Read El asesinato de la Hipotenusa Online
Authors: Emili Teixidor
María Vilar o María la Roja, como la llamábamos, era pelirroja y de piel roja como un demonio; mejor dicho, como una diablesa, ya que María era una declarada y descarada defensora de los derechos de las mujeres que se indignaría hasta el punto más alto si llegara a saber que demonios sólo pueden serlo los hombres; las mujeres sólo pueden aspirar a diablesas, y gracias. Ella llamaría a eso gramática o lenguaje machista y discriminatorio. Era la acusada número cinco.
El número uno podría serlo yo. El segundo, sentado frente a mí, era Nico Ferrer, el atleta del curso, un futuro campeón de gimnasia y natación, con unos puños —que ahora tenía en las sienes sujetándose la cabeza negra y rizada—, de potencia a prueba de acero. Nico Ferrer, alias el Deltoide, era la fuerza con un corazón de angelito.
El tercer acusado, sentado al otro extremo de la mesa, podría ser Román Veira, el niño bonito oficial del curso, un chachi apreciado por la basca... Román Veira, por quien suspiran todas las niñas, el Adonis o el Narciso... en fin, un tío bien plantado, aunque algo tímido y embarullado, de manera que la gente del curso le interrumpía cuando intentaba explicar algo diciéndole que todo quedaba más claro si callaba. Tan embarullado como el retrato que estoy intentando hacer de él. Conocido también como Rodolfo Violentino, y no es necesario añadir que el apodo se lo colgaron las gachís (¡ay!, las chicas) tras una charla sobre el lenguaje del cine en la que el conferenciante o charlista nos descubrió que Rodolfo Valentino las mataba sólo con una sonrisa tímida o con una caída de ojos, exactamente igual que Román. Y como el gachó podía también mostrarse violento cuando se enfadaba, con brotes de violencia exagerados e imprevisibles, como parece que sacuden a los tímidos, el apellido de Violentino le iba que ni pintado.
Y la cuarta sospechosa: Carlota Torrente, una chica con todas las cualidades: hermosa, inteligente, simpática, buena amiga, noble... o sea, una joya, y por eso la llamamos la Verduguilla, porque verduguillo es un arete o joya para la oreja, un pendiente, y en otro sentido era la verduga que hacía sufrir a sus admiradores, y así la palabra tenía para nosotros dos sentidos, el de joya auténtica y el de verdugo implacable y cruel. Sólo la llamábamos así cuando ella no estaba presente, porque de lo contrario se enfadaba y se ponía roja como un tomate. Y porque, la verdad, la gracia de un apodo es que escueza un poquito, y llamar a alguien joya o verdugo, en el sentido de belleza que hace sufrir, es más un elogio que un mal nombre. Pero es que Carlota no tenía defectos. Los chicos la mirábamos un poco a distancia porque siempre sacaba las notas más altas en todo... excepto en matemáticas. El curso anterior, Verduguilla se quedó, sorprendentemente, parada en matemáticas. Se hundió como el Titanic, como si la materia hubiera perdido todo interés a sus ojos. La materia... o la profesora. Quizá la policía, en sus interrogatorios, descubriría la causa del espectacular fracaso. Y quizá también llegara a descubrirle algún defecto oculto, alguna tara secreta, a aquella joya tan brillante.
Cinco acusados. Según mis cálculos, todavía faltaban dos más. Siete en total. Íbamos mal en matemáticas, pero sumar cinco más dos, hasta eso sí llegábamos.
El número seis no tardó en llegar. Mejor dicho, la número seis, porque la persona recién llegada, ligeramente retrasada, era Salud Mir, la Pitufa.
