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Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (15 page)

BOOK: El azar de la mujer rubia
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Los jóvenes que discurrían de madrugada como un río convulso por delante de esta pareja nacieron con Internet, con el móvil, el MP3, el CD, el GPS, el chat y la PlayStation. A través de la yema de los dedos sobre los distintos teclados su sistema nervioso se prolongaba por todo el universo. No sabían nada del Muro de Berlín ni del comunismo ni de la Guerra Fría. Cuando tomaron la primera papilla ese mundo ya no existía, pero al pasar del triciclo a los patines los alcanzó la libertad por la espalda y con la primera bicicleta se encontraron con la globalización, con el terrorismo planetario. Los más concienciados amaban la naturaleza, se molestaban en buscar una papelera antes de tirar un envase al suelo, rechazaban la comida basura e incluso cerraban bien el grifo del fregadero. Los más descerebrados se excitaban cada sábado en el albañal del botellón. Sus padres, en la manifestación de izquierdas, corearon el pareado: «El pueblo unido jamás será vencido». Ellos sólo cantan ahora el oe, oe, oeee al final del partido, cualquiera que sea su ideología. Ese cántico es el himno del sigloXXI, acompañado con la imagen de las Torres Gemelas ardiendo. Conocieron el amor ya en tiempos del sida y aunque en el colegio les explicaron cómo se usa el preservativo, a la mayoría no les da tiempo de ponérselo. Su horizonte es el genoma humano, que comparten con la marca Nike, y si sus padres se estremecieron con Maradona y Cruyff, ellos adoran a Nadal, Fernando Alonso y Pau Gasol. No les interesa la política, no les suena el nombre de Adolfo Suárez, tal vez vagamente el de un tal Felipe González, no leen periódicos, tienen una idea muy fragmentaria de la cultura, pero cuando un tema les apasiona —deporte, cine, informática o música— lo conocen hasta el fondo, abastecidos por una información exhaustiva.

Los abuelos de estos chicos juegan a la petanca en el parque y los padres se ponen el chándal los domingos y se van a unos grandes almacenes, que son los templos modernos donde la clase media española realiza los oficios religiosos, y allí compran unas galletas dietéticas para comulgar y zanahorias para adelgazar. Todos recuerdan aquel día en que se acercaron a un colegio electoral para depositar por primera vez su voto en la urna. Las elecciones democráticas de junio de 1977 las había convocado el propio Suárez, pero en ese momento este político no había conseguido saber a quién había votado aquella mujer rubia que ahora estaba a su lado con la espalda contra la pared del bar Chicote viendo pasar la historia.

«A estos niños con el pelo de cepillo mojado, el cuerpo lleno de piercings y de mariposas tatuadas habría que contarles que la libertad no es un refresco de cola, sino un licor de sangre, que en este solar se ha bebido hasta el delirio. La libertad fue recibida con alegría y miedo por media España, con rechazo y recelo por la otra media. Y así sigue todavía. Dame un beso, Adolfo, como el que me diste en la tumbona de la piscina. Mañana iremos a navegar», le dijo Carmen, la de los ojos de piedra, con un envase de cartón lleno de arroz y brotes de soja en la mano.

Las Torres Gemelas ardiendo iluminan el vientre de la historia.

José María Aznar había casado a su hija en El Escorial, había colocado a su mujer en el Ayuntamiento de Madrid a la sombra de Gallardón, había conseguido hablar un inglés mexicano en el rancho de Bush, había puesto los pies sobre la mesa fumándose un puro al lado del amo del imperio, quien a su vez le había puesto la garra de tigre en el hombro, un gesto más peligroso, y le llamaba Ansar, en plan compadre disléxico. Había gobernado dos legislaturas como había prometido, sólo ocho años y ni uno más, pero en vista de cómo iban las cosas pensó: «Me voy, pongo a un pelele que nombro a dedo, me diluyo un tiempo, acompaño a mi yerno en las carreras de coches con ese macarrón de Briatore, me machaco en el gimnasio, hago mil abdominales al día, adelgazo, me dejo melena, me recorto el bigote, aprendo inglés y doy conferencias plagadas de lugares comunes y cosas consabidas a tanto la palabra, fundo un consorcio de derechas con calabazas pensantes, me forro hasta las patas y dentro de cuatro años vuelvo al Gobierno». Su renuncia a un tercer mandato, más allá del desdén castellano, podía obedecer a un interés medido de no deteriorar su imagen y salir ileso del Gobierno sin que nadie le hubiera pisado la cresta, para volver un día a la Moncloa si el mundo lo necesitaba y Aznar se dignaba a bajar de las alturas. Esta secreta aspiración, que casi nunca se cumple, requería un sucesor inerme que no se atreviera a darle un tajo al cordón umbilical que le unía al jefe para sentirse liberado.

