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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (35 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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—¿Cuál de ellos es Benedict?

—Benedict di Caela intentó destruir esta familia y es posible que todavía lo esté intentando. ¿Por qué íbamos a erigirle una estatua? No digáis tonterías.

Al final de la sala se abrió una puerta y apareció otra muchacha que, a mi parecer, tendría la misma edad que Enid. Vino hacia el lugar en que nos hallábamos.

—Mi prima Dannelle —anunció Enid—. Ven aquí. Te presento a Galen Pathwarden, un escudero eminente.

La muchacha empezó a andar más despacio para observarme mejor.

—Es muy pequeñito para ser un escudero —dijo Dannelle.

—Pero encantador —replicó Enid—. Ven a verlo.

Debo admitir que me sentí algo violento. No me gusta que me mimen con exceso y presentía que eso iba a ocurrir. Dannelle atravesó la sala. Tenía la gracia de la familia di Caela. Pero no su aspecto físico.

Sin embargo nadie podía decir que no fuera también bella. En lugar de tener el cabello rubio, los ojos marrones y las mejillas salientes, era pelirroja con ojos verdes y era bajita, como un pajarito. Me miró fijamente. Tuve la sensación de estar mirándome en un espejo en el que me veía reflejado como una jovencita encantadora.

Me sentí incómodo.

—Hay una grieta en el pedestal del viejo Gerald, Enid —dijo Dannelle todavía mirándome—. Este muchacho se parece más a un Pathwarden que a un humano.

—Venga, Dannelle. Déjalo ya —la reprendió Enid—. No se le puede responsabilizar de...

Y ambas muchachas se pusieron a reír. Enid me apoyó la mano en la espalda, devolviéndome el calor y el rubor que había sentido en la escalera pocos momentos antes.

—A Dannelle no le gusta mucho tu hermano mayor, aunque no sé por que, tienen el mismo color y todo —explicó Enid.

Dannelle hizo un mohín de burla, se volvió y aparentó querer dejarnos, saliendo de la sala.

Enid la llamó y las dos se miraron con recelo durante unos segundos, y a continuación estallaron en carcajadas.

En aquel momento advertí el fuerte semblante familiar. Las dos risas inundaron los largos salones de la torre con una música cálida y acogedora.

* * *

Caminamos los tres juntos hasta el final del salón de las estatuas, que ahora estaba encendido por el sol de la tarde. Dimos la vuelta en la puerta de Dannelle, según creí adivinar, para regresar al rellano. Durante el camino cada una de las muchachas me iba mostrando diversas reliquias de la historia de la familia di Caela.

Me enteré de quién era Denis di Caela, que declaró la guerra a las ratas de la bodega del castillo. Algo irrelevante en cualquier castillo, pero en uno de estas proporciones (y en el momento en que ocurrió), imposible. Oí cómo, después de diez años perdiendo batallas, atrapó a una rata enorme y la tuvo apresada durante un año, pensando así que las demás ratas se rendirían para lograr la «libertad de su líder».

También supe de Simón di Caela, que, pensando que era una iguana, se pasaba el tiempo tomando el sol en el tejado de la torre más baja del nordeste, esperando poder cazar alguna mosca. Según las muchachas proclamaron alegremente, una helada inesperada lo mató.

Hombres como éste fueron los que rechazaron los ataques de Benedict di Caela durante más de cuatrocientos años.

Eso era suficiente para recobrar la confianza y sentirse valeroso.

—¿Podría preguntaros, Lady Enid, qué es lo que apaga vuestro entusiasmo con respecto al novio en cuestión?

—La profecía, tonto. Los garabatos de la profecía que hay en el
Libro de Vinas Solamnus -
-respondió Enid con frialdad.

—¿Así que conocéis la profecía?

—Claro. Tío Roderick fue a propósito a Palanthas cuando un bibliotecario la descubrió en el margen del texto. Sin duda se trata de una tontería, pero como cada generación sufre un contratiempo, la familia tiene que velar ante todas las posibilidades.

»
Menciona algo referente a un «Bright Blade», ya lo sabéis —continuó, conduciéndonos a otro salón que había arriba a la izquierda, luego a otro a la derecha cuya pared estaba cubierta con un mural que representaba la caída de Ergoth. En la otra pared no había nada más que dos puertas que, según dijeron, daban a un balcón desde el cual se divisaba el comedor—. Y Padre interpretó esa profecía como que debíamos casarnos con un Brightblade.

—Naturalmente el texto de la profecía no dice exactamente eso —añadió Dannelle—. Se puede leer de diversas formas: como algo referente a que una «Espada Brillante» levantará la maldición, o cosas más rebuscadas como lo que dijo tío Robert: que Enid tuviera que casarse con uno de ellos.

»
De ahí la organización del torneo. Tío Robert pensó que si había un torneo, Bayard Brightblade tomaría parte en él. Entre otras cosas, fue una forma de atraerlo hacia aquí.

