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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

El bokor (58 page)

BOOK: El bokor
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—También tú la habrías aspirado.

—Tampoco pude verlo.

—Creo que si te dan una droga te darías cuenta.

—No lo sé, tal vez debamos hablar con Candy y ver qué le sucede.

—Si te tranquiliza, llámala.

Johnson salió mientras Bronson seguía ojeando el expediente. Unos segundos después Candy estaba frente a él.

—Candy, antes que nada quiero decirte que no es tu culpa haber dejado marchar a Kennedy.

La mirada de la mujer parecía opaca, sin el brillo natural que tenía todos los días y al hablar no lo hacía de frente, sino con su mirada puesta en un punto en el vacío.

—Candy, ¿Puedes decirnos que pasó cuando vino este hombre por Kennedy?

—Ya se lo he dicho, el tipo me pareció muy extraño, yo diría que incluso repelente.

—Pero estabas conciente de que te producía un efecto de rechazo.

—Por supuesto, deseaba que se fuera cuanto antes.

—¿Recuerdas algo en particular de tu charla con él?

—Solo su manera particular de hablar.

—¿Su acento?

—No. Estoy acostumbrada a escuchar tipos haitianos hablando nuestra lengua, me refería a una especie de siseo.

—¿Estas segura de eso?

—Por supuesto.

—¿Qué edad dirias que tiene ese sujeto?

—No más de cuarenta y cinco, aunque su aspecto descuidado puede aumentarle algunos años.

—¿Recuerdas como se ha identificado?

—Me dio sus credenciales, creo que es de un apellido francés.

—¿Lo recuerdas?

—Si claro, su nombre era Aurélian Tassier.

—No me suena de nada.

—En eso pensaba —dijo Johnson— en si en el expediente que vino de Haití se mencianaba algo al respecto.

—De todos modos para 1971 este tipo no habría nacido aún.

—Candy ¿Te dio este tipo algo de beber o comer?

—No por todos los cielos, jamás aceptaría nada a un sujeto como estos por muy abogado que diga ser.

—¿Algo que te haya llamado la atención?

—El tipo fue un grosero, en medio de la conversación comenzó a fumar.

—¿A fumar? ¿Se lo permitiste?

—Por supuesto que no, le dije que debía apagar el habano y me lanzó el humo a la cara.

—¿Un habano dices?

—Si, estoy segura, era un puro de esos que salen en las películas de gánster.

—¿Sentiste algo cuando te lanzó el humo?

—¿Unas ganas de patearlo cuenta?

—Me refería más bien a un efecto narcótico o algo por el estilo.

—Creo que no, aunque el tipo comenzó a decir cosas en creole que me parecieron muy extrañas.

—¿Una especie de oración?

—Supongo que algo similar a lo que dicen que Kennedy pronunciaba allá abajo. Los hombres estaban muy inquietos.

—Candy, cuando decidiste dejar en libertad a Kennedy ¿Sentiste algo extraño?

—¿Algo como qué?

—Como que de alguna forma no era tu voluntad.

—No estarán sugiriendo que ese tipo me drogó con ese humo del habano ¿o si?

—Queremos llegar al fondo de todo este asunto y nos preocupa que de alguna forma a ambos nos hallan manipulado.

—¿A ti también te lanzó el humo?

—No, claro que no, pero si note esa forma de hablar, como si estuviera en medio de un ritual o algo por el estilo.

—Lamento no poder ayudar más, pero no recuerdo bien la conversación con ese hombre, quizá yo también quería liberarme de su presencia cuanto antes.

—Te entiendo, el tipo no era un Adónis.

—Ni por mucho, aunque no era su aspecto físico lo que más me desagradaba, sino su aura.

—¿Su aura?

—Ese hombre no es bueno —dijo Candy con la mirada inocente— deben ustedes dos ir con cuidado, si se lo llegan a encontrar, extremen las medidas de seguridad.

—Lo haremos no te preocupes. Ahora puedes seguir con lo que hacías y recuerda, nada de lo que ha pasado es tu responsabilidad, fui yo quien dejó marchar al sacerdote.

Candy se retiró y los dos policías se quedaron unos minutos más revisando el expediente. Ninguno de los dos decía una sola palabra, nada de lo que encontraban valía un comentario.

Capítulo XL

Puerto Príncipe, Haití, 1971

Adam, lucía cansado y sudoroso, mama Candau y Jean Renaud sabían que venía de una cita con Amanda Strout y le recriminaban con los ojos el no haber atendido sus súplicas de no relacionarse más con aquella especie de bestia infernal que era para Jean y con una mujer peligrosa a los ojos de la anciana que había sido sellada para evitarle los contratiempos que ahora parecía tener la amiga del sacerdote.

Adam intentó recomponerse antes de hablar con ellos, pero las palabras insinuantes de Amanda aún resonaban en su cabeza, no podía apartar de sus pensamientos aquello que había sucedido y que aún ahora, pasados unos minutos y varios kilómetros de correr, seguía sin saber si se había tratado de su imaginación jugándole una broma o de que en realidad, Amanda era capaz de meterse en su cabeza y decirle, sin hablar, aquellas cosas que lo atormentaban.

