Authors: Italo Calvino
—¿Has estado en el jardín de los de Ondariva?
—Sí, pero siempre de un árbol a otro, ¡sin tocar tierra!
—¿Por qué? —pregunté yo; era la primera vez que le oía esa regla suya, pero la había enunciado como algo ya convenido entre nosotros, como si quisiera tranquilizarme de que no la había transgredido; de modo que no me atreví a insistir más en demanda de explicaciones.
—¿Sabes? —dijo, en lugar de responderme—, se necesitan muchos días para explorar toda la finca de los de Ondariva. Hay árboles de las selvas de América, ¡si vieras! —Luego se acordó de que conmigo estaba peleado y que por tanto no debía mostrar ningún interés en comunicarme sus descubrimientos. Cortó, áspero—: De todas maneras no te pienso llevar... Puedes ir a pasear con Battista, de ahora en adelante, o con el caballero abogado.
—No, Mino, ¡llévame allí! —dije yo—, no tienes que tomarla conmigo por los caracoles, eran asquerosos, pero no aguantaba más oírles gritar.
Cósimo estaba atiborrándose de pastel.
—Te pondré a prueba —dijo—, debes demostrarme que estás de mi parte, no de la de ellos.
—Dime todo lo que quieres que haga.
—Tienes que conseguirme cuerdas, largas y fuertes, porque para pasar por ciertos sitios debo atarme; luego una polea, y ganchos, clavos de los grandes...
—Pero ¿qué quieres hacer? ¿Una grúa?
—Tendremos que subir muchas cosas, vamos a ver: tablas, cañas...
—¡Quieres construir una cabaña sobre un árbol! ¿Dónde?
—Si llega el caso. El lugar lo escogeremos. Mientras tanto mi paradero está allí, en aquella encina hueca. Bajaré el cesto con la cuerda y podrás meter en él todo lo que necesite.
—Pero ¿por qué? Hablas como si fueras a quedarte quién sabe cuánto escondido... ¿No crees que te perdonarán?
Se ruborizó: —Qué más me da que me perdonen. Y además no estoy escondido: ¡no tengo miedo de nadie! Y a ti, ¿te da miedo ayudarme?
No era que no hubiese entendido que mi hermano por ahora se negaba a bajar, pero simulaba no entender para obligarlo a pronunciarse, a decir: «Sí, quiero quedarme en los árboles hasta la hora de merendar, o la puesta de sol, o la cena, o hasta que esté oscuro», algo que, en fin, señalase un límite, una proporción a su acto de protesta. En cambio no decía nada, y yo sentía un poco de miedo.
Llamaron desde abajo. Era nuestro padre que gritaba: «¡Cósimo! ¡Cósimo!», y después, persuadido de que Cósimo no debía responderle: «¡Biagio! ¡Biagio!», me llamaba a mí.
—Voy a ver qué quieren. Luego te lo vengo a contar —dije deprisa. Este interés en informar a mi hermano, lo admito, se ajustaba a una prisa en guillármelas, por miedo a ser cogido confabulando con él en la copa de la morera y tener que compartir con él el castigo que sin duda le esperaba. Pero Cósimo no pareció leerme en el rostro esta sombra de cobardía: me dejó ir, no sin haber hecho gala con un encogimiento de hombros de su indiferencia por lo que nuestro padre podía tener que decirle.
Cuando volví todavía estaba allí; había encontrado un buen sitio para estar sentado, sobre un tronco podado, con la barbilla sobre las rodillas y los brazos estrechando las piernas.
—¡Mino! ¡Mino! —dije, trepando, sin aliento—. ¡Te han perdonado! ¡Nos esperan! La merienda está en la mesa, papá y mamá ya están sentados y nos ponen los pedazos de pastel en el plato. Porque hay un pastel de crema y chocolate, que no ha preparado Battista, ¿sabes? Battista debe de haberse encerrado en su habitación, ¡verde de bilis! Me han acariciado la cabeza y me han dicho: «Ve y dile al pobre Mino que hacemos las paces y no hablamos más del asunto.» ¡Pronto, vamos!
