Authors: Italo Calvino
Enseguida los sabuesos, «¡Aurrrch!», le gruñeron, dejaron por un momento la búsqueda del olor de zorro y se dirigieron hacia él, abriendo bocas de mordisco: «¡Gggrr!». Luego, rápidos, volvieron a desinteresarse y echaron a correr.
Cósimo seguía al pachón, que daba pasos al azar por allí alrededor, y el pachón, oscilando con la nariz distraída, vio al muchacho en el árbol y meneó la cola. Cósimo estaba convencido de que el zorro todavía estaba escondido por allí. Los sabuesos habíanse desbandado, de vez en cuando se los oía pasar por los collados cercanos con un ladrido entrecortado e inmotivado, azuzados por las voces sofocadas e incitantes de los cazadores. Cósimo le dijo al pachón: «¡Venga! ¡Venga! ¡Busca!»
El perro joven se lanzó a olfatear, a veces se volvía para mirar al muchacho. «¡Venga! ¡Venga!»
Ahora ya no lo veía. Oyó algo entre los matorrales, luego, de improviso: «¡Auauauaaa! ¡Yaí, yaí, yaí!» ¡Había levantado el zorro!
Cósimo vio al animal correr por el prado. Pero ¿se podía disparar contra un zorro levantado por un perro ajeno? Cósimo lo dejó pasar y no disparó. El pachón alzó el hocico hacia él, con la mirada de los perros cuando no entienden y no saben que pueden tener razón al no entender, y se volvió a lanzar con el hocico bajo, detrás del zorro.
—¡Yaí, yaí, yaí! —le hizo dar toda una vuelta. Ahora volvía. ¿Podía disparar o no podía disparar? No disparó. El pachón miró hacia arriba con ojos afligidos. Ya no ladraba; la lengua le colgaba más que las orejas, estaba agotado, pero seguía corriendo.
Aquel jaleo había desorientado a sabuesos y cazadores. Por el sendero corría un viejo con un pesado arcabuz.
—¡Eh! —le dijo Cósimo—, ¿ese pachón es vuestro?
—¡Iros al diablo tú y tus parientes! —gritó el viejo, que debía de estar de malas—. ¿Te parecemos tipos como para cazar con pachones?
—Entonces, a lo que le eche el ojo, yo le disparo —insistió Cósimo, que quería a toda costa cumplir las reglas.
——¡Como si le quieres disparar a los santos que están en la gloria! —le respondió el otro, y se alejó corriendo.
El pachón volvió a llevarle el zorro. Cósimo disparó y le dio. El pachón fue su perro; le puso de nombre Óptimo Máximo.
Óptimo Máximo era un perro de nadie, que se había unido a la manada de sabuesos por pasión juvenil. Pero ¿de dónde venía? Para descubrirlo, Cósimo se dejó guiar por él.
El pachón, a ras del suelo, atravesaba setos y fosos; luego se volvía para ver si el muchacho de arriba conseguía seguir su camino. Tan desacostumbrado era este itinerario que Cósimo no se dio cuenta de momento adónde habían llegado. Cuando lo supo, el corazón le latió con fuerza: era el jardín de los marqueses de Ondariva.
La villa estaba cerrada, las persianas atrancadas; sólo una, en un tragaluz, batía al viento. El jardín, abandonado, sin cuidar, tenía más que nunca aquel aspecto de selva de otro mundo. Y por las alamedas ya invadidas por la hierba, y por los parterres llenos de maleza, Óptimo Máximo se movía feliz, como por su casa, y perseguía a las mariposas.
Desapareció en una mata. Regresó con una cinta en la boca. A Cósimo el corazón le latió aún más fuerte.
—¿Qué es, Óptimo Máximo? ¿Eh? ¿De quién es? ¡Dime!
Óptimo Máximo meneaba la cola.
—¡Trae aquí, trae, Óptimo Máximo!
