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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (11 page)

BOOK: El astro nocturno
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Los finos rasgos de Alodia mostraban un gran sufrimiento al recordar el pasado.

—¿Por qué se fue?

—Voto siempre hizo vida fuera de la aldea. No lo querían porque debería haber nacido mujer, se consideraba que traía la mala suerte. Por eso se sentía rechazado por los suyos y se hizo cazador y comerciante. Cazaba osos en el Pirineo y después vendía las pieles a los mercaderes de la costa, las cambiaba por oro, o por armas y herramientas que vendía después en el poblado. A Voto le gustaba viajar por las montañas, llegaba muy lejos, hasta las tierras astures, hasta Larre-On
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y Gigia.
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En uno de sus viajes, en las montañas cántabras, camino de Gigia, Voto fue atacado y apaleado. Los monjes de Ongar lo recogieron. Vivió con ellos muchas lunas. Allí, él encontró la luz del Único Posible.

Atanarik que escuchaba con interés la historia, se incorporó al oír aquel nombre.

—He oído antes ese nombre… Ongar…

Ella le recordó:

—La noche que huimos a través de los túneles, esa noche en la que llegamos a la casa de Samuel, mi amo el judío os lo explicó… Os habló de un santuario donde se guardó durante siglos una copa sagrada…

Entonces, Atanarik rememoró lo que el judío le había explicado de la copa sagrada, el cáliz que Floriana y Roderik buscaban, que quizás había sido causa del crimen y, de modo nervioso le preguntó:

—¿Conoces la copa sagrada…?

Ella afirmó con la cabeza.

—¿Qué es lo que sabes? —inquirió ávidamente el antiguo gardingo real, Capitán de Espatharios.

Alodia comenzó a hablar muy despacio, y Atanarik centró toda su atención en la historia que ella le iba contando.

—En Ongar, en su convalecencia, mi hermano escuchó la historia de la copa que tiempo atrás había desaparecido del santuario. Una visión le había dicho al abad que la copa corría peligro. El abad la confió a un monje, y a un guerrero. Cuando los hombres de un rey godo cruel, uno que masacró a los nobles y persiguió al linaje de los reyes anteriores…

—¿Chindaswintho? —exclamó Atanarik interesadísimo ahora por la historia.

—Me imagino que sí. Cuando los hombres del rey godo atacaron Ongar, el monje huyó custodiado por el guerrero. La copa, como sabréis, tiene dos partes, sé que el guerrero se llevó la copa de oro, y el monje se llevó la de ónice. Todo eso lo supe por mi hermano Voto.

—¿Nunca se lo has contado a nadie?

—No.

—¿Ni a Floriana? ¿Ni a tu amo el judío?

—Sabía que era peligroso hablar de la copa. Nunca he hablado del secreto. Yo sé dónde está, y a nadie se lo he revelado… Sólo a vos, porque yo confío en vos, mi señor Atanarik.

Atanarik la escuchaba asombrado:

—¡No puedo creer que tú, una sierva, sepas lo que muchos han querido conocer durante años!

Alodia prosiguió hablando animada al ver que Atanarik estaba tan interesado en lo que ella decía.