Sin duda la deseaba, en aquello no se equivocaba Amanda, todo lo que había dicho en su cabeza era verdad, le encantaría desnudarla, seducirla o quizá mas bien, dejarse seducir por aquel ser que lo cautivaba sin importarle su investidura de sacerdote y sus votos de celibato. Para Amanda todo aquello era solo una crueldad de la iglesia que se placía en atormentar a sus sirvientes con reglas que se anteponían a los deseos naturales en hombres de la edad y el vigor de Adam Kennedy.

No podía evitar hablar con aquella pareja que lo esperaba para sermonearlo, aunque hubiese preferido entrar a la casa, ducharse y luego de recuperada su calma, llamar a Angelo Pietri, su mentor, para explicarle todo lo que le estaba pasando. ¿Explicarle? Quizá ni él mismo lograba explicarse de manera que pudiera entender qué era Amanda Strout en todo aquello, por qué el destino la había puesto justo en su camino para atormentarlo de aquella manera, o quizá más bien, ¿había sido él quien apareció en la vida de aquella mujer para corromperla? No, Amanda era demasido inteligente, demasiado culta, demasido mujer para que un hombre sencillo como él, aunque instruido, pudiera arrastrarla a algo que ella no quería.

Mama Candau y Jean caminaron hacia el cura que no atinaba a dar un paso, petrificado en el jardín de la casa, a la espera de que todos aquellos nubarrones que oscurecían su mente se despejaran y dejaran la mente lúcida que siempre tuvo antes de llegar a aquel endemoniado lugar.

—Hola padre —dijo Candau tomándole la mano con delicadeza.

—Mama, Jean, es un placer verlos.

Jean solo lo miró inquisitivo, horadándole con sus ojos en busca de respuestas sinceras.

—Padre, viene usted de ver a la señorita Strout ¿no es así?

—Así es mama Candau, necesitaba hablar con esa mujer y averiguar que juego está haciendo con Baby Doc.

—Baby Doc no es el problema, al menos no ahora que al parecer usted mismo ha caído en las sombras.

—No diga eso, mi espíritu está pronto.

—Pero su carne es débil —terminó la frase la anciana. —Amanda Strout ha logrado meterse en su mente y ahora no es usted el mismo que vino de América.

—No he cambiado, al menos no en lo que a mis convicciones se refiere.

—Padre, Amanda Strout no es alguien en quien usted pueda confiar. No ahora.

—Dígame ¿qué sabe usted de esa mujer que deba alejarme de ella?

—Amanda es un súcubo, ya se lo dije —estalló Jean.

—Eso es solo un prejuicio tuyo. Espero que usted no piense lo mismo, mama Candau.

—No importa lo que yo piense, lo importante es lo que usted sienta que es esa mujer.

—Es solo una mujer.

—Demasiado encierra esa palabra para que puede decirse que es «solo una mujer».

—Usted también lo es.

—No como lo es Amanda Strout. La señorita es un animal salvaje, una fiera, yo ahora no soy más que un animal de granja a su lado.

—Las circunstancias son diferentes.

—La hija de Benjamin Strout nació para hacer grandes cosas.

—Sin duda es una mujer preparada y…

—Amanda nació siendo lo que es, los genes de Strout y su esposa corren con su sangre.

—¿Quién era la madre de Amanda?

—Eso no viene al caso. La mujer murió lo mismo que Benjamin —dijo Candau.

—Así tenía que ser —terció Jean— ¿acaso no lo ve? Amanda es un súcubo, es la misma Jazmín que conocí en Cuba. Ahora habita el cuerpo de esa mujer. Se ha posesionado de ella y la manipula para seducirlo a usted como antes lo hizo conmigo, con Barragán y con otros bajo el nombre de Jazmín y quien sabe cuantos nombres tuvo antes.

—No digas tonterías.

—Padre. ¿La ha escuchado, verdad?

—¿Qué dices?

—La ha escuchado susurrarle al oído sin acercar su boca. La ha oído en sueños. La ha escuchado hablar sin mover los labios ¿Verdad?

—No sé de qué hablas —mintió Adam que parecía ponerse más nervioso por momentos.

—Amanda, Jazmín, todos los súcubos son capaces de meterse en nuestras mentes, como si manejaran el arte de la telepatía. Estoy seguro de que se ha metido en su mente como Jazmín lo hizo en la mía. Le ordena hacer cosas, le dice lo que usted está pensando. Lo atormenta con pensamientos que usted jamás pensó que alguien más conocía.

—A esa voz de la que hablas se le llama conciencia y no dudo que durante tu estancia en Cuba te haya reprochado muchas cosas.

—Padre, Jean puede tener razón, Amanda está siendo capaz de jugar con usted.

—¿Qué lograría con ello?

—Apartarlo a usted del camino correcto.