Cósimo mordisqueaba una hoja. No se movió.
—Oye —dijo—, trata de coger una manta, sin que te vean, y tráemela. Debe hacer frío, aquí, por la noche.
—¡Pero no querrás pasar la noche sobre los árboles!
No contestaba, la barbilla sobre las rodillas, masticaba una hoja y miraba al frente. Seguí su mirada, que terminaba en la tapia del jardín de los de Ondariva, allí donde asomaban las flores blancas de la magnolia, y más allá volaba una cometa.
Y se hizo de noche. Los criados iban y venían poniendo la mesa; en el comedor los candelabros estaban ya encendidos. Cósimo desde el árbol debía verlo todo; y el barón Arminio, vuelto hacia las sombras fuera de la ventana gritó: «¡Si quieres quedarte ahí, te morirás de hambre!»
Aquella noche por primera vez nos sentamos a cenar sin Cósimo. Él estaba a caballo de una rama alta de la encina, de lado, de suerte que sólo veíamos las piernas que colgaban. Veíamos, digo, si nos adelantábamos al antepecho y escrutábamos en la sombra, porque la habitación estaba iluminada y fuera oscuro.
Hasta el caballero abogado se sintió en el deber de asomarse y decir algo, pero como de costumbre no consiguió expresar un juicio sobre la cuestión. (Dijo: «Oooh... Madera resistente. Dura cien años...», y después algunas palabras turcas, quizá el nombre de la encina; en fin, como si se estuviera hablando del árbol y no de mi hermano.
Nuestra hermana Battista, en cambio, manifestaba respecto a Cósimo una especie de envidia, como si, acostumbrada a tener la familia en vilo por sus rarezas, hubiese encontrado ahora alguien que la superaba; y seguía mordiéndose las uñas (se las comía no levantando el dedo hasta la boca, sino bajándolo, con la mano al revés, el codo levantado).
A la generala le vinieron a la cabeza unos soldados de vigía en los árboles de un campamento ya no sé si en Eslavonia o Pomerania, y de cómo consiguieron, avistando a los enemigos, evitar una emboscada. Este recuerdo, repentinamente, de desalentada que estaba por ansia de madre, la llevó de nuevo a su clima militar favorito, y, como si hubiese conseguido por fin dar con la razón del comportamiento de su hijo, se tornó más tranquila y casi altiva. Nadie le prestó oídos, salvo el abate Fauchelafleur, que asintió con gravedad al relato bélico y al paralelo que mi madre extraía de él, porque se habría agarrado a cualquier razonamiento con tal de encontrar natural aquello que estaba sucediendo y sacar de su cabeza responsabilidades y preocupaciones.
Después de cenar, en casa nos íbamos a dormir pronto, y no cambiamos de horario ni esa noche. Nuestros padres estaban decididos a no dar ya a Cósimo la satisfacción de hacerle caso, esperando que el cansancio, la incomodidad y el frío de la noche lo desanidaran. Cada uno subió a sus aposentos y en la fachada de la casa las velas encendidas abrían ojos de oro en el recuadro de las ventanas. Qué nostalgia, qué recuerdo de calor debía dar aquella casa tan conocida y cercana, a mi hermano que pernoctaba al raso! Me asomé a la ventana de nuestra habitación, y adiviné su sombra acurrucada en una cavidad de la encina, entre una rama y el tronco, envuelta en la manta, y —creo— atada con muchas vueltas de cuerda para no caerse.
La luna salió tarde y resplandecía sobre las ramas. En los nidos dormían los pájaros, acurrucados como él, de noche, al aire libre, cien crujidos y ruidos lejanos atravesaban el silencio del parque, y pasaba el viento. A veces llegaba un remoto bramido: el mar. Yo, desde la ventana, aguzaba el oído a esta respiración desigual, y trataba de imaginarla percibida sin el álveo familiar de la casa a la espalda, por quien se encontraba sólo a pocos metros más allá, pero únicamente confiando en sí mismo, con sólo la noche alrededor; y con el único objeto amigo al que poderse abrazar: un tronco de árbol con la corteza áspera recorrido por diminutas galerías sin fin en donde dormían las larvas.
