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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (12 page)

BOOK: El azar de la mujer rubia
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Después hubo un pacto. Carrillo se puso en suerte y dos funcionarios de la Brigada Social un día le levantaron respetuosamente la peluca en un paso de cebra. Se entregó como un corderito y fue encarcelado en el dorado aprisco de Carabanchel, donde los rojos se daban de bofetadas en la puerta por entrar para que les sellaran el certificado, que harían valer el día de mañana. Esa misma noche todas las paredes de Madrid aparecieron empapeladas con pasquines pidiendo la libertad para Carrillo. Los enanitos estaban cantando La Internacional bajo el asfalto y un sembrado de puños enterrados, que eran las semillas del nuevo mundo, asomaba por todos los desagües. Después de cumplir el trámite de la cárcel, en el zaguán de Carabanchel, a Carrillo un cabo primero le estampilló la nalga con el sello de ciudadano corriente. Ya podía ir por la calle, aunque tampoco era muy normal circular con aquel viejo cochazo, que le había regalado Ceaucescu, como de gánster de Chicago años treinta, al que sólo le faltaba un botijo en la baca para ser confundido con el de un torero antiguo, apoderado por Camará, camino de la plaza de Las Ventas. Conocer personalmente a Carrillo y darle la mano se convirtió en un rito de salón. Las bayaderas comunistas le untaban el calcañar con aceite perfumado y se lo secaban luego con la rama ardiente de su cabellera. Iba custodiado por unos tipos que lucían un queso de bola en cada bíceps y nadie en el Comité Central era digno de desatarle la correa del zapato.

Un día Carmen Díez de Rivera se puso guapa, adornó su cuerpo con gasas negras y decidió asistir sin permiso de su jefe a un acto literario en el hotel Ritz de Barcelona, donde sabía que iba a estar Carrillo. Carmen hizo lo necesario para cruzarse con él en medio del salón abarrotado de invitados, escritores, artistas, financieros y políticos. Carmen y Santiago se dieron la mano. «Encantado de conocerla, tengo muy buenas referencias de usted, dígale a Suárez que deseo verle.» «Se lo diré. Para mí ha sido un placer saludarle. Soy una admiradora.» «Gracias. Podríamos vernos un día con más tranquilidad. Bueno, podríamos tomarnos un chinchón a medias. Aquí hay demasiada gente.» Mientras se producía este cruce formal de palabras, cincuenta cámaras disparaban sus flashes de magnesio. Suárez había tomado aquel contacto imprevisto como una traición, pero después pensó si no sería, tal vez, un movimiento de alfil que se manejaba desde Zarzuela. Nunca sabía qué tramaba la mujer rubia ni quién movía los hilos. La CIA o la KGB. O simplemente su capricho.

Carrillo se presentó en sociedad durante el entierro de los abogados asesinados en la calle de Atocha, en enero de 1977, en medio del silencio de una plantación de flores y puños que estremeció la rabadilla del último demócrata. Aquella estética de martirio acabó por sacarle brillo al personaje. Y así hasta que llegó el sábado de gloria, la noche en que se escurren las losas de las tumbas. Dios saltó de la fosa, como lo hace todos los años. Y a esa misma hora, aprovechando la fuerza del muelle, el Partido Comunista quedó legalizado. El miedo había sido vencido. El rey, Suárez y la mujer rubia habían ganado la apuesta a los militares.

Demostrar que el comunista era una persona normal fue considerado entonces por Carrillo como un hecho revolucionario, y el partido se impuso en aquel momento la dura tarea de recobrar su genuina imagen masacrada por cuarenta años de calumnias. El pequeño burgués de tortel dominical después de misa tenía que descubrir que los comunistas también se afeitaban todos los días, sabían ceder el paso en la acera a una embarazada, ayudaban a cruzar la calle a un ciego y se ponían muy contentos cuando les tocaba una botella de sidra o una muñeca para su hija en la tómbola. La gente de arriba no daba crédito a sus ojos. En la primera fiesta en la Casa de Campo que celebró el partido, los espías de la derecha se acercaron allí con espíritu de safari fotográfico para ver las fieras de cerca, todas reunidas.

