Read El asesino de Gor Online

Authors: John Norman

El asesino de Gor (35 page)

BOOK: El asesino de Gor
2.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Continué avanzando, hasta que estuve al alcance del tarn. Le hablé en voz baja.

—Mi Ubar de los Cielos, me conoces.

El ave me miró. De su pico colgaba el cuerpo de un Amarillo.

—¡Retrocede! —gritó uno de los ballesteros.

—Tenemos que correr, Ubar de los Cielos —dije, y me acerqué a ave.

Retiré de su pico el cuerpo del hombre y lo deposité en el suelo.

El ave no intentó atacarme. Detrás, los hombres lanzaron una exclamación de asombro.

—Luchaste bien —le dije al ave. Acaricié el pico ensangrentado—. Y me alegra verte vivo.

El ave me tocó suavemente con su pico.

—Prepara la plataforma —dije—, para la próxima carrera.

—¡Sí —dijo el jefe de los hombres—, Gladius de Cos!

Sus tres compañeros dejaron las armas y se apresuraron a preparar la plataforma sobre ruedas.

Me volví y el jefe del grupo me arrojó una máscara de cuero, la que usaba Gladius de Cos, y la misma que durante muchas carreras, durante ese fantástico verano, había disimulado sus rasgos.

—Mip —dijo el hombre— me dijo que era para ti.

—Gracias —dije, y pasé la máscara sobre la cabeza.

Oí el toque del juez, el ruido de las alas batiendo el aire, y el súbito y salvaje rugido de la multitud.

—Ha comenzado la octava carrera —dijo el líder de los ballesteros.

Acaricié afectuosamente el pico del ave.

—Te veré dentro de poco —dije—, Ubar de los Cielos.

Me aparté del costado del ave y me interné por el ancho camino que llevaba a las perchas de partida; finalmente, llegué a la pared divisoria que separaba las dos partes de la pista. Subí una escalera y con muchos otros me instalé sobre la pared divisoria; desde allí podía ver la carrera. El jefe de los ballesteros me siguió.

Las aves, aproximadamente nueve, a pocos metros sobre nuestras cabezas y a un lado, pasaron velozmente, batiendo el aire con las alas, los picos tendidos hacia adelante, los jinetes inclinados en sus monturas.

Alcancé a ver a Ubar Verde, montado por Mip. A unos cincuenta metros de distancia vi el palco del Ubar, y sobre el trono a Cernus, de la Casa de Cernus, que se cubría con el púrpura imperial del Ubar.

Durante un momento la atención de Cernus se apartó de la carrera. Un mensajero, un hombre a quien yo había visto un instante antes en la pared divisoria, se acercó al Ubar y murmuró algo en su oído. De pronto miró hacia el lugar donde yo estaba. Enmascarado, permanecí inmóvil, los ojos fijos en el Ubar.

Cernus se volvió irritado hacia el hombre y le impartió una orden.

De nuevo pasó la caravana de tarns, entre el golpeteo de las alas, los gritos de los jinetes, el resplandor de los aguijones y la turbulencia del aire.

Esta vez un tarn que no pertenecía a ninguna de las facciones conocidas, se vio forzado a rozar el anillo acolchado a causa de un movimiento súbito de Menicio de Puerto Kar, que corría para los Amarillos. Ya lo había visto varias veces hacer uso del mismo truco. Vi que Mip venía siguiendo a Menicio, y cuando éste se desvió hacia un costado Mip aprovechó la abertura que se le ofrecía, y como una saeta enfiló hacia el centro de la pista. El ave que había tocado el anillo estaba desplomándose aturdida hacia la red. Vi que Menicio volvía con su ave hacia el centro de la pista y profería maldiciones, porque comprendía que Mip había esperado aprovechar la momentánea oportunidad.

