Read El asesinato de la Hipotenusa Online
Authors: Emili Teixidor
—Que alguien dejó abierta por dentro para poder entrar más tarde desde el jardín.
—Eso no lo sé.
—Pero conoces muy bien la casa y el jardín.
—Como los demás, supongo.
—Antes has dicho que no entrasteis en el despacho.
—Yo no he dicho eso.
—Pues dímelo ahora: ¿quién entró en el despacho y por qué razón?
—Yo no vi que entrara nadie.
—¿Y cómo sabes dónde se encuentra y que tiene una ventana que da al jardín y que está todo lleno de libros? No me digas que lo viste a través de la puerta.
Boris miró al inspector con rabia.
—La puerta estaba entornada y se veía algo...
—¿Muy entornada o poco entornada?
—A medias.
—¿El despacho estaba iluminado o a oscuras?
—A oscuras, pero entraba la luz de la sala.
—¿Y alcanzabas a ver que los libros llegaban hasta el techo?
—No lo sé... se veían muchos libros ordenados en estanterías en la pared.
—¿Hasta el techo? ¿Se veía el techo?
—Yo pensé que llegaban porque no se veía el final de las estanterías.
—Y la ventana, ¿se veía?
—Desde el jardín, al entrar. La planta baja estaba rodeada de ventanas.
—Yo te pregunto si la veías desde el interior.
—Me senté en diferentes sitios. Para cenar nos sentamos en el suelo.
—¿Viste la ventana o no?
—Sí... me parece que sí.
—¿Sólo te parece?
—No me fijé tanto como para estar segurísimo. Si hubiera sabido que me lo iban a preguntar...
—¿Cuántas paredes llenas de libros viste?
—Una o dos.
—¿Se veía la mesa también?
—Sí...
—¿Volviste solo a casa?
—Sí...
—¿Por qué no esperaste a tus compañeros?
—Íbamos en diferentes direcciones. Y el padre de Carlota venía a recogerla en coche y se llevaba a dos o tres más que viven cerca de su casa.
—Bien... —suspiró el inspector con voz cansada, como para indicar que el interrogatorio había terminado—. Luego volveremos a casa de la profesora para comprobar si desde el suelo de la sala de estar, y con la puerta del despacho entornada, se pueden ver la mesa, la ventana y los montones de libros.
—Muchas cosas no se distinguían con claridad... —puntualizó Boris con voz dudosa—, y muchas cosas las hablábamos entre nosotros...
—¿Qué significa eso?
—Que nos reíamos con los amigos cuando la señorita estaba en la cocina...
—¿Qué tipo de bromas?
—Normales...
—¿Qué significa normales para vosotros?
—Las que hacen todos antes de los exámenes: que si alguien se atreviera a entrar en el despacho a copiar los ejercicios de las pruebas y cosas así, que no se dicen en serio... Imaginábamos que tendría las preguntas preparadas en la mesa del despacho...
—¿Quieres decir con eso que la mesa del despacho no era visible?
—Los libros sí que eran visibles en la pared, pero la mesa no recuerdo bien si se veía o hablábamos de ella como si alguien supiera que estaba allí...
Los tres técnicos se miraron sin decir nada.
—Bien... —repitió el policía—. Ya lo comprobaremos. ¿Habláis muchas veces en plan de broma con los compañeros?
—Normal... es decir, sí.
—¿Y las víctimas son siempre los profesores?
—Nosotros también.
—Por ejemplo, ¿a ti te han jugado una mala pasada alguna vez?
—Cuando era novato y no conocía a nadie en la clase me llamaban Bobo.
—¿De Boris?
—Sí, porque me ponía nervioso y tartamudeaba un poco. Y también... —Se detuvo porque el tic, imparable, le molestaba de nuevo.
—Y también, ¿qué?
—Nada... que también se reían de mi hermano.
—¿Le conocían?
—En alguna ocasión había estado hablando con los compañeros. Venía a visitarme y charlaban. Pocas veces. Y también se burlaban de él. Le llamaban Mamal.
—¿Mamal?
—Se llama Malaquías.
—¡Bobo y Mamal...! —El inspector ensayó una sonrisa, pero su cara y, sobre todo, su nariz no estaban hechas para alegrías.
—Decían que éramos el bueno y el malo. —El tono de voz de Boris había cambiado, y se había vuelto humilde, un poco entristecido y sufriente—. Como en las películas del Oeste.
—Pues no te quejes, que te han adjudicado el papel de bueno. Eso indica que tus compañeros te aprecian —se rió amablemente el profesor Goyo Juncosa.
El inspector decidió llamar al segundo acusado. Mejor dicho, a la segunda. Despidió a Boris, dejándolo en manos del policía alto de la puerta, e hizo pasar a Carlota Torrente, la joya del curso, la Verduguilla de todo el colegio. El inspector recomendó al custodio de Bo Boris que lo vigilara bien y no lo mezclara con los restantes sospechosos, que esperaban su turno.
