Authors: Italo Calvino
El barón se impacientaba, el abate perdía el hilo, y estaba ya fastidiado. En nuestra madre, en cambio, el estado de ansiedad materna, de sentimiento fluido que está por encima de todo, se había consolidado, como tendía a hacer en ella de algún tiempo a esta parte todo sentimiento, en decisiones prácticas y búsquedas de instrumentos adecuados, como deben resolverse precisamente las preocupaciones de un general. Había hallado un anteojo de campaña, largo, con trípode; miraba por él, y se pasaba así horas en la terraza de la villa, graduando continuamente las lentes para tener enfocado al muchacho en medio del follaje, incluso cuando habríamos jurado que estaba fuera de nuestro radio.
—¿Lo ves aún? —le preguntaba desde el jardín nuestro padre, que iba arriba y abajo entre los árboles y no conseguía divisar nunca a Cósimo, salvo cuando lo tenía encima de su cabeza. La generala hacía un gesto afirmativo y al mismo tiempo de que estuviésemos callados, de que no la molestáramos, como si siguiera movimientos de tropas desde una altura. Estaba claro que a veces no lo veía ni remotamente, pero se había hecho la idea, quién sabe por qué, de que tenía que aparecer en ese determinado lugar y no en otro, y hacia allí dirigía el anteojo. De vez en cuando tenía que admitir aún para sí que se había equivocado, y entonces apartaba el ojo de la lente y se ponía a examinar un mapa catastral que tenía abierto sobre las rodillas, con una mano quieta en la boca en actitud pensativa y siguiendo la otra los jeroglíficos del mapa hasta que establecía el lugar en donde su hijo debía de haber llegado, y, calculado el ángulo, apuntaba el anteojo hacia la copa de cualquier árbol en aquel mar de hojas, enfocaba lentamente las lentes, y por cómo le aparecía en los labios una trémula sonrisa comprendíamos que lo había visto, que él estaba realmente allí.
Entonces echaba mano de unas banderitas coloreadas que tenía junto al taburete, y agitaba una y luego otra con movimientos decididos, rítmicos, como mensajes en un lenguaje convencional. (Yo sentía una cierta rabia por ello, porque no sabía que nuestra madre tuviera esas banderitas y las supiese manejar, y sin duda habría estado bien que nos hubiera enseñado a jugar con ella a las banderitas, sobre todo antes, cuando los dos éramos más pequeños; pero nuestra madre no hacía nunca nada por jugar, y ahora ya no cabía esperarlo.)
Debo decir que con todo su equipo de batalla, seguía siendo madre lo mismo, con el corazón encogido, y el pañuelo apretado en la mano, pero se habría dicho que hacer de generala la sosegaba, o que vivir con este temor en calidad de generala y no de simple madre le impedía sentirse desgarrada, precisamente porque era una mujercita delicada, que por única defensa tenía aquel estilo militar heredado de los Von Kurtewitz.
Estaba allí, agitando una de sus banderolas mientras miraba por el anteojo, y he aquí que se le ilumina el rostro y ríe. Comprendimos que Cósimo le había contestado. De qué manera no lo sé, quizá agitando el sombrero, o sacudiendo una rama. Lo cierto es que desde entonces nuestra madre cambió, ya no tuvo el ansia de antes, y aunque su destino de madre fue tan distinto del de cualquier otra, con un hijo tan extraño y perdido para la acostumbrada vida de los afectos, esa rareza de Cósimo acabó por aceptarla antes que todos nosotros, como si ahora le recompensaran esos saludos que a partir de entonces le enviaba de vez en cuando imprevisiblemente, esos silenciosos mensajes que intercambiaban.
Lo curioso fue que nuestra madre no se hizo ninguna ilusión de que Cósimo, habiéndole mandado un saludo, se dispusiera a poner fin a su fuga y volver con nosotros. En este estado de ánimo, en cambio, vivía constantemente nuestro padre, y a cada novedad, aunque mínima, que concerniera a Cósimo se daba a fantasear: «¿Ah, sí? ¿Lo habéis visto? ¿Volverá?» Pero nuestra madre, la más alejada de él, quizá, parecía la única que conseguía aceptarlo tal como era, tal vez porque no intentaba hallar una explicación.
