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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (38 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Brithelm seguía parloteando sobre la valentía de Alfric, sobre cómo había rescatado a Alfric de las arenas movedizas y de cómo había salido de la casa del foso a la mañana siguiente de partir nosotros. Me contó cómo habían cruzado sin dificultad las planicies de Coastlund cabalgando los caballos que Alfric había recibido como regalo de agradecimiento del jefe centauro Archala, después de haberlo ayudado a ahuyentar a los sátiros del pantano.

Parecía que los centauros también se hubieran creído las mentiras de Alfric.

Brithelm siguió y siguió. Habló de la rapidez y el bienestar con que se pasó el tiempo en el camino. No temían en ningún momento no encontrar el desfiladero de Bayard, pero tuvieron que volver al norte y acercarse a Palanthas para sortear las montañas, y eso hizo que Alfric perdiera la oportunidad de participar en el torneo. Brithelm continuó contando cómo «algo» le anunció que siguiera el vuelo de los cuervos. Pronto los cuervos empezaron a posarse en las ramas de los árboles que había al lado del camino, graznando sin interrupción. Cuando Alfric gritó y empezaba la retirada, los pájaros salieron volando hacia el este, hacia Solamnia.

Bebí un poco más de vino, miré de nuevo hacia la ventana y temblé.

Brithelm dijo que, siguiendo a los cuervos, encontraron el desfiladero y cruzaron la montaña en medio de la noche. Recordé las voces que me habían despertado.

El descubrimiento del desfiladero, y el fácil acceso por aquel lugar, dejaron a Brithelm sorprendido. Se hallaba entonces tranquilo al tener la seguridad de que la mano de la Fortuna estaba guiando los pasos de su hermano mayor. A pesar de ello, cuando llegaron al Castillo di Caela, ni él ni Alfric podían comprender que el torneo hubiera terminado. Sir Robert di Caela fue amable, pero desconfiado y poco claro. Los instaló en los cuarteles de la torre del homenaje y les dio los parabienes por haberse esforzado en hacer caminos difíciles y peligrosos.

—Por alguna razón, sin embargo, Sir Robert está menos contento con Sir Bayard Brightblade —concluyó Brithelm y me miró con curiosidad, taladrándome con la mirada.

Se levantó de la cama, donde se había sentado, y se dirigió a la ventana. Con ternura levantó el cuerpo sin vida del pájaro y lo acarició con las manos.

—El pobre animal habrá entrado volando y se ha golpeado contra el cristal. Es extraño, Galen —dijo mientras se volvía hacia mí—. Es extraño que los criados no lo hayan retirado antes de instalarte aquí. Lleva varios días muerto. ¡Qué triste! —Lo dejó caer por la ventana sin ceremonia alguna—. No es lo que más le conviene tener en la habitación a un muchacho enfermo como tú.

Varios días muerto.
Como el prisionero de la casa del foso.

No sé si a causa del vino, de la fiebre o al cansancio que me daba el estar echado, sentí que las lágrimas me venían a los ojos. Tuve dificultad en aguantarlas mientras hablaba.

—Brithelm, he cometido actos deleznables.

Me miró sin inmutarse, y movió la cabeza. Luego le conté mi historia, o al menos tanto como osé contarle.

*

*

—¿Así que ese pájaro era Benedict di Caela? —inquirió Brithelm, mientras mordisqueaba un huevo duro y manteniendo el equilibrio de la bandeja en la cabeza.

—¡No, maldita sea! Ese pájaro era algo en que se encarnaron Benedict di Caela, Gabriel Androctus, el Escorpión, lo que quieras. Sea lo que sea o lo que pueda ser, todavía está por aquí planeando maquinaciones perversas.

Brithelm se puso de pie rápidamente y se dirigió a la puerta.

—Debemos ir los dos a decirle a Sir Robert di Caela que... Gabriel Androctus, al que cree su futuro yerno, no es sino una maldición de la familia reencarnada.

