Authors: Italo Calvino
Ella estaba distraída y no se había dado cuenta de su presencia. De pronto lo vio allí, de pie en el árbol, con tricornio y polainas. «¡Oh!», dijo.
La manzana se le cayó de la mano y rodó al pie de la magnolia. Cósimo desenvainó el espadín, se inclinó desde la última rama, alcanzó la manzana con la punta del espadín, la ensartó y se la ofreció a la niña que mientras tanto había hecho un recorrido completo del columpio y estaba de nuevo allí.
—Cójala, no se ha ensuciado, sólo está un poco aplastada por un lado.
La niña rubia ya se había arrepentido de haber demostrado tanta sorpresa por aquel muchachito desconocido que había aparecido allí en la magnolia, y había recobrado su aire afectado con la nariz hacia arriba.
—¿Sois un ladrón? —dijo.
—¿Un ladrón? —dijo Cósimo, ofendido; después, pensándolo mejor, la idea le gustó—. Pues sí —dijo, y se caló el tricornio sobre la frente—. ¿Algo en contra?
—¿Y qué habéis venido a robar?
Cósimo miró la manzana que había ensartado en la punta del espadín, y le vino a la cabeza que tenía hambre, que casi no había probado bocado en la mesa.
—Esta manzana —dijo, y empezó a mondarla con la hoja del espadín, que tenía, a pesar de las prohibiciones familiares, muy afilada.
—Entonces sois un ladrón de fruta —dijo la muchacha.
Mi hermano pensó en las bandas de chicos pobres de Ombrosa, que saltaban muros y setos y saqueaban los huertos, una clase de muchachos a los que se le había enseñado a despreciar y rehuir, y por primera vez pensó en cuán libre y envidiable tenía que ser aquella vida. Sí, tal vez podía convertirse en uno de ellos, y vivir así, de ahora en adelante. «Sí», dijo. Había cortado a tajadas la manzana y se puso a masticarla.
La muchachita rubia soltó una carcajada que duró lo que un vuelo del columpio, arriba y abajo.
—¡Qué va! ¡A los chicos que roban fruta yo los conozco! ¡Todos son amigos míos! ¡Y ésos van descalzos, en mangas de camisa, despeinados, y no con polainas y peluca!
Mi hermano se puso rojo como la piel de la manzana. Que se burlaran de él no sólo por la peluca empolvada, que no le importaba nada, sino por las polainas, que le importaban muchísimo, y que se le considerase de aspecto inferior a un ladrón de fruta, a aquella ralea despreciada hasta un momento antes, y sobre todo el descubrir que aquella damita que hacía de dueña del jardín de los de Ondariva era amiga de todos los ladrones de fruta pero no amiga suya, todas estas cosas juntas lo llenaron de rabia, vergüenza y celos.
—
Oh, la la la...
¡Con polainas y peluquín! —canturreaba la niña en el columpio. Él tuvo un arranque de orgullo.
—¡No soy un ladrón de esos que conocéis! —gritó—. ¡No soy lo que se llama un ladrón! Lo decía para no asustaros, porque si supierais quién soy de verdad, os moriríais de miedo: ¡soy un bandido! ¡Un terrible bandido!
La muchachita seguía columpiándose hasta sus mismas narices, se habría dicho que quería llegar a rozarlo con la punta de los pies.
—¡Qué va! ¿Y dónde está la escopeta? ¡Todos los bandidos llevan escopeta! ¡O espingarda! ¡Yo los he visto! ¡A nosotros nos han parado cinco veces la carroza, en los viajes del castillo hasta aquí!
—¡Pero el jefe no! ¡Yo soy el jefe! ¡El jefe de los bandidos no lleva escopeta! ¡Sólo lleva espada! —y mostró su espadín.
La muchachita se encogió de hombros.
—El jefe de los bandidos —explicó—, es uno que se llama Gian dei Brughi y viene siempre a traernos regalos, por Navidad y Pascua.
