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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (15 page)

BOOK: El astro nocturno
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Atanarik gana confianza, él ha tratado con los bereberes, Altahay es su amigo, a Samal le salvó la vida. Ha escuchado sus quejas. Ellos podrán ayudarle.

—La encontrarán en las tierras hispanas; allí no hay gente suficiente, han sido diezmados por la peste, los campos están baldíos, ya nadie los cultiva. Habrá un lugar para vuestro pueblo… —Atanarik vacila— para nuestro pueblo…

—Lo sé, pero nosotros, los hombres del desierto, no conocemos los caminos en las tierras hispanas. Hasta ahora hemos practicado algunas razias en las costas, pero no nos atrevemos a meternos más al interior. El reino godo es poderoso, se necesitarían más hombres de los que puedo levar.

—Yo os guiaré. Conozco bien el país más allá del estrecho, las tierras hispanas. He sido Capitán del Ejército Real. Los godos podrían muy bien ser derrotados por un grupo de hombres decididos.

—Háblame del reino de Toledo… —le pide Ziyad.

Atanarik se enardece al recordar el lugar de donde proviene, así que comienza a hablar deprisa, muy excitado:

—El reino de Toledo ha sido poderoso pero ahora se hunde. He visto la destrucción de las gentes a las que pertenece la raza de mi madre. El mundo godo está enfermo y corrupto. En la corte del rey de los godos, en Toledo, la gran mayoría de los hombres están envilecidos y la deshonestidad reina por doquier. Aduladores, hipócritas, deseosos de medrar, orgullosos hasta el paroxismo. Quiero cambiar ese orden de cosas. Me despreciaron por ser extranjero, por ser una mezcla de razas. Por ser un hombre sin padre…

—No lo eres… —le interrumpe bruscamente Ziyad, en su mirada late un orgullo paternal.

Atanarik se detiene, le conmueve la frase de Ziyad. Siente que al fin ha encontrado a alguien de su familia, la familia de la que nunca ha gozado, excepto en los tiempos de niño con su madre y después con Floriana. De nuevo, el recuerdo de la fallecida vuelve a él durante un instante, despertándose aún más en él la rabia por su asesinato. Mueve con irritación la cabeza como queriendo alejar aquellas ideas dolorosas; para después, proseguir describiendo la podredumbre y ruina de la corte visigoda. Mientras las palabras se le acumulan en los labios, Ziyad le observa fijamente; una profunda repugnancia, un aborrecimiento inmenso manan del corazón de Atanarik. Al jefe bereber, aquel joven le recuerda a sí mismo en el tiempo en el que luchaba con su padre Kusayla, para impedir el avance de los árabes por las tierras norteafricanas.

—Veo que eres joven y luchador. Yo también lo fui.

Guarda silencio unos instantes y sin poder permanecer quieto, camina dando pasos amplios por la estancia. Después se detiene, su actitud se torna meditabunda, parece hallarse cansado. Le indica a su hijo un rincón, muy alejado de las mujeres; tras él hay una portezuela en la pared, junto a ella, cojines y una mesa pequeña con vino y el samovar. Ziyad, se sienta allí y se sirve una tisana, le pasa otra a su hijo. Suenan suavemente las notas del laúd, tocado por una de las esposas o concubinas de Ziyad.

—Te contaré una historia. Debes saber por qué he dejado la lucha. Por qué vivo en el reino perdido, qué es lo que protege a mi pueblo…

Atanarik le observa con curiosidad.