—Creo que no, Brithelm. No debemos descubrir las cartas que el viejo Benedict tiene escondidas en su ponzoñosa manga.

—Entonces es hora de contarle a Sir Bayard toda la historia, Galen. De esa forma no estarás desprotegido.

—¡Creo que no, Brithelm! Puedes pensar que el mundo es un lugar en el que podemos confiar, pero de una cosa no tengo duda, y es que Bayard Brightblade, si se entera de esta historia, me descuartizará.

—Entonces —concluyó Brithelm—, ha llegado la hora de descuartizar. ¿Te apetece más sopa?

—No... No tengo hambre. No estoy muy sobrio, es el vino que me has traído. No estoy tan borracho como para confesar todo mi oscuro pasado. Para ello tendría que tomar alguna bebida de los gnomos o algo más fuerte.

Brithelm asintió, tenía el rostro cubierto con el tazón de sopa.

Cuando levantó la cabeza para respirar, poco tenía que decir.

—Iremos a ver a Bayard tan pronto como se te haya pasado esa fiebre. Debemos ir. Piensa en Sir Robert. Piensa en Enid. Si la mitad de lo que me dices de ese cuervo de mal agüero es cierto, corre un peligro espantoso.

»
Piensa en Agion.

Algo más que la fiebre o el vino me impulsaban. Esta vez estaba seguro.

—Brithelm, tengo que salir esta misma noche. Bayard habrá partido mañana a mediodía. Está muy deprimido como para quedarse a la boda.

—¡La boda! —exclamó Brithelm—. Ya lo había olvidado —añadió con más serenidad—. ¿Eso que hay en el fondo del cuenco son patatas? No les he hecho caso, creyendo que eran nabos.

—Debemos ir a ver a Bayard. ¡Esta misma noche!

—Muy bien —confirmó Brithelm, curioseando en el cuenco de sopa. Levantó la cabeza y me miró fijamente a los ojos—. Y nada de mentiras esta vez, Galen. No te comportes como lo hizo Alfric.

Debió de notar la sorpresa de mi rostro ya que, riendo, miró hacia abajo y removió lo que había en el cuenco con el dedo.

—¿No pensarás que me he creído los cuentos de héroe de nuestro hermano?

—Entonces ¿por qué...?

Me miró otra vez y sonrió.

—Porque eso le hizo sentirse mejor. Estaba muy confuso. Había perdido muchas ocasiones de ser escudero y, cuando intentó hacer algo para conseguirlo, se vio arrojado en tierras movedizas por su hermanito, en el Pantano del Guarda. Tuvo que gritar hasta que su hermano mediano lo rescató. Necesitaba un poco de... paisaje ornamental en esta historia, una parte en la que también él fuera héroe.

—Entonces, ¿cómo quieres que vaya y se lo cuente todo a Bayard?

—Por la misma razón.

Volvió a mirar dentro del cuenco y removió un poco más.

—Las patatas se vuelven transparentes cuando hierven demasiado. ¿No son nabos eso, Galen?

Me acercó el cuenco sonriendo, y de nuevo le apareció aquel mohín de distracción en el rostro.

* * *

Como se puede imaginar, Bayard no se alegró en demasía al verme. Tiritando por el aire de la noche que me perforaba la túnica y la capa con más intensidad que lo hiciera en las montañas, me acerqué a la tienda donde se había izado su estandarte aquella tarde. Lo vi sentado, sin compañía, lejos de los demás Caballeros. Se hallaba envuelto en la manta, de la que había sacado el escudo ceremonial de los Brightblade, y también tiritaba en aquella desapacible noche de otoño. Había dejado el escudo boca abajo a su lado sobre el sucio suelo.

La noche estaba encapotada y fría. No lejos de Bayard, los demás Caballeros bebían
roka,
tocaban música y se contaban relatos de historias, celebrando la compañía antes de levantar el campo y regresar a Palanthas, a Caergoth, a Solanthus o a aquellos otros pocos lugares en los que la Orden seguía siendo permitida y todavía bien aceptada. Brithelm pasó en medio de ellos, quedándose sorprendido por los cuentos que los Caballeros estaban contando.