Cósimo bajó hasta una rama baja, cogió de la boca del perro aquel jirón desteñido que había sido ciertamente una cinta del pelo de Viola, así como aquel perro había sido sin duda un perro de Viola, olvidado allí en la última mudanza de la familia. Más aún, ahora a Cósimo le parecía recordarlo, el verano antes, todavía cachorro, asomando de un cesto del brazo de la niña rubia, y quizá se lo habían llevado como regalo en ese momento.
—¡Busca, Óptimo Máximo! —y el pachón se tiraba entre los bambúes; y volvía con otros recuerdos de ella, la cuerda de saltar, un trozo roto de cometa, un abanico.
En la cima del tronco del árbol más alto del jardín, mi hermano grabó con la punta del espadín los nombres
Viola y Cósimo
, y luego, más abajo, seguro de que a ella le habría gustado, aunque lo llamara con otro nombre, escribió:
Perro pachón Óptimo Máximo.
A partir de entonces, cuando se veía al muchacho sobre los árboles, se podía estar seguro de que mirando delante de él, o cerca, se vería el pachón Óptimo Máximo trotando con la barriga en el suelo. Le había enseñado la busca, la muestra, la cobranza: los trabajos de todas las especies de perros de caza, y no había animal del bosque que no cazaran juntos. Para traerle la pieza, Óptimo Máximo trepaba con dos patas a los troncos lo más arriba que podía; Cósimo descendía para coger la liebre o la perdiz de su boca y le hacía una caricia. Ésas eran todas sus familiaridades, sus alegrías. Pero continuamente, entre el suelo y las ramas, corría un diálogo del uno al otro, un entendimiento, de ladridos monosilábicos y chasquidos de lengua y dedos. Esa necesaria presencia que para el perro es el hombre y para el hombre el perro, no los traicionaba nunca, ni a uno ni a otro; y aunque distintos de todos los hombres y perros del mundo, podían considerarse, como hombre y perro, felices.
Durante mucho tiempo, toda una época de su adolescencia, la caza fue para Cósimo el mundo. También la pesca, ya que con un sedal aguardaba anguilas y truchas en los remansos del torrente. Se nos ocurría pensar a veces que quizá él ya tenía sentidos e instintos distintos de los nuestros, y que aquellas pieles con las que se ataviaba correspondían a una mutación total de su naturaleza. Desde luego, el estar continuamente en contacto con las cortezas de los árboles, fija la mirada en el moverse de las plumas, los pelos, las escamas, en esa gama de colores que presenta esta apariencia del mundo, y luego la verde corriente que circula como una sangre de otro mundo en las venas de las hojas: todas estas formas de vida tan alejadas de la humana como un tallo de planta, un pico de tordo, una branquia de pez, estos confines de lo salvaje a los que tan profundamente se había arrojado, podían ahora modelar su ánimo, hacerle perder toda semblanza de hombre. Y en cambio, por muchos dones que él absorbiese de la comunión con las plantas y de la lucha con los animales, siempre vi claramente que su puesto estaba aquí, que estaba de nuestra parte.
Pero aunque fuera sin querer, algunas costumbres se hacían más raras y se perdían. Como el seguirnos las fiestas a la misa mayor de Ombrosa. Durante los primeros meses trató de hacerlo. Cada domingo, al salir toda la familia apretujada, vestida de ceremonia, lo encontrábamos sobre las ramas, también él, en cierto modo, con un intento de traje de fiesta, por ejemplo, con el viejo frac desenterrado, o el tricornio en lugar del gorro de piel. Nosotros nos encaminábamos, él nos seguía por las ramas, e íbamos así hasta el recinto sagrado, observados por todos los ombrosenses (aunque pronto se habituaron y disminuyó también la incomodidad de nuestro padre), nosotros acompasados, él saltando por los aires, lo que debía de ser una extraña visión, sobre todo en invierno, con los árboles desnudos. Entrábamos en la catedral, nos sentábamos en nuestro banco de familia, y él se quedaba fuera, se apostaba en un acebo al lado de una nave, justamente a la altura de una gran ventana. Desde nuestro banco veíamos a través de las vidrieras la sombra de las ramas y, en medio, la de Cósimo, con el sombrero en el pecho y la cabeza inclinada. Por el acuerdo de mi padre con un sacristán, se mantuvo entornada esa vidriera todos los domingos, y así mi hermano podía seguir la misa desde su árbol. Pero con el paso del tiempo ya no lo vimos. La ventana fue cerrada porque había corriente.