Pero volvamos a ese día. Detrás de nuestra madre asomó un momento la cabeza también Battista, que casi nunca se dejaba ver, y con aire suave alargaba un plato con una papilla y alzaba una cucharilla: «Cósimo... ¿Quieres?» Recibió una bofetada de su padre y regresó a casa. Quién sabe qué monstruosa bazofia había preparado. Nuestro hermano había desaparecido.
Yo me desvivía por seguirlo, sobre todo ahora que lo sabía partícipe de las hazañas de aquella banda de pequeños pordioseros, y me parecía que me hubiese abierto las puertas de un reino nuevo, al que mirar ya no con temeroso recelo, sino con solidario entusiasmo. Iba y venía de la terraza a un desván alto desde donde podía extender la mirada sobre las copas de los árboles, y desde allí, más con el oído que con la vista, seguía los estallidos de algarada de la banda por los huertos, veía agitarse las cimas de los cerezos, asomar de vez en cuando una mano que tanteaba y arrancaba, una cabeza despeinada o encapuchada con un saco, y entre las voces oía también la de Cósimo y me preguntaba: «Pero ¿cómo se las arregla para estar ahí abajo? ¡Si hace un momento estaba aquí en el parque! ¿Ya corre más ligero que una ardilla?»
Recuerdo que estaban en los rojos ciruelos, sobre el Estanque Grande, cuando se oyó el cuerno. También yo lo oí, pero no le hice caso, al no saber qué era. ¡Pero ellos! Mi hermano me contó que se quedaron mudos, y que con la sorpresa de volver a oír el cuerno no se acordaron de que era una señal de alarma, sino que se preguntaron solamente si habían oído bien, si era de nuevo Sinforosa que andaba por los caminos con el caballito enano para advertirlos de los peligros. De pronto salieron disparados del huerto, pero no huían por huir, huían para buscarla, para alcanzarla.
Sólo Cósimo se quedó allí, con el rostro rojo como una llama. Pero en cuanto vio correr a los granujas y comprendió que iban hacia ella, empezó a pegar brincos por las ramas arriesgándose a romperse el pescuezo a cada paso.
Viola estaba en una curva de un camino que subía, parada, con una mano sosteniendo las bridas puestas sobre las crines del caballito, y la otra que empuñaba el látigo. Miraba de arriba abajo a los muchachos y se llevaba la punta del látigo a la boca, mordisqueándolo. El vestido era azul, el cuerno era dorado, colgado con una cadenita del cuello. Los chicos se habían detenido todos a un tiempo y también ellos mordisqueaban, ciruelas o dedos, o cicatrices que tenían en las manos o los brazos, o bordes de los sacos. Y poco a poco, con sus bocas mordisqueantes, casi a la fuerza para vencer un malestar, no impulsados por un verdadero sentimiento, sino más bien deseosos de que se los contradijera, empezaron a decir frases casi sin voz, que sonaban en cadencia como si trataran de cantar:
—Qué has... venido a hacer... Sinforosa... ahora vuelves... ya no eres... compañera nuestra... ah, ah, ah..., ah, traicionera...
Un susurrar en las ramas y helo aquí, desde una alta higuera asoma la cabeza Cósimo, entre hoja y hoja, jadeante. Ella, de abajo arriba, con el látigo en la boca, miraba a Cósimo y a los otros, reunidos todos en la misma mirada. Él no se contuvo: todavía con la lengua fuera soltó:
—¿Sabes que desde entonces nunca he bajado de los árboles?
