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Authors: Caesar Alazai

Tags: #Terror, #Drama, #Religión

El bokor (55 page)

BOOK: El bokor
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—Te dije que no era necesario llegar tan lejos.

—No diga tonterías Bonticue, Jeremy murió por una sobredosis. No hay nada más que hablar al respecto.

—Le recuerdo que usted está sólo en eso, no me involucraré en muertes…

—Cállese, este no es el medio para hablar de estas cosas.

—Ninguno lo es, quizá deberíamos dejar de hablarnos.

—¿A qué se refiere?

—A que no deben vernos juntos ni mucho menos.

—¿Ahora teme que mi amistad le resulte perjudicial en su campaña?

—No quiero verme ligado con asesinatos.

—Creo que es tarde para eso.

Bonticue se quedó reflexionado unos segundos.

—¿Trevor, estás ahí?

—Si —dijo con voz cansada— creo que es mejor que hablemos esto por la mañana.

—Como quieras, mañana te haré una visita de cortesía y definiremos que vamos a hacer en todo este asunto. Mientras Kennedy esté preso, todas las sospechas recaen sobre él.

—Kennedy ya no está en prisión.

—¿Qué?

—Johnson me dijo que lo han liberado hace unas horas. Un abogado presionó para su liberación.

—¿Crees que esté con Francis?

—Es posible. Espero que los policías lo hayan seguido.

—No ha sido así, no tienen idea de donde pueda estar.

—¡Malditos incompetentes!

—En esta historia parece que todo el mundo desaparece sin dejar rastro.

—Le diré a mis hombres que busquen a Kennedy, si damos con él puede que también hallemos a Francis y al cadáver de Jeremy.

—Espero que sea así, si esto no acaba pronto terminará afectando mi candidatura y con ello tus negocios.

—Nuestros negocios.

***

Adam Kennedy salió de la delegación de la policía con la sensación de que algo estaba inconcluso, cuando la secretaria le dijo que podía marcharse así sin más le pareció extraño pero tampoco deseaba quedarse allí por más tiempo. Caminó sin rumbo fijo mirando los automóviles como si fuera algo nuevo para él. Cada calle, cada establecimiento, cada rostro que se aparecía ante sí se le antojaba extraño. Quizá desde que murió Jean, todos en aquel sitio eran extraños, tan extraños como le resultaron los habitantes de Haití la primera vez que llegó cargado de juventud y de deseos de hacer el bien. Haití se había quedado con todo aquello y más, se había dejado su fé, su amor, su existencia. No se arrepentía de haber viajado a la isla, mas si de no haber actuado como se lo dictada el corazón cuando tuvo la oportunidad, debió haber hecho más para librar a la isla de la influencia de Duvalier y de su profeta la Mano de los Muertos, se había dado cuenta demasiado tarde de que no existía posibilidad de redención en Haití mientras aquellos hombres siguieran con vida. Mama Candau se lo había advertido, solo aquellos que fueran cubiertos por la protección del sello de fuego serían capaces de enfrentar aquellas fuerzas demoniacas sin el precio de perder sus almas. Jean Renaud también lo había prevenido, aunque el hombre parecía cargar todas sus fuerzas contra la mujer a la que consideraba una bestia infernal, un súcubo, una descendiente de la primera mujer que se le concediera a Adán, el primer hombre de la humanidad. También le había advertido de los peligros de enfrentar a aquellos dos hombres, más peligrosos que los tontons macoutes porque a diferencia de estos, las cosas que la Mano y Baby Doc tomaban no eran reemplazables. También Amanda había intentado prevenirlo o quizá sólo lo había provocado para que perdiendo el poco sentido que le quedaba se diera de golpe con la realidad que se vivía en aquella isla. Contarle a Bronson la historia de Amanda Strout solo había logrado revivir toda aquella tragedia que había vivido hacía ya tantos años, el detective no podía entenderlo, para él solo se trataba de un lío amoroso entre un sacerdote y una mujer que terminó como suelen terminar esas cosas, con alguno de los dos hecho pedazos. Pero cómo podría un hombre como Bronson imaginar siquiera lo que había sido una pelea entre dos fuerzas que se oponen desde el principio de los tiempos, cómo explicarle que Amanda era más que una mujer, más que un hombre, más que un demonio, era su demonio personal, la piel que habitaba sus más oscuros deseos y temores, el único ser capaz de separarlo del camino que se había trazado desde que decidió optar por el camino de la fe en la iglesia católica. Ni su amigo el padre Pietri había podido ayudarlo en aquella confrontación que vivió en su mente y en su cuerpo cuando Amanda se encargó de librarlo de una venda que le impedía mirar en lo más profundo de los abismos. Amanda desató la bestia que habitaba dormida dentro de él, lo convirtió en fuego, en una marejada que arrasaba todo a su paso. Amanda le había abierto los ojos a los placeres mundanos, a los deseos de la carne a los apetitos que solo un demonio podía saber que existían en lo más profundo de su alma. Amanda lo conocía, lo supo desde el primer momento en que la vio, le desnudó su alma, le mostró el fruto prohibido que Adán no pudo resistir en el Jardín del Edén, aún antes de conocer a Eva. Tampoco él había podido resistirse a Lilitú, también él, Adam Kennedy, había sucumbido a las ambrosías ofrecidas por aquel ser al que muchos consideraban mítico pero que él había conocido y reconocido en Haití, lo más lejano posible a un Jardín del Edén, lo más cercano al infierno.

