El ayudante del cirujano (48 page)

Read El ayudante del cirujano Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El ayudante del cirujano
4.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me alegro de haber hecho esto —dijo Stephen mientras oía alejarse sus pasos por el corredor—. Fue desagradable, y me extrañaría que ese joven cabal no haya sentido repugnancia. Pero, al menos, ahora hay muchas menos probabilidades de que se deshagan de nosotros calladamente. No ha habido nunca un grupo tan interrelacionado, tan comunicativo, tan parecido a un clan como el formado por los médicos de París, y cuando se enteren de que estamos aquí… Ahora traga esta cápsula, amigo mío, y mañana te sentirás mejor. Creo que incluso podrás tomar un poco de café, del café que tenemos que encargar ahora.

Rousseau regresó después de acompañar al doctor Fabre, y Stephen le dijo:

—Encargaremos la comida fuera, pero ¿dónde? Este caballero —señaló al capitán Aubrey— debe comer un huevo fresco, agua de arroz recién hervida y gachas recién hechas. Ya mí me gusta tomarme el café caliente.

—No hay problema —dijo el carcelero—. Hay un pequeño establecimiento a menos de cien yardas de aquí donde se hacen comidas a todas horas y se venden muchas clases de vinos. La dueña es madame
veuve
Lehideux.

—Entonces, encargaremos el desayuno a la viuda. Para los caballeros, leche fresca y pan, y para mí, café y
croissants
. Que el café sea muy fuerte, por favor.

Pero Rosseau, en vez de prestarle atención, expresó la única idea que tenía ahora en la cabeza.

—A algunos clientes les gusta encargar la comida a Voisin, a Ruhl y a lugares como esos, porque a algunos clientes les gusta despilfarrar el dinero. A mí no me gusta imponer mi criterio a los clientes; nadie puede decir que Rosseau le ha impuesto su criterio a los clientes. Además, los gustos son diferentes. El último caballero que estuvo aquí, y era un caballero de una posición social muy alta, también encargaba la comida a Ruhl, a pesar de lo que le dije, y ¿qué pasó? Murió de neumonía en esta misma cama —daba palmadas en la colcha—. Murió la misma tarde que ustedes llegaron. Apuesto a que usted la nota caliente todavía, señor. Y ahora que me acuerdo, le había prometido que traería un tablón para el excusado, y perdonen la palabra. El que había se cayó porque él era torpe, y se puso peor a causa del reumatismo y al final estaba casi doblado a la mitad. Descanse en paz.

—Entonces encargaremos la comida a madame Lehideux —dijo Stephen.

Rousseau continuó hablando de lo mismo.

—No digo que la comida que prepara es como la del Emperador, no les voy a engañar, caballeros, pero su cocina es la auténtica
cuisine burgeoise
. ¡Qué
civet de lapin
!—exclamó y se besó el dedo pulgar—. ¡Qué exquisito
poule au pot
! Y lo mejor de todo es que se comerán los guisos calientes. Siempre lo digo: la comida hay que comerla caliente. Es un establecimiento muy pequeño, pero está muy cerca, a un paso, en la calle Neuf Fiancées, así que la comida llega aquí caliente, ya saben.

—Entonces encargaremos el desayuno a madame Lehideux —dijo Stephen—. Leche, pan, café y
croissants
. Y, por favor, insista en que el café sea muy fuerte.

Llegó el café, y era fuerte, fuerte y aromático, y estaba caliente. Los
croissants
estaban untuosos, pero no demasiado. Fue un desayuno extraordinario, y les pareció aún mejor porque lo habían tomado tarde. En verdad, era el mejor de todos los desayunos que Stephen había tomado en las prisiones. Ahora se sentía más fuerte, capaz de hacer frente a cualquier imprevisto: la delación hecha por un espía capturado o por un espía doble, un duro interrogatorio…

Estaba preparado, hacía tiempo que estaba preparado, para muchas contingencias, pero no para el abandono. Le asombró, le cogió de sorpresa, le hizo sentirse como un imbécil y, al mismo tiempo, le produjo mucho más miedo. Los días pasaban y no veían a nadie más que a Rousseau, que les traía la comida o les miraba subrepticiamente por la mirilla, y una vez por semana al barbero, un sordomudo. Y después de transcurrido un corto tiempo, su vida se volvió tan monótona que les parecía que llevaban meses allí. Lo único que interrumpió aquella monotonía fue la visita del doctor Fabre el viernes por la mañana. Examinó al capitán Aubrey, comprobó su mejoría y escuchó atentamente todo lo referente al efecto de las pociones, las píldoras y las cápsulas; sin embargo, estaba preocupado, un poco distraído y abrumado por la tristeza, porque había recibido la orden de reunirse con el Regimiento 107, un regimiento fronterizo que se encontraba en una desolada estepa del norte de Europa, en una ciudad cuyo nombre ni siquiera podía pronunciar. Dijo que, a menos que pudiera obtener la exención, lo que era improbable, su recién comenzada carrera profesional quedaría truncada, y que había ido a visitar a todos los hombres influyentes que conocía, aunque fuera remotamente, con la esperanza de encontrar palabras de aliento. Añadió que había visto al doctor Larrey y que agradecía al doctor Maturin haber podido usar su nombre como introducción de su propia petición, y aseguró que su nombre le había sido realmente útil al hacer esas visitas y que todos le recordaban: el doctor Dupuytren, el doctor Baudelocque… Además, dijo que todos estaban muy preocupados por el encarcelamiento del doctor Maturin y convencidos de que se trataba de un error administrativo que sería enmendado enseguida, y añadió que iban a presentar sus quejas ante las autoridades competentes y que se habían ofrecido a ayudarle si tenía dificultades, con independencia de cuales fueran éstas. El doctor Fabre también comunicó al doctor Maturin la información que le había dado el doctor Baudelocque sobre la paciente norteamericana: sus sospechas se habían confirmado y no estaba seguro de que el feto fuera capaz de vivir. Según el doctor Baudelocque, una de las causas podía ser un fuerte y prolongado mareo, pero, al margen de esto, no estaba seguro de que el embarazo de la dama pudiera llegar a su término.