—¿Crees que todas esas historias son ciertas, Galen? ¿Son verdad esos cuentos de monstruos marinos y de secuestros por garras de águilas? ¿Puedes creer que Sir Ramiro, aquel de allí, tiene una espada que habla?

—Supongo que se sienten bien contándoles a los demás todo eso, Brithelm —respondí sin poner mucha atención a mis palabras. La oscuridad del campamento de mi antiguo protector estaba salpicada de pequeñas hogueras.

Bayard se hallaba pensativo y triste por los acontecimientos acaecidos y contemplaba atentamente las estrellas. Daba lástima verlo en ese estado y sentí pena por él.

Intenté pasar inadvertido por aquel jolgorio y lo hubiera conseguido fácilmente, entre cítaras, entrechocar de copas y fanfarronadas, pero el humo de las hogueras o el polvo levantado por el viento, o simplemente la fatiga, me produjo un acceso de estornudos que se sucedieron en cascada. Pasado esto, aspiré por la nariz profunda y ruidosamente y seguí el camino como uno más del campamento, o como un portador de algún mensaje para mi protector que no pudiera sufrir retraso alguno.

Sir Ramiro de Maw, con sus casi ciento ochenta kilos, me detuvo antes de poder llegar a Bayard.

—No me acercaría a él si fuera tú, muchacho. No parece estar muy satisfecho con todas las desgracias que ocurrieron en este torneo y, según tengo entendido, pusiste tu granito de arena para que no llegara a tiempo.

—Así que ha estado hablando sobre este asunto, ¿verdad? —exclamé. Pero Ramiro empezó a hacer gestos rápidos con las gordas manos, tan rápidos que los antebrazos se le estremecían.

—No, no, muchacho. Bayard Brightblade nunca hubiera hablado de ello. Tu hermano se fue un poco de la lengua en el último banquete y parecía muy satisfecho de que hubieras enviado al infierno los planes de Sir Bayard. Considerando que así fue, si has venido en busca de perdón, te aconsejaría que esperases hasta mañana.

El voluminoso Caballero se puso frente a mí y cruzó los brazos sobre aquel inmenso pecho. Fue como si una esclusa se cerrase en mis narices, retrocedí y estuve a punto de meterme en una hoguera de dos Caballeros de Caergoth. Forcé una voz oficial, la más creíble que pude, bajándola por lo menos una octava.

—¿Así que Bayard no está satisfecho con mis servicios, Sir Ramiro? Quizá lo esté cuando la familia di Caela, inclusive la hermosa Enid, se extinga por fin debido al maleficio que ha acarreado durante cuatrocientos años.

—¿Otra vez el maleficio? Creí que los di Caela habían olvidado ese cuento.

—Por favor, señor, permitidme continuar. Las malas noticias primero tienen que ser oídas por Sir Bayard.

Volví a toser e inicié la larga ruta que daba la vuelta a Sir Ramiro, quien se puso de nuevo ante mí, pero Brithelm lo distrajo con algunas preguntas referentes a la espada parlante, pudiendo pasar, sin que me lo impidiera, hacia el campamento donde Sir Bayard estaba sentado. Tenía la mirada perdida y se hallaba encogido bajo las mantas y su disgusto.

Me paré y tomé aliento mientras Bayard observaba la luna.

—Las cosas en el Castillo di Caela, señor, me temo que no podrían estar en peores condiciones.

—¿Así, pues, que Robert decidió que tampoco quiere que entres a su servicio? —inquirió Bayard cortante, sin separar la mirada del firmamento, de alguna constelación. Seguí su mirada hasta el cénit del cielo, donde los dragones danzaban alrededor del Libro de Gilean. Unas nubes negras aparecieron y con gran velocidad cubrieron las estrellas. El olor del aire anunciaba las lluvias.

