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Authors: John Norman

El asesino de Gor (31 page)

BOOK: El asesino de Gor
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Encapuchado, desnudo y encadenado, sentía el dolor de los golpes que me habían propinado los participantes de la fiesta.

Ahora, sin la capucha, pero encadenado, el cuerpo cubierto de sangre, estaba arrodillado frente al estrado de Cernus.

A pocos metros, encadenada como yo, estaba Elizabeth Cardwell; sólo tenía encima la cadena de Cernus, y del cuello colgaba el medallón que la distinguía.

A un lado vi con desaliento a Relio y Ho-Sorl, también prisioneros. Un poco más lejos, maniatada, estaba Sura, la cabeza inclinada hacia delante, los cabellos rozando el suelo.

La muñeca que ella tanto amaba, el único recuerdo que conservaba de su madre, y por la cual se había mostrado dispuesta a matarme, yacía en el suelo frente a ella, desgarrada y destruida.

—¿Cuál ha sido el delito de esta gente? —pregunté a Cernus.

—Querían liberarte —dijo Cernus con una sonrisa—. Capturamos a los hombres después de una dura lucha; intentaban llegar a ti mientras estabas en el calabozo. La mujer intentó sobornar a tus guardias con licor y joyas.

Me sentí confundido. No entendía por qué Relio y Ho-Sorl habían tomado partido por mí, o por qué Sura estaba dispuesta a arriesgar la vida. Había hecho poco para merecer estos amigos, para merecer tanta lealtad. Me sentí abrumado por la cólera y la impotencia. Miré a Elizabeth, con la cadena de Cernus enrollada alrededor del cuello; tenía los ojos fijos en los mosaicos del salón; me pareció que estaba sufriendo un verdadero shock.

Había fracasado completamente.

—¡Traed a Portus! —ordenó Cernus.

El traficante, que había sido el principal competidor de la Casa de Cernus, fue traído inmediatamente.

Portus, medio muerto de debilidad, la piel fláccida y amarilla, fue llevado, desnudo hasta la cintura, al cuadrilátero de arena.

Le quitaron los brazaletes, y le pusieron en la mano temblorosa un cuchillo curvo.

—¡Por favor, poderoso Cernus! —gimió—. ¡Ten compasión!

El esclavo cuyo triunfo yo había presenciado muchos meses atrás, saltó a la arena y comenzó a acercarse a Portus.

—¡Por favor, Cernus! —exclamó Portus cuando una larga línea de sangre se dibujó sobre su pecho—. ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Hermano de casta! —gritó, mientras el esclavo, veloz y hábil, riendo, lo hería una y otra vez, impunemente. Portus trató de luchar, pero estaba debilitado, no sabía manejar el cuchillo, y pronto estuvo lleno de heridas y cubierto de sangre; sin embargo, ninguna herida era mortal. Finalmente cayó a los pies del esclavo, que se regocijaba, y su cuerpo era una masa estremecida y gimiente, incapaz de moverse.

—Arrojadlo a la bestia —dijo Cernus.

Gimiendo, Portus fue retirado de la arena y del salón; su cuerpo dejó un reguero de sangre sobre el mosaico.

—¡Traed a la Hinrabian! —ordenó Cernus.

Me sobresalté. La familia Hinrabian había sido emboscada varios meses atrás, después de abandonar la ciudad de Ar para dirigirse a la de Tor, en el desierto. Se creía que la familia entera había perecido. El único cadáver no recuperado había sido el de Claudia Tentius Hinrabian, antaño la víctima infortunada de las intrigas de Cernus.

Oí muy lejos un alarido, el de Portus, y un grito salvaje, casi un rugido.

Los que estábamos en el salón temblamos.

—La bestia recibió su alimento —dijo Cernus, sonriendo, y bebió un trago de vino.

Apareció una esclava, una joven esbelta vestida con la seda amarilla del placer, los cabellos negros cortos, los ojos oscuros y los pómulos altos.

Se acercó y se arrodilló frente al estrado.

