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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (12 page)

BOOK: El astro nocturno
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El muchacho comenzó a andar muy deprisa, animándoles a que aceleraran el paso para entrar en calor. El sol comenzó a elevarse en el horizonte pero no les calentaba el cuerpo, lo que habían visto la tarde anterior les había producido un frío interno. La luz del alba iluminaba aldeas míseras con algunas casas de adobe cubiertas de ramajes y barro ya seco. A la derecha e izquierda del camino, se extendía la llanura suavemente ondulada. A su vista se ofrecían rastrojos que aún amarilleaban, barbechos, praderas y campos de lino. Las vides habían sido ya cosechadas, y las hojas se habían tornado rojizas, amarillas y cobrizas.

Al fin desde lo alto de una colina divisaron Norba, una ciudad amurallada y rodeada parcialmente por un río. Siguieron la calzada ancha que conducía a la villa. Cebrián saltaba por el pavimento de pequeños guijarros, con multitud de baches y grietas. La vía estaba concurrida, los lugareños caminaban deprisa; quizá querían llegar al mercado a buena hora.

Alodia, Atanarik y Cebrián marchaban ahora con la ilusión de llegar pronto a Norba, donde comprarían comida y cabalgaduras. Al cruzar el puente romano, poco antes de entrar en la ciudad, les alcanzaron unos mercaderes judíos que provenían de Emérita, traían en su recua ricas preseas, sedas y tapices y brocados. La mercancía había sido adquirida en el puerto fluvial de Emérita Augusta
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de unos barcos procedentes de Bizancio, ahora se dirigían al mercado de Norba a venderla. Los judíos no se fijaron en la mujer, el hombre ni en el muchacho retrasado.

Pasado el puente, casi en la misma puerta de la ciudad, les adelantaron varios labriegos de los arrabales que llevaban en cuévanas sobre los asnos, nabos, ajos, cebollas y castañas.

Las puertas estaban abiertas, la guardia les dejó pasar sin trabas, mientras que a los arrieros les hacía pagar los derechos reales, un denario romano por cada pollino que llevase las alforjas llenas.

En las callejas de Norba, una muchedumbre gritaba, discutía y gesticulaba, encaminándose hacia la plaza del mercado. Los colores vivos de las sayas de las mujeres y los jubones de los hombres destacaban sobre las casas pardas de adobe o grises de piedra oscura. El sol del mediodía brillaba sobre la feria.

En la plaza, unos buhoneros vendían tortas. Más allá, un orfebre exponía joyas de dudoso valor, ofreciendo como piedras preciosas lo que no era más que pasta vítrea. Una mujer vendía hierbas, para «curar los catarros, para calmar el sueño, para complacer a la mujer que amas». En otro puesto había algunos quesos de mal aspecto, rodeados de moscas. Un campesino vendía fruta algo picada.

Dos rústicos comían rebanadas de pan, y empinaban una bota con vino. El rostro de uno de ellos mostraba su alegría; le contaba a gritos al otro que había hecho un buen negocio vendiendo una yunta de novillos por más de veinte sueldos y se hallaba satisfecho con la venta. Junto a los dos rústicos, se ofrecía una vaca preñada en doce sueldos, un campesino pedía cuatro por un cerdo cebado, se compraban cincuenta ovejas en cien sueldos y se tanteaban potros, mulos, yeguas y pollinos.

Atanarik observó a los mercaderes que vendían ganado y dirigiéndose a ellos, se separó de Alodia. No sin antes proporcionarle algunas monedas, para que comprase comida. Ella se alejó seguida por Cebrián.

El godo detuvo sus pasos ante el corro que presenciaba la subasta de unos caballos. No eran más que unos percherones de poco fuste, pero era lo único que había. Con la peste y la sequía, con las últimas guerras, los caballos escaseaban. Un hombre de las tierras galaicas, unido al grupo, les refirió que había visto cambiar en el mercado de Leggio, un caballo por seis o siete bueyes. Atanarik pujó por dos caballos grandes y pesados, mejores para arrastrar carretas que para ir a la guerra. El trato no se prolongó porque Atanarik subió mucho la puja, evitando que el regateo se prolongase. Pagó cuarenta sueldos por los dos pencos.