Carlota se sentó ante el tribunal sin decir nada. Estaba hermosa, como siempre, tan fina y esbelta y con sus ojos de luz de luna. Un cierto aire de superioridad la hacía un punto antipática, a pesar de que ella se esforzaba, cuando quería, para no serlo.
—Carlota Torrente —leyó el inspector tras seleccionar las fichas hasta dar con la de la Verduguilla, que tenía delante—. ¿No crees que con las notas que sacas en todo también podrías aprobar las matemáticas si te esforzaras un poco?
—Siempre las apruebo... en septiembre —afirmó ella, con aquella seguridad que la hacía temible para los chicos.
—Sí, pero un expediente como el tuyo quedaría más brillante sin esa mancha negra entre un montón de sobresalientes.
—Yo creía... —dijo ella, mirando con desconcierto a la doctora Kellerman.
—Sí, ya lo sé —la cortó el policía— tú creías que tu presencia aquí era para aclarar el caso de la profesora, y en seguida nos ocuparemos de eso. Pero tu problema con las matemáticas no deja de ser un misterio interesante para investigar algún día.
—No hay ningún misterio. No estudio lo suficiente. De hecho, ni las miro.
—¿Por qué?
—Hace un par de años, cuando entró como nueva profesora la señorita Olius, me suspendió en la primera evaluación.
—¿Una injusticia?
—Sí. Ella quería que resolviéramos los problemas con los dibujitos de la matemática moderna, y yo los resolvía como nos había enseñado el profesor anterior. Si el resultado es correcto, ¿qué importancia tiene el método utilizado?
—Y desde entonces, como venganza, suspendes voluntariamente todas las pruebas.
—¿Para qué sirve estudiar una asignatura si la profesora no es justa y no se adapta a la peculiaridad de cada alumno?
—Y tú misma te dictas la ley. Tú eres a la vez el juez, el verdugo y la víctima... En fin..., vamos al caso que nos ha traído aquí. Con los antecedentes expuestos, seguro que no aceptaste de buen grado la asistencia a la reunión convocada por la profesora.
—Nunca me he negado a colaborar en algo que pudiera beneficiar a mis compañeros. Si a ellos les aprovechaba...
—Pero no serías de las primeras en llegar a la reunión...
—Cuando yo llegué, sólo faltaba Boris.
—¿Cómo te llevas con Boris?
—Es un compañero como los demás.
—Según él, y según la psicóloga aquí presente, le costó adaptarse a la clase.
—Es normal cuando eres novato y no conoces a nadie.
—¿Cómo os enterasteis de que se trataba de un chico adoptado?
—No lo recuerdo con precisión. Al principio era un chico huraño y no hablaba con nadie. Todos lo considerábamos como una cosa rara. Hasta que un día me dio pena y, cuando todos corrían hacia el laboratorio, me hice la remolona para ir a su lado. Desde aquel día, al verme, me sonreía, y empezamos a hablar un poco.
—¿De qué?
—De cosas sin importancia: música, televisión, chistes, cosas así... Y otro día, cuando ya empezaba a hablar con todo el mundo, me regaló una joya.
—¿Una joya?
Carlota se ruborizó y, con el rabillo del ojo, me miró a mí y, después, a la doctora Kellerman.
—Sí... ya se lo dije a la doctora Kellerman.
El inspector se volvió hacia la psicóloga.
—No lo he comentado porque no creía que el hecho arrojara ninguna luz sobre el caso, pero... —se excusó la señora Olivia Kellerman— ahora pienso que sí... aunque tampoco tenía permiso de Carlota para hablar del tema. Ella me lo contó confiando en mi discreción.
—¿Qué clase de joya? ¿De dónde la había sacado?
—Un... arete para las orejas. Un pendiente en forma de perla, como una lágrima. Yo creía que era bisutería barata. Boris dijo, sin darle importancia, que me la regalaba por haber sido la primera en dirigirle la palabra y ofrecerle mi amistad.
—¿Se la enseñaste a alguien?
—Los primeros días, no. Me daba vergüenza. Pero me la vieron en casa, y resultó que era una joya auténtica, de mucho valor. Entonces tuve que explicarles de dónde la había sacado.
—¿De dónde la había sacado?
—Mi madre llamó por teléfono al domicilio de Boris y habló con su padre. Quedaron en que le devolvería la pieza a la mañana siguiente. En casa supusieron que Boris la había cogido de algún estuche en el que el abogado guardaba las joyas de su difunta esposa.
—¿Y se la devolviste?
—Sí... El me dijo que no era cierto que la hubiera sacado de su casa, que se la había entregado su hermano gemelo, que a veces se lo encontraba a la salida del colegio y siempre llevaba encima objetos raros y le regalaba algunos. Que su hermano no había tenido tanta suerte como él con sus padres adoptivos, que ya hacía tiempo que rodaba de familia en familia, todas de mal vivir, y la última era un clan de traficantes en objetos usados que lo aprovechaban todo: coches usados, pinturas y muebles viejos, joyas...