Miles de comunistas se solazaban en el solar de la Arcadia en torno a una tortilla de patatas bajo la nube de chorizos asados, y los comisionados sólo veían a viejos luchadores olivareros con un garrote de plástico lleno de caramelos y peladillas, a fresadores de Pegaso removiendo con una pala la perola de chocolate. Crepitaban las sardinas a la brasa, unidas al perfume sólido de las chuletas, y obreros muy curtidos soplaban matasuegras, tocaban el pito, llevaban gorritos de romería, caretas y narizotas. Y había gritos de feria, con insignias para el caballero y pegatinas para el nene y la nena. Vistos así, parecían buenas personas.

Desde lo alto del mitin, Carrillo predicaba la santa resignación en mangas de camisa. Hay que amarse los unos a los otros. Orad conmigo, camaradas. La democracia había llegado y los comunistas serían los primeros en defenderla cumpliendo a rajatabla el reglamento burgués. Parecía un chiste malo, pero él hablaba en serio y el pueblo se adensaba todavía alrededor de su líder con un fervor de patio de caballos después de una gran faena. En medio del barullo de la fiesta, uno de sus guardaespaldas fue el primero que se dio cuenta. «Oye, Santiago, acabas de perder el rabo.» Carrillo se palpó la trasera. «Diablos, pues es verdad. O lo he perdido o alguien me lo ha cortado para guardarlo de recuerdo.»

Entonces se produjo en este país un hecho sociológico fundamental, cuando la gente comenzó a comprobar que los héroes también toman café con leche. Ése fue el espectáculo de Carrillo en el bar de las Cortes. Los diputados de la derecha, los muchachos de la Secreta, las señoras de la limpieza y los ujieres, al levantarse la sesión, veían que Carrillo llamaba al camarero y no pedía un solomillo de fascista ni una paletilla de empresario lechal, sino acelgas rehogadas con una tortillita de nada.

Pasar directamente desde el pozo ciego de la clandestinidad a las butacas de terciopelo y que un ujier entorchado, cuando vas a soltar una soflama, te coloque un vaso de agua cristalina con servilleta de encaje junto al folio es un golpe demasiado bajo. Carrillo no lo había resistido. Quedó atrapado entre el miedo a los tambores no tan lejanos y la mórbida evanescencia del ritual parlamentario. Él había realizado un buen servicio a la paz desactivando la carga explosiva de las masas, pero su clientela, unos por arriba, otros por abajo, al final le dejó solo. Aquella trampa de Suárez había funcionado. Si el Partido Comunista no hubiera sido legalizado un sábado de gloria, hoy medio país sería rojo furioso. Pero ha pasado la moda. Y Carrillo se ha quedado en un genio burlón, rodeado de burócratas. La libertad es bella y venenosa como una amanita faloide. La burguesía le regaló esa seta. Y Carrillo se la tragó.

El síndrome de Estocolmo se mete como una babosa en la alcoba matrimonial de la Moncloa.

Cuando la democracia rompió aguas apareció la figura de Felipe González, con la chaqueta de pana al hombro, las patillas largas, fumándose un puro. «Mira, Adolfo, éste es tu adversario —le dijo la mujer rubia—. Fíjate bien en su pinta de macho del sur, con la nariz pellizcada hacia arriba y el morro inflamado, la ceja espesa, el antebrazo peludo, la nobleza en la mirada y esa forma de hablar según la escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades suaves a medias, en la que se entiende todo y no se entiende nada, con una melodía pegadiza de una canción de verano». «¿Qué puedo hacer? También tengo yo la mandíbula cuadrada», exclamó Adolfo. «No puedes hacer nada», le dijo la mujer rubia.

Entonces el socialismo no era más que una palabra, bella de oír, fácil de tragar; era una marca comercial que había prescrito en el registro político mercantil y que había sido registrada de nuevo como un sentimiento difuso de bondad universal en la calle. El rostro de Felipe González sintetizó muy pronto esa pasión colectiva. Y después de algunos meses de mercado ya se podía afirmar sin error que el socialismo era sólo él.