—Sabrás que mi padre Kusayla lideró a las tribus bereberes y venció a Uqba, el general árabe… Una vez muerto mi padre, las tribus se separaron. Yo era aún joven y todavía no tenía prestigio ante ellas. Sin embargo, la guerra contra los árabes no había terminado aún, las tribus del Magreb, aisladas entre sí, eran derrotadas una a una por los invasores musulmanes. Sólo había alguien capaz de aunar de nuevo a las tribus, alguien con el suficiente poder y ascendiente sobre ellas. Ese poder era una mujer, la Kahina, su nombre quiere decir, la Hechicera. Tenía fama de bruja. La Kahina era una Burr, la tribu de mi padre era Barani, pueblos bereberes que desde siempre habían estado enfrentados. Pese a las antiguas divergencias, decidí unir mis fuerzas a las de la Kahina. En aquel momento, nuestra única preocupación era la de la resistencia frente a los invasores musulmanes del Magreb. La Kahina era una mujer sorprendente y poderosa, la más extraña y fuerte que yo nunca hubiera conocido; comprobé que lo que se decía de ella era verdad, una mujer ducha en el arte de la magia, una mujer que adivinaba el futuro. Cuando la conocí, ya era una matrona, casi una anciana, tenía varios hijos, ninguno de ellos tenía el mismo padre. Ella se sintió atraída por mí; en aquel tiempo yo tenía poco más de veinte años, acababa de unirme a tu madre y, como es tradición en mi pueblo, tenía ya varias esposas. La Kahina me prohijó: mediante un antiguo ritual bereber, me amamantó convirtiéndome de esta manera en su hijo. Poco después, el ejército árabe comandado esta vez por Hassan Ben Numan
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invadió de nuevo el occidente del Atlas. La Kahina reunió un número inconmensurable de bereberes, y derrotó a las tropas árabes de ben Numan. Toda Ifriquiya cayó bajo el dominio de la Hechicera. Mientras tanto, el califa envió a Hassan más dinero y más tropas. La Kahina podía adivinar el futuro. Hizo una profecía. El augurio no era bueno. Sería derrotada y muerta por las tropas de los árabes, que finalmente habrían de imponer su dominio sobre todo el Norte de África. Ella me envió como mediador ante Hassan; pero yo la traicioné, hice un pacto con el conquistador árabe, si la Kahina era derrotada yo asumiría el gobierno del Norte de África; por eso, le aseguré al conquistador que no intervendría en la lucha. Gracias a mi ayuda, Hassan venció a la Kahina, que murió en la batalla. Después, el general árabe cumplió su promesa: me otorgó el mando sobre todas las tribus bereberes. Desde entonces, todo el Magreb, me obedece porque llevo en mí la sangre de Kusayla, he sido amamantado por la Kahina y los árabes confían en mí y respetan mi soberanía sobre las tribus norteafricanas.

Ziyad se detuvo. Sus ojos de iluminado traspasaron a Atanarik.

—Pero aún hay más…

—Creo que sé a qué os referís… —le dijo Atanarik—… a la copa.

—Sí. En la dote de tu madre había una copa, una copa muy hermosa, una copa dorada. Yo bebía de ella y advertí que no me cansaba en las batallas, noté que vencía siempre. La Kahina la vio y me explicó su significado. Ella la había rastreado durante años. De tal modo que, en su juventud, la Hechicera había llegado hasta un santuario, Ongar, en el norte de Hispania, buscando la copa, pero cuando aquel lugar cayó, la copa ya no estaba allí; había desaparecido. La Kahina fue herida en el saqueo de Ongar y tornó a África. Cuando la Kahina vio la copa en mis manos, no podía creer que el cáliz de poder estuviese allí, tan cerca, cuando tanto lo había perseguido en su juventud. Quiso que se la diese, pero tu madre se opuso y ambas se enfrentaron. Yo no le di la copa a la Kahina, pero tampoco a Benilde. Tu madre, harta de unas costumbres que no entendía y enfadada por el enfrentamiento con la Kahina, se fue. Sí —recordó Ziyad— tu madre tenía un carácter fuerte, estaba orgullosa de su estirpe, se sabía descendiente de reyes. La copa, desde entonces, ha permanecido siempre conmigo, gracias a la copa mantengo mi poder.

—¡Es por eso por lo que vencéis en las batallas! ¡La copa os ha dado la victoria sobre todos! ¡Con ella podríamos conquistar el mundo!