Un tarn de los Rojos, un ave de alas anchas, aguijoneada casi hasta el paroxismo por un jinete menudo y bárbaro, marchaba a la cabeza del grupo. Le seguían dos tarns pardos de carreras cuyos jinetes exhibían la seda de los Azules y los Plateados. Después venía Ubar Verde. Pensé en el ave. Conocía su edad, el deterioro de sus fuerzas, y el hecho de que durante muchos años no había corrido. Sus plumas carecían del lustre de los tarns jóvenes, su pico no mostraba el amarillo reluciente de las aves restantes, sino un amarillo blancuzco; su respiración no era idéntica a la de sus competidores; pero tenía los ojos del tarn indomable, los ojos salvajes, negros y fieros; relucían de orgullo y furia, y mostraban la decisión de que ninguna otra bestia debía aventajársele.

Temí por la tensión que soportaba ese viejo corazón, fiero y valeroso.

—¡Atención! —gritó mi acompañante, y se volvió bruscamente para asir la muñeca de un hombre que pretendía clavarme una daga en la espalda.

Le quebré el cuello y lo arrojé a la arena, a los pies de la pared divisoria.

Era el hombre que había informado a Cernus acerca de mi presencia; el hombre a quien Cernus había impartido una orden.

Me volví y miré hacia el palco del Ubar. Al lado de Cernus estaba Safrónico, de los taurentianos.

La mano de Safrónico reposaba sobre el pomo de la espada. Cernus tenía los puños blancos, apretados contra los brazos del trono.

Volví a mirar la carrera.

Ahora el tarn de alas anchas ya no ocupaba el primer lugar, y en cambio se había adelantado el jinete de los Azules, un hombrecillo astuto y veterano corredor, pero excesivamente precipitado. Conocía al ave. Se había apresurado demasiado.

Sonreí.

Ahora ocupaba el segundo lugar el jinete que vestía la seda de los Plateados. Estaba dando rienda suelta a su montura. Vi que sobre los postes había dos cabezas de tarn. Menicio de Puerto Kar, que corría por los Amarillos, manipuló las correas de control de su ave, y su aguijón envió a la arena una lluvia de chispas y el animal gritó, desesperadamente se abrió paso y dejó atrás al Plateado, en un esfuerzo por reconquistar el centro de la pista.

El Azul, que ahora marchaba al frente, bloqueó hábilmente a Mip una vuelta tras otra. Advertí que el ave montada por el jinete de los Azules comenzaba a fatigarse. Pero aún era posible ganar la carrera bloqueando el paso de los jinetes que venían detrás. Menicio de Puerto Kar había tenido que aminorar su velocidad a causa del intento del Plateado de detenerlo.

Una y otra vez Mip trató de adelantarse al ave de los Azules; pero de pronto volvió a remontar el vuelo con su tarn, y de pronto voló hacia abajo y hacia la izquierda. El ave de los Azules descendió y sus garras hubieran podido destrozar a Mip; pero Mip había calculado bien la distancia. Oí maldecir al jinete de los Azules, y quienes apoyaban a los Aceros se pusieron de pie, frenéticos de alegría.

—¡Mira! —dijo el ballestero que permanecía cerca de mí. Señaló un lugar a unos setenta u ochenta metros de distancia, sobre una pequeña pared, levantada a su vez sobre la divisoria, cerca del mástil que sostenía las cabezas de madera.

Lancé una exclamación de cólera.

Allí había un taurentiano armado con una ballesta, que se preparaba para disparar cuando Mip atravesara el tercero de los anillos.

—No temas —dijo el ballestero que me acompañaba. Apoyó en el hombro su arma. Mip se acercaba a los últimos anillos cuando el pesado cable de la ballesta se soltó y la flecha salió de la guía.

Vi la flecha volar como una aguja oscura, y hundirse en la espalda del taurentiano, que de pronto se puso rígido, y un instante después se desplomó en el suelo, ya sin vida.

Mip terminó la tercera de las pistas, y continuó la carrera.

—Un tiro excelente —dije.

El arquero se encogió de hombros, y volvió a tensar el grueso cable de la ballesta.

Ahora quedaba en el mástil una sola cabeza de madera. El arquero puso otra flecha en su arma, y como antes se dedicó a vigilar a la multitud.

