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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (12 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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Yo tenía ocho años cuando murió mi madre, y nunca había logrado llenar el vacío. Era un dolor que no desaparecía nunca, como si me hubiera quedado incompleta. Se aprende a soportarlo y seguir adelante, pero continúa ahí.

Había un hombre sentado junto a ella, acariciándole la espalda en círculos interminables. Tenía el pelo corto y oscuro, casi negro, muy cuidado, y era ancho de hombros. De lejos guardaba un extraño parecido con Peter Burke. Fantasmas a la luz del sol.

El cementerio tenía bastantes árboles, que arrojaban sombras grisáceas. Al otro lado del camino de grava había dos hombres que esperaban en silencio: los sepultureros. Tenían que terminar su trabajo.

Miré el ataúd y su manto de claveles rosa. A un lado había un montículo cubierto por el verde chillón de la hierba falsa. Era la tierra que acababan de sacar y que volverían a echar al agujero.

No se debe permitir que los dolientes vean la tierra arcillosa que caerá sobre el ataúd lustroso. Paladas de tierra que ocultan la madera y cubren al marido, al padre, atrapándolo para siempre en una caja revestida de plomo. Un buen ataúd impide el paso del agua y los gusanos, pero no detiene la putrefacción. Por mucho que el cadáver de Peter Burke estuviera rodeado de raso, aunque le hubieran puesto corbata y lo hubieran acicalado, seguía siendo un cadáver.

El final del entierro me pilló distraída. La gente, aliviada, se levantó al unísono, y el hombre de pelo negro ayudó a la desconsolada viuda a incorporarse. Estuvo a punto de caer de bruces, y otro hombre corrió en su ayuda. La mujer se tambaleó entre ellos, arrastrando los pies.

Volvió la cabeza, desmañada, para mirar atrás, soltó un grito estremecedor y se abalanzó sobre el ataúd. Aplastó las flores y se puso a arañar la madera, buscando los cierres que mantenían la tapa en su sitio.

Todos nos quedamos mirando anonadados. Los dos niños tenían los ojos muy abiertos. Mierda.

—Que alguien la detenga —dije subiendo demasiado la voz. La gente me miró, pero me dio igual.

Me abrí paso a empujones entre los asistentes que se disgregaban y las hileras de sillas. El hombre de pelo negro había sujetado a la mujer por las manos, y ella gritaba y forcejeaba en el suelo. El vestido negro se le había subido hasta los muslos.

Llevaba una combinación blanca. El rímel se le había corrido por toda la cara como si fuera sangre negra.

Me planté delante del hombre que llevaba a los dos niños. Estaba paralizado mirando a la mujer.

—Disculpe —dije. No reaccionó—. Disculpe. —Parpadeó y me miró como si acabara de aparecer ante él—. ¿No sería mejor que los niños no vieran esto?

—Es mi hija —dijo. Tenía la voz pastosa. ¿Estaría colocado, o era sólo por la congoja?

—Tiene mis condolencias, pero debería llevarse a los niños al coche. —La viuda había empezado a soltar alaridos inarticulados. La niña estaba temblando—. Esa será su hija, pero también tiene que pensar en sus nietos. Sea un buen abuelo y sáquelos de aquí.

—¿Cómo se atreve? —La cólera le encendió los ojos. No parecía dispuesto a escucharme; su dolor no aceptaba intromisiones. El niño, el mayor, que tendría unos cinco años, me miraba con unos ojos marrones enormes. Estaba pálido como un fantasma—. Creo que es usted quien debería irse.

—Tiene razón. Toda la razón.

Rodeé la escena y salí atravesando la hierba azotada por el calor del verano. No podía ayudar a aquellos niños, igual que nadie me había ayudado a mí. Pero yo había sobrevivido. Y ellos también sobrevivirían, probablemente.

Manny y Rosita me esperaban. La mujer me abrazó.

—¿Te vienes a comer el domingo después de misa?

—Me temo que no puedo —contesté con una sonrisa—, pero gracias por la invitación.

—Va a venir mi primo Albert. Es ingeniero; un buen partido.

—No necesito ningún buen partido, Rosita.

—Ganas demasiado dinero para ser mujer —contestó con un suspiro—. Por culpa de eso no necesitas un hombre.

Me encogí de hombros. Si algún día me casaba, cosa que empezaba a dudar, no sería por dinero, sino por amor. Mierda, ¿es que esperaba que apareciera el amor de mi vida? Ni de coña.

—Tenemos que ir a buscar a Tomás a la guardería —dijo Manny, asomándose por detrás de su mujer con una sonrisa de disculpa. Rosita le sacaba casi treinta centímetros. También era mucho más alta que yo.

—Saludadlo de mi parte —dije.

—Deberías venir a comer —insistió Rosita—. Albert es muy guapo.

—Gracias por haber pensado en mí, pero creo que paso.

—Vamos —dijo Manny—. El niño nos espera.

Rosita se dejó arrastrar al coche, aunque a regañadientes. Le resultaba ofensivo que yo tuviera veinticuatro años y no pensara en el matrimonio. En eso coincidía con mi madrastra.