—¡Ah! —exclamó Cósimo de Rondó, alcanzado por una oleada de partidismo familiar—. ¡Entonces tiene razón mi padre, cuando dice que el marqués de Ondariva es el protector de todo el bandidaje y contrabando de la zona!
La niña pasó cerca del suelo, en lugar de darse impulso frenó en seco, y saltó. El columpio vacío tembló en el aire.
—¡Bajad enseguida de ahí! ¡Cómo os habéis permitido entrar en nuestro territorio! —dijo, apuntando al chico con el índice embravecida.
—¡No he entrado y no bajaré! —dijo Cósimo con un calor parecido—. Nunca he puesto los pies en vuestro territorio, ¡y no los pondría ni por todo el oro del mundo!
La muchachita entonces, con mucha tranquilidad, cogió un abanico que estaba sobre una butaca de mimbre, y aunque no hacía mucho calor, se abanicó paseando arriba y abajo.
—Ahora —dijo con toda tranquilidad—, llamaré a los criados y haré que os cojan y golpeen. ¡Así aprenderéis a no entrometeros en nuestra finca!
Cambiaba siempre de tono, esta niña y mi hermano quedaba desconcertado cada vez que ocurría.
—¡Donde yo estoy no es territorio y no es vuestro! —declaró Cósimo, y le entraba la tentación de añadir: «¡Y además soy el duque de Ombrosa y soy el señor de todo el territorio!», pero se contuvo, porque no le gustaba repetir las cosas que siempre decía su padre, ahora que se había escapado de la mesa tras la disputa con él; no le gustaba y no le parecía justo, también porque aquellas pretensiones al Ducado siempre le habían parecido manías; ¿a qué venía ponerse también él, Cósimo, ahora, a fanfarronear de duque? Pero no quería echarse atrás y continuó con lo que le venía en gana—. Esto no es vuestro —repitió—, porque vuestro es el suelo, y si pusiera un pie en él entonces sería un entrometido. Pero aquí arriba no, y voy por donde quiero.
—Sí, entonces todo es tuyo, ahí arriba...
—¡Claro! Territorio personal mío, aquí arriba —e hizo un vago ademán hacia las ramas, las hojas a contraluz, el cielo—. En las ramas de los árboles todo es territorio mío. Di que vengan a cogerme, ¡a ver si lo consiguen!
Ahora, tras tantas fanfarronadas, se esperaba que le tomara el pelo quién sabe cómo. En cambio, imprevisiblemente, se mostró interesada.
—¿Ah, sí? ¿Y hasta dónde llega este territorio tuyo?
—Hasta donde se consigue llegar andando sobre los árboles, por acá, por allá, tras la tapia, al olivar, hasta la colina, al otro lado de la colina, al bosque, a las tierras del obispo...
¿Incluso hasta Francia?
—Hasta Polonia y Sajonia —dijo Cósimo, que de geografía sólo sabía los nombres oídos a nuestra madre cuando hablaba de las Guerras de Sucesión—. Pero yo no soy egoísta como tú. A mi territorio te invito.
Ahora habían pasado a tutearse los dos, pero era ella la que había empezado.
—¿Y el columpio de quién es? —dijo ella, y se sentó en él, con el abanico abierto en una mano.
—El columpio es tuyo —estableció Cósimo—, pero como está atado a esta rama, depende de mí. Conque, si estás en él, mientras tocas el suelo con los pies, estás en tu territorio, pero si te levantas por el aire estás en el mío.
Ella se dio impulso y voló, las manos cogidas a las cuerdas. Cósimo de la magnolia saltó a la gruesa rama que sostenía el columpio, y desde allí agarró las cuerdas y se puso a balancearla. El columpio subía cada vez más.
—¿Tienes miedo?
—Yo no. ¿Cómo te llamas?
—Cósimo... ¿Y tú?
—Violante, pero me llaman Viola.
—A mí me llaman Mino, porque Cósimo es nombre de viejos.
—No me gusta.
—¿Cósimo?
—No, Mino.