—Pero no salió bien —Enid retomó el relato suspirando—. ¿Dónde estaba Sir Bayard? Perdido en los bosques.

Todavía me ruboricé más. Enid siguió sin ninguna delicadeza.

—Aunque sólo lo he visto una vez, tiene mejor aspecto que ese... Androctus... ¿Con quién debo casarme?

—Pero... —empecé a hablar, pero Dannelle me interrumpió.

—Tío Robert asegura que Enid no debe preocuparse por nada, ya que ni su boda con ese Androctus, ni con ningún otro Caballero, hará que cambie su vida. Dice que quienquiera que se case con un di Caela se convierte en un di Caela, por lo que ella puede quedarse en el castillo y vivir como antes.

—¿No hay un proverbio gnomo —pregunté— que dice algo así como «si quieres saber algo de alguien, cásate con él y tráelo a vivir con la familia»?

Ambas rieron con cierta tristeza aseverando lo que había dicho.

—Sea como sea Gabriel Androctus —declaró Enid—, casarme con él será la última cosa que hago contra mi voluntad.

Lo cual no presagiaba nada bueno para la felicidad marital del campeón.

Pero no mostré satisfacción alguna por ello.

¡Tenía que haber algún modo para que Brightblade se saliera con la suya! Era de suponer que Enid debía casarse con un Brightblade, no con un extranjero fácil de ser engañado.

Las primas di Caela siguieron entreteniéndome y me mostraron el segundo piso de la torre. Me colmaban de belleza y atenciones hasta que, inevitablemente, llegara el momento de llevarme al matadero, el comedor, donde Sir Robert iniciaría el interrogatorio, que tanto me temía, para conocer los detalles de los últimos quince días criminales como escudero de Bayard.

Empecé a caminar más despacio, ahogando un falso bostezo.

—Os ruego que no malinterpretéis este bostezo como falta de interés, señoras. Todo el asunto de los di Caela y los Brightblade lo encuentro fascinante, pero me temo que...

Me tomé una pausa confiando en su educación y buenas costumbres. No quedé decepcionado.

—¡Prima Dannelle, estamos llevando al muchacho por todas partes cuando probablemente le gustaría descansar antes de la cena! —exclamó Enid.

—¡Somos muy impertinentes, prima Enid! ¿Qué pensará ahora de la hospitalidad del Castillo di Caela?

Dannelle extendió la mano y me alisó el cabello. Volví a acalorarme y enrojecer.

—Vuestra hospitalidad no deja nada que desear, Lady Dannelle. Pero
estoy
cansado. Si fuerais tan amables de mostrarme el regreso a mis habitaciones para poder dormir una hora antes de la cena, os estaría sumamente agradecido.

Y así lo hicieron sin más tardanza, excusándose durante el camino. Con todas las atenciones centradas en mí, apenas pude grabar en la mente el recorrido desde una sala a la otra entre los murales y las estatuas. Al llegar frente a la puerta en la que debía quedarme, todavía no estaba seguro de conocer realmente los entresijos de la torre.

Una vez dentro y solo, me senté durante un rato y eché de nuevo los dados rojos, que me mostraron la Señal del Caballo de Mar. Me maldije a mí mismo por haber leído sólo tres de los comentarios de Gileandos sobre el Calantina, habiendo dejado para «más tarde» el volumen de los signos del agua por no conocer los animales que en él aparecían. Sin hacer caso de los dados, una vez que los pasos en el exterior quedaron sustituidos por el sonido de los cucos, volví a salir al vestíbulo y eché una mirada a la izquierda primero, luego a la derecha; no vi a la bella Enid, ni a la bella prima. Recuperé la curiosidad que antes del bello encuentro me indicaba el camino.

Deseaba un encuentro con Sir Gabriel Androctus.

* * *

No fue difícil reconocer el trayecto. Atravesé la sala de los cuadros, la escalinata de mármol, dejé a un lado el primer salón que daba al rellano, luego a la derecha y abajo al salón de las estatuas alineadas. Oí que alguien me llamaba desde el exterior del edificio. Me detuve y eché un vistazo por las ventanas al patio, a las murallas del castillo y a los campos del oeste. A pesar de la distancia, divisé el sol amarillo de la bandera de Bayard que ondulaba en la lejanía, entre las de los demás Caballeros.

Por lo menos había encontrado un refugio para pasar la noche.

Pasé de puntillas entre los mármoles de las estatuas de los di Caela, que me observaban fríamente, como si desaprobaran lo que hacía. Sin duda alguna el pedestal del viejo Gerald estaba agrietado.

A juzgar por el estado de las estatuas de Denis y Simón, y luego el de la de Mariel, eso ocurría con los pedestales de toda la familia.

A continuación pasé por delante de la puerta de Dannelle.

Seguí por el salón de la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, hasta que llegué a un salón en el que, a la derecha, el asedio de Ergoth mostraba su cólera silenciosa, estática y para siempre reflejada en la pintura de la pared.