Adam caminaba por la calles de Nueva Orleans, no sabía y no quería saber adonde iría, su viejo apartamento con olor a vicios y a ratón, con olor a derrota, a muerte a desolación, no era un buen lugar para llevar su cansado cuerpo. Pensó en el licor como una salida, el escape de aquel mundo, un trago, dos, la botella completa que lo llevaría a sumergirse en el embotamiento de los sentidos, beber para olvidar, beber para no pensar, para no sentir, para no recordar.

Sin apenas darse cuenta llegó hasta la iglesia del padre Ryan. Estaba sola. Desde el otro lado del jardín parecía un edificio sacro con las imágenes de ángeles y arcángeles, Miguel luchando contra el dragón, pequeños ángeles mostrando su desnudez, pero Kennedy sabía que había sido el escenario de algo dantesco, de dos crímenes atroces, la muerte merecida de aquellos dos sujetos que contrabandeaban, que traficaban drogas, que habían vendido su alma al demonio y habían muerto como cerdos, desangrados colgando de sus tobillos con los ojos muy abiertos. También había muerto allí el padre Ryan, un hombre justo, un cristiano. No merecía morir en el mismo sitio que aquellos dos. Recordó la crucifixión del hijo de Dios en medio de dos ladrones, revuelto como si fueran de la misma calaña, el Redentor y dos simples ladrones compartiendo el sitio de la muerte en el Gólgota.

Miró hacia ambos lados y la calle estaba desierta, con sigilo, como ladrón en la noche se coló en la iglesia y se sentó hasta el fondo, con su cabeza gacha, casi metida entre sus piernas. Rezó el padre nuestro en creole:

Papa nou. Papa nou ki nan syèl la. Nou mande pou yo toujou respekte non ou. Vin tabli gouvènman ou, pou yo fè volonte ou sou latè, tankou yo fè l' nan syèl la. Manje nou bezwen an, ban nou l' jòdi a. Padonnen tout sa nou fè ki mal, menm jan nou padonnen moun ki fè nou mal. Pa kite nou nan pozisyon pou n' tonbe nan tantasyon, men, delivre nou anba Satan. Paske, se pou ou tout otorite, tout pouvwa ak tout lwanj, depi tout tan ak pou tout tan. Amèn.

Las imágenes de la iglesia lo miraban con asombro, el aire era denso, casi irrespirable, las dos últimas estrofas las dijo casí ahogándose, como si fuera el final de una maratón a la que se llega con las fuerzas justas. Volvió a mirar al techo, a la viga donde hacía apenas unos días colgaban aquellos dos hombres. Apretó su quijada hasta hacer rechinar los dientes. Parecía estar sumergido en un sopor, estar sumergido en un líquido viscoso.

—Jean, ayúdame —dijo con voz débil. —No hubo respuesta.

El hombre se frotó el pelo peinando sus canas y echó la cabeza hacia atrás dejándola caer por detrás del respaldar de la banca de madera. Los recuerdos le quemaban las sienes, hubiese deseado poder librarse de ese fardo que había cargado ya por muchos años, pero era imposible, todo se mezclaba ahora, Amanda, Jeremy, mama Candau, Nomoko con su ojo muerto, la Mano de los Muertos, el padre Ryan, Duvalier y Jean Renaud, todos jugando a la ronda en la cabeza del sacerdote, acercándose y alejándose, dejándole ver sus errores, su naturaleza humana. Por sobre todos ellos, el sello de fuego, refulgente, ardiendo como una tea. Quizá indicando que los consumiría a todos por igual. La Mano reía, la mama lo reprendía con la mirada, Nomoko con su mirada perdida como cuando tenía episodios de epilepsia, Amanda con su mirada insinuante, dominante, sugestiva. De todos ellos Amanda era la peor de las imágenes, tan atractiva, tan deseable, tan poseída por esa fuerza capaz de volverlo loco. Nunca debió haber aceptado hacer ese exorcismo, habría sido mejor dejarse sumergir en aquel torbellino hacia el que la mujer lo arrastraba, dejarse llevar a lo más profundo del pecado que haberla hecho pagar por los suyos, por sus dudas, por su falta de fe.