Las empresas que se basan en una tenacidad interior deben ser mudas y oscuras; por poco que uno las manifieste o se vanaglorie de ellas, todo aparece fatuo, sin sentido e incluso mezquino. Así mi hermano, apenas pronunciadas esas palabras habría querido no haberlas dicho nunca, y ya no le importaba nada de nada, y le entraron incluso ganas de bajar y darlo por terminado. Tanto más cuanto que Viola se quitó lentamente el látigo de la boca y dijo, con un tono amable:
—¿Ah, sí? ¡Vaya con el mirlo blanco! De las bocas de aquellos piojosos empezó a bramar una carcajada, antes aún de que se abrieran y estallasen en alaridos a más no poder, y Cósimo allá arriba en la higuera tuvo tal sobresalto de rabia que la higuera, siendo de madera traidora, no resistió; una rama se partió bajo sus pies. Cósimo se desplomó como una piedra.
Cayó con los brazos abiertos, no se sostuvo. A decir verdad, fue ésta la única vez, durante su estancia en los árboles de esta tierra, que no tuvo la voluntad y el instinto de agarrarse. Pero uno de los faldones de la cola del frac se enganchó en una rama baja: Cósimo se encontró colgado en el aire a cuatro palmos del suelo, cabeza abajo.
La sangre en la cabeza le parecía empujada por la misma fuerza que el rubor de vergüenza. Y el primer pensamiento al desencajar los ojos vueltos al revés y ver invertidos a los muchachos aullantes, asaltados ahora por una general furia de piruetas en la que estaban todos de manera que parecían aferrados a una tierra volcada al abismo, y a la niña rubia que volaba en su caballito empenachado, su primer pensamiento fue solamente que aquélla había sido la primera vez que había hablado de su estancia sobre los árboles y que sería también la última.
Con un brinco de los suyos se pegó a la rama y se puso a horcajadas. Viola, una vez devuelta la calma a su caballito, parecía ahora no haberse fijado en nada de lo que había sucedido. Cósimo olvidó al instante su descorazonamiento. La niña se llevó el cuerno a los labios y elevó la ronca nota de alarma. Ante aquel sonido los granujas (a los que —comentó más tarde Cósimo— la presencia de Viola les metía en el cuerpo una extraña excitación, como de liebres al claro de luna) se dieron a la fuga.
Se dieron a la fuga así como por instinto, aún sabiendo que ella estaba jugando, y jugando también ellos, y corrían cuesta abajo imitando el sonido del cuerno, tras ella que galopaba sobre el caballito de las patas cortas.
E iban tan a ciegas hacia abajo, tan atropelladamente, que de vez en cuando ya no la encontraban delante. Se había desviado y alejado del camino, diseminándolos por allí. ¿Por dónde ir? Galopaba entre los olivares que bajaban al valle en un tenue degradar de prados, y buscaba el olivo en el que en ese momento estaba afanándose Cósimo, y le daba una vuelta alrededor al galope, y volvía a alejarse. Luego hela de nuevo al pie de otro olivo, mientras entre las frondas se agarraba mi hermano. Y así, siguiendo líneas retorcidas como las ramas de los olivos, descendían juntos por el valle.
Los ladronzuelos, cuando se dieron cuenta, y vieron la intriga de aquellos dos de la rama a la silla, empezaron a silbar todos juntos, con un maligno silbido de burla. Y elevando más este silbido, se alejaban hacia Porta Cápperi.
La niña y mi hermano se quedaron solos en el olivar con aquel juego, pero Cósimo con desilusión notó que, desaparecida la gentuza, la alegría de Viola por aquella diversión tendía a palidecer, como si ya estuviera cediendo al fastidio. Y le entró la sospecha de que ella lo hacía todo sólo para enfurecerlos, pero al mismo tiempo también la esperanza de que ahora se comportaba deliberadamente para enfurecerlo a él: lo cierto es que siempre tenía necesidad de enfurecer a alguien para dárselas de niña bonita. (Sentimientos todos apenas percibidos por el joven Cósimo: en realidad trepaba por aquellas ásperas cortezas sin entender nada, me imagino que como un alelado.)