—Cuando mi hermano se curó de las heridas en el convento de Ongar, solicitó a los monjes ser uno de ellos; pero le dijeron que su lugar estaba junto a los suyos, que la luz del Único tenía que llegar a los recónditos valles del Pirineo, que debía predicar la Palabra. Voto regresó al poblado. Intentó hablar de la luz del Único Posible, de la Palabra, a los pueblos vascos de las montañas. Pero no consiguió nada, pronto los paganos del poblado le expulsaron de la aldea y se fue a vivir en soledad. Hacía una vida de casi total aislamiento, aunque todavía no era un ermitaño. Seguía cazando y vendiendo la piel de las piezas capturadas. Yo le iba a ver con frecuencia, porque mi hermano lo era todo para mí. Un día que, como de costumbre, se internaba por aquellas serranías; notó que algo se movía en la maleza, mi hermano escuchó el gruñido de un jabalí, y salió tras él. El animal corría deprisa internándose en la espesura. Estaba todo nevado. De repente, el terreno se hundió bajo los pies de Voto, precipitándose en un terraplén escondido por la nieve y los matojos. El golpe desde tanta altura le hizo perder el conocimiento. Al recuperarlo se encontró milagrosamente ileso. Se levantó, sacudiéndose el polvo y las hojas de los árboles y miró en derredor, primero hacia arriba, comprobando que había caído desde una altura de más de cien codos. Entonces, frente a él, en la pared del roquedo, percibió una hendidura amplia y al fondo, una luz. Entró con cierta dificultad, Voto era un hombre de grandes espaldas y fuerte. La luz procedía del techo, era un rayo solar que, en aquel momento del día, incidía en el centro de la cueva entre las rocas. Allí había un altar. Sobre él, una copa de medio palmo de altura de una piedra rojiza, a la que el sol arrancaba brillantes destellos.

»A un lado de la cueva, en un lecho un anciano parecía dormir. Era un hombre de rasgos finos, con los ojos entornados, su mano diestra había sido cortada. Voto se acercó al ermitaño que, al notarle cerca, pareció despertar, como si llevase dormido largo tiempo… Muy largo tiempo. El monje le dijo: “Alabado sea Dios que te envió a estas tierras… ¿Eres pagano de los que adoran al sol o eres un buen cristiano?” Mi hermano le contestó: “Ya no soy pagano, he conocido la luz de la fe, fui bautizado en Ongar…” El monje emocionado exclamó: “¡Dios sea loado! Yo he sido monje en Ongar. Hace largo, largo tiempo… Ahora no me queda mucho de vida… Le he pedido a mi Dios no morir sin dejar a alguien mi relevo y llegas tú que conoces Ongar. ¿Desearías ocupar mi puesto aquí junto a la copa de ónice y velar por ella?” Voto sintiendo que el Único Posible le había traído hasta él, respondió afirmativamente. El anciano se incorporó del lecho. Los dos guardaron silencio unos momentos. La respiración del ermitaño se hizo fatigosa y entonces le dijo: “Ahora habrás de saber el misterio de la copa. Todo lo que te digo es verdad, moriré pronto. Nadie miente en su lecho de muerte. Mis años pasan de la centena, me llamo Liuva y mi historia es muy larga. Fui monje en Ongar. Huí de allí para proteger esta copa. Es la copa sagrada de la sabiduría. Estaba cubierta por una parte externa de oro y esmaltes de ámbar, que era la copa del poder. Ambas formaban una unidad. Juntas son un instrumento que puede causar la salvación o la perdición de muchos. Los monjes de Ongar las custodiábamos. En tiempos del cruel rey Chindaswintho, los hombres de su guardia llegaron a Ongar reclamando la copa. Los monjes sabíamos que aquel rey obsceno y cruel no debía poseer el cáliz del poder. Desmontamos la copa en sus dos partes: la copa de oro del poder y la copa de ónice de la sabiduría. Yo me fui con ellas, un hombre, un guerrero godo de mi familia, me protegió. Debimos separarnos, y cada uno se llevó una parte del tesoro. Él, que era más fuerte que yo, se llevó la copa de oro, yo me quedé con la de ónice. La copa de ónice es la copa de la sabiduría, en ella no hay mal. Vivo aquí custodiándola. Mi vida se ha prolongado gracias a su poder, pero ahora llega el momento del fin. Mucho he rezado al Dios de mis mayores para que alguien se hiciese cargo de ella, alguien que la salvaguardase. Ése eres tú. Júrame que la protegerás.”