Era Claudia Tentius Hinrabian, otrora la díscola hija de un Ubar de Ar, y ahora una mujer esclavizada y sin derecho, semejante a muchos millares de mujeres de la gloriosa Ar.

Miró asombrada alrededor. Supuse que jamás había estado en esa sala.

—¿Eres la esclava Claudia? —preguntó Cernus.

—Sí, amo —dijo la joven.

—¿Sabes dónde estás?

—No, amo —murmuró ella—. Me trajeron encapuchada a tu casa.

A continuación la joven preguntó:

—¿Qué ciudad es ésta?

—Ar.

—¿Ar?

—Sí —confirmó Cernus—. La gloriosa Ar.

—¡Ar! —exclamó—. Si eres mi amo, libérame. Soy Claudia Tentius Hinrabian, de Ar.

—Eres una esclava —afirmó Cernus.

—Por favor, Ubar. Por favor, noble Cernus, Ubar de mi ciudad, ¡libérame!

—Tu padre me debía dinero —dijo Cernus—. Continuarás siendo mi esclava. Estás sola y no tienes familia. Nadie te protegerá. Continuarás siendo mi esclava.

Ella hundió la cabeza en las manos y sollozó.

—He sufrido desde que los hombres de la Casa de Portus me robaron y esclavizaron.

—Fueron taurentianos los que te secuestraron y encapucharon —afirmó Cernus—, la propia guardia de palacio.

Claudia meneó la cabeza, desconcertada.

—Pero la Casa de Portus… —dijo—. Vi el collar de una esclava…

Cernus rió.

—De pie, esclava —dijo.

La Hinrabian obedeció.

Cernus recogió la pesada cadena con el medallón del cuello de Elizabeth Cardwell, y lo mostró a Claudia.

—¡No! ¡No! —gritó, y se arrodilló a los pies de Cernus. Él se limitó a sonreír.

Claudia fijó en Cernus los ojos horrorizados.

—¡Fuiste tú! —murmuró—. ¡Tú!

—Por supuesto —admitió Cernus. Todos los presentes se echaron a reír.

—Átale bien los brazos y las muñecas —dijo Cernus a un guardia.

Así se hizo, y la joven Hinrabian pareció inmovilizada por el horror.

—Claudia, te tenemos preparada otra sorpresa —dijo Cernus. La joven lo miró con ojos inexpresivos.

—Traed a la esclava de la cocina —dijo Cernus a un subordinado, y sonriendo el hombre corrió a cumplir la orden.

—Claudia Tentius Hinrabian —dijo Cernus a los presentes— es bien conocida en Ar por su condición de ama rigurosa y exigente. Se afirma que cierta vez, cuando una esclava dejó caer un espejo, ordenó que cortasen las orejas y la nariz de la muchacha, y después la vendió por inútil.

Dos guardias sostenían de las muñecas y los brazos a Claudia. Ahora había palidecido.

—Mucho tiempo busqué en las cocinas de Ar, hasta que encontré a la muchacha —explicó Cernus.

Recordé que apenas unos días antes había visto en la cocina a una joven mutilada.

—Y la compré —continuó diciendo Cernus.

De las mesas se elevó un grito de placer.

Inmovilizada, Claudia Tentius Hinrabian parecía paralizada por el horror.

Apareció una joven, seguida por el hombre que había ido a buscarla. Era la misma que yo había visto pocos días atrás.

Le faltaban las orejas y la nariz. De lo contrario, habría sido una hermosa muchacha.

Cuando la joven entró en la habitación, Claudia fue obligada por sus guardias a mirarla.

La muchacha se detuvo, atónita. Los ojos de Claudia la miraron, agrandados por el horror.

—¿Cómo te llamas? —dijo amablemente Cernus a la joven.

—Melaine —dijo la joven, sin apartar los ojos de la Hinrabian. Sin duda, le asombraba ver allí a su antigua ama.

—Melaine —dijo Cernus—, ¿conoces a esta esclava?