Como ya era difícil encontrar una silla separada de las demás, el vigilante-centinela-carcelero (abreviado, Vicencar, como vamos a llamarlo desde ahora) hizo la vista gorda y no dijo nada cuando Salud, con su buen humor, su tranquilidad y su parsimonia de siempre, que utilizaba como sus armas más eficaces, se colocó a poca distancia de María Roja, e incluso disimuló, como si no se diera cuenta, cuando tras unos minutos de seriedad, las dos compañeras se acercaron más e inclinaron las cabezas para cuchichear o cuando se escribieron papelitos y sofocaron las risas, algo nerviosas, para matar la preocupación.
Salud Mir era pequeñita y gordinflona, como una peonza, y muy simpática. Siempre tenía alguna cosa graciosa que contar. Todos buscaban su compañía, chicos y chicas. Era normal que la llamáramos la Pitufa, pero casi nunca se lo decíamos, porque todo el mundo apreciaba su humor inalterable. Además, si a alguno se le escapaba y la llamaba Pitufa, ella era la primera en reírse, y así ya no tenía interés.
Salud tenía la suerte de no encontrar ningún defecto en nada ni en nadie, todo el mundo le caía bien, incluso la señorita Cinta Olius, que no se cansaba de catearla en todas las evaluaciones. La Pitufa tenía tan buen talante que, cuando la profesora de matemáticas preguntó un día si había en la clase un voluntario para ir a su casa a ayudarla (¡pagando!) a ordenar los libros de su biblioteca, Salud se apuntó entusiasmada, pensando que de esa manera tenía el suficiente asegurado a fin de curso. Y cuando comprobó que no lograba pasar ni a fuerza de clasificar libros, en vez de desanimarse y plantar a la Hipotenusa, se reenganchó para trabajar de jardinera por cuatro cuartos en el jardín de la casita de cuatro inquilinos —ella vivía en la planta baja— donde se había trasladado hacía poco tiempo con la biblioteca desordenada. Pero el cambio de bibliotecaria a jardinera no mejoró sensiblemente el rendimiento en matemáticas, y es que la Hipotenusa era insensible. Tenía el corazón de piedra berroqueña. O de hielo. Mejor dicho, toda ella no era más que un ordenador frío e impersonal.
Ocurría que los siete acusados éramos todos muy malos en mates. Era un rasgo común en el grupo, el único lazo que nos unía. Nos desenvolvíamos mejor en letras, dibujo, deporte, sociales... Por ejemplo, yo pasaba por ser el más imaginativo del grupo. Carlota Verduguilla Torrente era más sabia en todo, pero incapaz de inventarse una historia. Y el resto, tres cuartos de lo mismo. No sabían mentir y eso, en nuestras circunstancias, podía ser fatal. Fatal.
En este momento acababa de entrar el peor de todos en matemáticas... y en muchas otras cosas. A deshora, como siempre. Tardón. Con el sueño todavía colgándole de los ojos y la cara desganada, como todas las mañanas. Con el gesto cansado de no haber dormido en toda la noche, como de costumbre. Desarreglado, porque se vestía en un santiamén y llegaba al colegio en dos trancos, siempre a punto de perder el autobús, siempre echando el último resuello y con el tiempo justo. La mayor parte de los días perdía la primera clase y se pasaba la hora desayunando en el bar de enfrente, un cubil infecto.
El séptimo detenido: Boris Bau o, mejor, Bo Boris, porque tartajeaba un poco. Alto, flaco y nervioso, de cara sonriente pero con una sonrisa de sorpresa, de encantamiento, de no saber qué hacer ni qué decir, ya que por culpa de su impuntualidad le costaba un gran esfuerzo enterarse de qué iba el rollo cuando llegaba tarde a algún sitio.