Después, el gardingo se dirigió a un talabartero en otro lugar de la plaza para comprar los arreos: bridas, sillas y albardas.

Mientras estaba regateando con el vendedor, se escucharon trompetas. Unos soldados a caballo entraron en la plaza de Norba, ahuyentando a las gallinas y perros que correteaban entre los puestos del mercado.

Atanarik miró de reojo. Reconoció al que comandaba al grupo de soldados.

Era Belay, el Jefe de la Guardia Palatina.

Rápidamente, el antiguo gardingo real terminó la compra, pagando lo que le pedían, una cantidad alta, sin regatear ya más. Se abrió paso entre puestos de olleros y torneros, en los que se ofrecían trillos, carros, bieldos, y hoces; buscaba a la sierva y al chico.

Los divisó más allá de unos toldos, bajo los cuales, unas mujeres vendían verdura, fruta y hortalizas. Alodia había comprado unos pellejos de vino y aceite; así como castañas, harina, peras y nueces. Estaba introduciendo todo aquello en un saco de sayal, cuando Atanarik con los dos caballos se presentó junto a ella. En la expresión del godo se adivinaba la preocupación y la prisa. En voz baja le dijo: «Debemos irnos… la Guardia Palatina.»

En ese momento, se escuchó el sonido de una trompeta. Cesó el griterío, todos callaron en la plaza, Alodia sin hacer ruido se situó con Cebrián detrás de Atanarik que, de nuevo, la miró preocupado. Uno de los hombres de la patrulla de soldados leyó el bando: se buscaba a un noble que había asesinado a una mujer en Toledo, un hombre alto con una marca en la cara, con él iba una mujer de cabello claro.

Atanarik se tapó aún más la cara con la capucha como si tuviese frío. Esperó a que los soldados se dispersasen y ayudó a subir a Alodia y a Cebrián a uno de los pencos, después él se montó en el otro.

Pronto la algarabía y el bullicio retornaron al mercado, las gentes estaban más preocupadas en conseguir viandas y pertrechos, en esos tiempos de carestía, que en localizar a uno de los muchos hombres a los que el rey Roderik perseguía.

Alodia y Cebrián salieron del recinto de la feria, sin que nadie les molestase. Detrás de ellos, Atanarik, inclinado y cubierto por la capucha, cabalgaba en trote lento para no llamar la atención. Antes de salir de la plaza, un carro ya vacío que circulaba deprisa salió bruscamente de una de las calles laterales y se atravesó al paso de Atanarik, el caballo del gardingo se encabritó levantando sus cuartos delanteros; al intentar controlar el caballo, la capucha de Atanarik cayó hacia atrás, descubriéndole el rostro.

Entre la muchedumbre, los ojos de Belay le seguían.

Atanarik, mucho tiempo después, aún siente esa mirada sobre su espalda; una mirada dolorosa, dura, inquisitiva… Le parece oír también la voz de Belay, gritando algo a sus hombres.

El cielo de la ciudad de Norba estaba tan despejado como está ahora el horizonte sobre las altas cumbres del Atlas, en las lejanas tierras africanas.

