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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (16 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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Eran las primeras señales de vida humana que el caballero percibía en su paseo por el castillo de Ravenloft. La fortaleza era de grandes dimensiones pero tan despoblada, al parecer, como su propio alcázar. Dargaard tenía una colección propia de
banshees y
esqueletos de guerreros, mientras que Ravenloft acogía sobre todo ratas, arañas y poco más… al menos hasta donde él había visto.

La impresión general que causaba en Soth era la de un homenaje a la decadencia. Había esculturas y pinturas en muchas habitaciones, pero todas las obras de arte habían sufrido los estragos del tiempo. Strahd le había mostrado la capilla, una sala muy amplia guarnecida en el pasado por una magnífica serie de vidrieras; ahora, sin embargo, las ventanas estaban rotas y cegadas con tablones, la propia capilla llena de cascotes y restos de bancos desvencijados, y el altar en desuso.

Strahd miró hacia atrás y vio que su invitado observaba el pasillo que llevaba a las despensas. Frunció el entrecejo y abrió la tranca de hierro que cerraba la puerta.

—Por aquí, por favor, lord Soth. Deseo presentaros a un hombre que posee información muy interesante para vos.

El caballero de la muerte dejó de escuchar los lamentos de las víctimas de Strahd y lo siguió hacia una habitación grande, cuya puerta se cerró con un golpe sordo.

—Buenas noches, embajador Pargat —saludó el vampiro; levantó el candelabro pero no logró iluminar toda la estancia—. Os traigo una visita.

Soth se puso en tensión y asió la cruz de la espada por si se trataba de una celada; no había forma de ver qué se ocultaba en aquel recinto.

—Debe estar dormido —dijo Strahd ceñudo; al percatarse de la actitud defensiva del caballero, añadió—: No temáis, lord Soth, el embajador no está en condiciones de haceros nada.

A una palabra del vampiro, las paredes se llenaron de antorchas encendidas. Había una puerta en el centro de cada una de las tres paredes, que por lo demás, no contenían adorno alguno de factura humana. En cambio, estaban cubiertas de líquenes, y un líquido verde rezumaba entre las piedras y caía al suelo. En las esquinas flotaban telarañas del tamaño de Soth y de la misma precisión geométrica que las calles de Palanthas. El caballero de la muerte no pudo saber si las arañas eran mayores de lo normal porque no salieron de su escondite, aunque el tamaño de las ratas atrapadas en los hilos, paralizadas y envueltas en seda, sugería que aquellas tejedoras invisibles debían de ser poco comunes.

El embajador yacía en el centro de la estancia rodeado por una estructura metálica tan intrincada como las gigantescas telas de araña. El aparato se apoyaba sobre ocho patas de acero macizo unidas entre sí por tiras de plata que mantenían al hombre suspendido en el aire con los miembros completamente extendidos. Sobre el prisionero pendían varios pesos, poleas y contrapesos conectados a un hacha de bronce y a una fila erizada de puñales de plata o bronce.

—Repito: buenas noches, embajador Pargat. —El prisionero despertó sobresaltado y murmuró unas palabras incomprensibles. Strahd frunció el entrecejo una vez más, y su rostro se llenó de duras arrugas—. ¿Es que no sabéis hacerlo mejor? Me temo que aún tenéis mucho que aprender.

El embajador comenzó a gemir lastimeramente cuando el señor de Ravenloft se acercó a su lado. El vampiro dejó el candelabro en el suelo y se acarició la barbilla con ademán meditabundo.

—¡Ah! —exclamó al cabo—. Os hemos dañado la lengua ¿no es así? —Rozó con indolencia la afilada hoja de plata que pendía sobre el rostro de Pargat—. Debería haber previsto este problema.

Mientras el vampiro retiraba la hoja de plata manchada de sangre y colocaba otra de bronce, lord Soth se acercó a examinar el instrumento de tortura. Al ver al desconocido sobre su cabeza, el embajador comenzó a rogar, a blasfemar y a gemir. Soth no comprendía el confuso barboteo del hombre, pero leía el significado en el pavor desesperado de sus ojos. Strahd señaló hacia el prisionero con gesto distraído.

—Lord Soth, os presento al embajador Pargat, mensajero del duque Gundar, señor de un ducado vecino al que ha bautizado, en un derroche de imaginación, con el nombre de Gundaria.

El embajador era delgado y no muy alto, pero parecía fuerte, pues hacía crujir el entramado de metales cada vez que tiraba de él. Las abrazaderas que Strahd le había colocado en las muñecas, en la cintura y en los tobillos eran de una especie de red de acero, más flexible que las cadenas pero igual de efectiva. La camisa sin botones estaba hecha tiras, y por las rasgaduras, ribeteadas de sangre, se veían algunas heridas y piel sana y sonrosada en el resto; las botas de cuero y los pantalones presentaban el mismo estado lamentable. Todos los agujeros y tajos quedaban en línea con las hojas que colgaban amenazadoras en el armazón.

—No me divierte torturar —advirtió Strahd en tono de disculpa; se quedó atrás sumido en la reflexión.

