—Es verdad —dijo Aenea, mirando a las plaquetas—, pero tal vez, en este caso, esas ráfagas empiecen a soplar.

Corrientes ascendentes para todos
, dijo la voz en mi cabeza. Las plaquetas se desplazaron hacia la pared, que se abrió, y se marcharon.

Aenea recobró el aliento.

—¿Por qué no nos reunimos en el
Yggdrasill
para compartir la comida dentro de siete horas y seguimos deliberando? Tal vez alguien tenga una idea.

Nadie se opuso. Los humanos, éxters y seneschai salieron por varios orificios que no estaban allí un instante antes.

Aenea se acercó y me abrazó de nuevo. Le acaricié el cabello.

—Amigo mío —murmuró—. Ven conmigo.

Su vivienda privada —nuestra vivienda privada, me aclaró— era muy parecida a aquella donde yo había despertado, aunque aquí había estantes orgánicos, nichos, superficies para escribir, cubículos de almacenaje e instalaciones comlog. Algunas prendas que yo había dejado en la nave estaban plegadas en un cubículo, y encontré mis botas de repuesto en un cajón de fibroplástico.

Aenea sacó comida de un cubículo refrigerador y se puso a preparar bocadillos.

—Debes tener hambre, querido —dijo, cortando trozos de pan. Vi queso de cigocabra en la superficie cero g, algunos trozos envueltos de carne vacuna que debía venir de la nave, bulbos de mostaza y varias jarras de cerveza de arroz de T'ien Shan. De pronto me sentí famélico.

Los bocadillos eran grandes y gruesos. Ella los sirvió en platos de fibra, cogió su comida y un bulbo de cerveza y se dirigió a la pared externa. Se abrió un portal.

Iba a alertarla, diciéndole que allí estaba el espacio, que ambos sufriríamos una descompresión y moriríamos horriblemente.

Aenea salió por el portal orgánico y yo la seguí.

Pasarelas, puentes colgantes, escaleras adhesivas, balcones y terrazas de fibra vegetal dura como acero serpeaban como hiedra entre vainas, tallos, ramas y troncos. También había aire respirable. Olía como un bosque después de la lluvia.

—Campo de contención —dije, pensando que era de esperar. A fin de cuentas, si la antigua nave estelar del cónsul tenía un mirador... Miré alrededor—. ¿Cuál es la fuente de energía? ¿Receptores solares?

—Indirectamente —dijo Aenea, encontrando un banco y una estera. No había barandas en ese diminuto mirador. La enorme rama (con treinta metros de grosor) terminaba en una profusión de hojas encima de nosotros y la red de troncos y tallos que había «debajo» me convenció de que estábamos a una altura de muchos kilómetros en una pared hecha de vigas verdes entrecruzadas. Resistí el impulso de arrojarme al suelo y aferrarme. Un radiante espejín pasó volando, seguido por un avecilla con cola bifurcada.

—¿Indirectamente? —pregunté, masticando el bocadillo.

—Los ergs convierten la mayor parte de la luz solar en campos de contención —continuó mi amiga, bebiendo cerveza y mirando esa infinitud de hojas que nos rodeaban, vueltas hacia la brillante estrella. No había aire suficiente para darnos un cielo azul, pero el campo de contención polarizaba el lado del sol, de modo que no nos encandilábamos al mirar en esa dirección.

Casi escupí la comida, pero logré tragarla.

—¿Ergs? ¿Los domadores de energía de Aldebarán? ¿En serio? ¿Ergs como el que llevaban en la última peregrinación de Hyperion?

—Sí —dijo Aenea, clavándome sus ojos oscuros.

—Creí que estaban extinguidos.

—No.

Bebí un largo sorbo de cerveza.

—Estoy confundido.

—Tienes derecho a estarlo, amigo.

—Este lugar... —Señalé la muralla de ramas y hojas que se perdía en la distancia, la remota curva verdinegra—. Es imposible.