6

Olbán de Septa

Ahora, Atanarik ha retornado a sus raíces, a la tierra que le vio nacer, a sus compatriotas norteafricanos. Se va haciendo a las costumbres, al lenguaje, un tanto gutural, a la vida errante de los bereberes. Delante de él, sirviéndoles de guía, en carreras cortas avanzan los hombres negros del reino Hausa. Tras de sí y a su lado, lentamente para no agotar a las monturas, cabalgan los bereberes. Con los hombres de Altahay, Atanarik va recordando las palabras que aprendió de niño en la lengua del Magreb, de boca de la servidumbre de su tío Olbán. Los bereberes ríen cuando él no pronuncia las frases correctamente, cuando cambia su significado. El se divierte con ellos, pero de modo gradual, consigue hacerse entender, llegando a expresarse con fluidez en la lengua amazigh.
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El hijo de Ziyad, poco a poco, va conociendo también a sus compañeros. Los negros hombres Hausa no poseen el filtro que se adquiere tras una educación en una sociedad protocolaria, como es la goda e incluso la bereber, expresan lo que sienten, lloran, ríen y se enfadan sin reservas; son leales y es fácil saber lo que piensan. Los bereberes, en cambio, son orgullosos, obedecen leyes no escritas, y hay que mantener con ellos una fina cortesía. El joven espathario real les demuestra a ambos que les valora, que les está agradecido y, a pesar de que desea completar cuanto antes su misión, les hace descansar, indicando a los guías que les conduzcan a oasis donde se refresquen los hombres y las bestias.

Han dejado el desierto atrás y ascienden por un camino entre montañas, más alto, más arriba… Se escucha discontinuo, en la lejanía, el rugido de un león. En el valle, un pequeño río de cauce escaso ha labrado una oquedad pétrea en la montaña. Mirando hacia las cumbres divisan las nubes que tocan las montañas, las nieves perpetuas del Tuqbal.

Ahora, ya muy cercano, en lo alto de una roca ruge un león de larga y espesa cabellera negra, que se prolonga por el pecho y los costados. El oscuro color de la melena contrasta fuertemente con el pelaje de color arena, muy corto, que le recubre el resto del cuerpo. La pelambre de alrededor del rostro de la fiera no es negra, sino rojiza. Al escuchar el rugido tan cercano los negros hombres Hausa expresan con alaridos su miedo. Las facciones de los bereberes palidecen.

De pronto, en un lugar entre altos pedruscos, la tropilla de Atanarik se ve rodeada por una manada de leonas jóvenes, ocho o diez animales de gran envergadura, que surgen silenciosamente entre las rocas. La sequía ha impulsado a los felinos hacia el sur. Posiblemente están hambrientas; los caballos en los que montan los bereberes constituyen una buena presa. Una leona se deja caer desde lo alto sobre uno de los cuadrúpedos, el que va el último. El jinete cae al suelo, levantándose enseguida para escapar de la fiera; mientras ésta desgarra el cuello del caballo. Los negros hombres de Kenan huyen asustados, pero pronto se ven atacados por otras dos de las leonas más jóvenes, que saltan ocultas tras una roca. Atanarik saca un arco y comienza a asaetear a las fieras. Alguna cae herida pero, furiosa por el dolor que le provocan las flechas clavadas en la piel, se revuelve atacando a los jinetes que van detrás. Los caballos, aterrorizados, son difíciles de domeñar. Un hombre ya maduro, bereber, cae a tierra, incapaz de controlar la montura, lesionándose y siendo incapaz de levantarse y escapar. Una leona de pelo más oscuro se lanza sobre él. Atanarik desmonta y, cuerpo a cuerpo, se enfrenta con la bestia, desenvainando la espada. Es un animal grande, posiblemente el que dirige la manada. El godo se interpone entre la fiera y el bereber caído, puede notar la respiración espesa de la fiera, las fauces de la leona sobre sí mismo. Antes de que aquellas fauces hediondas se cierren sobre su cuello, Atanarik la atraviesa con su acero. La fiera cae hacia atrás, herida. El hijo de Ziyad ve la expresión de alivio del bereber, intenta darle la mano para que se levante, pero el cambio en el rostro del otro, no le deja: hay un nuevo peligro a las espaldas de Atanarik.