—¿Se trataba de una joya robada?
—No lo dijo así de claro...
—¿Qué más dijo de su hermano?
—Poca cosa más...; que no sabía exactamente a qué se dedicaba y que, muchas veces, transcurría mucho tiempo sin que supiera nada de él...
—¿Mencionó si le había visitado alguna vez en casa del abogado?
—No lo dijo. Comentó que el abogado era un hombre muy amable y muy ocupado, que procuraba sacar tiempo para estar con él e interesarse por sus cosas... y que para llegar a querer a una persona como a un padre se necesitaba más tiempo y más contacto.
—¿Conocen los compañeros la existencia del hermano gemelo?
—Los más amigos, sí. Pero la mayoría pasa completamente de cómo y con quién vive Boris.
—¿Alguno de los más amigos ha visto en alguna ocasión a Mal... Malaquías, el mellizo?
—Nico Ferrer y María Vilar, que yo sepa.
—¿Cómo es el hermano de Boris? ¿Cómo lo conociste?
Nico Deltoide Ferrer había cruzado los brazos sobre la mesa, y la fuerza concentrada en los músculos del tórax se reflejaba en la tirantez del cuello y de la cara. Tenía los ojos semicerrados y clavados en el inspector como dos puntas de alfiler. El jersey de cuello cerrado, la nariz chata, los pómulos salientes, la mandíbula cuadrada y la cabeza rapada como la de un recluta acentuaban su vigilante postura de luchador a punto de saltar contra su rival.
—Es como Boris. Son mellizos.
—¿No observaste ninguna diferencia entre ellos?
—Muchas.
—¿Por ejemplo?
—El otro viste peor...
—¿De qué modo?
—Parece un ratero, un quinqui, un golfo...
—¿Y diferencias físicas?
—¡Ah...! Son iguales, claro... pero el gemelo es más oscuro, quiero decir que tiene la piel más oscura y el pelo más negro. Y parece más delgado...
—Quizá lo parece porque va desarreglado, por lo que has dicho.
Nico sonrió confiado.
—Sólo nos vimos en una ocasión...
—¿Y no volviste a verlo?
—No, sólo lo vi una vez.
—¿Cómo fue el encuentro?
Nico se pasó la mano por la cara, como si intentara ahuyentar la timidez.
—Fue para... pegarle una paliza a un contrario.
—¿A un contrario?
—Para darle una lección a un chaval mayor del equipo de nuestros rivales, los del Atlético de la Academia.
—¿Cómo fue eso?
—Boris jugaba con nosotros, de suplente. Y en un partido muy liado, en terreno contrario, el capitán del Atlético se metió con Boris con mala sangre. El capitán era un tío alto, el mayor de los dos equipos, y le sentó fatal perder el partido. Al volver a los vestuarios empezó a acusarnos de comprar revientapartidos y chorizos como Boris para robarles el partido jugando sucio. Boris protestó, y nosotros nos pusimos de su lado, pero aquel pesado no paraba de gritar que Boris era un chorizo, que él lo había visto detenido con un grupo de toperos o topistas en una comisaría de policía a la que había acudido con sus padres para denunciar el robo del coche.
—Toperos son los ladrones de pisos y topistas los que revientan las puertas —explicó en voz baja el inspector a los psicólogos.
—El público también se metía con nosotros y tuvimos que huir para que aquellos salvajes no nos cayeran encima; pero juramos darle una lección a aquel gallito del Atlético, y Boris dijo que hablaría con su hermano para que nos ayudara a hacerle una cara nueva al matón de barrio que le había insultado de mala manera. Y el equipo dejó la cuestión en nuestras manos.
—Así que depositaron el honor del equipo en vosotros —dijo el inspector en tono ligeramente burlón.
—Dos semanas después, Boris me dijo que su hermano me esperaría en la esquina del parque, por donde pasaba solo todas las noches el capitán contrario al volver a su casa. Boris y yo habíamos espiado durante unos días el itinerario de nuestro gigantón.
—¿Y qué ocurrió aquel día en la esquina?
—Boris no vino. Dijo que se lo había prohibido su hermano.
Nico hizo una pausa.
—El gemelo me esperaba en el lugar convenido. Parecía un delincuente. Cuando apareció el capitán contrario, saltamos encima de él y le pegamos una tunda de cuidado. Lo cogimos por sorpresa y no le dimos tiempo para reaccionar. El hermano de Boris pegaba como una bestia. Es tan fuerte o más que yo. «¡Deja a mi hermano tranquilo, ¿entiendes?!», le repetía a puñetazos. «En la comisaría me viste a mí y no a él, ¿entiendes? Y a ti te vamos a ver en el hospital como vuelvas a meterte con mi hermano o con sus amigos, ¿has comprendido? ¡A mi hermano, ni mentarlo siquiera!»
Nico se detuvo, como sorprendido de sus propias palabras.
—¿Qué más? —insistió el inspector, interesado.