Read El azar de la mujer rubia Online

Authors: Manuel Vicent

Tags: #Histórico, #Relato

El azar de la mujer rubia (13 page)

BOOK: El azar de la mujer rubia
13.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tierno Galván había sido expulsado de la universidad por haberse solidarizado con los estudiantes en su lucha por la libertad y ese lance estaba grabado en la nostalgia de aquella batalla. Durante ese tiempo el profesor se halló en el cruce de caminos por donde pasaban los hilos de la oposición moderada. Ejercía un magisterio suave, algo abstracto pero tenaz, de forma medrosa, paternal, entre los grupos que iban y venían con folletos para la firma en la planta noble de la alcantarilla, y entonces él y algunos amigos eran el socialismo del interior. La Internacional Socialista le mandaba un dinero de bolsillo para que funcionara una multicopista en aquel famoso piso de la calle del Marqués de Cubas donde el profesor se entretenía lanzando sofismas con tonalidades de plática, y allí se dejaban ver todas las cabezas de ratón de las distintas fracciones democráticas. Enrique Tierno conocía a don Juan, era amigo de los cristianos, cenaba con los liberales, se carteaba con exiliados, iba de cena en cena impartiendo doctrina en la penumbra, y así había logrado alcanzar un punto intermedio de referencia en la conspiración, mientras en Sevilla, sin que él se enterara, estaban creciendo unos cachorros con una ambición desmedida, aunque más certera. Con su perfil de abad exclaustrado, pudo haber sido presidente de la Tercera República si las cosas hubieran rodado a su favor. Pero aquellos jóvenes socialistas de Sevilla le hicieron la cama. Primero dieron un golpe de mano en el congreso de Toulouse. Luego lo repitieron en Suresnes y desde ese instante Willy Brandt le cortó el suministro con estas palabras: «A partir de ahora el talón conformado por el manco de Alemania se lo mandáis a estos chicos». Tierno se quedó con las ideas y Felipe González con el cheque. Si algo le pudo servir de consuelo es que Carmen Díez de Rivera había abandonado a Suárez por un problema de desamor. También había rechazado entrar en el partido de Felipe y al final decidió formar parte de las huestes de Tierno Galván, tal vez buscando a un padre.

A Tierno le faltaron reflejos. No estaba dotado para las zancadillas de pasillo, sólo brillaba en la maldad de la frase viperina. Cuando en los aledaños de la agonía de Franco la política se volvió más concreta y el poder al alcance de la mano sustituyó a los principios generales, y las dentelladas en la yugular menudeaban en el subterráneo de la oposición, Tierno Galván se convirtió en una especie de padre malherido, justamente resentido por las circunstancias. Su partido era sólo testimonial. «Estos jovencitos. No los conoce usted bien.» «¿Qué jovencitos, profesor?» «Ya me entiende, Carmen, ya me entiende. Si yo le contara. Querida Carmen Díez de Rivera. No sabe usted lo feliz que me siento de tener su magnífica belleza rubia en mis filas para apoyar el voto de calidad.» Después de los avatares de costumbre, Tierno Galván se entregó a Felipe González con armas y bagajes en el restaurante Las Reses, por doscientos cincuenta millones de pesetas, pagados a tocateja.

En medio del bosque lácteo, un día Suárez vio pasar una carroza mortuoria, tan barroca como la que sacaba Drácula los días de fiesta. Desde la copa de los árboles bajaba una voz grave, propia de testamento o profecía. La voz era la de Tierno Galván y cuando empezó a hablar enmudecieron los pájaros; igual que en los conciertos de rock, los búfalos del botellón también callaban cuando les instaba el alcalde, en nombre equivocado de John Lenox por el de Lennon, a que se colocaran. Lo que Suárez oía en el bosque lácteo era el último bando del alcalde Tierno Galván dictado desde ultratumba.