Soth estaba convencido de que el conde admiraba la obra de sus propias manos.

—Parece un invento ingenioso —comentó el caballero.

El embajador exhaló un suspiro entrecortado y dejó de rogar.

—En realidad es muy sencillo —aseguró el conde, animado enseguida por el tema—. Los pesos y las poleas mueven las cuchillas y mantienen la máquina en funcionamiento durante horas sin asistencia de ninguna clase. —Dio la vuelta alrededor del instrumento supervisando las hojas y ajustando la tensión de los pesos—. ¿Os habéis dado cuenta de que unos filos son de plata y otros de simple bronce? Se debe a que el embajador es licántropo; un hombre rata, para ser precisos. —Se acercó a la cabeza del prisionero y le pasó la mano enguantada por la mejilla. Soth tocó una herida al embajador, y el hombre se encogió y ahogó un grito.

—Las de plata le causan lesiones graves pero las otras no, gracias a su antinatural capacidad de curación como zoántropo que es —concluyó el caballero.

—Exacto.

Soth dio la vuelta alrededor de la máquina.

—Y retiráis una hoja de plata por cada secreto que os confiesa, ¿no es así?

—Todo lo contrario —replicó Strahd con una sonrisa—. Cada vez que me revela algo sobre su señor,
añado
una hoja de plata. Tarde o temprano, el dolor o la acumulación de heridas acabarán con él. —Acarició el cabello ensangrentado del cautivo—. No dudo que él prefiere que suceda cuanto antes. Es un…
incentivo
para que hable lo más rápido posible. ¿Estoy en lo cierto, embajador? —Las palabras de Pargat eran ininteligibles pero el tono acusaba una retahíla de maldiciones—. ¡Qué grosero! —exclamó Strahd con un gesto burlesco de indignación. Con gran ceremonia, cambió la cuchilla de bronce que apuntaba al ojo izquierdo por una de plata.

Soth estudiaba el rostro del hombre. Pargat tenía los ojos azules y acuosos y el afilado rostro contraído por el dolor; el movimiento de las aletas nasales desfiguraba su fina nariz y erizaba el delgado bigote como si fueran patillas. Los dientes rotos y los restos de la lengua asomaban por un enorme boquete abierto en la mejilla y, cada vez que intentaba hablar, la herida se llenaba de burbujas de sangre y saliva.

—¿Qué puede saber este hombre que sea de interés para mí? —preguntó Soth.

Strahd colocó una mano sobre el brazo del caballero y sonrió.

—Para vos sólo existe una forma de salir de este lugar infernal: a través de un portal, una puerta singular entre este mundo y otro. El embajador sabe dónde se encuentra uno de esos raros accesos.

—¿Este hombre conoce un portal para volver a Krynn?

—Conoce uno que
sale
de este submundo —corrigió Strahd—, pero no sé dónde desemboca. De todas formas, regresar a Krynn no será difícil para un ser con tantos recursos como vos…, es decir, desde el momento en que logréis escapar del condado. —Pasó el dedo por el filo del hacha de bronce colgada sobre la garganta de Pargat, que oscilaba adelante y atrás sobre una vía bien engrasada—. El portal se encuentra en alguna parte del castillo del duque Gundar, y cuando el embajador tenga a bien revelarme el lugar exacto, cambiaré esta hacha de bronce por una de plata, que pondrá fin casi al instante a su vida y a su tormento.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Tres días. —Escrutó el rostro del cautivo en busca de alguna señal de debilidad—. Gundar lo envió con un ultimátum a propósito de ciertos asuntos mercantiles y mundanos: libertad de tránsito para comerciantes o no sé qué tonterías por el estilo. El caballero de la muerte sacudió la cabeza y se alejó.

—Si en tres días no os ha revelado lo que queríais saber, dudo que confiese.

—Sois muy impaciente, lord Soth —replicó el conde al tiempo que recogía el candelabro—. El primer día, la máquina estuvo en funcionamiento unos pocos minutos; el segundo una hora y esta noche la dejaré en marcha varias horas seguidas. —Se dirigió al prisionero—. Es probable que el dolor os hunda en la inconsciencia, embajador; pero no temáis, no os dejaré morir. —Sin mirar a Pargat, tiró de la palanca que activaba la máquina—. Vamos, lord Soth. Volveremos dentro de un rato a ver si las cuchillas le aguzan la memoria.

El caballero de la muerte miró furtivamente hacia atrás y siguió al conde al exterior. El ingenio se puso en movimiento con una sacudida. Las hojas subían y bajaban con la precisión de un reloj, y el hacha oscilaba como un péndulo penetrando en la garganta de la víctima mientras la cuchilla de plata recién cambiada escarbaba en su ojo. El prisionero aullaba y arqueaba la espalda, pero no para apartarse de las cuchillas sino para que lo penetraran más, con la esperanza de que le causaran una herida mortal. El vampiro sonrió al cerrar la puerta.

—Le permito dormir porque el sueño se parece mucho a la muerte. Si suspira porque el sueño lo libere del dolor, más prisa se dará en decirme lo que quiero para alcanzar el sueño eterno.