No veía a Charles por ningún lado. Habría vuelto corriendo al despacho a ver a algún cliente. Al principio pensé que Jamison también se habría marchado, pero estaba esperándome en el césped.

Su atuendo era impecable: traje cruzado y corbata estrecha color burdeos, con topos oscuros, sujeta con un alfiler de ónice y plata. Me sonrió, y eso era mala señal.

Alrededor de sus ojos verdosos se extendía el vacío, como si le hubieran borrado el color. Cuando se llora un montón, la piel pasa del rojo intenso al blanco traslúcido.

—Me alegro de que hayamos venido tantos —dijo.

—Sé que erais amigos, Jamison. Lo siento.

Asintió y bajó la vista. La seguí y vi que tenía unas gafas de sol entre las manos. Después me miró fijamente, muy serio.

—La policía no le ha dicho nada a la familia —comentó—. Le pegan un tiro a Pete, y sus parientes no tienen ni idea de qué ha pasado.

Tenía ganas de decirle que la policía hacía todo lo humanamente posible, porque era la verdad, pero se cometen demasiados asesinatos en San Luis al cabo del año. Le pisábamos los talones a Washington DC en la carrera por el título de capital del crimen de los Estados Unidos.

—Hacen lo que pueden, Jamison.

—¿Y por qué no nos mantienen informados? —Se le crisparon las manos, y oí el ruido del plástico al romperse. Él no pareció darse cuenta.

—No lo sé.

—Tú tienes contactos en la policía. ¿No podrías intentar enterarte de algo?

Su mirada era sincera, llena de auténtico dolor. Normalmente pasaba soberanamente de Jamison; a fin de cuentas, ni siquiera me caía bien. Era un ligón, un engreído y un tolerante de mierda que consideraba a los vampiros personas con colmillos. Pero aquel día… Aquel día parecía humano.

—¿Qué quieres que pregunte?

—Si hacen progresos, si tienen sospechosos… Esas cosas.

Eran preguntas vagas, pero importantes.

—Intentaré averiguar algo.

—Gracias, Anita —dijo emocionado—. Gracias, de verdad. —Me tendió la mano y la acepté. Entonces reparó en las gafas de sol rotas—. Mierda, noventa y cinco dólares a la basura.

¿Se había gastado esa pasta en unas gafas de sol? Tenía que ser una broma. Un grupo se estaba alejando con la familia, por fin, con la viuda rodeada de parientes bienintencionados que la llevaban prácticamente a rastras. Los niños, con su abuelo, cerraban la marcha. Nadie hace caso de los buenos consejos.

Un hombre se apartó del grupo y se nos acercó. Era el que me había recordado a Peter Burke. Medía uno ochenta, aproximadamente, y tenía la piel bronceada, un bigote negro y una perilla fina, casi de cabra. Era como un galán misterioso de cine, pero había algo en sus movimientos, o tal vez en el mechón blanco que tenía justo encima de la frente, que invitaba a adjudicarle el papel de villano.

—¿Va a ayudarnos? —Sin preámbulos. Sin saludos.

—Sí —contestó Jamison—. Anita Blake, John Burke, el hermano de Peter.

Quería preguntarle si era el famoso John Burke, mi alma gemela, el reanimador y matavampiros más conocido de Nueva Orleans. Nos estrechamos la mano. Su apretón era fuerte, casi doloroso, como si quisiera comprobar mi reacción. No rechisté, y me soltó. Igual no se había dado cuenta de que apretaba con mucha fuerza, pero lo dudaba.

—Siento mucho lo de tu hermano. —Lo decía en serio. Me alegraba de decirlo en serio.

—Gracias por ofrecerte a conseguir información.

—Me sorprende que no le hayas pedido a la policía de Nueva Orleans que lo pregunte.

—La policía de Nueva Orleans y yo tenemos ciertas desavenencias. —Tuvo el detalle de mostrarse incómodo.

—¿De verdad? —pregunté con los ojos como platos. Estaba al tanto de los rumores, pero quería oír la verdad: siempre supera a la ficción.

—Acusaron a John de haber participado en asesinatos rituales —dijo Jamison—. Sólo porque es sacerdote vodun.

—Oh. —Vaya. Pues era exactamente lo que me había llegado por radio macuto—. ¿Cuánto tiempo llevas por aquí, John?

—Casi una semana.

—¿De verdad?

—Peter llevaba dos días desaparecido cuando encontraron el… cadáver. —Se humedeció los labios, y sus ojos oscuros enfocaron algo que había detrás de mí. ¿Habrían empezado a trabajar los sepultureros? Me volví para mirar, pero la tumba seguía igual—. Te agradeceremos muchísimo cualquier ayuda que puedas prestarnos.

—Haré lo que pueda.

—Tengo que volver a la casa. —Movió los hombros como para desentumecer los músculos—. Mi cuñada se lo ha tomado muy mal.

Me mordí la lengua. Qué mayor. Pero había una cosa que no podía dejar pasar.

—¿Puedes encargarte de tus sobrinos? —Se volvió para mirarme con un ceño de perplejidad—. Quiero decir, mantenerlos al margen de las escenas escabrosas.