La verdad es que a Bo Boris todavía no lo conocíamos bien. Había ingresado en el colegio y en el grupo de la clase el curso anterior. Y le había costado lo suyo adaptarse y destaparse. Los primeros meses, entre un curso en el que nos conocíamos prácticamente todos desde párvulos, como hermanitos que no se han apartado nunca de las faldas de la maestra, Boris no dijo ni pío. Y nosotros le hicimos sudar su integración en la clase. Al principio, ni le mirábamos, como si fuera un intruso, un ser de otro planeta, un extranjero que venía a destruir la gran familia. Con el tiempo se fue abriendo, y al final del curso ya lo habíamos aceptado plenamente, como un compañero más. Es necesario decir que en la aceptación de Boris jugó un papel importante su hermano gemelo, Malaquías, y la fama de sus proezas. Pero el hecho fue que, a finales de curso, Boris ya formaba parte del grupo. El más reciente. El más complicado, también.
Bien. Ya estábamos todos, si mis cálculos eran correctos. Sólo faltaba que apareciera el culpable.
Boris no tuvo tiempo de sentarse ni de decir nada. Todavía no se había quitado de la cara la sonrisa de despiste y el gesto de sorpresa y desorientación del cuerpo entero, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de nuevo para dejar pasar a un hombretón alto y grueso como un atlante y con unos bigotes ensortijados como los de un gato de casa bien. Tenía la piel de la cara sonrosada, y las manos hinchadas, como suelen tenerlas las personas que le dan mucho al vino. Los ojos eran pequeñitos y hundidos en el fondo de un par de cuevas protegidas por unas cejas largas y espesas como una cortina de pelos. El detalle más característico, no obstante, era la nariz: una napia torcida y aplastada de boxeador, un apéndice deformado y maltrecho, una especie de carretera comarcal de tercer orden con curvas espectaculares, una narizota extrañísima de algarroba o arveja.
Boris, que al llegar se había detenido ante la gran mesa, se quedó boquiabierto cuando vio al singular personaje —siniestro como un sepulturero o un verdugo de la Edad Media—, que acababa de entrar detrás de él.
—¡Buenos días! —saludó el narizotas con una voz que surgía de las profundidades de un pecho absolutamente triturado por un montón de años
de humo.
Dirigió el saludo al Vicencar, sin mirarnos siquiera a nosotros. Llevaba un abrigo oscuro y triste como un guardapolvo de dependiente de mercería, y una gorra negra que hacía aún más tétrica la figura de aquel hombracho.
—¡Buenos días, inspector! —contestó, con una ligera reverencia, el subordinado Vicencar—. Ya estamos todos.
—Muy bien, Sala. Muchas gracias.
El inspector hizo un gesto con la cabeza, como si esquivara a una mosca, para significar al inferior que podía retirarse. El Vicencar hizo una nueva inclinación de cabeza, más profunda que la primera, y salió.
—Sala —le llamó el inspector antes de que cerrara la puerta—, avise a la doctora Kellerman y al profesor Juncosa que pueden pasar.
El Vicencar llamado Sala dobló el espinazo en una tercera y definitiva reverencia antes de desaparecer tras la puerta, hacia la fría inmensidad de los corredores.
Entonces, el inspector Arveja (su extraña nariz le daba derecho a este sobrenombre) cruzó toda la biblioteca sin dignarse fijar los ojos ni un instante en nosotros, o quizá no lo notamos de tan hundidos y ocultos que los tenía, y fue a situarse en el mismo lugar donde antes estaba de guardia el pobre Sala, al lado de la mesita de la bibliotecaria, ante los armarios de puertas de cristal del fondo.
Arveja tosió dos o tres veces mirándose la punta de los zapatos, se quitó la gorra y el abrigo para colocarlos en el respaldo de la silla de la bibliotecaria, y por fin dio la cara y nos miró. Sospechamos que nos miraba, porque dirigía la punta de la algarroba al grupo de mesas en el que estábamos sentados.
—¿Y tú, qué haces ahí de pie, como un pasmarote? —chilló al pobre Boris.
—Es... que... no... nadie... no... me... ha dicho nada...
—¡Siéntate!
Boris se apresuró a sentarse al lado de Nico Deltoide Ferrer.