—Es Claudia Tentius Hinrabian —murmuró la muchacha.

—¿La recuerdas? —preguntó Cernus.

—Sí —dijo la joven—. Era mi ama.

—Entregadle un cuchillo curvo —dijo Cernus a uno de los hombres que estaba cerca.

Melaine miró el cuchillo, y después volvió los ojos hacia la Hinrabian, que con las mejillas bañadas de lágrimas meneó la cabeza.

—Por favor, Melaine —murmuró la Hinrabian—, no me hieras.

La joven nada dijo; se limitó a mirar de nuevo, primero el cuchillo curvo y después a la prisionera.

—Puedes cortarle las orejas y la nariz —dijo Cernus.

—¡Por favor, Melaine! —gritó Claudia—. ¡No me hieras! ¡No me hieras!

La muchacha se acercó con el cuchillo.

—Me amabas —murmuró la Hinrabian—. ¡Me amabas!

—Te odio —dijo la joven.

Con la mano izquierda aferró los cabellos de Claudia y acercó al rostro el cuchillo afilado como una navaja. La Hinrabian comenzó a llorar histéricamente y a pedir compasión.

Pero la joven servidora de la cocina no tocó el rostro de la Hinrabian con el cuchillo. Dejó caer la mano.

—Córtale las orejas y la nariz —ordenó Cernus.

—No temas —dijo la muchacha a la Hinrabian—. No lastimaría a una pobre esclava.

Cernus estaba furioso.

—Lleváoslas —dijo—, y dentro de diez días arrojadlas a la bestia.

Aseguraron con brazaletes de acero las muñecas de Melaine, y ella y su antigua ama, la prisionera Claudia Tentius Hinrabian, fueron retiradas del salón.

Cernus se sentó, encolerizado.

—No os decepcionaré —dijo—. ¡Hay otras diversiones!

—¡Noble muchacha! —dije a Melaine mientras salía de la sala.

Se volvió y sonrió, y después, acompañada por Claudia Hinrabian y el hombre que vigilaba a ambas, salió de la sala.

Un guerrero que estaba al servicio de Cernus me golpeó la boca.

Me eché a reír.

—Como soy Ubar de Ar —me dijo Cernus—, y miembro de la Casta de los Guerreros…

Se oyeron risas que provenían de las mesas, pero una mirada de Cernus silenció a todos.

—…quiero ser justo en todo, y por lo tanto propongo que luchemos por tu libertad —continuó diciendo Cernus.

Le miré sorprendido.

—Traed el tablero y las piezas —ordenó Cernus. Filemón salió de la habitación. Cernus me miró y sonrió—. Según recuerdo, dijiste que no jugabas.

Asentí.

—Por otra parte —afirmó Cernus—, no te creo.

—Juego —reconocí.

Cernus sonrió.

—¿Te agradaría jugar por tu libertad?

—Por supuesto —dije.

—Como sabes, soy bastante hábil —afirmó Cernus.

No respondí. A lo largo de todos esos meses le había visto jugar, y sabía que en efecto era diestro. No sería fácil derrotarlo.

—Pero —dijo Cernus sonriendo—, puesto que probablemente no eres tan hábil como yo, creo justo que te represente un campeón que juegue por ti de modo que tengas alguna oportunidad.

—Yo mismo jugaré —dije.

—No creo que eso sea justo —replicó Cernus.

—Comprendo —dije. Cernus designaría a mi representante. El juego sería una farsa sin sentido.

—Quizá un esclavo que apenas conoce los movimientos de las piezas —propuse— juegue por mí… ¡si no te parece un adversario demasiado poderoso!

Cernus me miró sorprendido. Después sonrió.

—Quizá —dijo.

Sura levantó la cabeza.

—¿Te atreverías a jugar con una simple esclava —pregunté—, una persona que aprendió a jugar hace apenas dos días?

—¿A quién te refieres? —preguntó Cernus.

—A mí, amo —dijo humildemente Sura, y volvió a inclinar la cabeza.

