El barón rampante (14 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El barón rampante
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Llegaron los esbirros. La cuerda ya había sido retirada y Gian dei Brughi estaba junto a Cósimo entre las frondas del nogal. El camino se bifurcaba. Los esbirros tomaron cada uno por un lado distinto, luego se volvieron a encontrar, y no sabían adónde ir. Y repentinamente toparon con Óptimo Máximo que meneaba la cola por aquellos parajes.

—¡Eh! —dijo uno de los esbirros al otro—, ¿no es éste el perro del hijo del barón, el que vive en los árboles? Si el muchacho está por aquí cerca podrá decirnos algo.

—¡Estoy aquí arriba! —gritó Cósimo. Pero no gritó desde el nogal donde estaba antes y en donde estaba escondido el bandido; se había desplazado rápidamente a un castaño de enfrente, de modo que los esbirros levantaron enseguida la cabeza en aquella dirección sin ponerse a mirar a los árboles de en torno.

—Buenos días, Señoría —dijeron—, ¿por casualidad no habréis visto correr al bandido Gian dei Brughi?

—Quién era no lo sé —respondió Cósimo—, pero si buscáis a un hombrecito que corría, ha tomado por ahí, hacia el torrente...

—¿Un hombrecito? Es un hombre terrible, que inspira miedo...

—Bueno, desde aquí parecéis todos pequeños...

—¡Gracias, Señoría! —y tiraron hacia el torrente.

Cósimo volvió al nogal y siguió con la lectura del
Gil Blas.
Gian dei Brughi todavía estaba abrazado a la rama, pálido entre los cabellos y la barba hirsutos y rojos como los mismos brezos, con hojas secas, erizos de castaña y agujas de pino enredados en ellos. Escrutaba a Cósimo con dos ojos verdes, redondos y turbados; feo, era feo.

—¿Se han ido? —se decidió a preguntar.

—Sí, sí —dijo Cósimo, afable—. ¿Es usted el bandido Gian dei Brughi?

—¿Cómo me conoce?

—Ah, pues, por la fama.

—¿Y usted es el que nunca baja de los árboles?

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—Bueno, también yo, la fama corre.

Se miraron con amabilidad, como dos personas importantes que se encuentran por casualidad y están contentas de no ser desconocidas la una para la otra.

Cósimo no sabía que más podía decir, y se puso de nuevo a leer.

—¿Qué lee?

—El
Gil Blas,
de Lesage.

—¿Es bonito?

—Pues sí.

—¿Le falta mucho para terminarlo?

—¿Por qué? Bueno, unas veinte páginas.

—Porque cuando lo termine quisiera pedirle que me lo prestara —sonrió, algo confundido—. ¿Sabe?, me paso los días escondido, nunca se sabe qué hacer. Si tuviera un libro de vez en cuando, digo. Una vez detuve una carroza, poca cosa, pero había un libro y lo cogí. Me lo llevé, escondido bajo la casaca; habría dado todo el resto del botín, con tal de quedarme aquel libro. Por la noche, enciendo la linterna, me dispongo a leer..., ¡estaba en latín! No entendía ni una palabra... —Sacudió la cabeza—. Ya ve, yo el latín no lo sé...

—Bueno, el latín, caray, es difícil —dijo Cósimo, y sintió que a pesar suyo estaba tomando un aire protector—. Éste está en francés...

—Francés, toscano, provenzal, castellano, los entiendo todos —dijo Gian dei Brughi—. Un poco también el catalán:
Bon dia! Bona nit! Està la mar molt alborotada.

En media hora Cósimo terminó el libro y se lo prestó a Gian dei Brughi.

Así empezaron a relacionarse mi hermano y el bandido. En cuanto Gian dei Brughi había terminado un libro, corría a devolvérselo a Cósimo, tomaba en préstamo otro, escapaba a esconderse a su refugio secreto, y se hundía en la lectura.