Y él continuó el escrutinio. Era como una mirada ciega, apagada, sin ninguna señal de vida. Daba un poco de pavor.
Estábamos bastante asustados, aunque lo disimuláramos. Por los ojos atentos y nerviosos de mis compañeros, yo notaba que la procesión iba por dentro.
Por fin, tras el examen supuestamente ocular, el inspector resucitó aquella voz de condenado por el tabaco que le sacudía el tórax, y se dignó dirigirnos la palabra.
—Tengo entendido que vosotros sois los siete de la lista.
Nadie se atrevió a decir ni pío.
—La lista de las siete personas que vieron por última vez con vida a la señorita Cinta Olius, vuestra profesora de matemáticas.
Los siete nos miramos. Salud iba a decir algo, pero el inspector la dejó con la boca abierta.
—La señorita Cinta Olius ha desaparecido de su casa esta noche.
Parecía como si el inspector hablara por etapas. A sacudidas sintácticas. A golpes de revelación. De pausa en pausa hasta la gran sorpresa final.
—La noche pasada alguien penetró en su despacho para robar.
La voz era cada vez más oscura, más cavernosa, más terrible. Un punto demasiado espectacular, pensaba yo.
—Revolvió todos sus papeles, su biblioteca, su mesa, sus ordenadores, sus cosas...
A cada nuevo comunicado, la sangre se nos alejaba un poco más de la cara. En este momento ya estábamos todos más blancos que una hoja de papel de fumar. María Roja y Bo Boris parecían los más afectados. Sus ordenadores, había dicho. ¡No era para tanto! Salud nos había revelado que sólo poseía dos.
—Y en la alfombra y en un sillón hemos hallado manchas de sangre que no hacen presagiar nada bueno.
A María Roja, sobre todo, se le notaba la alteración: parecía como si en pocos minutos le hubieran pasado una mano de cal por el rostro. Estaba a punto de desmayarse.
—Y ella no aparece por ninguna parte. No hay manera de dar con la profesora, ni viva ni muerta. Como si se la hubiera tragado la tierra.
Bo Boris tenía su sonrisa congelada en la cara, una sonrisa de incredulidad y unos ojos tan abiertos, que en pocos minutos podían estallarle.
—Un secuestro... o peor, quizá. Un crimen.
Nico Deltoide Ferrer había cerrado los puños y los apretaba con fuerza, como si se preparara para un combate difícil.
—Y vosotros, alumnos suyos, sois los últimos testigos que ayer por la noche estuvisteis con ella y la visteis con vida.
Unos golpes discretos en la puerta nos distrajeron un momento de las revelaciones del inspector.
—Sí... —lanzó el policía con voz fuerte, mientras nosotros volvíamos la cabeza para ver quién llamaba.
Entraron dos personas. Una mujer y un hombre. Una conocida y un desconocido. La señora Olivia Kellerman o doctora Kellerman, psicóloga del colegio, y un señor de unos treinta y cinco años de aire deportivo, sin sombrero ni abrigo o gabardina.
—Pasen, pasen... Adelante... —los animó Arveja levantando las manos, abiertas y acogedoras. Y mientras los recién llegados iban a situarse a su lado, el inspector retomó la voz para presentárnoslos.
»Es el equipo técnico, el equipo de expertos que nos ayudará a sacar algo en limpio de este misterio tan triste y desagradable. Ya conocéis a la doctora Kellerman. Es psicóloga escolar y trabaja en este centro, entre otros...
A la señora Olivia Kellerman la llamábamos la Curuja porque tenía pinta de lechuza, con su cara plana y sus gafas de cristales gruesos como culos de botella. Era una mujer de unos cincuenta años, muy amable y fina, bien conservada, como si hubiera practicado deporte toda su vida. Siempre iba con vestidos extravagantes; por ejemplo, aquella mañana llevaba un traje de chaqueta que parecía una manta escocesa.