Me metí en la cama, pero no quise apagar la vela. Tal vez aquella luz en la ventana de su habitación podía hacerle compañía. Teníamos una habitación para los dos, con dos pequeñas camas aún de niños. Miraba la suya, intacta, y la oscuridad fuera de la ventana en la que él estaba, y me revolvía entre las sábanas advirtiendo quizá por primera vez el gusto de estar desvestido, con los pies desnudos, en una cama caliente y blanca, y como sintiendo al mismo tiempo la incomodidad de él atado allá arriba con la manta áspera, enfundadas las piernas en las polainas, sin poder darse la vuelta, con los huesos molidos. Es un sentimiento que ya no me ha abandonado desde esa noche, la conciencia de la suerte que es tener una cama: sábanas limpias, colchón blando... Con este sentimiento mis ideas, proyectadas durante tantas horas sobre la persona que era objeto de todas nuestras angustias, acudieron a encerrarse de nuevo en mí y de este modo me dormí.
Yo no sé si será cierto eso que se lee en los libros, que en la antigüedad un mono que hubiese salido de Roma saltando de un árbol a otro podía llegar a España sin tocar nunca el suelo. En mis tiempos lugares tan espesos de árboles sólo había el golfo de Ombrosa, de una punta a otra, y su valle hasta la cresta de los montes; y por eso nuestra tierra era conocida por doquier.
Ahora, ya no se la reconoce, a esta comarca. Se empezó cuando vinieron los franceses, a arrasar bosques como si fueran prados que se siegan todos los años y luego vuelven a crecer. Parecía cosa de la guerra, de Napoleón, de aquella época; en cambio ya no cesó. Las lomas están tan desnudas que el mirarlas, a nosotros que las conocíamos de antes, nos causa impresión.
Entonces, dondequiera que fuésemos, siempre teníamos ramas y frondas entre nosotros y el cielo. La única zona de vegetación más baja eran los limonares, pero incluso en medio se elevaban retorcidas las higueras, que más arriba llenaban todo el cielo de los huertos, con las cúpulas de su pesado follaje, y si no eran higueras eran cerezos de oscuras frondas, o bien tiernos membrilleros, melocotoneros, almendros, jóvenes perales, pródigos ciruelos, y aún serbales, algarrobos, cuando no era una morera o un añoso nogal. Acabados los huertos, comenzaba el olivar, gris plateado, una nube deshilachada a media cuesta. Al fondo estaba el pueblo amontonado, entre el puerto más abajo y la roca arriba; y también allí, entre los tejados, un continuo despuntar de copas de árboles: acebos, plátanos, incluso robles, una vegetación más despegada y altiva que se desahogaba —con un ordenado desahogo— en la zona donde los nobles habían construido las villas y rodeado con verjas sus parques.
Sobre los olivos empezaba el bosque. Los pinos debían de haber reinado un tiempo sobre toda la comarca, porque todavía se infiltraban en llanos y matorrales, por las pendientes hasta la playa, y lo mismo los alerces. Los robles eran más frecuentes y espesos de lo que hoy parece, porque fueron la primera y más preciada víctima del hacha. Más arriba los pinos cedían a los castaños, el bosque subía por la montaña, y no se le veían límites. Éste era el universo de savia dentro del cual vivíamos nosotros, habitantes de Ombrosa, sin casi percibirlo.
El primero que paró mientes en ello fue Cósimo. Comprendió que, al ser las plantas tan espesas, podía, pasando de una rama a otra, desplazarse muchas millas, sin necesidad de bajar nunca. A veces, un trozo de tierra desnuda lo obligaba a larguísimos rodeos, pero pronto fue experimentado en todos los itinerarios obligados y medía las distancias ya no según nuestras estimaciones, sino con siempre en la cabeza el trazado tortuoso que debía seguir sobre las ramas. Y en donde ni de un salto se llegaba a la más próxima, aprendió a usar otros recursos; pero esto lo diré más adelante; ahora estamos todavía en la madrugada en que al despertarse se encontró sobre una encina, entre el alboroto de los estorninos empapado de rocío, aterido, los huesos molidos, un hormigueo en las piernas y los brazos, y se dedicó a explorar el nuevo mundo.