»Voto lo juró. El monje agonizaba. Hablaba despacio, intentando llenar sus pulmones de aire. “Se acercan malos tiempos. Pronto el reino de los godos caerá en manos de sus enemigos, la fe en Cristo será borrada de muchos lugares. Hace mucho tiempo, largo tiempo atrás, escuché una profecía que decía que llegará un tiempo en el que todo se derrumbará, pero la salvación vendrá de las montañas. Recuerda siempre, hijo mío, que la salvación viene de las montañas cántabras; la cordillera que está junto al mar. Custodia la copa, será el origen de una renovación del antiguo país que los romanos llamaron Hispania.” Después pronunció otras palabras extrañas: “La salvación vendrá del Hijo del Hada.” Voto cuidó al ermitaño hasta que murió. Mi hermano le enterró, y desde entonces permanece en la cueva, custodiando la copa y haciendo vida eremítica. Un día, Voto —a través de un pastor— me hizo llamar y me la mostró, contándome, entonces, todo lo que os he relatado. Me advirtió también que algún día tendría que huir de aquellas tierras. Me hizo jurar que no le hablaría a nadie de la copa, sólo al hombre justo, a aquel que no se movía por la lascivia ni por el odio. Para darme fuerza, me hizo beber en la copa sagrada. Por eso, cuando comenzó la música que movía los corazones, cuando empezaron todos a entrar en trance tras probar las bebidas estimulantes que se toman en las fiestas paganas de mi aldea, fui capaz de huir. Tenía miedo, miedo a la libertad, miedo a irme de la tribu y enfrentarme a un mundo desconocido. Sin embargo, un espíritu de fuego me susurraba en mi interior que nada me iba a ocurrir, que encontraría a alguien que me iba a ayudar; en quien podría confiar enteramente. Estoy convencida que ese alguien sois vos, mi señor Atanarik.

El joven gardingo la observó lleno de asombro. Aquella mujer conocía un secreto que muchos habían buscado. Un silencio admirativo cruzó el ambiente.

Atanarik al fin habló:

—Entonces… ¿la copa está en una cueva en el Norte?

—Sí, en el Norte está la copa de ónice, la custodia mi hermano, él es ahora el guardián de la copa.

—Y la otra… ¿la de oro?

—No sé dónde está, pero no se custodia allí. El monje que murió le dijo a mi hermano que había sido llevada por un guerrero al Sur.

—¿No te dijo su nombre?

—No lo recuerdo, era un nombre difícil como el de todos los godos. Sólo sé que el monje se llamaba Liuva y que el hombre que se llevó la copa de oro estaba emparentado con él.

Atanarik le pidió excitadísimo:

—Escúchame, Alodia, cuando algún día regrese a este país del que ahora huimos, cuando vuelva del Sur, debes conducirme hasta la copa de ónice. ¿Lo harás?

—Sí, mi señor. A vos os entregaré lo que me pidáis.

El fuego se había consumido, quedando únicamente el rescoldo. Atanarik se dio cuenta de que el secreto que todos buscaban había estado en manos de una sierva y un campesino del Norte. Comenzó a remover las brasas con energía, haciendo que saltaran chispas. Alodia le contempló sin decir nada más; sabía que, de cuando en cuando, Atanarik se abstraía y que no respondía a sus palabras.

Se sintió cansada, cansada y sola. Retirándose del fuego, en una bancada junto al hogar, se tendió. Al poco, se quedó dormida, en su sueño no había inquietud. Dormía sin sobresaltos.

En cambio, Atanarik no pudo conciliar el sueño, recordando y analizando la historia que Alodia le había relatado.

Salieron del molino al alba.

Cebrián avanzaba unos pasos más adelante, saltando unas veces, corriendo otras. Hacía frío otra vez, pero el ritmo rápido les ayudaba a mantenerse en calor. Marchaban de nuevo campo a través porque el chico decía que, de aquella manera, atajaban. Alodia se enredaba la falda entre las mil zarzas del campo. A lo lejos descubrieron la cabaña de un leñador: cuatro tablas de madera y un techo de paja.