«Madrileños: con ocasión de mi reciente fallecimiento, permitid que vuestro alcalde lance su último bando. Corren malos tiempos, sobre todo para mí que estoy de cuerpo presente. Pero no tiene importancia. Se trata sólo de ese leve percance que te lleva a la eternidad. Durante toda la jornada de ayer se formó una paciente cola ante la capilla ardiente para contemplar mi cadáver y los ciudadanos más perspicaces sin duda descubrieron que en el catafalco yo exhibía una sonrisa de conejo. Puedo asegurarles que no me reía de nadie, sino de la Historia. En cierta época de mi vida alimenté una vana y secreta ambición. Soñé inútilmente con llegar a presidir la Tercera República Española y por ello hice de mi espíritu un delicado cultivo de formas y respeto a los demás, nunca estuve dotado para las grandes intrigas. Siempre dudé de todo y de mí mismo. Por eso un día tuve que enfundar el florete y rebajar las ilusiones. Entonces el destino me deparó el mejor regalo arrojándome al amor de los madrileños. Con él me he saciado. No me gustaría que ahora la gente me humillara con alabanzas al muerto. Deseo que me consideren lo que fui: un ser perplejo, amante de la libertad, educado y sólo realizado a medias. Después de todo, la Historia no ha sido tan esquiva conmigo. Hoy, entre la muchedumbre, mis restos mortales cruzarán las calles de Madrid en una carroza tirada por doce caballos, y un profesor dubitativo nunca pudo aspirar a más. Con este último bando quiero recomendar a los madrileños un poco de orden cuando mi cortejo fúnebre pase por delante de sus ojos hospitalarios. Me perturba ser yo mismo el causante de una alteración de tráfico. Que todo fluya suavemente, como dijo el filósofo, con la corriente encabezada por mi pobre cuerpo hacia la tumba, sin que se interrumpa la circulación. Por lo demás, en el futuro yo no seré sino aquel hombre que en la intimidad del corazón embistió a la gloria sin audacia y al final sólo encontró el calor breve e intenso del pueblo. Que mi tránsito por esta tierra haya sido del agrado de ustedes. Perdonen las molestias. Vuestro alcalde, Enrique Tierno Galván.»

Un millón de madrileños despidió a su alcalde y al final del cortejo había travestis sentados en los bordillos de las aceras llorando con el rímel corrido.

Los antiguos líderes políticos, los nuevos fantasmas, aparecen como sombras en un espejo velado.

«Me hablas de cosas que no entiendo, de personas que no recuerdo —dijo Suárez—. ¿Quiénes eran Dolores Ibárruri, Tierno Galván, Santiago Carrillo, Fraga, Felipe González?». «Esos rostros y nombres de líderes, que entonces llenaban los carteles y las páginas de los periódicos, han muerto o se los ha tragado la historia —contestó Carmen—. Yo misma también he muerto». Tampoco los jóvenes de hoy saben nada de ellos. Los políticos supervivientes, los que todavía están en activo, están irreconocibles. En las imágenes de aquel tiempo aparecen todos con aire montaraz, sin tripa, la barba negra hirsuta y la melena tapándoles las orejas, con la pana dura o la trenca de trabillas; otros con caras de empollón, finos y encorbatados, recién salidos de las oposiciones, pasados desde la burocracia a la política, de los despachos de abogados del Estado a los escaños del Congreso. Eran jóvenes. Salieron de las oposiciones sin haber probado el placer de la vida y bajo la ráfaga de la libertad se liaron con las periodistas que les hacían entrevistas, con las chicas de la tribuna de prensa. «A veces yo también iba al Congreso —le dijo Carmen— y los jóvenes diputados socialistas, los viejos cocodrilos franquistas, todos creían que tú y yo éramos amantes, que los fines de semana nos perdíamos en el bosque. No hubo ninguno que no me quisiera ligar. Políticos y periodistas. Umbral hablaba de mí en su Diario de un esnob, en su Spleen de Madrid, que eran los artículos más leídos de El País; Paco hizo todos los jeribeques que suele hacer un donjuán para conquistarme: primero una lisonja, después una provocación, después un elogio desmesurado, eres la mujer de mi vida, me excita tu historia, luego un desplante seguido de una invitación a cenar, a un café, a un pacharán, todo demasiado obvio. Yo me dejaba. Diluyó mi negativa gracias a la amistad con el padre Llanos. Cogió un rebote cuando creyó que el cáncer le arrebataba finalmente sus sueños de poseerme y reaccionó con una extraña virulencia contra la enfermedad que me roía las entrañas».