Llegó al último árbol de los parques, un plátano. Allá descendía el valle bajo un cielo de coronas de nubes y humo que subía de algún tejado de pizarra, caseríos escondidos detrás de la sierra como montones de piedras; un cielo de hojas alzadas al de las higueras y los cerezos; y más bajos ciruelos y melocotoneros extendían robustas ramas; o se veía, incluso la hierba, hojita a hojita, pero no el color de la tierra, recubierta de las perezosas hojas de la calabacera o con el amacollarse de las lechugas o berzas en los semilleros; y así era a un lado y otro de la uve en que se abría el valle cual un embudo con el mar alto.
Y en este paisaje corría como una onda, no visible y ni siquiera, sino de vez en cuando, audible, pero lo que se oía basta para propagar la inquietud: un estallido de gritos agudos repentinamente, y después como unos chasquidos, y quizá también el crujido de una rama quebrada, y más gritos, pero distintos, de vozarrones enfurecidos, que iban confluyendo hacia el lugar de donde antes habían llegado los gritos agudos. Luego nada, una sensación de nulidad, como de un transcurrir, de algo que había que esperar no allí sino en otro sitio, y en efecto recomenzaba aquel conjunto de voces y ruidos, y los lugares de probable procedencia estaban, aquí o allá del valle, siempre donde se movían al viento las pequeñas hojas dentadas de los cerezos. Por eso Cósimo, con la parte de su mente que navegaba distraída —otra parte de él, en cambio, lo sabía y entendía todo por anticipado— formuló este pensamiento: las cerezas hablan.
Era hacia el cerezo más próximo, o mejor a una hilera de altos cerezos de un hermoso verde frondoso, que Cósimo se dirigía, y cargado de cerezas negras, pero mi hermano aún no tenía ojo para distinguir de inmediato entre las ramas lo que ocurría y lo que dejaba de ocurrir. Se quedó allí: antes se oía ruido y ahora no. Estaba en las ramas más bajas, y todas las cerezas que había sobre él las sentía encima, no habría sabido explicar cómo, parecían converger hacia él, parecía, en suma, un árbol con ojos en lugar de cerezas.
Cósimo alzó el rostro y una cereza demasiado madura le cayó en la frente, ¡chac! Entornó los párpados para mirar a contraluz (el sol crecía) y vio que tanto aquél como los árboles vecinos estaban llenos de chicos encaramados.
Al verse observados ya no se estuvieron callados, y con voces agudas aunque apagadas decían algo así como: «¡Míralo ahí qué guapo!», y apartando las hojas de delante, cada uno de la rama en que estaba descendió a la de abajo, hacia el muchacho con el tricornio en la cabeza. Ellos no llevaban nada en la cabeza o bien desflecados sombreros de paja, y algunos iban encapuchados con sacos; vestían desgarradas camisas y calzones; en los pies quien no iba descalzo llevaba tiras de trapo, y alguno atados al cuello tenía los zuecos, que se había quitado para trepar; eran la gran banda de ladronzuelos de fruta, de los que Cósimo y yo nos habíamos mantenido siempre —obedientes en esto a las imposiciones familiares— muy alejados. Esa mañana, en cambio, mi hermano parecía no buscar otra cosa, aún no estando muy claro ni para él aquello que podía esperarse. Se quedó quieto y les esperó mientras bajaban señalándolo y lanzándole, agriamente, en voz baja, invectivas como: «¿Qué es lo que busca por aquí ese tipo?», y le escupían también algún hueso de cereza o le tiraban las picoteadas por los mirlos, tras haberlas hecho voltear en el aire por el rabo de hondas.