A Cósimo los libros se los proporcionaba yo de la biblioteca de casa, y cuando los había leído me los volvía a dar. Ahora empezó a quedárselos más tiempo, porque una vez leídos se los pasaba a Gian dei Brughi, y a menudo volvían con las encuadernaciones despellejadas, con manchas de moho, babas de caracoles, porque quién sabe dónde los tenía el bandido.

En días preestablecidos, Cósimo y Gian dei Brughi se daban cita sobre un determinado árbol, se intercambiaban el libro y se separaban, ya que el bosque estaba siempre batido por los esbirros. Esto tan simple era muy peligroso para ambos; incluso para mi hermano, que desde luego no habría podido justificar su amistad con aquel criminal. Pero a Gian dei Brughi le había pillado tal furia de lecturas, que devoraba novela tras novela y, al estar todo el día escondido leyendo, en un día liquidaba unos tomos que mi hermano había empleado una semana en leer, y entonces no había manera, quería otro, y si no era el día establecido se lanzaba por los campos en busca de Cósimo, asustando a las familias en los caseríos y arrastrando detrás suyo a toda la fuerza pública de Ombrosa.

Ahora a Cósimo, aún más apremiado por las peticiones del bandido, los libros que yo conseguía procurarle ya no le bastaban, y tuvo que ir a buscar otros proveedores. Conoció a un comerciante de libros judío, un tal Orbecche, que le suministraba incluso obras en varios tomos. Cósimo iba a llamar a su ventana desde las ramas de un algarrobo llevándole liebres, tordos y perdices acabados de cazar a cambio de volúmenes.

Pero Gian dei Brughi tenía sus gustos, no se le podía dar un libro cualquiera, pues al día siguiente buscaba a Cósimo para que se lo cambiase. Mi hermano estaba en la edad en que se empieza a gozar con lecturas más sustanciosas, pero se veía obligado a ir despacio, desde que Gian dei Brughi le devolvió
Las aventuras de Telémaco,
advirtiéndole que si le daba otra vez un libro tan aburrido, le serraría el árbol por debajo.

Cósimo, a partir de este momento, habría querido separar los libros que quería leer por su cuenta con toda calma de los que se procuraba sólo para dejárselos al bandido. Pero no: también a éstos tenía que echarles al menos una ojeada, porque Gian dei Brughi se volvía cada vez más exigente y desconfiado, y antes de quedarse con un libro quería que le contase un poco el argumento, y pobre de él como lo cogiera en falta. Mi hermano probó a pasarle novelitas de amor, y el bandido llegaba furioso preguntando si lo había tomado por una mujercita. No se conseguía adivinar nunca lo que le gustaba.

En resumidas cuentas, con Gian dei Brughi pegado a él, la lectura para Cósimo, de aquella distracción de media horita, se convirtió en su ocupación principal, en el objeto de todo el día. Y a fuerza de manejar volúmenes, de juzgarlos y compararlos, de tener que conocer siempre otros nuevos, entre lecturas para Gian dei Brughi y la creciente necesidad de lecturas para sí, a Cósimo le entró tal pasión por las letras y por todo el saber humano que no le eran suficientes las horas desde el alba al ocaso para lo que habría querido leer, y seguía incluso en la oscuridad, a la luz de una linterna.

Descubrió al fin las novelas de Richardson. A Gian dei Brughi le gustaron. Acabada una, en seguida quería otra. Orbecche le consiguió un montón de volúmenes. El bandido tenía lectura para un mes. Cósimo, recobrada la tranquilidad, se lanzó a leer las vidas de Plutarco.