Si las votaciones para elegir a un candidato se hubieran realizado por el sistema mediante el cual se elimina entre varios aspirantes al menos votado en cada vuelta, al final en la última votación sólo quedaría el que no tiene ninguna arista, el que no cae ni bien ni mal a nadie. Los miembros del jurado tienden a buscar el consenso natural entre la carne y el pescado. En estos casos el único mérito del ganador consiste en ser un canto rodado, que no acaba de gustar a todos, pero tampoco es odiado por ninguno. En repostería saldría victorioso el mazapán; en frutería, el plátano; en el refresco, la tónica; en el postre, el flan de la casa. En la derecha política fue Mariano Rajoy el postre preferido, pero aquí no hubo jurado, sino la voluntad absoluta de Aznar, quien, antes de sacar el dedo, tal vez pensó: «Lo lógico sería que se lo propusiera a Rato, pero Rajoy suele decir cosas bien ensalivadas, y a cualquier afirmación dubitativa le ofrece tres salidas, como tres gateras, todas llenas de sentido común, para poder escapar. Tampoco haría mal papel como canónigo ante unos palominos con chocolate. Dicen que era un estudiante superdotado y sacó a la primera las oposiciones a Registros».

Sólo por cumplir un mero trámite, Aznar propuso su nombramiento a los máximos organismos del Partido Popular. En la bolsa donde el presidente Aznar tenía insaculados, cabeza abajo, a sus herederos también se hallaba incluido el puñal del godo, un arma que no es tan blanca como suele decirse. Según qué mano la empuñe, podría ser muy certera contra los sueños de Aznar. Este político autoritario, por encima de sus frustraciones, había desarrollado el gen falangista del mando, cuya pasión le ocupaba toda el alma, desde el cráneo hasta los testículos, y el excedente le caía por las perneras sobre las dos borlitas de los zapatos.

Cuando los candidatos fueran saliendo del saco, uno detrás de otro, para que Aznar les echara el último vistazo, el presidente tendría en la más alta estima a quien considerara incapaz de llevar el puñal del godo secretamente acariciado en el bolsillo. A simple vista, Rajoy parecía tener más interés en fumarse un puro en una hamaca viendo la vuelta ciclista a Francia que en apuñalar al patrón después de haberle heredado. Aunque la ambición política da para realizar ambas cosas a la vez, a este aspirante podría beneficiarle ese aire un poco ganso, para quien daba igual ocho que ochenta, siendo al mismo tiempo un hombre fiable y pragmático, negociador y cortés. Hay políticos que tienen buen puñal, pero les falta brazo. El caso de Rajoy era el contrario. Le sobran brazos, pero prefiere usarlos para remover la masa del pastel, ya sea de merengue o de chapapote, y para caminar después moviéndolos como un jaco cartujano. De sangre, sólo la precisa, la que se necesita para las morcillas.

Mariano Rajoy debió de ser un adolescente grandullón, disciplinado e inteligente, con barba prematura por dentro, y en el colegio tendría también la confianza del padre superior. Este actual preboste era un estudiante superdotado, pero torpón y sin reflejos a la hora de dar patadas francas y cargas violentas en los juegos del recreo; tal vez por eso imaginó que lo suyo, de mayor, debería ser la política, un deporte que te permite machacar desde la poltrona las espinillas del contrario por debajo de la mesa del despacho sin dejar de abanicarte la papada con un expediente. Rajoy contemplaba desde la mejor sombra del patio aquellas batallas de sus compañeros participando sólo indirectamente en su rivalidad, lo que le ha convertido hoy en un gran deportista sentado, hincha de culata, que está al día en cualquier competición, ya sea ciclismo, fútbol o carrera de sacos, sin excluir la prueba en la que él participa en este momento: la subida con otros candidatos por el palo enjabonado para atrapar el pollo de corral que Aznar ha colocado en la punta como premio. En toda excursión campestre hacia Fuente La Teja siempre hay un grandullón conformista a quien el jefe de expedición le manda que lleve la sandía. Aznar le puso a Rajoy en brazos una sandía de veinte kilos y le dijo: «Anda, llévala tú».

Adolfo Suárez González había salido del bosque para irrumpir en la precampaña electoral del Partido Popular en 2003 para apoyar la candidatura de su hijo, Adolfo Suárez Illana, en las elecciones autonómicas de Castilla-La Mancha contra José Bono. Llegó al recinto ferial de Albacete en medio de grandes aplausos de cuatro mil partidarios. Las aclamaciones de entusiasmo le emocionaron. Comenzó a sonreír de forma extraña. «No me aplaudan tanto, que soy de lágrima fácil», exclamó. El delirio se produjo cuando llegó Aznar y lo abrazó en el estrado. Suárez empezó a leer unos folios. Enseguida los suyos advirtieron que la cosa no iba bien. Suárez, sin darse cuenta, estaba leyendo el mismo folio varias veces. «Perdonen. Creo que esto ya lo he leído antes», murmuró. El desliz no importó a nadie, pero todo el mundo supo que algo raro estaba pasando. Suárez comenzó a reafirmar los valores de la libertad, la democracia y la tolerancia, pero lo hacía como alguien que se había extraviado en medio de la niebla. Sonó la música del himno del partido para acallar aquel desvarío mientras Suárez tenía un recuerdo para su esposa Amparo y aseguraba que su hijo no les defraudaría nunca. Las palabras de José María Aznar, asfixiado por el intenso calor que hacía en el pabellón, cerraron el acto. «Hoy estás en tu sitio, apoyando las ideas de tu hijo y de todos nosotros, que son las tuyas, y de las que nos consideramos herederos.» A partir de aquel día todo fueron sombras. Amparo, Mariam. Carmen, el príncipe, el rey, los políticos, los amigos. Los sueños. Todos pasaban por ese río que cruzaba el bosque.