«Fíjate bien, Adolfo. Mientras tú estás rodeado de falangistas reciclados y beatos que tienen la pretina del pantalón a la altura de las tetillas, alrededor de Felipe han comenzado a aglutinarse aquellos muchachos de pana y cineclub, los penenes de barba y jersey de punto gordo, las chicas de poncho peruano, oficinistas rebeldes, funcionarios cabreados, los técnicos que entendían de resistencia de materiales y habían leído a Neruda, mujeres de clase media que lo encuentran guapo, e incluso obreros con frigorífico y lavavajillas, aparte de la nostalgia de cuantos oyeron contar a sus padres la guerra desde el otro bando. La cuestión está en la calle. El primer problema nacional consiste en dilucidar esta alternativa: quién de los dos es más guapo, Felipe o tú.» «Yo gusto a las mujeres todavía —le dijo Adolfo—, las señoras de cincuenta años ven en mí a un tipo simpático, valiente, el primero que se tira a salvar a un niño que se está ahogando. Eso tiene mucho gancho». Carmen, la mujer rubia, le contestó: «Las mujeres ven en Felipe el atractivo de un cortijero asilvestrado. No está como tú, recortado por la línea de puntos. Tienes la batalla perdida». Así estaban las cosas.

En la memoria de Suárez aún quedaban imágenes de otros tiempos iluminadas en medio del bosque lácteo. Se recordaba a sí mismo durante el entreacto de una sesión parlamentaria en el ángulo oscuro del salón de Pasos Perdidos componiendo con Felipe la escena política del sofá, musitándose mutuos amores y cuitas, tú me das un pedazo de ética y yo te doy un trozo de consenso, todo iluminado por los relámpagos de los fotógrafos. Pero eso sucedía en los momentos más bellos, porque el amorío establecido entre los dos galanes estaba sujeto a una corriente alterna con algún chispazo que fundía los plomos. A veces se sonreían como diciendo: somos jóvenes y hermosos, somos los amos del cotarro, este asunto hay que arreglarlo entre amigos, entre nosotros dos, Fraga es un tuercebotas y Carrillo se las da de ladino sin saber que está amaestrado. Pero a la semana siguiente Adolfo y Felipe se miraban como si ambos estuvieran solos en medio de la plaza del poblado, la mano tentando la culata del revólver atentos a cualquier gesto sospechoso, para que todo el mundo pudiera comprobar quién era el más rápido. Era una ficción del Oeste. Hasta que en un receso de la sesión parlamentaria, en el bar del Congreso Adolfo Suárez al pie de la barra ante un café expreso simuló tener una revelación inesperada. Estaba rodeado de periodistas que comentaban el atasco en que habían entrado la reforma política y la incipiente democracia. «Ya lo tengo —exclamó Suárez examinando los posos de café en el fondo de la taza—. Hay que hacer una Constitución». Los posos del café, en este caso, sustituyeron al hígado de las ocas donde los antiguos soldados leían el destino de sus hazañas.

Se hizo la Constitución y pocos años después, una mañana, los españoles se levantaron de la cama y se encontraron de repente con un día histórico. El 28 de octubre de 1982 había sido la fecha señalada desde hacía siglos para que alcanzaran su sueño de oro aquellos chicos que jugaban con la multicopista, leían a Machado, vestían zamarra y bufanda de Barrio Latino, asistían a la matinal de cineclub y llevaban a una novia, con los dedos manchados de bolígrafo, a ver la película Nueve cartas a Berta. La mañana era radiante y había un sol románico sobre las hojas de otoño, con todos los ruidos cotidianos: se oyó al tendero levantar el cierre a las nueve, el tintineo de las botellas de leche sonó en el rellano a la hora justa, el chatarrero, que compraba colchones y hierro viejo, pasó con el pollino sorteando los atascos de coches. Los gritos rituales con que se animan las primeras luces se habían producido a su debido tiempo. La calzada estaba llena de papeles con todos los augurios políticos. Fue el día en que, después de mil años, a la derecha española se le cayó la longaniza de la boca. La llevaba entre los dientes desde el tiempo de Recaredo y se la habían arrebatado dos maletillas, que llegaron de Sevilla con el hatillo al hombro, a pie por la cuneta, un abogadillo laboralista y un librero fervoroso de Machado, González y Guerra, esos que la noche de aquel día se asomaron a una ventana del hotel Palace para ser aclamados.