Al llegar allí, sólo se escuchaba el silencio. No se oían los gorjeos de los pájaros, ni la voz de la naturaleza.

Abrieron la puerta de la cabaña, que se deslizó con un crujido. Dentro olía mal, escucharon un ruido rítmico, algo se balanceaba. Al principio no pudieron distinguir nada en el interior. La luz de la puerta abierta dejó ver unas ratas que corrían asustadas. Alodia pegó un grito y empujó al chico fuera.

Atanarik entró.

Del techo pendía bamboleándose el cuerpo de un hombre. Debía de haber muerto algún tiempo atrás, porque ya olía mal. Tras recorrer la estancia con la mirada, Atanarik salió, cerró la puerta y se apoyó en ella.

Alodia mostraba gran palidez en su cara. El chico parecía no haberse dado cuenta de nada.

Atanarik le cuchicheó a Alodia:

—Debemos enterrarlo.

Rodeó la cabaña. En la parte de atrás había unas palas. Cogió dos y retornando a la puerta de la cabaña le dio una a Cebrián. Comenzaron a cavar una fosa. El chico se lo tomó como un juego, saltaba y hablaba continuamente.

Alodia les miraba trabajar, fijándose en la faz de Atanarik, en su expresión decidida.

Cuando concluyeron el trabajo, sintieron hambre, Alodia sacó de su alforja los panecillos que había cocinado en el molino. Los comieron con apetito y después, Atanarik le indicó a la sierva:

—Llévate al chico.

Alodia le pidió al muchacho que le acompañase y ambos se alejaron de la cabaña en dirección a Norba.

Atanarik entró en la cabaña, con un tajo de la espada rompió la cuerda que sostenía el cadáver. Después cargó con él, no era un hombre grande pero pesaba. Sintió la corrupción fétida de la muerte. Caminó unos pasos y lo arrojó en la fosa. Después lo cubrió con unas piedras y al fin con tierra. Terminada la faena, se alejó rápidamente del lugar.

Alodia y el chico ya estaban lejos, le esperaban sentados en el borde del camino. Cebrián se levantó y le recibió con mil aspavientos.

—¿Era un muerto? ¿No?

Se sorprendieron, porque el chico hablaba con naturalidad del suicida. Alodia miró a Atanarik, que estaba acalorado por la carrera. El chico siguió correteando un poco más adelante de ellos sin hacerles más caso.

—Hay muchos…, sí —murmuró para sí Alodia con tristeza.

Él no dijo nada. Después de un rato, la sierva continuó dirigiéndose a Atanarik:

—Ahora hay muchos más que antes. Los siervos están desesperados, unidos a la tierra sin posibilidad de abandonarla, pasando hambre. Hay hombres que no pueden más y toman este camino. A muchos no los entierran, habéis hecho una obra buena.

—No sabía…

—Vos sois noble, podéis comer todos los días, podéis vivir en un lugar o en otro. Tenéis un techo, vuestras mujeres están protegidas —le explicó Alodia—. En los últimos tiempos, a los siervos de la gleba les oprimen cada vez más. Algunos se escapan de sus señores buscando una vida mejor, pero no la hay. Si los encuentran son torturados y devueltos a sus amos. Muchos optan por otra huida, una huida sin retorno, como le ha ocurrido al leñador, y acaban con sus vidas de este modo. Las mujeres se defienden mejor, se prostituyen, como la madre de Cebrián lo hacía, se hacen barraganas de algún noble o algún clérigo de mala vida…

—Eso debería cambiar… —musitó Atanarik—, los nobles no pueden permanecer siempre impunes. Se necesita un gobierno más justo, transformar el reino desde sus cimientos.

Callaron. No tenían ganas de hablar, la visión del suicida les había conmocionado.

Aquella noche pernoctaron bajo un robledal, hacía frío. Se levantaron antes de que saliese el sol.

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