—¡Ay! Hijo mío, no sé si eso es así; la copa de poder te envuelve, puede destrozarte si tu corazón no es noble. Acentúa todo lo malo y lo bueno que hay en el hombre. Concede el poder cuando se bebe de ella; pero usarla puede aniquilar a una persona. Me costó mucho entender esto… —suspiró Ziyad—. Cuando lo entendí, cuando advertí que la copa me hacía daño, dejé de beber de ella y me retiré a este hermoso lugar. Sí. Me costó mucho dejar de beber de la copa. Al principio, era incapaz de abandonarla pero desde que conocí la fe de Muhammad, la Paz sea con él, fui prescindiendo poco a poco del cáliz sagrado. Desde entonces soy más libre…

—¿Es por eso por lo que ya no combatís como hacíais antes?

—Sí, para vencer en la guerra necesito beber de la copa y si lo hago, eso me envilece…

Los rasgos de Ziyad al hablar del vaso sagrado denotan una tensión interna entre el deseo de beber, la dependencia que le ha producido y el ansia de libertad personal. Atanarik, por su parte, entiende con claridad la necesidad de aquel objeto mágico para la victoria de su empresa.

—Precisamos el poder que proporciona la copa, pero no podemos sucumbir a ella… —le dice Atanarik—. ¿Qué hacer entonces?

—La Kahina me reveló que para que un pueblo venza en todas las batallas, para que impere el orden y la paz, la copa de oro debe estar unida a un cuenco de ónice, que se ha perdido tiempo atrás…

El joven gardingo godo calla y a su mente, como en un espejismo, retorna como un suave hálito la faz de Alodia. Al recordarla, se da cuenta de que él sí sabe dónde se oculta la copa de ónice. Ziyad, que ve en el interior de los corazones, que es capaz de leer el pensamiento, capta lo que su hijo conoce. Advierte también que en Atanarik hay una fuerza interna, algo que le hará capaz de vencer en la batalla, y le convertirá en guía de hombres.

—Yo he sido amamantado por la hechicera —le repite Ziyad—, ella me entregó su poder. Hijo mío, que la Kahina me haya adoptado significa que me ha traspasado su magia, su hechicería. Veo el futuro. Mi destino es morir en una batalla. En cambio a ti, hijo mío, te veo ascender como una estrella. Tú, Atanarik, serás, At Tariq, el lucero que brilla al alba, la estrella del ocaso, el astro nocturno, la estrella de penetrante luz. Serás Tariq, el que golpea. Serás una roca, Yebal Tariq, una roca que se eleva sobre el mar, una roca que durará por siempre. ¿Quieres hombres? ¿Quieres buenos luchadores? Me han dicho mis espías que un godo consiguió que cayese el reino Hausa. Mi buen amigo Kenan te está muy agradecido. Sé que has matado a un león únicamente con un puñal. Eres valiente. Te apoyaré. Yo puedo levantar a las tribus bereberes. Musa ben Nusayr, el gobernador árabe de Kairuán, desea que yo le ayude a controlar el Magreb. Ha visto el botín de Tarif y quizá desea cruzar el estrecho. Tú, hijo mío, conoces a los godos, te has criado con ellos, estás al tanto de los caminos, de las calzadas romanas, de los nobles de uno y otro bando. Tú, hijo mío, marcado por la señal de Kusayla, serás quien tomará el mando en la conquista de las tierras hispanas. No me importan los asuntos internos de los godos. Sin embargo, mi pueblo es grande y numeroso, necesita tierras en las que extenderse y crecer; tierras fértiles y amplias, en las que cuidar ganado. No deseo traer la guerra a mis gentes —Ziyad le sonríe—, pero no me importa llevarla más allá del mar para buscarles un nuevo destino.

El joven godo se conmueve ante las palabras inspiradas y proféticas de su padre; unas palabras en las que se intuye un futuro glorioso.

—¿Me ayudaréis? ¿Por qué lo hacéis?

Ziyad se levanta, es ligeramente más alto que Atanarik, quien es ya de por sí de elevada estatura, le pone las manos sobre los hombros y mirándole de una forma magnética e hipnotizadora, le revela:

—Porque debo guerrear por Allah. Porque eres mi hijo, llevas la marca de Kusayla en tu rostro… Porque un tiempo atrás, amé a tu madre, sin conseguir hacerla feliz. Porque te veo ascender como una estrella. Porque vas a ser una roca que se alce entre los godos y los bereberes… una roca que durará eternamente. Porque tu madre me entregó una copa; una copa que la Kahina reconoció, con esa copa no serás vencido, con esa copa vencerás siempre. La Kahina lo profetizó, tú y yo dominaríamos el mundo. ¿No son ésas suficientes razones?

