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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

El caballero de la Rosa Negra (12 page)

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—Puedes dormir —dijo, en un tono más impositivo que amable.

Magda se miró las heridas que Soth le había hecho en el campamento al asirla por la muñeca. Las marcas del hielo todavía le dolían, pero empezaban a curarse, y el hombro también mejoraba. Eran los pies los que se habían llevado la peor parte durante la penosa caminata. Observó con atención las ampollas y rozaduras que cubrían los talones y los dedos, y sacó el puñal de plata para hacer vendajes del fajín. Hizo una pausa y miró a Soth, que permanecía a varios metros con los brazos cruzados.

—¿Tú no te sientas?

—No necesito descansar —respondió secamente.

—«Los vivos se cansan enseguida, pero los muertos nunca duermen» —murmuró Magda, según las palabras de un viejo dicho vistani. Se vendó los pies, volvió a ceñirse el resto del fajín y se apoyó contra un árbol—. ¡Eh, muerto! ¿Para qué quieres ver al conde?

—No seas tan descarada conmigo, muchacha. Soy lord Soth de Dargaard; si tienes que hablarme, dirígete a mí por mi título.

Magda no pretendía faltarle al respeto, pero el cansancio le había hecho olvidar el miedo por un momento.

—Perdonad, lord Soth —repuso, sin asomo de ansiedad en la voz.

Siguió un silencio tenso.

—Los vistanis sois muy osados —dijo al fin el caballero—. Debéis de tener una gran fe en Strahd. ¿Crees que te defendería si yo decidiera acabar contigo?

Magda, despavorida, se preguntó si el caballero de la muerte le habría leído el pensamiento. Todos los vistanis, no sólo la tribu de
madame
Girani, eran los ojos y los oídos de Strahd en Barovia y en los ducados colindantes. A cambio de ello, el conde respetaba su libertad de movimientos dentro y fuera de sus dominios.

—¿Por qué creéis que estoy al servicio del conde? —preguntó nerviosa.

—Vuestra mentora me advirtió que los vistanis estáis bajo la protección de Strahd. —Sacudió la mano con ademán despectivo—. Lo sucedido en el campamento es una prueba del escaso alcance de su salvaguarda.

—Strahd tiene grandes poderes —contestó Magda mirándolo de frente por primera vez—, pero los gitanos también, en cierto modo. Hay muchos campamentos vistanis en Barovia y en las tierras de alrededor, y la noticia de vuestros crímenes contra mi pueblo se extenderá entre todos ellos.

—¡Bah! Tus hermanos gitanos no pueden nada contra mí.

—Existen poderes superiores a vos, e incluso a Strahd —replicó, recostada en el árbol con los ojos cerrados—, que escuchan los ruegos de los vistanis y hacen que nuestras maldiciones se cumplan. —Se colocó de lado, de espaldas al caballero—. El propio Strahd nos respeta, lord Soth, y no se siente humillado por ello.

La primera reacción del caballero fue enfadarse, pero, a medida que reflexionaba en las palabras de Magda, comprendía que no eran más que creencias aprendidas de memoria y recitadas por una mujer cansada y asediada. Mientras contemplaba desde arriba a la hermosa muchacha de negros cabellos que se hundía en el sueño, el caballero, inconscientemente, la comparaba con Kitiara. En ambas ardía el deseo fiero de sobrevivir, aunque la señora poseía un coraje que le faltaba a la vistani. Ella jamás se habría sometido a caminar delante de él de la forma en que Magda lo había hecho, aunque tal vez la gitana intentaba ganar tiempo; tal vez fuera más paciente de lo que Kitiara hubiera podido soñar jamás…

La reflexión sobre Magda y Kitiara lo llevó a Caradoc. Soth no tenía idea de qué escondite habría hallado el traidor ni dónde habría acudido en busca de asilo en Barovia; el fantasma sabía muy bien que su amo lo mataría sin dudar en cuanto lo encontrara.

—No hay nadie con poder suficiente para protegerte —amenazó el caballero—. Y, tan pronto como me asegure de tu destrucción, escaparé de este lugar infernal y resucitaré a Kitiara.

La carretera de Svalich quedó desierta mucho antes del ocaso y, cuando cayó la noche, ni un solo viajero la cruzó. Soth despertó a Magda con los últimos rayos de sol.

—Ya es hora. —Esas breves palabras pusieron en pie a la vistani inmediatamente.

Mientras avanzaba con dificultad, comía las últimas provisiones de lo poco que había podido recoger antes de salir del campamento. Soth no le permitió acercarse al río que serpenteaba no lejos de allí para acompañar el mendrugo con un poco de agua.

El terreno se elevaba y descendía abruptamente en los últimos kilómetros antes de llegar a la aldea y al castillo, y el camino se retorcía rodeando enormes moles de granito. Más adelante, el suave aleteo de una nutrida bandada de murciélagos, que revoloteaba sin orden bajo el cielo nublado, anunció la llegada de la noche.

—Son de mal agüero —comentó Magda al tiempo que dibujaba una señal misteriosa sobre su corazón.