Muchas cosas que antes habrían sido importantes, para él ya no lo eran. En primavera se prometió nuestra hermana. ¿Quién lo habría dicho, sólo un año antes? Vinieron estos condes de Estomac con el condesito, se dio una gran fiesta. Todas las habitaciones de nuestro palacio estaban iluminadas, había toda la nobleza de los alrededores, se bailaba. ¿Quién pensaba ya en Cósimo? Pues bien, no es cierto, todos pensábamos en él. De vez en cuando miraba por las ventanas para ver si llegaba; y nuestro padre estaba triste, y en aquella alegría familiar no había duda de que su pensamiento se dirigía hacia él, que se había autoexcluido; y la generala que mandaba sobre toda la fiesta como si de una plaza de armas se tratara, quería sólo desahogar su congoja por el ausente. Quizá también Battista, que hacía piruetas, irreconocible fuera de sus ropas monacales, con una peluca que parecía de mazapán, y un
grand panier
adornado con corales que no sé qué modista le había confeccionado, también ella aseguraría yo que pensaba en Cósimo.
Y él estaba escondido —lo supe después—, estaba en la sombra de la cima de un plátano, al fresco, y veía las ventanas llenas de luz, las conocidas estancias aparejadas para la fiesta, la gente empelucada que bailaba. ¿Qué pensamientos pasaban por su cabeza? ¿Añoraba al menos un poco nuestra vida? ¿Pensaba en lo corto que era ese paso que lo separaba del regreso a nuestro mundo, en lo corto y lo fácil? No sé qué pensaba, qué quería. Sólo sé que permaneció allí todo el tiempo que duró la fiesta, e incluso más, hasta que uno a uno se apagaron los candelabros y no quedó ni una ventana iluminada.
Las relaciones de Cósimo con la familia, pues, mal que bien continuaban. Mejor dicho, con un miembro de ella se hicieron más estrechas, puede decirse que sólo ahora aprendió a conocerlo: el caballero abogado Enea Silvio Carrega. Este hombre medio desvanecido, huidizo, del que nunca se conseguía saber dónde estaba o qué hacía, Cósimo descubrió que era el único de toda la familia que tenía un gran número de ocupaciones, y no sólo eso sino que nada de lo que hacía era inútil.
Salía, tal vez en la hora más cálida de la tarde, con el fez plantado en la coronilla, en chancletas y la cimarra larga hasta el suelo, y desaparecía como si lo hubiesen tragado las grietas del terreno, o los setos, o las piedras de los muros. Incluso Cósimo, que se divertía estando siempre de vigía (o mejor, no es que se divirtiera, ya era éste su estado natural, como si su ojo abarcara un horizonte tan ancho que lo incluía todo), en un momento dado dejaba de verlo. Alguna vez se ponía a correr de rama en rama hacia el sitio donde había desaparecido, y no conseguía saber nunca qué camino había tomado. Pero había un indicio que se repetía siempre en aquellos parajes: abejas que volaban. Cósimo acabó por convencerse de que la presencia del caballero estaba relacionada con las abejas y que para localizarlo había que seguir su vuelo. Pero ¿cómo hacerlo? En torno a cada planta en flor había un disperso zumbido de abejas; no había que dejarse distraer por recorridos aislados y secundarios, sino seguir el invisible camino aéreo por el que el vaivén de las abejas se hacía cada vez más espeso, hasta que se llegaba a ver una densa nube que se alzaba detrás de un seto, como humo. Allí estaban las colmenas, una o varias, en fila sobre una tabla, y absorto con ellas, en medio del hervidero de abejas, estaba el caballero.