—Es mejor así —dijo Stephen—. La verdad, hay demasiados niños.

—Sí, claro, señor… —dijo Fabre, que ya tenía cinco e iba a tener otro dentro de pocas semanas.

—Sin duda, ningún hombre que piense dará deliberadamente vida a otro ser en este mundo superpoblado y siempre en guerra.

—Tal vez no todos los niños son engendrados deliberadamente, señor —sugirió Fabre.

—No —dijo Stephen—. Y si los hombres pensaran en lo que hacen, si miraran a su alrededor y reflexionaran sobre el valor de la vida en un mundo donde abundan las prisiones, los burdeles, los manicomios, y los grupos de hombres armados y adiestrados para matar a otros hombres, dudo que viéramos a muchas de esas larvas lloronas que no son otra cosa que víctimas y que causan a menudo la miseria a sus padres y ponen en peligro el futuro de su especie.

Al joven se le llenaron los ojos de lágrimas, pero enseguida se serenó. Entonces metió la mano en el bolsillo y dijo:

—Aquí tiene las ampollas que me pidió.

—Gracias, querido colega —dijo Stephen, cogiendo con cuidado la caja de madera que contenía las ampollas, que eran para su uso particular y un medio seguro para escapar en caso de necesidad—. Muchísimas gracias.

—De nada —dijo Fabre.

Luego se despidió y dijo que dudaba que volviera a tener la satisfacción de ver al doctor Maturin y a sus compañeros.

No volvieron a verle. Las semanas pasaron, y eran tan tranquilas y monótonas que casi llegaron a parecer inútiles aquellas ampollas.

Los largos y monótonos días estaban marcados por los gritos de los hombres que trabajaban en la demolición del antiguo edificio, que no podían verse desde allí, el distante ruido de las piedras y ladrillos que caían y los pitidos de los capataces. En las noches, que eran muy tranquilas, los únicos sonidos que se oían eran el murmullo de la ciudad, semejante al del distante mar, y las campanadas de la iglesia de Saint-Théodule dando la hora. No se oían pisadas por encima de sus cabezas ni se oía ningún ruido a los lados. A veces tenían la impresión de que estaban solos en la inmensa torre y a veces, por estar aislados, vivir en un espacio tan reducido y estar en estrecho contacto unos con otros, les parecía estar en la mar. Pero la calidad de la comida no era como la de la comida de los barcos, ni mucho menos.

Desde la primera taza de café, la viuda Lehideux les proporcionó una gran satisfacción. Muy pronto sus comidas llegaron a formar parte de la rutina diaria y se convirtieron en su principal diversión. Ella estaba deseosa de hacer las cosas lo mejor posible y mandaba notas muy bien escritas, aunque con faltas de ortografía, sugiriendo platos de acuerdo con lo que ofrecía el mercado. Stephen respondía a sus notas haciendo comentarios sobre la última comida y recomendaciones para la próxima e incluso dando recetas.

—Esta mujer tiene una manera especial de guisar, aunque no le confiaría la caza —dijo Stephen, mientras jugueteaba con la
mousse
de chocolate—. Pero, en comparación con la generalidad de las cocinas, es extraordinaria. Debe de ser una mujer sagaz y, sin duda, tiene una gran experiencia en ofrecer un servicio excelente, como el que había antes de la Revolución. Tal vez era una cortesana. Una amable cortesana puede convertirse en la mejor de las cocineras.

Aunque estaban encerrados y muy aburridos, su vida diaria podía haber sido más desagradable. Enseguida empezó a ceñirse a un orden, y aunque Jack no llegó a organizar turnos de guardia, convenció a sus compañeros de que lograrían que aquel lugar tuviera la característica limpieza naval tan sólo utilizando los medios más simples y barriendo tres veces al día. Pero sus alumnos eran torpes, perezosos, hacían las cosas de mala gana y a veces se enfadaban. Lo que más les molestaba era colgar las mantas y los jergones de paja de la ventana de la habitación de Jagiello y apilar los escasos muebles formando una pirámide para fregar el suelo antes del desayuno; sin embargo, la fuerza moral de Jack, su convencimiento de que aquella era la única forma correcta de limpiar, les venció, y, al menos, las habitaciones dejaron de oler mal.