Tras la leona, ha aparecido el macho, el enorme animal de piel arena y melena oscura que rugía desde lo alto de las rocas. Ataca directamente al godo, parece haber estado esperándole. De un salto, con las fauces abiertas, se tira sobre Atanarik. Con un movimiento rapidísimo, éste desenvaina la daga que pende sobre su cinto y se la arroja al corazón del felino, que cae muerto a tierra; sin apenas haberle dado a Atanarik tiempo de retirarse.

En ese momento, los hombres de Kenan atacan a las leonas con lanzas. Quizás al ver al jefe de la manada muerto, las leonas huyen.

Los hombres de piel oscura se inclinan ante Atanarik; los guerreros Hausa le observan con admiración supersticiosa, se dicen unos a otros que entre ellos está el héroe Bayajidda, el fundador de la estirpe Hausa, el hombre del cuchillo mágico. Para los Hausa enfrentarse a un león constituye la más alta forma de valentía. Los bereberes reconocen en Atanarik, la estirpe de Kusayla, la sangre de Ziyad, el legendario héroe de Tahuda.

El hombre bereber al que ha salvado la vida, se inclina arrodillándose ante él.

—Samal, hijo de Manquaya, os debe la vida… Soy vuestro esclavo… Que Allah, el Todopoderoso, el Clemente, camine siempre a vuestro lado.

Atanarik se siente violento ante aquella muestra de admiración y le levanta del suelo, diciéndole:

—Somos compañeros en el mismo camino.

Desde entonces Samal cabalga siempre muy cerca de Atanarik, le habla de su padre, Ziyad, al que conoce bien por pertenecer a la misma tribu.

Prosiguen el viaje, más alto, más arriba, atravesando el Atlas. Durante la noche, a menudo, escuchan las llamadas de los leones del Atlas en la lejanía: unos rugidos graves y largos, que conducen a una serie de rugidos más cortos. Los hombres de Atanarik ya no se asustan, han vencido al león, llevan su piel con ellos, nada les podrá detener.

Amanece un día gris en las montañas. Comienza a lloviznar, y se cubren con capas. Caminan entre la niebla. Los negros hombres de Kenan, acostumbrados a la sequedad del desierto, toleran mal la humedad fría de las montañas, la neblina les dificulta proseguir el camino y se refugian en una cueva, donde encienden fuego. Desde la entrada de su refugio, Atanarik se abstrae, la oscuridad de aquel atardecer grisáceo se cierne sobre él, no ve nada a pesar del brillo tenue de la hoguera.

La neblina le recuerda que, unos meses atrás, también en un día de niebla, cruzó el mar. Desde las verdes costas junto al Mons Calpe miró al frente, avistando entre brumas las costas africanas. Al aproximarse el barco a la tierra, la borrosidad blanquecina se deshizo y pudo avistar las montañas que adoptaban la figura de una mujer muerta. La cara se levantaba hacia el cielo, y el pecho se alzaba, enhiesto, en roca. Las leyendas de aquellas tierras decían que las montañas las había formado Hércules, quien había convertido en piedra a una mujer que un día le traicionó. Pensó que también Floriana se había transformado en sus recuerdos en una mujer de piedra, inmóvil y fría, dura y lejana. Una mujer de piedra envuelta por la niebla del crimen.

El barco de vela, que había tomado en Hispalis, zarandeado por las corrientes del estrecho, enfiló las costas africanas. Las montañas de la costa se hicieron más grandes a sus ojos. Ya no se divisaba la mujer muerta; únicamente la gran colina de roca que configuraba su cabeza.

La nave encaró la península de Almina, la antigua Abilia de los cartagineses. Edificada sobre siete colinas que le dan nombre, le recibió la ciudad de Septa, guardiana de Hispania. Al fin, Atanarik divisó las laderas de la península en las que se alza la ciudad, cubiertas por bosques de alcornoques y álamos, sobre ellas, la muralla, y más arriba las casas blancas y de adobe. Aún más en lo alto, dominando el Mediterráneo, la fortaleza de Olbán que un día erigieron los cartagineses.

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