Al volver una loma de pronto se eleva una lluvia de piedras. La niña se protege la cabeza tras el cuello del caballito y escapa; mi hermano sobre un codo de rama, a la descubierta, queda a tiro. Pero las piedras llegan allá arriba demasiado oblicuas para hacerle daño, salvo alguna en la frente o las orejas. Silban y ríen, aquellos desatados, gritan: «Sin-fo-ro-sa es as-que-ro-sa...», y escapan.
Ahora los granujas han llegado a Porta Cápperi, adornada con cascadas verdes de alcaparras que bajan por los muros. De las chozas de alrededor sale un griterío de madres. Pero éstos son niños a los que por la noche sus madres no les gritan para que vuelvan, sino porque han vuelto, porque vienen a cenar a casa, en vez de irse a buscar de comer en otro lugar. En torno a Porta Cápperi, en casuchas y barracas de tablas, carromatos renqueantes, tiendas, se apiñaba la gente más pobre de Ombrosa, tan pobre que se la tenía fuera de las puertas de la ciudad y lejos de los campos, gente emigrada de tierras y países lejanos, perseguida por la carestía y la miseria que se extendía por todos los Estados. El sol se ocultaba, y mujeres despeinadas con niños al pecho soplaban en hornillos humeantes, y mendigos se tumbaban al fresco desvendando las llagas, otros jugando a los dados con gritos entrecortados. Los cofrades de la banda de la fruta se mezclaban ahora a ese humo de fritos y a esos altercados, recibían reveses de sus madres, se peleaban entre sí rodando por el polvo. Y ya sus harapos habían cogido el color de todos los otros harapos, y su alegría de pájaros enviscada en aquel conglomerado humano se deshacía en una densa sandez. Hasta tal punto que, ante la aparición de la niña rubia al galope y de Cósimo sobre los árboles de alrededor, apenas alzaron los ojos intimidados, se hicieron atrás, trataron de perderse entre la polvareda y el humo de los hornillos, como si entre ellos se hubiese levantado súbitamente un muro.
Todo eso para ellos dos fue un momento, un abrir y cerrar de ojos. Ahora Viola había dejado a sus espaldas el humo de las barracas que se mezclaba con la sombra de la noche y los chillidos de las mujeres y los niños, y corría entre los pinos de la playa.
Allí estaba el mar. Se le oía rodar entre los cantos. Estaba oscuro. Un rodar más chirriante: era el caballito que corría salpicando chispas contra los guijarros. Desde un pino bajo y retorcido, mi hermano miraba la sombra clara de la niña rubia atravesar la playa. Una ola sin apenas cresta se elevó desde el mar negro, se levantó volcándose, y avanzaba toda blanca, se rompía y la sombra del caballo con la muchachita la había rozado a la carrera, y sobre el pino una salpicadura blanca de agua salada le mojó el rostro a Cósimo.
Aquellos primeros días de Cósimo sobre los árboles no tenían una finalidad o un programa, sino que estaban dominados solamente por el deseo de conocer y poseer aquel reino suyo. Habría querido explorarlo enseguida hasta los límites más extremos, estudiar todas las posibilidades que le ofrecía, descubrirlo planta por planta y rama por rama. Digo: habría querido, pero de hecho lo veíamos reaparecer de continuo sobre nuestras cabezas, con ese aire ajetreado y ágil de los animales salvajes, que tal vez se los ve agazapados y quietos, pero siempre como si estuvieran a punto de saltar.
¿Por qué volvía a nuestro parque? Al verlo andar de un plátano a un acebo dentro del radio del anteojo de nuestra madre se habría dicho que la fuerza que lo impulsaba, su pasión dominante, era todavía la polémica con nosotros, el hacernos apenar o enojar. (Digo nosotros porque todavía no había conseguido entender qué pensaba de mí: cuando tenía necesidad de algo parecía que la alianza conmigo nunca pudiese ponerse en duda; otras veces pasaba sobre mi cabeza como si ni siquiera me viese.)