Soth sintió un cosquilleo de…
algo indeterminado
al ver el gesto supersticioso de la mujer; se dijo que tal vez esa señal formara parte de un encantamiento de protección contra el mal. Tal como había asegurado
madame
Girani, los vistanis no desconocían la magia.

Por fin rebasaron la última cuesta. El valle se extendía a sus pies, y un pueblecito se acurrucaba en el fondo; el lugar resultaba hosco, nada atractivo.

La carretera de Svalich atravesaba el centro de Barovia dividiendo en dos el reducido conjunto de casas bajas. Una mansión achaparrada y ruinosa señalaba la entrada del pueblo y, un poco apartada de la aldea, una iglesia de piedra y madera que amenazaba hundirse, con el campanario derruido, señalaba el final por el norte. Los bosques invadían las casas y los campos por todas partes, y el río que discurría tan próximo a la carretera bordeaba Barovia por el sur. Tanto el río como la carretera proseguían su camino hacia el oeste; el río formaba un amplio remanso y después culebreaba entre las altas y escarpadas colinas, mientras que la carretera se prolongaba hasta el castillo, agazapado en una inmensa aguja rocosa que dominaba la aldea.

—El castillo de Ravenloft —susurró Magda.

Se arropó con sus propios brazos; Soth no supo si lo hacía para protegerse del helado frío nocturno o por la presencia de la antigua y tétrica fortaleza.

No sólo el castillo llamaba la atención de Soth al contemplar el valle; una franja de niebla de muchos metros de anchura rodeaba la aldea y el castillo como una muralla de protección.

—Más niebla —siseó—. De modo que sí fue Strahd quien me trajo aquí desde Krynn.

—No —intervino Magda—. Ese anillo de niebla es una barrera defensiva para el pueblo y el castillo. Strahd la utiliza para detectar y mantener bajo control a los que entran y salen de la zona. —Rebuscó en la bolsa y sacó una ampolla de cristal que contenía un espeso líquido morado. Bebió el amargo brebaje y prosiguió—: La niebla es muy venenosa, y esto es un antídoto que sólo los vistanis tenemos licencia para elaborar. Si una persona no lo tomara, la niebla penetraría en sus pulmones y en su corazón y después, si quisiera salir de la aldea sin consentimiento de Strahd… —Dejó la frase inacabada.

—Afortunadamente yo no respiro —comentó Soth al tiempo que se encaminaba hacia las brumas.

Magda se apresuró a seguirlo; al llegar a donde comenzaba la niebla Soth titubeó.

—Ponte el fajín en la muñeca… bien apretado. —Magda no cumplió la orden al instante, y Soth añadió—: Si no lo haces me obligas a llevarte por el brazo para atravesar. —No tuvo que razonar más. Asió el otro extremo de la tela y agregó—: Procura que no se afloje; de lo contrario, te agarraré por la garganta en medio de la niebla y te llevaré así hasta el pueblo.

Cuando por fin salieron de la niebla, se encontraban en la parte norte de la villa y continuaron entre los árboles en dirección a la escarpada colina donde se asentaba la fortaleza. En el momento en que el sol lanzaba sus últimos y débiles rayos desde los montes del oeste, Soth y Magda escucharon unas voces en las cercanías.

—¡Date prisa! —gritó una voz chillona a causa del pánico—. ¡Ya casi se ha ido la luz!

—¡Ata la cuerda a esa rama!

El caballero de la muerte se movía silencioso entre los árboles con Magda a su lado. Un grupo de diez hombres fornidos trajinaba con cuerdas en el límite de la foresta, al lado de la iglesia derruida que Soth había visto desde el alto. Uno de ellos intentaba una y otra vez pasar un cabo por la sólida rama de un árbol retorcido situado frente a la ermita abandonada. Casi todos tenían el cabello y los ojos oscuros y largos y abundantes mostachos. Soth también llevaba un poblado bigote en el pasado, como todos los Caballeros de Solamnia en Krynn, aunque las burdas chaquetas de lana que vestían estos hombres y su habla indicaban que eran gentes toscas, no guerreros de noble cuna.

—¡Dame eso! —dijo secamente uno de ellos al tiempo que arrebataba la cuerda a su compatriota. Era el único rubio de la cuadrilla, y tenía los ojos azules; además estaba perfectamente afeitado y, en vez de un rudo traje de trabajo, llevaba largos ropajes rojos, descoloridos por el tiempo y pequeños para su talla. Sujetó la cuerda con sus gruesos dedos y la ató a la rama al primer intento.

—Van a ahorcar a alguien —musitó Magda con los ojos cerrados, escondida en la espesura—, a un ladrón seguramente, por robar a un boyardo.

Los hombres miraban hacia el pueblo con expectación. Resultaba evidente que los intimidaba estar tan cerca del bosque a la caída de la tarde, y no dejaban de vigilarlo. El crepúsculo aún no había dado paso a la noche cerrada cuando un jinete sobre un brioso caballo castrado de pelo castaño irrumpió en el polvo y los guijarros de la carretera desde el núcleo principal de edificios, arrastrando a una persona de baja estatura atada a la montura que se retorcía lastimosamente.