De nuevo, el que Ziyad ha llamado Tariq se estremece y vibra ante las palabras de su padre. El jefe bereber se dirige hacia la portezuela junto a ellos, en donde hay una manija, el muro se abre. Dentro de la cavidad hay una copa, una copa de oro de palmo y medio de altura guarnecida en ámbar y coral, una copa muy hermosa. Después, Ziyad se dirige hacia la mesa donde humea el samovar, allí hay vino, vino tinto. Lo vuelca en la copa, bebe él y le hace beber a aquel a quien los godos habían llamado Atanarik.

Cuando Tariq prueba el contenido de la copa, una fuerza le recorre el interior; siente cómo el odio, el afán de venganza, el deseo de poder, domina todo su ser, se apodera de él. En el fondo de la copa le parece entrever el hermoso rostro de Floriana desdibujado por la muerte. Al probar la copa, se desatan todas sus pasiones. Un odio inmenso le ciega. Odio y la necesidad de tomar una mujer.

Aquella noche, Ziyad deja una sierva en sus estancias. Él la posee, deseoso de liberarse de las fuerzas que lo corroen, las pasiones que se han desencadenado al haber bebido de la copa de poder.

8

La ciudad perdida de Ziyad

Una luz tenue se introduce por una abertura del techo, e ilumina las paredes recamadas en oro. Al abrir los ojos, Tariq se da cuenta de que ha llegado a su destino, la morada de su padre en aquel lugar montañoso, en el corazón del Atlas. Junto a él duerme la muchacha de la que ha gozado aquella noche, una mujer de cabellera rojiza y carnes blancas. Tariq ahora se siente fuerte, experimenta su hombría y vigor.

El lecho está cubierto por mosquiteras de seda finas, a través de ellas divisa un resplandor áureo. Es la copa iluminada por la luz del alba. Se libera de las finas sábanas que lo cubren, aparta las mosquiteras y se dirige a la copa que está sobre una pequeña mesa de ébano. La examina atentamente, una copa hermosa, de una orfebrería antigua, finamente labrada en un tiempo inmemorial, con incrustaciones en ámbar y en coral. Al examinar el interior de la copa, Tariq se da cuenta de que falta algo: allí iría acoplado el vaso de ónice del que habla la leyenda. ¿Dónde estará? Sólo Alodia lo sabe. Recuerda a Alodia y la compara a aquella esclava, experta en técnicas amatorias, tomada por muchos otros antes que por él. Tariq se siente confuso al evocar a la montañesa. Hay algo virginal y honesto, algo fresco y suave, algo límpido y claro, en la sierva. El recuerdo de la doncella hace que, sin saber por qué, se sienta avergonzado.

Junto a la copa hay vino y fruta. Se sirve la bebida fermentada en el cáliz sagrado y, al beber de él, experimenta aquel vigor y energía que notó la noche anterior. La sierva se despereza en la cama.

Entran varios criados que le indican que su padre le espera, Antes podrá tomar un baño de agua tibia y ser ungido con aceite. Le visten con una túnica blanca, que se ciñe con un cinturón de cuero labrado con incrustaciones en oro.

Mediada la mañana, recorre los corredores de la hermosa morada de Ziyad ben Kusayla. Las estancias son suntuosas, decoradas en oro y maderas preciosas, mucho más lujosas que las de aquella corte de Toledo en la que Tariq vivió varios años, sirviendo al rey. Atraviesan un pequeño jardín dentro del palacio, aromas de flores y rumor de fuentes, una vegetación exuberante, y el frescor del agua en aquel lugar tan cercano al desierto, un oasis de verdor. Allí le espera su padre de espaldas a él, mirando hacia el frente, a las paredes de aquel patio interior que se abren a un cielo sin nubes. Al sentir que Atanarik está tras de sí, Ziyad se vuelve, le toma por los hombros y le besa con el ósculo de la paz. Le ordena que le acompañe.

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