—No del todo. Los templarios y éxters han trabajado en él, junto con otros, durante mil años.

Me puse a masticar de nuevo. El queso y la carne estaban deliciosos.

—Conque aquí trajeron esos millones de árboles cuando abandonaron Bosquecillo de Dios durante la Caída.

—Algunos —dijo Aenea—, pero ya hacía tiempo que los templarios trabajaban con los éxters para desarrollar anillos arbóreos orbitales y biosferas.

Miré hacia arriba. Las distancias eran vertiginosas. La sensación de estar en esta pequeña plataforma a tantos kilómetros de «altura» me causaba mareo. Debajo de nosotros y a la derecha, algo que parecía una rama verde y diminuta se movía lentamente en la espesura. Vi el campo energético que la rodeaba y comprendí que estaba mirando una de las legendarias naves arbóreas templarias, sin duda de kilómetros de longitud.

—¿Entonces esto está terminado? —pregunté—. ¿Una esfera de Dyson? ¿Una esfera alrededor de una estrella?

Aenea negó con la cabeza.

—En absoluto, aunque hace veinte años estándar anudaron todos los filamentos de los troncos primarios. Técnicamente es una esfera, pero a estas alturas consiste principalmente en agujeros, algunos de millones de kilómetros de diámetro.

—Increíble —dije, comprendiendo que esa palabra era trivial. Me froté las mejillas, sintiendo la barba crecida—. ¿Estuve inconsciente dos semanas?

—Quince días estándar.

—Habitualmente el automédico es más rápido —dije. Terminé el bocadillo, dejé el plato y me concentré en la cerveza.

—Habitualmente —convino Aenea—. Rachel debe haberte dicho que pasaste un período relativamente breve en el autodoc. Ella se encargó de la mayor parte de las operaciones.

—¿Porqué?

—El automédico estaba lleno. Te descongelamos en cuanto llegamos aquí, pero los tres pacientes estaban en mal estado. De Soya estuvo al borde de la muerte durante una semana. El sargento Gregorius tenía heridas de mayor gravedad de lo que aparentaba cuando lo encontramos en el Gran Pico. Y el tercer oficial, Carel Shan, murió a pesar de los esfuerzos del autodoc y los médicos éxters.

—Maldición. Lamento saberlo. —Uno se acostumbraba a que los autocirujanos curasen casi todo.

Aenea me miró con tal intensidad que sentí que sus ojos me entibiaban la piel igual que la potente luz solar.

—¿Cómo estás, Raul?

—Sensacional. Un poco de dolor. Siento que se curan las costillas. Las cicatrices me causan picor. Y tengo la sensación de haber dormido dos semanas de más... pero me siento bien.

Me cogió la mano. Noté que tenía los ojos húmedos.

—Me habría enfadado mucho si te hubieras muerto —dijo al cabo de un instante.

—También yo. —Le estrujé la mano. De repente me puse de pie, soltando la cerveza en el aire y casi echando a volar. Sólo las suelas de velero de mis zapatos me retuvieron—. ¡Recórcholis!

Señalé a lo lejos. Parecía un calamar de un par de metros de largo. Mi experiencia y mi creciente sentido de la perspectiva me decían que no era así.

—Un zeplin —dijo Aenea—. Los akerataeli tienen miles trabajando en la biosfera. Permanecen dentro de los bolsones de CO
2
y O
2
.

—No me comerá de nuevo, ¿verdad?

Aenea sonrió.

—Lo dudo. El que te probó ya debe haber corrido la voz.

Busqué mi cerveza, vi que el bulbo flotaba a cien metros, pensé en ir a buscarlo, me arrepentí y me senté en el banco adhesivo.

Aenea me dio su bulbo.

—Toma. Nunca puedo terminar estas cosas. ¿Alguna otra pregunta?

Tragué cerveza e hice un gesto de indiferencia.

—Bien, parece que por aquí hay una pandilla de gente extinguida, mítica y muerta. ¿Puedes explicarme?

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