—Ah... Puedes llamarme Cósimo.
—¡Ni por asomo! Oye, tú, tenemos que hacer un pacto.
—¿Qué dices? —respondió él, que seguía quedando mal siempre.
—Digo que yo puedo subir a tu territorio y soy un huésped sagrado, ¿de acuerdo? Entro y salgo cuando quiero. Tú, en cambio, eres sagrado e inviolable mientras estés en los árboles, en tu territorio, pero en cuanto toques el suelo de mi jardín te conviertes en mi esclavo y se te encadena.
—No, yo no bajo a tu jardín y ni siquiera al mío. Para mí todo es territorio enemigo igualmente. Vendrás aquí arriba conmigo, y vendrán tus amigos que roban fruta, quizá también mi hermano Biagio, aunque sea un poco cobarde, y formaremos un ejército siempre sobre los árboles y meteremos en razón a la tierra y sus habitantes.
—No, no, nada de eso. Déjame explicarte; las cosas están así. Tú tienes dominio sobre los árboles, ¿de acuerdo?, pero si alguna vez tocas tierra con un pie, pierdes todo tu reino y te conviertes en el último de los esclavos. ¿Lo has entendido? Incluso si se rompe una rama y te caes, ¡lo pierdes todo!
—¡No me he caído de un árbol en mi vida!
—Seguro, pero si te caes, si te caes te vuelves ceniza y el viento se te lleva.
—Déjate de cuentos. Yo no bajo al suelo porque no quiero.
—Oh, qué aburrido eres.
—No, no, juguemos. Por ejemplo, en el columpio, ¿podría estar?
—Si consigues sentarte en el columpio sin tocar tierra, sí.
Cerca del columpio de Viola había otro, colgado de la misma rama, pero levantado con un nudo en las cuerdas para que no chocasen. Cósimo desde la rama bajó deslizándose agarrado a una de las cuerdas, ejercicio en el que era muy hábil porque nuestra madre nos hacía hacer muchas pruebas de gimnasia, llegó al nudo, lo deshizo, se puso en pie sobre el columpio y para darse impulso desplazó el peso del cuerpo doblándose por las rodillas e inclinándose hacia adelante. Así subía cada vez más. Los dos columpios iban uno en un sentido y el otro en el contrario y ya llegaban a la misma altura, y se cruzaban a la mitad del recorrido.
—Pero si pruebas a sentarte y a darte impulso con los pies, llegas más arriba —insinuó Viola. Cósimo le hizo una mueca.
—Baja a darme impulso, sé buen chico —dijo ella, sonriéndole amable.
—Pero no, si habíamos dicho que no debo bajar por ninguna razón... —y Cósimo volvía a no entender.
—Sé amable.
—No.
—¡Ja, ja! Has estado a punto de caer en la trampa. ¡Si ponías un pie en el suelo ya lo habías perdido todo! —Viola bajó del columpio y empezó a dar ligeros empujones al columpio de Cósimo—. ¡Huy! —De pronto había agarrado el asiento del columpio en el que mi hermano tenía los pies y le había dado la vuelta. ¡Menos mal que Cósimo se sujetaba con fuerza a las cuerdas! ¡Si no, se habría desplomado al suelo como un calabacín!
—¡Traidora! —gritó, y trepó, sujetándose a las dos cuerdas, pero la subida era mucho más difícil que la bajada, sobre todo con la niña rubia que se hallaba en uno de sus momentos malignos y tiraba de las cuerdas desde abajo en todos los sentidos.
Finalmente alcanzó la rama gruesa, y se puso a horcajadas sobre ella. Con la corbata de encaje se enjugó el sudor del rostro.
—¡Ja, ja! ¡No lo has conseguido!
—¡Por un pelo!
—¡Pero yo creía que eras amiga mía!
—¡Creías! —y volvió a abanicarse de nuevo.
—¡Violante! —prorrumpió en ese momento una aguda voz femenina—. ¿Con quién estás hablando?