—¿Y cuál es ese camino, mama Candau? ¿Acaso lo sabe usted?

—El camino de su Dios.

—Mama ¿es usted cristiana? Ahora reparo en que nunca la he escuchado hablar de Jesucristo como Dios y salvador. ¿Acaso es usted una santera más, alguien que viste a sus dioses con la vestimenta de nuestros santos para no ser sorprendida en un rito pagano?

—Padre Kennedy, mis padres y antes de ellos sus padres y los padres de estos han seguido la senda de la iluminación. No necesito su aprobación para saber cuál debe ser el objeto de mi fe.

—Pero entonces, ¿admite que no cree en Jesucristo?

—Jesucristo fue un iluminado al igual que los esenios de los que Juan el Bautista fue parte y estoy segura de que las cosas en las que creo no le eran ajenas y, si se quiere, El mismo las practicaba.

—Es usted una amante de hablar con acertijos, si tiene algo que decirme respecto al culto que practicaban sus antepasados, dígalo sin tantas vueltas. Quizá así pueda convertirme en un creyente.

—No debe tomar a broma las cosas que no entiende. Amanda Strout le está ganando la partida —dijo Jean con el ceño fruncido— padre, debe usted de volver a sus creencias más básicas.

—Tampoco creo que tú seas el más apropiado para hablarme de estas cosas, por lo que sé, lo mismo tampoco eres cristiano y has confesado haberte acostado con un súcubo y aunque tal cosa no exista, el simple hecho de que lo pienses deja a las claras las confusiones que tienes en tu alma.

—Mi alma ya está perdida, no espero redención alguna, pero usted aún está a tiempo de salvar la suya.

—¿Y qué demonios se supone que debo hacer?

—Selle usted su alma con el sello de fuego, Juan el Bautista mismo lo dijo, yo los bautizo con agua, pero viene tras de mi uno que los bautizará con fuego.

—Se refería al Espíritu Santo, descendiendo sobre los apóstoles.

—No importa como usted lo vea, padre Kennedy, si no busca ser sellado con fuego su alma se perderá para siempre. Siga a mama Candau…

—¿Tiene usted el sello de fuego?

—¿Por qué se empeña en buscar donde no debe?

—Barragán y Casas me han dicho que Benjamin Strout protegía el secreto del sello de fuego, que debía buscarlo. Quizá por eso mismo lo mataron.

—¿Le hablaron del libro?

—Así es y de cómo ha desaparecido. Mama Candau —dijo tratando de serenarse— dígame, ¿Qué sabe usted de todo esto?

—El fuego es purificador, busque usted la verdad dentro de sí y luego, selle su alma.

—Es fácil para usted decirlo, sus padres lo hicieron por usted.

—Nadie recibe el sello sin desearlo.

—Creo que será mejor que me marche, ustedes dos parecen empeñados en hablar torciendo las cosas y decirme verdades a medias, si de verdad quisieran salvar mi alma, podrían decirme mucho más de lo que me han dicho.

—Vaya usted con su Dios, padre, ore, lo necesita —dijo mama Candau tomando a Jean por el brazo para apoyarse de regreso a la choza.

Adam caminó despacio hacia la casa, en unos pocos minutos había logrado alejar de sí a las únicas personas con que tenía afinidad en aquella isla. Se sentía solo, frustrado, con la esperanza con que había llegado a la isla pendiente de un hilo. Duvalier y la Mano de los Muertos parecían estar ganándole la partida y dejándole la sensación de que sería mejor marcharse de aquel sitio, como decía mama, quizá aun era tiempo de salvar su alma.

Entró sin detenerse a mirar en el interior de la casa, todo estaba igual, los muebles escasos, sus libros, sus pocas pertenencias. Se sentó junto al teléfono y marcó el número de Angelo Pietri. Esperó ansioso, uno, dos, al tercer timbre la voz acompasada del sacerdote.

—Si, dígame.

—Angelo.

—Hola Adam, casualmente estaba orando por ti y los misioneros en el extranjero.

—Gracias Angelo, no sabes cuanto lo necesito.

—Por tu voz he de suponer que no lo estás pasando bien.

—Se trata de Amanda —dijo sin detenerse a pensárselo.

—La mujer de la que me hablaste.

—Así es.

—¿Qué pasa con ella?

—Eso quisiera saber.

—Creo que no soy el indicado para hablarte de problemas amorosos.

—No se trata de eso.

—¿Estás seguro?

—Por supuesto.

—Nadie puede estar seguro de eso, mi querido Adam, decirlo es solo querer convencerte a ti mismo y no ganarás nada con eso.

—Angelo, escucho voces cuando estoy con ella.

—¿A qué te refieres?

—No es a mi conciencia, puedes estar seguro, no he hecho nada con esta mujer de lo que pueda arrepentirme. Es solo que estando con ella, me parece que me habla, aunque no puedo asegurar que es de su boca que salen esas palabras.

—Supongo que palabras que te ponen a dudar de tu fe.

—Más bien que me hacen temblar ante la posibilidad de romper mis votos.

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