Gian dei Brughi, mientras tanto, tumbado en su lecho, con los hirsutos cabellos rojos llenos de hojas secas sobre la frente fruncida, los ojos verdes que se le enrojecían por el esfuerzo de la vista, leía y leía moviendo la mandíbula en un deletreo furioso, teniendo en alto un dedo húmedo de saliva dispuesto a volver la página. Con la lectura de Richardson, una inclinación latente desde hacía tiempo en su ánimo lo iba consumiendo: un deseo de una vida rutinaria y casera, de parentescos, de sentimientos familiares, de virtudes, de aversión a los malvados y los viciosos. Todo lo que lo rodeaba ya no le interesaba, o lo llenaba de disgusto. Ya no salía de su guarida salvo para correr hacia Cósimo para que le cambiase el volumen, en especial si era una novela en varios tomos y se había quedado a la mitad de la historia. Vivía así, aislado, sin darse cuenta de la tempestad de resentimientos que estaba incubando contra él incluso entre los habitantes del bosque, en un tiempo sus fieles cómplices, pero que ahora se habían cansado de tener entre ellos un bandido inactivo, que atraía a todos los esbirros.

En otra época, se le habían acercado cuantos en los alrededores tenían cuentas que ajustar con la justicia, aunque fuese poco, habituales pequeños robos, como los de aquellos vagabundos estañadores de ollas, o delitos propiamente dichos, como los de sus compañeros bandidos. Para cada hurto o atraco esta gente se aprovechaba de su autoridad y experiencia, e incluso se escudaba con su nombre, que corría de boca en boca y dejaba los suyos en la sombra. Y quien no tomaba parte en los golpes también disfrutaba de algún modo de su suerte, porque el bosque se llenaba de lo robado y de contrabando de todas clases, que había que despachar o revender, y todos los que frecuentaban aquellos lugares encontraban con qué traficar. Quien además llevaba a cabo atracos por su cuenta, sin que lo supiera Gian dei Brughi, se apoyaba en aquel nombre terrible para atemorizar a los agredidos y sacarles el máximo; la gente vivía en el terror, en cada maleante veía a Gian dei Brughi o a uno de su banda y se apresuraba a desatar los cordones de la bolsa.

Estos buenos tiempos duraron mucho; Gian dei Brughi había visto que podía vivir de renta, y poco a poco se fue abandonando. Creía que todo seguía como antes, en cambio los ánimos eran otros y su nombre ya no inspiraba ningún respeto.

¿A quién le era útil, a estas alturas, Gian dei Brughi? Se estaba escondiendo con lagrimones en los ojos leyendo novelas, ya no realizaba atracos, no proporcionaba botines, en el bosque nadie podía ocuparse de sus asuntos, venían los esbirros todos los días a buscarlo y por poco que un desgraciado tuviese un aspecto sospechoso se lo llevaban a la prevención. Si se añade la tentación de la recompensa que ofrecían por su cabeza, se ve claro que los días de Gian dei Brughi estaban contados.

Otros dos bandidos, dos jóvenes que habían sido adiestrados por él y que no sabían resignarse a perder aquel buen jefe de la banda, quisieron darle ocasión de rehabilitarse. Se llamaban Ugasso y Bel-Loré, y de niños habían sido de la banda de ladronzuelos de fruta. Ahora, mayores, se habían convertido en salteadores de caminos.

Así pues, van a buscar a Gian dei Brughi a su guarida. Estaba allí, tendido sobre la paja.

—Sí, ¿qué pasa? —dijo, sin levantar los ojos de la página.

—Teníamos que proponerte una cosa, Gian dei Brughi.

—Hum... ¿Qué? —y leía.

—¿Sabes dónde está la casa de Costanzo, el recaudador de impuestos?

—Sí, sí... ¿Eh? ¿Qué recaudador?

Bel-Loré y Ugasso intercambiaron una mirada contrariada. Si no le quitaban aquel maldito libro de delante de los ojos, el bandido no entendería ni una palabra.

—Cierra el libro por un momento, Gian dei Brughi. Escúchanos.

Gian dei Brughi aferró el libro con ambas manos, se puso de rodillas, se lo apretó contra el pecho manteniéndolo abierto por la señal, luego el deseo de seguir leyendo era demasiado y, siempre sujetándolo estrechamente, lo levantó hasta poder hundir la nariz en él.