El público prorrumpió en exclamaciones. Mip corría a la cabeza del grupo.

De pronto los Amarillos se pusieron de pie sobre las gradas.

Menicio de Puerto Kar, con su tarn joven y veloz, reducía la distancia rápidamente.

Mip soltó las riendas. No castigó con el aguijón a Ubar Verde. En cambio, le gritó palabras de aliento:

—¡Viejo guerrero, vuela!

Ubar Verde comenzó a acelerar el movimiento de sus alas y pareció que su velocidad aumentaba por momentos. Pero entonces vi horrorizado que las alas perdían el ritmo y el ave gritaba de dolor y comenzaba a vacilar en el aire. Mientras tanto, Mip trataba de controlarlo.

Menicio de Puerto Kar pasó por su costado y al hacerlo su mano derecha realizó un movimiento lateral, y yo vi que Mip perdía súbitamente las riendas del tarn, y se llevaba una mano a la espalda, como si se quisiera desprender de algo. Mip se sostenía gracias a las correas de seguridad de la montura, pero aun así comenzaba a caer a un lado.

Aferré el brazo del ballestero.

De pronto Ubar Verde consiguió estabilizarse y con un grito de rabia y dolor enfiló hacia la meta; Mip se bamboleaba en la montura.

Y así, el ave que en sus tiempos había ganado mil carreras, enfiló de nuevo hacia la meta, en la pista del Estadio de los Tarns.

—¡Mirad! —grité—. ¡Mip vive!

Mip corría ahora inclinado sobre el cuello de Ubar Verde, el cuerpo paralelo a la montura, el rostro apretado contra el plumaje, los labios moviéndose con sus frases de aliento.

La multitud rugió, los tarns gritaron y Ubar Verde con su jinete, Mip, voló con los ojos ardientes, durante esos últimos momentos maravillosos parecidos a los de su juventud, semejantes ambos a un ave y un jinete que vienen de los sueños de los ancianos, como ellos los habían conocido antaño, cuando ambos eran jóvenes. Ubar Verde voló. Y pareció que veíamos al ave cuando era joven, en la plenitud de su fuerza, en la cima de sus energías, su astucia y su velocidad, su furia y su poder. Cuando el ave llegó primera a las perchas de la victoria, la multitud guardó silencio.

Segundo llegó el sorprendido Menicio de Puerto Kar. Le habían arrebatado la palma de la victoria.

Después todos, salvo quizá los que estaban más cerca del noble Ubar de la ciudad, comenzaron a gritar y a vitorear, y a saltar y batir palmas.

El ave permaneció inmóvil sobre la percha y Mip se enderezó dolorosamente en la montura.

El animal elevó la cabeza, resplandeciente y fantástica, y lanzó el grito de victoria de los tarns.

Después se desplomó de la percha a la arena.

Yo, al igual que muchos otros, corrí a su lado.

Con la espada corté las correas de seguridad de Mip y el tarn.

Extraje de su espalda el cuchillo. Era un cuchillo para matar, y en el mango tenía una leyenda: «Lo busqué. Lo encontré».

Sostuve en brazos a Mip. Abrió los ojos.

—¿El tarn? —preguntó.

—Ubar Verde ha muerto —le dije.

Mip cerró los ojos, y de ellos cayeron dos lágrimas.

Extendió la mano hacia el ave, y yo le alcé, y le acerqué al lado de la bestia inerte y atada. Abrazó el cuello del ave muerta, aplicando la mejilla al pico fiero, amarillo blancuzco, y lloró. Todos permanecimos en silencio, a distancia.

Después de un rato, el ballestero que estaba a su lado le habló a Mip:

—Venciste —dijo.

Pero Mip lloraba.

—Ubar Verde —dijo—. Ubar Verde.

—Traed a un miembro de la Casta de los Médicos —gritó un espectador.

El ballestero meneó la cabeza.

Mip yacía muerto sobre el cuello del ave que él había llevado a la victoria.