Era en efecto, esta de la apicultura, una de las actividades secretas de nuestro tío natural; secreta hasta cierto punto, porque él mismo traía a la mesa, de vez en cuando, un panal chorreante de miel recién cogida de la colmena; pero se desarrollaba totalmente fuera del ámbito de nuestras propiedades, en lugares que él evidentemente no quería que se supieran. Debía de ser una precaución suya, para sustraer las ganancias de esta personal industria al mal estado de la bolsa de la administración familiar; o quizá —ya que desde luego el hombre no era avaro, y además, ¿qué podía rendirle aquel poco de miel y de cera?— para tener algo en lo que el barón su hermano no metiera la nariz, no pretendiese llevarlo de la mano; o quizá, incluso, para no mezclar las pocas cosas que amaba, como la apicultura, con las muchas que no amaba, como la administración.
De todas maneras, era un hecho que nuestro padre nunca le habría permitido tener abejas cerca de casa, porque el barón tenía un miedo irrazonable de que le picasen, y cuando por casualidad se encontraba con una abeja o una avispa en el jardín, escapaba con una absurda carrera por las alamedas, metiéndose las manos en la peluca como para protegerse de los picotazos de un águila. Una vez, en una situación así, le voló la peluca; la abeja, espantada por su arrebato, se le echó encima y le clavó el aguijón en el cráneo calvo. Estuvo tres días con pañuelos empapados de vinagre en la cabeza, porque era así, muy violento y fuerte en los casos más graves, pero, en cambio, un pequeño arañazo o un forúnculo insignificante lo hacían ponerse como loco.
Así pues, Enea Silvio Carrega había diseminado su cría de abejas por aquí y por allí en todo el valle de Ombrosa; los propietarios le daban permiso para tener una colmena o dos en uno de sus bancales, a cambio de un poco de miel, y él andaba siempre de un sitio para otro, atareado en torno a las colmenas moviéndose de una forma que parecía tener patitas de abeja en lugar de manos, también a causa de que las llevaba, para que no le picasen, enfundadas en unos mitones negros. En la cara, enrollado alrededor del fez como un turbante, llevaba un velo negro, que a cada respiración se le pegaba y levantaba sobre la boca. Y movía un artefacto que esparcía humo, para alejar a los insectos mientras él hurgaba en las colmenas. Y todo, hervidero de abejas, velos, nubes de humo, le parecía a Cósimo un encantamiento que aquel hombre trataba de suscitar para desaparecer de allí, borrarse, volar lejos, y después renacer otro, o en otro tiempo, o en otro lugar. Pero era un negro de poca monta, porque reaparecía siempre igual, tal vez chupándose una yema del dedo pinchada.
Era ya primavera. Cósimo una mañana vio el aire como enloquecido, vibrante con un sonido nunca oído, un zumbido que llegaba a ser un estruendo, y atravesado por un pedrisco que en vez de caer se desplazaba en dirección horizontal, como un lento torbellino diseminado, que seguía una especie de columna más densa. Era una multitud de abejas: y en torno estaba el verde y las flores y el sol; y Cósimo, que no comprendía qué era, se sintió presa de una excitación ansiosa y feroz.
—¡Las abejas se escapan! ¡Caballero abogado! ¡Las abejas se escapan! —empezó a gritar, corriendo por los árboles en busca de Carrega.
—No se escapan: enjambran —dijo la voz del caballero, y Cósimo lo vio debajo, despuntado como un hongo, mientras le hacía señas de que estuviera callado. Después enseguida se alejó, desapareció. ¿Adónde había ido?