En la escalinata blanca que llevaba a la villa había aparecido una señora: alta, delgada, con una amplísima falda; miraba con unos impertinentes. Cósimo se refugió entre las hojas, intimidado.
—Con un joven,
ma tante
—dijo la niña—, que ha nacido en la copa de un árbol y por un encantamiento no puede poner los pies en el suelo.
Cósimo, muy rojo, preguntándose si la niña hablaba así para burlarse de él delante de la tía, o para burlarse de la tía delante de él, o sólo por continuar el juego, o porque no le importaban nada ni él, ni la tía, ni el juego, se veía escrutado por los impertinentes de la dama, que se acercaba al árbol como para contemplar un extraño papagayo.
—Uh, mais c'est un des Piovasques, ce jeune homme, je crois. Viens, Violante.
Cósimo despedía llamas de humillación: haberlo reconocido con aquel aire natural, ni aún preguntándose por qué él estaba allí, y haber llamado enseguida a la niña, con firmeza pero sin severidad, y Viola que dócil, sin volverse siquiera, seguía la llamada de la tía; todo parecía sobreentender que él era persona que no contaba para nada, que casi no existía. Así aquella tarde extraordinaria se hundía en una nube de vergüenza.
Pero de pronto la niña hace una señal a la tía, la tía baja la cabeza, la niña le dice algo al oído. La tía vuelve a apuntar los impertinentes sobre Cósimo.
—Entonces, señorito —le dice—, ¿acepta usted tomar una taza de chocolate? Así nos conoceremos también nosotros —y echa una mirada de reojo a Viola—, en vista de que ya es amigo de la familia.
Cósimo se queda allí mirando a tía y sobrina con los ojos muy abiertos. El corazón le latía con fuerza. He aquí que era invitado por los de Ondariva y de Ombrosa, la familia más altanera de aquel lugar, y la humillación de un momento antes se transformaba en desquite y se vengaba de su padre, al ser acogido por adversarios que siempre lo habían mirado de arriba abajo, y Viola había intercedido por él, y ya lo habían aceptado oficialmente como amigo de Viola, y jugaría con ella en ese jardín distinto a todos los jardines. Todo esto sintió Cósimo, pero, al mismo tiempo, un sentimiento opuesto, o más bien confuso: un sentimiento mezcla de timidez, orgullo, soledad, amor propio; y con este choque de sentimientos mi hermano se agarró a una rama que tenía encima, trepó, pasó a la parte más frondosa, luego a otro árbol, desapareció.
Fue una tarde que no acababa nunca. De vez en cuando se oía un ruido, un crujido como a menudo en los jardines, y salíamos corriendo con la esperanza de que fuese él, que se hubiera decidido a bajar. Pero qué va, vi oscilar la cima de la magnolia de las flores blancas, y Cósimo que aparecía de la otra parte de la tapia y se descolgaba.
Fui a su encuentro sobre la morera. Al verme, pareció contrariado; todavía estaba enfadado conmigo. Se sentó en una rama de la morera por encima de la mía y se puso a hacer muescas con el espadín, como si no quisiera dirigirme la palabra.
—Se sube bien por la morera —dije, por decir algo—, antes no habíamos subido nunca...
Continuó arañando la rama con la hoja, luego dijo, agrio: «Y qué, ¿te han gustado los caracoles?»
Tendí un cesto: «Te he traído dos higos secos, Mino, y un poco de pastel...»
—¿Te han mandado
ellos
? —dijo, aún antipático, pero ya miraba el cesto tragando saliva.
—No, si supieras, ¡he tenido que escaparme a escondidas del abate! —dije de prisa—. Querían verme estudiando toda la tarde, para que no me comunicase contigo, ¡pero el viejo se ha dormido! A mamá le preocupa que puedas caerte y querría que te buscasen, pero papá desde que ya no te ha visto en la encina dice que has bajado y te has escondido en algún rincón a pensar en tu mala acción y no hay por qué tener miedo.
—¡No he bajado nunca! —dijo mi hermano.