—¿No podéis leerle la mente mediante algún encantamiento?

El conde sacudió la cabeza negativamente sin dejar de avanzar por el salón.

—El duque Gundar, o mejor dicho, su hijo, es un mago de gran pericia y jamás ha cometido el error de enviar aquí a nadie sin la debida protección contra tales encantamientos. El primer embajador estalló de forma aparatosa cuando intenté interrogarlo por medios mágicos.

—¿Está Magda en una de estas habitaciones? —preguntó lord Soth al pasar ante varias puertas alineadas en un pasillo.

—Descansa en un cómodo aposento del piso superior. —Se quedó mirando al caballero con un toque de sorpresa en los oscuros ojos—. ¿Por qué lo preguntáis? ¿Acaso os importa la joven?

—Apenas —replicó el caballero sin emoción alguna—. Mera curiosidad.

—Naturalmente —asintió Strahd con cierta precipitación. Se dirigió hacia la última puerta y se detuvo.

Soth lo siguió pisoteando los charcos de porquería y los montones de cucarachas que cubrían el suelo. Ambos caminaban silenciosamente, por lo que el clamor de las celdas de los prisioneros resonaba con estruendo en el vestíbulo.

—¿Por qué me habéis olvidado, dioses de la luz? —gritaba una mujer.

—No —contestó una voz masculina, profunda y adusta—. Encontraremos la forma de huir; sólo hace falta que escape uno de nosotros. Trabajemos todos juntos. —Nadie respondió a la llamada y el hombre repitió su mensaje una y otra vez inútilmente.

Detrás de otra puerta, un hombre sollozaba sin poder dominarse y, cada pocos segundos, articulaba unas palabras en una lengua que el caballero no había oído jamás.

—Aquí, lord Soth —indicó el conde desde una puerta abierta al final del vestíbulo.

La diminuta habitación donde entraron no tenía mas mobiliario que una mesa pequeña, una banqueta y una chimenea apagada. Strahd dejó el candelabro sobre la tambaleante mesa, donde un anciano marchito escrutaba la celda en vano con sus ciegos ojos blancos. Estaba sentado en la banqueta y tanteaba el aire con sus dedos cubiertos de sangre y llagas mientras movía los labios en silencio.

—Antes me preguntasteis en qué forma había averiguado tanto sobre vos —recordó Strahd al entrar en la celda; con regia elegancia, se acercó a una de las húmedas paredes—. Os presento a Voldra, un místico de considerable valía, aunque es mudo, sordo y ciego al mundo que nos rodea. —Dio una orden en voz baja, y una escotilla se abrió en la piedra. Una bola de cristal, de un blanco lechoso como los ojos y la barba larga y rala de Voldra, apareció en la hornacina secreta.

«Gracias a esto —levantó la bola con tiento en su mano enguantada—, Voldra me cuenta cosas sobre los que me sirven y sobre los que maquinan en mi contra.»

—¿Nos dirá algo más sobre el duque Gundar o sobre el portal que existe en su castillo?

—Urrr —gimió el místico cuando sintió el contacto de la esfera en sus huesudos dedos. Comenzó a recorrer la superficie y la manchó con la sangre de los dedos.

—Está hambriento de contacto con el mundo exterior. Esas heridas fue lo que sacó en limpio la última vez que intentó escaparse de la celda arañando las paredes —añadió con indiferencia.

El huésped y el invitado se quedaron observando los intrincados dibujos que Voldra trazaba sobre el cristal. Al poco tiempo, Strahd extrajo pluma y papel de la hornacina y los dejó en la mesa.

—Responderá a vuestra pregunta, aunque no la ha oído. No termino de comprender el funcionamiento de sus poderes, pero la información que me procura suele ser de mi agrado.

Entre violentos estremecimientos, el anciano tomó la pluma y escribió un breve mensaje; le temblaba la mano, y el esfuerzo de completar cada palabra agotaba sus fuerzas. Cuando concluyó, cayó extenuado hacia adelante, con un brazo sobre el pergamino. El conde lo retiró y lo leyó en voz alta:

—«La sangre de un niño que jamás fue inocente abre la puerta del castillo de Hunadora. La locura no es debilidad; por tanto, tened cuidado con el hijo que no muere». —Strahd arrugó el papel—. Esto no sirve de nada. —Suspiró y levantó al anciano de la banqueta. Voldra colgaba inerte del puño del vampiro como una muñeca de trapo en manos de un chiquillo—. Intentémoslo una vez más, ¿de acuerdo? —Dejó al anciano frente a la esfera de cristal de nuevo; fatigado, el místico reanudó la tarea de buscar una respuesta más adecuada a la pregunta del carcelero.

—La última vez que le pregunté por el portal, me dio este mismo mensaje —puntualizó mientras tiraba el papel a la chimenea vacía—. No añade nada nuevo. Creo que el problema es la distancia; cuanto más lejos se encuentra la persona o el objeto que intenta vislumbrar, más nebuloso y ambiguo resulta el mensaje que me entrega.

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