—¡Ya era hora! —exclamó un aldeano; salieron todos al encuentro del jinete y, cuando se detuvo al pie del árbol, levantaron al desgraciado prisionero.

Apenas llegaba al metro de estatura desde la punta de la calva hasta los tacones de hierro de las botas. El rudo trato le había dejado los pantalones reducidos a jirones, y los rasguños y la sangre le cubrían el pecho desnudo y los fuertes brazos. Tenía las manos atadas a la espalda con tantos metros de cuerda como para inmovilizar a varios hombres y se esforzaba por deshacer los nudos como un loco arrastrado hacia el cautiverio.

—Cometéis un error grave, muy grave —protestó el pequeño. Respiró hondo y dejó de debatirse—. Dejadme libre ahora y olvidemos este estúpido malentendido.

—¡Ah! ¡Un enano! —comentó Soth en voz baja—. Este mundo no es tan diferente del mío.

—¿Queréis decir que hay tipos raros como ése en el lugar de donde venís? —preguntó Magda, confundida—. En Barovia hay muy pocos.

Mientras Soth meditaba, el aldeano rechoncho de los ropajes rojos encendió una antorcha y la acercó al cautivo.

—Tienes que pagar tus crímenes.

A la luz de la tea, Soth vio el hematoma que impedía abrir un ojo al enano, así como su rostro, tan arañado como el pecho, y el grueso hilo de sangre que le caía de la chata nariz; la hemorragia empapaba el tupido bigote castaño, que se unía a las gruesas patillas. A pesar de todo, el enano sonreía al hombre de rojo.

—De verdad —insistió—, sería mejor para todos que me dejarais en libertad ahora.

—Terminemos con esto de una vez —terció otro aldeano, inquieto por el revoloteo de los murciélagos.

Los demás asintieron entre murmullos, y el enano fue empujado a la horca. Mientras los lugareños ataban el nudo al cuello del criminal y sujetaban el otro extremo al caballo, Soth dio la espalda al espectáculo.

—Vámonos, ya he visto suficiente.

Magda se alegró de marcharse de allí. A medida que se internaban, los ominosos ruidos del ahorcamiento iban siendo sustituidos por el suave cantar de los grillos, sonido que tranquilizaba a la joven.

—¡No! ¡Por todo lo sagrado!

Un grito rasgó el aire; después un alarido arrollador, grave y profundo, resonó de la noche.

—¡Corred, insensatos! ¡Corred!

Un gruñido retumbó en el escenario de la ejecución, y los gritos de un hombre, al que enseguida se sumaron dos más, atravesaron la oscuridad nocturna. Al cabo, el relincho de dolor de un caballo se sobrepuso a la espeluznante algarabía, seguido por el ruido de pasos precipitados y ciegos sobre la hojarasca del bosque.

Sin una palabra, Soth se giró hacia el lugar del alboroto y Magda lo siguió a través de la oscuridad. El caballero de la muerte y la vistani fueron sorprendidos por la repentina aparición del hombre de rojo, que saltó hacia ellos desde detrás de un enorme abeto agitando una tea.

La escena se paralizó en pleno bosque como un cuadro irreal: Magda agazapada en posición defensiva; Soth tenso e inmóvil, con la cabeza ligeramente ladeada y la capa golpeándole la espalda en silencio, y el hombre, a unos cuantos metros, inclinado hacia adelante a punto de perder el equilibrio y con los ojos aterrorizados clavados en él. Soth percibió algo más en aquella mirada; el hombre no sólo estaba sorprendido, sino despavorido porque había identificado al caballero de la muerte.

Con la misma rapidez con que apareció ante Soth y Magda, el aldeano huyó entre los árboles dejando una estela de luz tras de sí.

El caballero pensó en darle alcance, pero el aullido terrorífico que se oyó en ese momento le hizo desechar la idea y regresar al lugar de la horca.

Lo que encontraron allí los tomó por sorpresa. El caballo y cinco lugareños yacían descuartizados en un mar de sangre, y de los demás no había ni rastro. En el centro de la carnicería estaba sentado el enano, magullado y golpeado pero sin la soga al cuello y con las manos libres. Silbaba mientras se calzaba una de sus botas con suela de hierro.

Alargó el brazo para coger la otra con la lentitud de quien se acaba de despertar de una larga siesta, pero se detuvo en seco y arrugó la nariz con fastidio.

—¿Más campesinos? —musitó, y dejó caer la bota al suelo. Se agachó hasta ponerse casi a cuatro patas y olisqueó el aire—. Salid de ahí. Dejad que vea quienes sois. —Miraba hacia Soth y Magda, aunque estaban bien escondidos entre los tupidos abetos. La vistani intentó retirarse poco, pero el caballero dio un paso adelante—. Y el otro —recalcó, observando a Magda con el ojo guiñado.

—Vamos, Magda —ordenó Soth al ver que dudaba. La muchacha salió del escondrijo buscando la daga con la mano.

—¡Vistani! —escupió el enano al ver a la mujer de cabello negro y piel oscura. Dejó escapar un gruñido gutural y se puso en tensión como si fuera a saltar—. Tendría que haberme imaginado que erais agentes del conde.

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