—Corrió bien —dije—. Nadie hubiera creído que era un sencillo Criador de tarns.

—Hace mucho —dijo el ballestero— hubo un jinete de tarns de carreras. En cierta prueba, cuando intentó pasar a otro animal, equivocó la distancia y chocó con un anillo que le arrojó al centro de la pista. Cayó sobre la pista, en el camino de los tarns que venían detrás, y de nuevo golpeó contra el anillo, y al fin se desplomó en la red. Después corrió dos veces, pero al fin se retiró. Ya no sabía juzgar como antes los tiempos y las distancias. Tenía miedo de las pistas y las aves. Su confianza, su habilidad y su audacia desaparecieron. Tenía miedo, mucho miedo; y esa reacción era natural. No volvió a correr.

—¿Mip? —pregunté.

—Sí —dijo el ballestero—. Te explico esto para que comprendas cuánto valor necesitó para hacer lo que hizo hoy.

—Corrió bien —dije.

—Yo lo vi —afirmó uno de los hombres de los Aceros—. No demostró miedo. No había miedo en su trabajo. Sólo seguridad, habilidad y audacia.

—Y orgullo —agregó otro hombre.

—Sí, también eso —dijo el primero.

—Lo recuerdo —intervino un tercero—, hace muchos años. Hoy fue como antes. Corrió como había corrido muchos años atrás. La mejor de sus carreras.

—Entonces —dije—, ¿era muy conocido?

Los hombres me miraron.

—Fue el más grande de los jinetes —dijo el ballestero, los ojos fijos en la figura inmóvil de Mip, con sus brazos todavía alrededor del cuello del tarn—, el más grande de los jinetes.

—¿No lo conocías? —me preguntó uno de los hombres.

—Era Mip —dije—. Yo lo conocía por ese nombre.

—Ahora le conocerás —dijo el ballestero— por su verdadero nombre.

Miré al soldado.

—Era Melipolo de Cos —dijo el ballestero.

Le miré atónito, porque Melipolo de Cos, en efecto, era una leyenda en Ar y en las cien ciudades donde se corrían carreras.

—Melipolo de Cos —repitió el ballestero.

—Él y Ubar Verde murieron en la victoria —dijo uno de los hombres allí presentes.

El ballestero le miró con expresión dura.

—Sólo recuerdo —dijo— la percha de la victoria, Mip alzando las manos, el grito de victoria del tarn.

—Lo mismo digo —afirmó el hombre.

Se oyó el doble toque que indicaba la preparación de la novena carrera, la del Ubar.

Recogí el cuchillito que había matado a Mip, el arma arrojada por Menicio de Puerto Kar. Lo puse bajo mi cinturón.

Ahora estaban trasladando las plataformas con los tarns que participarían en la novena carrera. Los ayudantes se atareaban aquí y allá.

Alcé en brazos a Mip y lo entregué a uno de los Aceros. El cuerpo de Ubar Verde fue depositado sobre una de las plataformas y retirado del sector.

Sobre las gradas, la gente se movía inquieta. Los hombres corrían aquí y allá y se cruzaban apuestas. Los vendedores ambulantes proclamaban a gritos su mercancía. Había muchos niños. El sol brillaba luminoso; y era un día apropiado para las carreras.

En el gran tablero en el que se anotaban los resultados de las carreras apareció el nombre de Ubar Verde en la octava competición; y su jinete era Melipolo de Cos.

Por supuesto Menicio de Puerto Kar correría por los Amarillos en la Carrera del Ubar. Su montura era una de las mejores: Flecha, un ave vigorosa, muy veloz, de plumaje rojizo. Me parecía que era un animal excelente. Lo respetaba. Pero estaba seguro de que Ubar de los Cielos era mejor.

BOOK: El asesino de Gor
2.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Samurai and Other Stories by William Meikle
Netherland by Joseph O'Neill
Beach Town by Mary Kay Andrews
Salvage by Jason Nahrung
Kind of Kin by Rilla Askew
Hero's Song by Edith Pattou