Las cosas eran extrañas y complejas y, por otra parte, el Caballero que tenía ante mí no era fácilmente abordable.

—Es más complicado que todo eso, Bayard.

—Sí, la situación es complicada, Galen —dijo de repente, y entonces alejó la mirada del cielo para fijarla total y abiertamente en mi rostro—. Pero he resuelto el acertijo. La solución radica en que, a pesar de las buenas intenciones de tu padre, los hijos de Andrew Pathwarden son como cangrejos metidos en un tarro: uno se sube encima del otro hasta que llega al borde del recipiente, luego el de abajo lo hace caer. El hijo mediano, sin embargo, está excepcionalmente ungido de cierta básica buena voluntad.

Señaló con la cabeza a Brithelm cuando dijo esto, luego se levantó, arropándose bien con la manta, pues el viento soplaba con más intensidad y el olor de la lluvia era más acuciante. Se alejó de mí a grandes pasos y el silencio y las zancadas me acobardaron y me impidieron seguirlo. Quedamos separados por una distancia de unos veinte pasos.

Empezaron a caer gruesas gotas de lluvia a nuestro alrededor y, lejos, al sur, resonaban los truenos. Tuve que levantar la voz por encima de los ruidos naturales y de los del drama.

—Benedict di Caela ha regresado.

Los relámpagos coloreaban de blanco el cielo que cubría el campamento. Durante un momento se perfiló la figura de Bayard, que se hizo clara y totalmente visible. No pude oírlo debido al trueno que siguió, pero pude leer la palabra
qué
en sus labios.

Siguieron más truenos y relámpagos. La lluvia barría el suelo entre ambos. Empecé a correr hacia mi protector, chapoteando sobre el lodazal recién formado en el camino. Se me mojaron las ropas y me sentí frío y empapado; el dolor iba penetrando en todos mis huesos.

Debí desmayarme. Fue un grito de Bayard el que me despertó en medio de aquel encharcado camino que llevaba al Castillo di Caela. Estaba de pie junto a mí. Me había tomado de los hombros y me zarandeaba como un maestro suele hacer con los alumnos más problemáticos.

—¿Qué te ocurre, Galen? ¿Qué...? —se detuvo y luego continuó zarandeándome, aunque ahora sin tanta violencia—. Salgamos de esta lluvia.

Tras cubrir nuestras cabezas con la manta, me llevó hasta un bosquecillo, cerca del camino del castillo. La mayoría de los árboles era de hoja perenne, quedaban muchas hojas de verde intenso en las ramas de los castaños que se extendían entre cedros y juníperos, y su grosor era tal que podían haber resguardado de la lluvia a un grupo mucho más numeroso que el nuestro.

Allí nos sentamos. Bayard extendió la manta sobre dos ramas bajas y tuvimos así un cobijo improvisado para protegernos de las inclemencias del tiempo.

Me eché debajo de la manta y, al respirar, pude percibir aquellos viejos olores tan familiares de lana, polvo, lluvia ligera, sudor y caballos. Bayard se agachó a mi lado.

—¿Que qué pasa, Bayard?


Sir
Bayard. Te guste o no, estás de nuevo a mi servicio. No hay ni un palo ni una rama seca en todo el maldito bosque. Me parece que tendremos que seguir esta reunión sin hoguera.

El rostro de Bayard no podía disimular su preocupación. Se inclinó hacia adelante y puso la mano en mi frente.

—Estás ardiendo, muchacho.

Si pienso en ello, recuerdo que estaba agarrotado, aunque en aquellos momentos pensé que se debía a que estaba arropado bajo mantas contra el frío. Le pedí a Bayard que me llevara a las hogueras del campamento, donde podría calentarme los pies y también sentirme mejor, pero entonces aquello ya no tenía sentido pues mi mayor problema era el exceso de fiebre en primer lugar y...

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