¿Dónde estaban en las elecciones de 1977 los líderes que se enfrentan hoy en las urnas? José Luis Rodríguez Zapatero, con diecisiete años, estaba acabando el bachillerato y no pudo votar; Rajoy se disponía a preparar oposiciones a Registros; José María Aznar iría de paseo por las afueras de Logroño bajo los álamos con las mangas del jersey sobre los hombros en compañía de Ana Botella, comentando, tal vez, el artículo que acababa de escribir en una revista de la Falange Auténtica. «¿Quiénes son esos fantasmas cuyo nombre pronuncias?», preguntó Adolfo a su amante muerta. «Querido Adolfo, un día llegaron del exilio las carátulas del pasado envueltas en mitología: Pasionaria, Santiago Carrillo, Alberti. Eran la expresión de la memoria de la guerra civil. La derecha hizo de Carrillo una de tantas figuras del diablo sin sospechar que después se convertiría en un artífice inteligente y pragmático de la Transición. Un día me tomé un chinchón con él, obedeciendo un mandato ordenado de muy arriba, y ahí empezó parte de tu historia. Felipe González venía del fondo de la clandestinidad con un diseño de joven agreste sin tallar todavía, como la imagen de un sueño que estaba por ganar; Fraga acababa de descolgarse del catafalco del franquismo comiéndose las palabras, pero no el pasado; el rey Juan Carlos estaba adquiriendo ya un aire de confianza en sí mismo, experto en navegar entre dos aguas. Tú fuiste el héroe del momento, odiado por la extrema derecha por haber traicionado los ideales del Movimiento, seductor del fondo femenino de la patria por tu apostura física, entre hortera y audaz, apoyado por los centristas liberales, democristianos y derribos del franquismo. Incluso en todos los países de Latinoamérica te tomaron de ejemplo, como el que tiene la llave secreta para desmontar una dictadura. Desde Argentina a Cuba te recibían en medio del entusiasmo de la multitud. Te admiraban por haber hallado el tesoro del cofre del pirata. “Nunca fundes un partido”, te dije, “el día que caigas en la tentación de fundar un partido me iré de tu lado”. Gracias a mí cambiaste de caballo en mitad del río, del franquismo a la democracia, pero fundaste un partido que llevaba dentro su propia destrucción, la UCD, un conglomerado de traidores, menudo invento, cada uno con su ambición, y te creíste tu propia ficción como un nuevo general Della Rovere y estuviste dispuesto a dar la vida por ello. Ningún gesto de gallardía podrá compararse al que ofreciste a la historia al enfrentarte al golpista Tejero para salvar a tu amigo el teniente general Gutiérrez Mellado arriesgando el pellejo. El asalto del Congreso por aquella banda borracha fue el último capítulo de una pugna de la España negra por doblarle el codo a la democracia. Tú fuiste pasado por las armas. ¿Recuerdas?»

El intento de golpe de Estado de Tejero purgó todos los fantasmas que la Transición llevaba en el vientre bajo diversas formas de reptil. Y, en sentido contrario, abrió la puerta a una nueva generación capitaneada por el Gobierno socialista, que en la noche del 28 de octubre de 1982 dejó entrar en el hotel Palace el espíritu de cambio. En el fondo la democracia consiste en sentar las bases racionales para que una sociedad evolucione biológicamente con normalidad.