—Se me ha hecho un nudo en la garganta al ver que se tiraba sobre el ataúd —dijo asintiendo—. ¿Qué habrán pensado los niños?

Se le anegaron los ojos, pero los mantuvo muy abiertos para evitar que escaparan las lágrimas. Yo no sabía qué decir. No quería verlo llorar.

—Hablaré con la policía para averiguar lo que pueda, y cuando tenga algo se lo diré a Jamison.

John Burke asintió lentamente. Sus ojos eran como un vaso en que sólo la tensión superficial impide que se derrame el agua.

Me despedí de Jamison, fui al coche y puse el aire acondicionado a tope. Cuando arranqué y me alejé, los dos hombres seguían al sol, en mitad de la hierba requemada.

Hablaría con la policía, a ver si averiguaba algo. Pero además tenía otro nombre para Dolph: John Burke, el reanimador más famoso de Nueva Orleans, sacerdote vodun. A mí me parecía un buen sospechoso.

DIEZ

Cuando metí la llave en la cerradura estaba sonando el teléfono. Grité «Ya voy, ya voy», aunque la verdad es que no sé por qué tengo esa manía. Ni que pudieran oírme y esperar.

Abrí de par en par y contesté al cuarto timbrazo.

—¿Sí?

—¿Anita?

—Hola, Dolph. —Se me encogió el estómago—. ¿Qué hay?

—Creo que hemos encontrado al niño —dijo con voz inexpresiva.

—¿«Creo»? ¿Cómo que «creo»?

—¿Tengo que deletreártelo? —Sonaba cansado.

—¿Está como sus padres?

—Sí —contestó, aunque lo mío no era una pregunta.

—Virgen santa. ¿Cuánto han dejado?

—Ven a verlo. Estamos en el cementerio Burrell, ¿lo conoces?

—Claro. He trabajado ahí.

—Ven en cuanto puedas. Yo quiero irme a casa y abrazar a mi mujer.

—Bien. Lo entiendo. —Hablaba sola, porque Dolph ya había colgado. Me quedé mirando el teléfono mientras se me pasaban los escalofríos. No quería ir a ver los restos de Benjamin Reynolds. No quería saber nada. Me llené los pulmones y dejé escapar el aire lentamente.

Bajé la mirada: un vestido, medias negras y zapatos de tacón. No era una indumentaria adecuada para la escena de un crimen, pero tardaría demasiado en cambiarme. Normalmente era la última a la que llamaban, y cuando yo terminaba, recogían los trastos y se iban. Me puse unas deportivas negras, para caminar por la hierba ensangrentada. No hay quien limpie las manchas de sangre de los zapatos de vestir.

Tenía la Browning Hi-Power, con su funda y todo, encima del bolso negro. Durante el entierro la había dejado en el coche, porque no sabía dónde esconderla con el vestido. Ya sé que en la tele se ven muchas pistoleras de muslo, pero ¿os dice algo la palabra
rozadura
?

Dudé si debería guardar la pistola de repuesto en el bolso, pero decidí que no: como todos los bolsos, iba equipado con un agujero negro portátil de serie, así que sería inútil intentar sacar el arma a tiempo.

Sí que llevaba un puñal de plata en una funda de muslo, bajo la minifalda. Me sentía como Kit Carson travestido, pero tras la simpática visita de Tommy no quería salir desarmada; no me hacía ilusiones respecto a lo que pasaría si me pillaba en bragas. Las armas blancas no son tan eficaces, pero sí mejores que ponerse a gritar y patalear.

Aún no me había visto obligada a sacar rápidamente un puñal oculto en el muslo. Quedaría tirando a obsceno, supongo, pero pasar un poco de corte a cambio de seguir con vida sale a cuenta, ¿no?

El cementerio Burrell está en la cima de una colina. Tiene algunas tumbas centenarias, con el alabastro liso e ilegible por la erosión, como las piruletas con relieve después de chuparlas. La hierba crece indómita, tachonada por lápidas que montan guardia con desgana.

A un lado del cementerio hay una casa, donde vive el guardés, aunque no tiene gran cosa que guardar: el recinto lleva lleno tantos años que el último muerto que enterraron en él podría contarnos anécdotas de la Feria Mundial de 1904.

El camino interior del cementerio ha desaparecido. Queda su fantasma: una franja de terreno donde la hierba crece más baja. La casa del guardés estaba rodeada de coches de policía, y también vi la furgoneta del depósito. Mi Nova no daba la talla; igual debería instalarle antenas, o un cartel que pusiera
TELEZOMBI,
aunque supongo que Bert me montaría un número.

Saqué un mono del maletero y me lo puse. Me cubría desde el cuello hasta los tobillos, y como suele ocurrir, la entrepierna me quedaba a la altura de las rodillas. Nunca he entendido por qué los hacen así, pero por lo menos me cabía la falda. En un principio me había comprado los monos para matar vampiros, pero la sangre es sangre, y además, los hierbajos me habrían dejado las medias hechas cisco. Después saqué un par de guantes de látex de la caja de cien unidades y, ataviada con mis zapatillas deportivas, ya estaba lista para ver los restos.

Los restos. Qué aséptico suena.

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