Contuve la respiración.

—Las mujeres no juegan —dijo Cernus irritado—. ¡Las esclavas no juegan!

Sura nada dijo.

—¿Esclava, te atreviste a aprender el juego? —preguntó irritado Cernus.

—Perdóname, amo —dijo Sura, sin levantar la cabeza.

Cernus se volvió hacia mí.

—Estúpido, elige un representante adecuado —dijo.

Me encogí de hombros.

—Elijo a Sura —dije. Sin duda, Cernus no tenía modo de saber que Sura poseía una notable aptitud natural para el juego.

Los hombres reunidos allí rieron. Uno de los que estaba cerca de mí habló en voz baja a otro:

—¿Dónde está Ho-Tu?

El otro replicó:

—Ho-Tu fue enviado a Tor a comprar esclavos.

El primero se echó a reír.

Pensé que quizá era mejor que Cernus, sin duda intencionadamente, hubiese alejado de la casa a Ho-Tu. El poderoso Ho-Tu no habría soportado que Sura, a quien amaba, fuese tratada de ese modo, ni siquiera por el amo de la Casa de Cernus.

—¡No jugaré con una mujer! —rugió Cernus y se apartó de Sura. Ella me miró, impotente y agobiada. Le dirigí una sonrisa. Pero sentía el corazón oprimido. Parecía que mi última esperanza se había esfumado.

Cernus volvió a la mesa. Entretanto, Filemón había traído el tablero y dispuesto las piezas.

—No importa —me dijo Cernus—, porque ya tengo a tu representante.

—Comprendo —dije—. ¿Quién será?

Cernus rugió de alegría.

—¡Hup el Loco! —exclamó.

Todos los presentes festejaron la idea, y los hombres descargaron los puños sobre la madera, tan complacidos se sentían.

Ahora entraron por la puerta principal dos hombres, empujados por los guardias. Uno, cuya actitud conservaba cierta dignidad, vestía la túnica del Jugador. El otro avanzó a saltos, con gran diversión de los presentes.

Hup caminaba de un lado para el otro, mirando a las esclavas, y al fin cayó de espaldas, empujado por un guerrero. Se incorporó de un salto, y comenzó a emitir ruidos, como un urt asustado. Las jóvenes rieron y otro tanto hicieron los hombres.

El hombre que acompañaba a Hup era el Jugador ciego a quien yo había conocido tiempo atrás en la calle de la taberna, cerca de la gran puerta de Ar; el hombre que había derrotado al Viñatero, y que cuando supo que yo vestía el negro de los Asesinos, pese a su pobreza, rechazó la moneda de oro que había ganado con una técnica tan maravillosa. Me pareció extraño que hubiesen encontrado al ciego con Hup, que no era más que un tonto, un enano cuya cabeza bulbosa y deforme apenas llegaba a la cintura de un verdadero hombre; Hup, el pequeño de las piernas arqueadas y el cuerpo hinchado; Hup el Loco, con sus manos deformes y nudosas.

Vi que Sura miraba a Hup con una suerte de horror, como si lo detestara. Parecía que el asco la dominaba. Me pregunté a qué obedecía su reacción.

—Qualius el Jugador —dijo Cernus—, has regresado a la Casa de Cernus, que ahora es Ubar de Ar.

—Me siento honrado —dijo el Jugador ciego.

—¿Jugarás de nuevo conmigo? —preguntó Cernus.

—No —dijo secamente el ciego—. Ya te derroté una vez.

—Fue un error, ¿verdad? —preguntó Cernus con buen humor.

—En efecto —dijo Qualius—. Por haberte derrotado me cegaron.

—De modo que en definitiva —observó Cernus divertido— yo triunfé sobre ti.

—Así fue, Ubar.

—¿Cómo se explica —preguntó Cernus— que mis hombres, enviados a buscar a Hup el Loco, te encuentren con él?

—Comparto el alojamiento del tonto —dijo Qualius—. Pocas puertas se abren para un Jugador pobre.

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