El cambio fue tan notable que el ratón domesticado del anterior prisionero no se encontraba a gusto y se ausentó tres días. Vivía detrás de la puerta cerrada con pestillo que había en la habitación de Jack y había salido de su ratonera cuando habían tomado el primer desayuno. Había vacilado al ver que ya su amigo no estaba y que había extraños sentados a la conocida mesa, pero había aceptado un pedazo de
croissant
y un poco de café que le habían dado con una cuchara. Se sentaba junto a ellos mientras discutían sobre el modo de eliminar la suciedad que había a alrededor, y todo fue bien hasta que llegó la desafortunada y desenfrenada limpieza del suelo. Pero el ratón regresó, y Stephen advirtió con asombro que era una ratona y que estaba preñada. Entonces encargó nata, porque la nata era buena para la gestación.

No había sido necesario que viera la ratona ni que advirtiera su estado para acordarse de Diana, pues pensaba en ella la mayor parte del tiempo, pero eso trajo a su mente muy diversos pensamientos y recordó con qué gracia y qué agilidad Diana cabalgaba por la campiña inglesa en otro tiempo y vio claramente su imagen en India, en el Instituto y en las calles de París. Pensó que Diana tendría mucha nata que comer y se preguntó si también tendría un amante o si tendría varios, lo que le parecía probable, pues, desde que la conocía, había habido muy pocos períodos en los que no había tenido ninguno; sin embargo, notó con extrañeza que era reacio a seguir pensando en ello. Prefería verla como a la solitaria cazadora que había conocido tiempo atrás.

El orden y la limpieza eran las primeras cosas en las que Jack pensaba cada día, pero no eran las únicas en las que pensaba. Cuando aún no había llegado el desayuno ni se había secado completamente el suelo, ya estaba buscando a su alrededor un medio de escapar, aunque Stephen insistía en que volviera a tumbarse en la cama que le habían dejado sus compañeros porque estaba enfermo.

No había muchas expectativas, pues el descenso hasta el foso tenía que hacerse en vertical, y la muralla que estaba enfrente parecía imposible de franquear y, según Stephen, que había visitado el Temple en su juventud, había dos pasadizos que interceptaban el foso a ambos lados de la torre donde ellos se encontraban. Jack descubrió que otros lo habían intentado antes que él. Una mano paciente había excavado la base de los barrotes de la ventana en la habitación que ocupaba Jagiello y había hecho profundos pero inútiles agujeros; otra había serrado uno de los veinticuatro barrotes de hierro y disimulado el corte con grasa; y había muchos más signos del ansia de libertad de sus predecesores, que cualquier persona que buscara con más interés que los carceleros podría ver. Pero, en su opinión, la mayoría de ellos lo habían intentado de un modo inapropiado. Aunque alguien tuviera las herramientas, no podría cortar los barrotes sin ser descubierto, porque éstos podían verse a través de la mirilla y, además, porque nadie podía saber cuándo iba a venir una patrulla, ya que Rousseau y sus compañeros siempre tenían puestas zapatillas de rayas y no se les oía hasta que metían la llave en la cerradura. El retrete era más conveniente. Su suelo, que sobresalía bastante de la pared, estaba formado por dos bloques de piedra separados por el necesario espacio, con los extremos apoyados en dos ménsulas, y si lograban quitarlos, el camino quedaría libre. Aunque, después de todo, era un camino hacia abajo. Por desgracia, estaba hecho según la típica forma de construcción medieval, con derroche de medios y sin tener en cuenta el peso, y los bloques estaban unidos a la base por una capa de azufre fundido; no obstante, existía una remota posibilidad de moverlos, y la colgadura que cubría la entrada del retrete impediría ver al que estuviera trabajando dentro y le permitiría permanecer allí todo el tiempo del mundo. Con todo y con eso, iban a tener muchas dificultades, y, además, el retrete estaba asqueroso. Antes de poner en práctica esta idea, Jack pensó en la posibilidad de usar la puerta que había en la pared, la puerta por la que solamente entraba la ratona. Una palanca podía hacer maravillas en una puerta, incluso en una puerta tan gruesa y tan reforzada con zunchos como aquella, pero antes de hacer maravillas, era conveniente saber adonde daba. Stephen opinaba que daba a una escalera de caracol próxima a la gruesa pared, porque a los templarios les gustaban mucho las escaleras de caracol. Sin embargo, también podría dar a otras habitaciones como las suyas, por tanto, sólo les permitiría cambiar una jaula por otra.

Other books

The Fiancé He Can't Forget by Caroline Anderson
A Vintage From Atlantis by Clark Ashton Smith
First Papers by Laura Z. Hobson
H10N1 by M. R. Cornelius, Marsha Cornelius
If by Nina G. Jones
The Queen's Consort by Brown, Eliza