En esos días todavía estaba en el aire la imagen apocalíptica de las Torres Gemelas ardiendo. Todo daba a entender que iba a cambiar la historia. Era el último de los grandes incendios, el del templo de Artemisa en Éfeso, el de la biblioteca de Alejandría, el de Constantinopla, el del Reichstag de Berlín. Cada uno de estos fuegos torció el curso de la historia. Ahora ardían las torres de Nueva York, el símbolo del capitalismo. Se creó el Eje del Mal. En Kuwait ya estaban preparados dos millones de sándwiches y cinco millones de yogures congelados para el ejército norteamericano dispuesto a invadir Irak, con ayuda de las tropas españolas. En la calle Tribulete de Madrid, en Lavapiés, unos musulmanes compraban móviles y cambiaban un kilo de dinamita por cien gramos de hachís. En la plaza de Lavapiés aún se respiraba felicidad. Desde un balcón del quinto piso una abuela muy madrileña, con bata guateada, gritaba hacia la calle: «Mohamed, cómpreme un litro de leche y una barra de pan».

¿Sería real que las Torres Gemelas estaban ardiendo, que las bombas caían sobre Bagdad, que las pancartas contra la guerra llenaban el bosque? Llegó a España el execrable atentado de la estación de Atocha, como el plato frío de la venganza, que fue digerido por los ciudadanos como el castigo de los dioses a un líder que no tuvo olfato para saber por dónde venía el viento. Adolfo Suárez ya no pudo saber que el Partido Popular fue desbancado porque Aznar no supo pilotar el avión en medio de la terrible borrasca. Las víctimas inocentes que murieron con este atentado fueron manipuladas por un interés electoral de la derecha. En la memoria perdida de Suárez fueron una misma descarga, las Torres Gemelas y la estación de Atocha, una misma sangre, una sola explosión cuya onda expansiva, junto con otros cascotes, hizo que el poder cayera sobre los hombros de José Luis Rodríguez Zapatero, que inesperadamente, como efecto de aquella metralla, ganó las elecciones de marzo de 2004; durante cuatro años, no han cesado las turbulencias.

«¿Quién es ese muchacho que ahora sale tantas veces en los telediarios?», se preguntaba Suárez en medio del bosque. Este político estaba físicamente diseñado para ser un joven abanderado de cualquier congregación mariana, cosa que suele suceder cuando te educan en el colegio de las Discípulas de Jesús y la vida te regala más de un metro ochenta de estatura, un carácter sin aristas y unos ojos azules como el manto de la Purísima, pero este destino inexorable hacia el tocino de cielo quedó neutralizado por un anticuerpo socialista de raíz familiar. A Suárez le recordaba sus tiempos del seminario y de la juventud de Acción Católica. También él llevaba la bandera. Al llegar al uso de razón, el niño Zapatero se había encontrado con que la foto de su abuelo, el célebre capitán Lozano, que fue fusilado por los franquistas en León por ser leal a la República, estaba enmarcada en el aparador junto a algunas bandejas de plata, y esa imagen amarilla terminó por hacerse alimento en las conversaciones de sobremesa. Con la papilla, se transmite el meollo de la fe. A tan tierna edad, lo que uno oye mientras come llega al estómago en forma de ideología.

A aquel estudiante de Derecho, que de milagro se libró también de tocar la pandereta en la tuna, al sonreír ya se le iba la boca hasta la mitad de las mejillas, y allí la detenían esos hoyuelos que tanto gustan a las novias con el instinto maternal muy desarrollado. Suárez ignoraba que el nuevo presidente del Gobierno se enamoró de su mujer, Sonsoles, en la manifestación contra el golpe de Tejero el 27 de febrero de 1981, cuando toda España consideraba que Suárez se había comportado como un héroe. Y ya no hubo más historias. Ahora veía que este político, cuando caminaba de forma oficial, incluso de espaldas, parecía un hombre tímido: lo hacía con los brazos envarados a lo largo del cuerpo, las manos semicerradas formando un puño blando, que, si no servía para dar un golpe autoritario en la mesa del despacho, podía transformarse fácilmente en una garra. El presidente Rodríguez Zapatero no conseguía imprimir a los ojos claros, que siempre suelen ser fríos, una mirada helada por el desdén o la ira, y tampoco infundía temor si sus cejas se le disparaban hacia arriba adoptando un aire luciferino. Cuando se cabreaba, era como si jugara a estar enfadado, pero esta sensación podía ser engañosa porque se trataba de un político que le había quitado a la derecha la longaniza de la boca sin despeinarse. Al principio Zapatero tuvo la suerte de ese jugador novato que juega al póquer o a la ruleta por primera vez, y siempre gana, y con esa idea comenzó a meterse en charcos.

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