A Felipe González se le veía en el cartel con los ojos soñadores bajo el entrecejo obstinado mirando un horizonte azul. Había sido vendido como un producto moral según las técnicas más sofisticadas del mercado, el hijo de un lechero sevillano convertido ahora en símbolo de honestidad, que había mamado en las reuniones de obreros de Acción Católica, semisecretas, en la sacristía de la catedral de Sevilla. En las paredes de la ciudad había más carteles con la imagen de otros políticos junto a las vallas publicitarias de las multinacionales, nuestras patrias verdaderas. Fraga y la Coca-Cola, Felipe y la Standard Oil, Carrillo y la Philips, Adolfo Suárez y la General Motors. El ciudadano se había puesto a votar. Después de una breve espera, se había metido detrás de unas cortinas de ducha donde había un taburete para pensar, un pupitre para escribir y un estante con las papeletas de su destino. La mayoría absoluta de los españoles se había limitado a votar por el aire puro.

Pero en Washington y en Bonn había unas computadoras, detrás de las cuales estaban los amos. A Felipe González le habían invitado a sentarse frente al piloto automático en una pequeña terminal del sur de Europa, un país llamado Spain, con la orden de vigilar las agujas y poner un poco de ética, a modo de aceite, para que la máquina funcionara con más suavidad. Pero en este país la ética simple aún podía ser revolucionaria, pensaban los alegres muchachos antes de robar la multicopista.

Sobre la mesa de la Moncloa recibiría anotadas las sucesivas correcciones de rumbo. Si un día este muchacho tan puro podía quitarle la longaniza de la boca a la derecha española, había que pulirlo un poco más para adaptarlo a la voluntad del amo. Los socialistas no acababan de soñar lo que les había pasado. «¿Tú crees que todo esto es verdad, que estamos en el Gobierno, que si mandamos nos van a obedecer?», le preguntaba Felipe a Alfonso Guerra. «No sé, Felipe, no sé, la verdad. Aunque tengo que darte una gran noticia. Hoy me ha abierto la puerta del coche un guardia civil, se ha cuadrado y me ha saludado con la mano en el tricornio. Esa actitud me ha llegado al alma.» «Ya te dije yo que no eran tan malos. Habrá que hacer algo por ellos. En el País Vasco los están matando», contestó Felipe.

A estas alturas aquella pareja de maletillas ya eran novilleros, toreaban con caballos y habían dejado en la cuneta a Tierno Galván. Este político de cuello ladeado, como de ciego, la mano abacial apta para la bendición casi apostólica, se movía con un aire de galápago anfibio bajo la chaqueta cruzada gris perla. Al quedarse fuera de cuadro y perder la marca socialista, guardó todo su rencor intacto. «Lo haremos alcalde de Madrid para que cierre la boca de una vez. Este hombre tiene la lengua de serpiente. No nos perdona», le decía Felipe a Guerra. Cuando Enrique Tierno fue elegido alcalde, muchos madrileños se aprestaron a llenar rápidamente las bañeras. Nadie podía prever que un filósofo con ademanes de padre prefecto y cinco dioptrías en cada ojo, que daba la sensación de estar a punto siempre de tropezar con algo, fuera capaz de gobernar un poblado del Oeste, donde campaban a sus anchas los cuatreros del cemento y otros buscadores de oro. Fue una sorpresa: Tierno mandaba y a pesar de eso los grifos seguían funcionando. Los madrileños estaban acostumbrados a otra cosa. El alcalde conde de Mayalde había impuesto su talante de matón entreverado de señorito ganadero a aquel lejano Madrid de estraperlistas con clavel en el ojal, de pordioseros todavía galdosianos y de flamencos jaleados por Ava Gardner. Después, Arias Navarro había despanzurrado impunemente la ciudad con sonrisa macabra de chispero. En cambio, Tierno inauguraba líneas de autobús con citas de Platón, los madrileños le veían bailando la conga amarrado a las cachas de la negra Flor en la verbena de la Paloma, presumía de no salir de Madrid en agosto, presidía procesiones con un collarón de esmaltes, adornaba las multas con literatura de Argensola, recibía al Papa, le entregaba las llaves de la ciudad dirigiéndose a Su Santidad en un latín de Tito Livio, que Su Santidad creía que era catalán, porque no sabía si el avión papal había aterrizado en Madrid o en Barcelona. Tal vez Enrique Tierno había alimentado la secreta aspiración de llegar un día a ser el presidente de la Tercera República, pero hasta la fecha su gran éxito consistió en poblar de patos el Manzanares.

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