«Entonces te dejé. Terminó nuestro romance de amor, nuestra aventura política y fui seducida por los socialistas. Me gustaba Felipe González, pero él me temía. No me tomaba en serio. Creían que era una espía de la KGB. Me puse del lado de Tierno Galván, en el que una vez más yo buscaba a un padre.» Durante los años que acompañaron a las tres mayorías absolutas de Felipe González, en la calle se produjo una tranquila, paulatina y profunda revolución en las formas de convivencia de los españoles. Se instauró otra manera de amar, de hablar, de viajar, de vestir, de trabajar, de enfrentarse a la vida. Los colores se apoderaron de las paredes de las ciudades, de las vestimentas y de las mochilas. Las estaciones y aeropuertos, los abrevaderos, las terrazas, los museos, los parques y las discotecas se llenaron de jóvenes sentados en el suelo a la espera de agarrarse a cualquier asa para salir volando hacia el horizonte y España por fin comenzó a hacerse soluble con Europa. Los socialistas no pudieron liberarse del síndrome de Estocolmo. En cuanto vieron que un guardia civil, después de abrirles la puerta del coche, se cuadraba y les saludaba con la mano en el tricornio, no pudieron resistir la tentación de ponerse al frente de la lucha con la ETA. «Si ellos nos matan, nosotros también los mataremos.» Dejaron que el desagüe de la sentina del Estado pasara por el salón principal donde estaban sentados señores muy finos. Y después llegó la corrupción. «Ahora nos toca a nosotros», se dijeron. El desencanto era la forma como los progresistas salvaron la conciencia de haberles votado. Fin de un sueño.

Los años ochenta fueron realmente nuestro Mayo del 68 de espoleta retardada. En lugar de efectuar su explosión concentrada en unos días, como en París, en este país constituyó una llamarada que se extendió a lo largo de toda la década y en ella ardieron unas tribus urbanas con una nueva imaginación a cuestas. Eran todavía niños cuando murió Franco, se hicieron adolescentes durante la primera transición y llegaron a la juventud explosiva bajo el Gobierno de Felipe González. Aquellos jóvenes cambiaron de piel a este país, buscaron el mar debajo del asfalto y asimilaron la libertad que encontraron en las aceras hasta convertirla en la propia sangre. Nuevos narradores, pintores y cineastas posmodernos, músicos y artistas conquistaron un glamour con una exaltación explosiva de sus cuerpos a través de la red de miradas en los abrevaderos. Los hijos comenzaron a ser más altos, más listos, más divertidos, más felices que sus padres. Y en eso llegó el desencanto.

«Hubo un joven banquero con un ideal político deslumbrado, que confundió el poder político con el poder del dinero y se aventuró a comprarte el partido por trescientos millones de pesetas. “¿Cuánto valen tus siglas, tu imagen, tu coraje? Ahí va eso, en una bolsa de El Corte Inglés”, te dijo. Tuviste que ir a declarar ante un tribunal como testigo. Los testigos no pueden mentir. Jueces y políticos se reunieron previamente para decidir qué sería menos lesivo para la Razón de Estado: que admitieras haber recibido trescientos millones de aquel banquero o lo negaras. Te presentaste ante el tribunal. “¿Es cierto que el señor banquero aquí presente, sentado en el banquillo de los acusados, le hizo entrega a usted de trescientos millones de pesetas?”, te interrogó el fiscal. Se decidió que causaría menos daños al Estado si lo negabas. Respondiste: “No es cierto”. El juez no quiso saber más. “No hay más preguntas. Puede usted retirarse.” A partir de esta humillación de tu coraje la niebla cayó sobre tu memoria.»

BOOK: El azar de la mujer rubia
13.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Killashandra by Anne McCaffrey
Bad Mouth by McCallister, Angela
Perfect Hatred by Leighton Gage
Give First Place to Murder by Kathleen Delaney
Lost in Us by Layla Hagen
The Last Betrayal by L. Grubb
Falling for Her Captor by Elisabeth Hobbes
The Other Language by Francesca Marciano