Amanda Strout, la mujer de fuego, quizá era ella en si misma el sello que su padre custodiaba, quizá era solo una alegoría de lo cercano que estaban el pecado y la salvación. Aquella noche en que en sueños se dejo seducir. ¿Se dejó seducir o ella lo envolvió en su tela de araña, de viuda negra? Amanda era más fuerte que él, no pudo ser al revés, no pudo haber sido él quien la sedujera y la llevara a la cama para mostrarle cosas que él mismo no sabía que existían. Solo un ser con una eternidad en la experiencia del amor sería capaz de conocer tanto, de conocerlo todo, de ir más allá de donde mujer alguna haya conducido a un hombre, a los terrenos del amor desenfrenado, febril, extasiador, demandante, mezquino y dadivoso a la vez, del amor en su estado natural, sin los contaminantes del hombre que lo ha llenado de miedos, de ansiedades, de mitos, de prejuicios y de falsas esperanzas. Amanda no pedía que la amara para siempre, sino que la amara en su totalidad, no pedía tiempo sino intensidad, no la consumía el egoísmo de los celos porque no quería nada para ella, no lo sentía una posesión sino un compañero en aquel juego que ella había inventado. Ahora estaba seguro, el amor era un invento de la mujer para conquistar al hombre, con sus tretas, sus rebuscados sentimientos, su arte, su ciencia, era producto de una elaboración de la alquimista que es capaz de convertir al hombre en lo que desea, la alfarera que juega con el hombre que es barro. Así los hizo Dios, al hombre de barro y a la mujer de fuego, le dio la capacidad de moldearlo, de hacerlo a su antojo y para eso la había provisto del arte del amor. Por eso era prohibido a los monjes, por eso los sacerdotes debían privarse de amar, para que no fueran contaminados con aquella fuerza que puede ser más grande que las convicciones, más grande incluso que la fe. Con Amanda se había dado cuenta de que Dios se equivocó al crear a ese ser, porque por el amor de la mujer el hombre era capaz de renunciar incluso a su alma y con ella a Dios mismo.

La iglesia dejó de ser un sitio de paz para Kennedy que salió de allí con la impresión de que los ángeles lo censuraban, caminó de nuevo sin rumbo fijo. Algo le decía que no debía ir a su apartamento porque allí lo estaría esperando el fetiche que una noche dejaran frente a la puerta de su casa, el fetiche con el falo gigantesco que le dejaba saber que la tentación se haría dueña de él.

Caminó esquivando a la gente que aún después de los carnavales seguía aglomerándose en las calles. Un borracho se tropezó con él y lo reconoció:

—Padre Kennedy, siento mucho lo de su amigo…

—Gracias —dijo sin detenerse.

—No debió meterse en drogas —gritó el hombre y Kennedy se estremeció al recordar los dientes irregulares y descuidados de Jean Renaud que le dejaron ver desde un principio que el hombre era preso del vicio. El hombre siguió gritando pero Kennedy ya no entendía lo que decía, solo parecía ser el murmullo de un viento agitado, como cuando amenaza la tormenta.

Un coche patrulla pasó despacio y Kennedy instintivamente se ocultó la cara con la chaqueta que llevaba puesta. Sin saberlo se consideraba un fugitivo como cuando en Haití fue perseguido por el crimen de Amanda Strout, recordó los días en que se internó en la selva para escapar, mas no de los Macoutes, siervos de Duvalier, sino de los demonios que lo acechaban, recriminándole el haber dado fin a uno de ellos enfundado en la piel de Amanda. Nunca había dejado de ser un fugitivo, a pesar de que pagó su crimen con una vida en las prisiones de Haití, nunca se dejó de sentir un prisionero.

Kennedy caminó y caminó hasta que los pies le sangraron. Llegó al bosque donde se hallaba escondido Francis Bonticue y recordó las tardes en que solía ir a ese bosque a hablar con Jeremy acerca de las cosas que había vivido en la isla. Jeremy, el joven al que no pudo salvar de aquel mundo de oscuridad. Jean se lo había contado todo, como el chico Bonticue había acudido a aquellos hombres a comprarles drogas para salvar a Jeremy que se debatía entre la vida y la muerte, una muerte que él mismo le había dicho que podía ser vencida.

Se adentró en el bosque esperando encontrar el sitio donde poder descansar sus adoloridas piernas, no tardó mucho tiempo en escuchar que lo llamaban por su nombre.

Capítulo XXXVIII

Puerto Príncipe, Haití, 1971

Amanda Strout caminaba junto al sacerdote, se sentía atraída por aquel hombre de hablar fácil, sin complicaciones, sin poses. No era el típico sacerdorte que en toda ocasión quiere evangelizar, tampoco era un hombre común, como los conociera en las universidades francesas, mucho menos en aquella isla donde llegaba tanto exiliado buscando una mejor fortuna. Su padre había sido la excepción, Benjamin Strout era el hombre más inteligente que había conocido en su vida, un verdadero intelectual que no se dejó intimidar por Papa Doc, aunque esto le costara la vida. Esperaba que Kennedy no sufriera la misma suerte, se sentía mal de que Baby Doc la colocara en la posición de espiar al sacerdote. El chico le temía a Adam Kennedy, como antes Papa Doc había temido a Benjamin y ese temor en aquel sitio y aquellas personas solo podía traducirse en algo mortal.

—De pronto se ha quedado usted muy callada, señorita Strout.

—Solo pensaba en qué lo pudo haber traido a usted a esta isla.

—Ya se lo he dicho, he venido a ayudar en lo que pueda.

—Se parece tanto a mi padre, al menos al de hace muchos años, cuando yo aún era una niña. Se empeñaba en que un hombre solo podía hacer la diferencia si realmente se lo proponía.

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