La puerta que había enfrente del mural dio paso a la calidez de una inmensa oscuridad, a un olor de telas preciosas adornado con el ligero matiz de los años. Más allá de la oscuridad oí un murmullo de voces: conversación, risas y sonidos de loza y metal. Caminé con precaución hacia las voces, guiado por el contacto de la mano con el terciopelo.

Me hallaba tras una cortina y tanteaba, como un actor novel, en busca de la abertura.

La hallé, mas no sin cierta dificultad. Encontré allí un balcón que asomaba a un comedor: el gran salón de la casa del foso parecía enano a su lado, cosa que ya había supuesto, pero no hasta tal magnitud. El comedor del Castillo di Caela tenía el tamaño de toda la casa del foso, sin decir que el valor de su decoración podía superar con creces a todo el conjunto de los tesoros de los Pathwarden.

La sala se hallaba bañada por la luz de multitud de antorchas y velas de todos los colores: blanco, amarillo, ámbar y rojo. Abajo, unos personajes del tamaño de juguetes realizaban los preparativos: los músicos afinaban guitarras y violoncelos, un grupo de volteadores ensayaban en el centro y, alrededor de los artistas, unos cuarenta criados se dedicaban a sus tareas específicas: extendían manteles y colocaban platos, cubiertos y copas frente a cada asiento.

Me senté en la oscuridad superior observando los preliminares del banquete.

Al poco rato separé las cortinas. Los músicos iniciaron un aria, algo bajo, profundo, solámnico y grave. Me eché hacia atrás un momento y volví a mirar. Los residentes del Castillo di Caela empezaron a desfilar gradualmente por el salón con un orden admirable.

Primero las mujeres. Enid encabezaba la procesión. Llevaba un vestido blanco y flores en el rubio cabello. Sin duda debería estar más bella cualquier domingo que en esta procesión con el vestido nupcial solámnico, pues desde el balcón pude advertirle una mirada de preocupación en el rostro aquella noche. Había algo que turbaba aquellos preciosos ojos marrones.

Dannelle, como dama de honor, la seguía con las manos cruzadas delante. Pude imaginar que todavía estaba indignada ante la situación de la cercana boda de su prima. Se inclinó hacia adelante para susurrarle algo a Enid y, a pesar de la ceremonia, los hombros de las primas empezaron a agitarse por las risillas ahogadas.

Tras ellas desfilaban otras damas de la corte, menos relucientes, y a continuación los Caballeros, algunos de los cuales evidentemente habían participado en el torneo. Entre ellos destacaba un hombre alto con un escudo de concha marina en espiral y otro con una llamativa armadura ceremonial que pesaría unas cuatrocientas libras.

Eran Sir Ledyard y Sir Ramiro, como supe más tarde.

Sir Robert di Caela cerraba la procesión y se sentó presidiendo una gran mesa de caoba situada en el centro del comedor. Todos los Caballeros permanecieron de pie junto a sus respectivos asientos esperando a que el viejo se sentara. Junto a él, un sillón de alto respaldo todavía vacío; evidentemente estaba reservado para el novio.

¿Cómo era posible que todos aquellos Caballeros hubieran rivalizado participando en un torneo y ofreciendo cortesías a Lady Enid? Se veían un poco viejos para esas tonterías.

Los jóvenes entraron después. Llevaban su primer «distintivo de torneo», como Padre solía llamarlo: una contusión, una torcedura o también una rotura, indicando la primera entrada del portador en las listas. Se lucían algunos brazos en cabestrillos o entablillados y uno de los hombres, con el muslo visiblemente roto y recompuesto, tuvo que ser entrado en brazos de otros dos.

Alfric y Brithelm entraron en medio de este grupo, y se los veía algo desplazados entre todo ese estilo y resplandor solámnico. Alfric parecía un bufón, como ya era habitual; sin embargo, fue alentador ver a Brithelm, con ropas rojas y sin asear, pero sano, intacto y sin pretensiones, a pesar de la compañía. De súbito sentí alegría por el hecho de que hubiera venido y hubiera rescatado a mi hermano mayor en el pantano.

A pesar de la congregación de jóvenes espadas y a pesar del buen humor que generalmente inspira la víspera de una boda, sobre todo en un banquete en el que por lo visto no iba a faltar ni vino ni música, cierto pesimismo se desprendía del lugar, y también cierta tristeza.

Fue todo muy sombrío hasta que se sentaron los Caballeros y la música empezó a inundar la sala. Bajo las órdenes de Sir Robert, que se comportaba como un viejo sentimental, los criados corrieron de un lado a otro apagando la mitad de las velas, la mitad de las lamparillas y unas cuantas luces del candelabro que colgaba en la parte central del techo del comedor. Dominaba ahora una fuerte tonalidad ámbar que provenía de las ondulantes luces de las velas reflejadas en los petos pulimentados. El novio entró al son de una marcha militar entonada por los violoncelos y una corneta de plata que también centelleaba en una esquina apartada.

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