Bel-Loré tuvo una idea. Había allí una tela de araña con una gruesa araña. Bel-Loré alzó con manos ligeras la tela de araña con la araña y se la tiró encima a Gian dei Brughi, entre el libro y la nariz. El infeliz de Gian dei Brughi se había ablandado tanto que hasta una araña le daba miedo. Sintió en la nariz aquella confusión de patas de araña y filamentos pegajosos, y antes incluso de comprender qué era, lanzó un gritito horrorizado, dejó caer el libro y empezó a abanicarse con las manos la cara, con los ojos en blanco y la boca que escupía.

Ugasso se tiró al suelo y consiguió agarrar el libro antes de que Gian dei Brughi le pusiera un pie encima.

—¡Devuélveme ese libro! —dijo Gian dei Brughi, tratando con una mano de librarse de la araña y la telaraña, y con la otra de arrancar el libro de las manos de Ugasso.

—No, ¡primero escúchanos! —dijo Ugasso escondiendo el libro a la espalda.

—Estaba leyendo
Clarisa.
¡Devolvédmelo! Precisamente en el momento culminante...

—Oye esto. Nosotros llevamos esta noche una carga de leña a casa del recaudador de impuestos. En el saco, en vez de leña, vas tú. Cuando sea de noche, sales del saco...

—¡Pues yo quiero terminar
Clarisa
! —Había conseguido librarse las manos de los últimos restos de telaraña y trataba de luchar con los dos jóvenes.

—Oye esto... Cuando sea de noche sales del saco, armado con tus pistolas, haces que el recaudador te dé todo lo que ha recaudado durante la semana, que guarda en el cofre en la cabecera de la cama...

—Dejadme al menos acabar el capítulo... Sed buenos chicos...

Los dos jóvenes pensaban en los tiempos en que, al primero que se atrevía a contradecirle, Gian dei Brughi le clavaba dos pistolas en el estómago. Les vino una amarga nostalgia.

—Tú coges los sacos de dinero, ¿de acuerdo? —insistieron, tristemente—, nos los traes, nosotros te devolvemos tu libro y podrás leer cuanto quieras. ¿Está bien así? ¿Irás?

—No. No está bien. ¡No iré!

—Ah, conque no irás... Ah, conque no irás, dices... ¡Pues mira, entonces! —y Ugasso cogió una página de hacia el final del libro (—¡No! —gritó Gian dei Brughi), la arrancó (—¡No! ¡Quieto!), hizo una bola con ella, la echó al fuego.

—¡Ah! ¡Perro! ¡No puedes hacer eso! ¡Ya no sabré cómo termina! —y corría detrás de Ugasso para pillarle el libro.

—Entonces qué, ¿vas a ir a casa del recaudador?

—No, ¡no pienso ir!

Ugasso arrancó otras dos páginas.

—¡Estáte quieto! ¡Todavía no he llegado ahí! ¡No puedes quemarlas!

Ugasso ya las había tirado al fuego.

—¡Perro!
¡Clarisa!
¡No!

—Entonces qué, ¿vas a ir?

—Yo...

Ugasso arrancó otras tres páginas y las lanzó a las llamas.

Gian dei Brughi se sentó con la cara entre las manos.

—Iré —dijo—. Pero prometedme que me esperaréis con el libro fuera de la casa del recaudador.

Escondieron al bandido en un saco, con un haz de leña sobre la cabeza. Bel-Loré llevaba el saco a la espalda. Detrás iba Ugasso con el libro. De vez en cuando, cuando Gian dei Brughi con una patada o un gruñido desde dentro del saco daba muestras de estar a punto de arrepentirse, Ugasso le hacía oír el ruido de una página arrancada y Gian dei Brughi volvía a quedarse calmado enseguida.

Con este sistema lo llevaron, disfrazados de leñadores, hasta dentro de la casa del recaudador de impuestos y lo dejaron allí. Fueron a situarse un poco lejos, detrás de un olivo, esperando la hora en que, terminado el golpe, debía reunirse con ellos.

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