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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (14 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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Me asomé a la puerta de su cubículo y lo vi sentado a la mesa.

—¿Qué hay de nuevo, vieja? —dijo a modo de saludo.

—¿De verdad te crees gracioso, o lo haces por tocar los cojones?

—Soy graciosísimo —contestó con una amplia sonrisa—. Pregúntale a mi novia.

—En eso estaba yo pensando.

—¿Qué te cuentas, Blake? Y por favor, no me digas que es una de esas cosas que no puedo publicar.

—¿Te gustaría que te diera una primicia sobre la legislación que regula las actividades con zombis?

—Puede —contestó entrecerrando los ojos—. ¿Qué quieres a cambio?

—Algo que no puedes publicar, al menos por ahora.

—Me lo temía. —Me miró con cara de reproche—. Adelante.

—Necesito toda la información que puedas conseguir sobre Harold Gaynor.

—No me suena de nada. ¿Debería? —Había perdido el semblante risueño y estaba muy concentrado: olfateaba un reportaje.

—No veo por qué —dije con precaución—. ¿Puedes conseguirme algo?

—¿A cambio de lo de los zombis?

—Te llevaré a todas las empresas que usan zombis. Puedes ir con un fotógrafo, para que saque a los cadáveres trabajando.

—Una serie de reportajes con imágenes vagamente escabrosas. —Sus ojos se iluminaron—. Y tú entre los zombis, toda maqueada: la bella y la bestia. Seguro que mi redactor jefe compra.

—Ya me imagino, pero eso de posar…

—Eh, a tu jefe le encantará. La publicidad animará el negocio.

—Y venderá periódicos.

—Desde luego.

Irving se quedó mirándome en silencio. No había mucho ruido de fondo; casi todo el mundo se había ido ya, y el cubículo de Irving era uno de los pocos que quedaban iluminados; se había quedado a esperarme. Conque la prensa no duerme nunca, ¿eh? Era media tarde, y como nos descuidásemos, nuestra única compañía sería el murmullo del aire acondicionado.

—Voy a ver si tenemos algo sobre Harold Gaynor en máquina —dijo Irving al fin.

—¿Te has quedado con el nombre cuando sólo lo he mencionado una vez? —Sonreí—. No está mal.

—Es que soy un profesional… —Se volvió hacia el ordenador con movimientos exagerados; se puso unos guantes imaginarios y se ajustó los imaginarios faldones de un frac.

—Déjate de chorradas. —Mi sonrisa se amplió.

—No agobies al maestro. —Pulsó unas cuantas teclas, y la pantalla cobró vida—. Sí, lo tenemos. Vaya si lo tenemos; tardaría siglos en imprimir todo eso. —Se echó hacia atrás para mirarme. Mal rollo—. ¿Sabes qué? Cuando lo tenga todo, con las fotos que haya, te lo haré llegar de mil amores.

—¿Cuál es el truco?

—¿Truco? —Se llevó la mano abierta al pecho, todo ofendido—. Es por puro altruismo.

—De acuerdo, envíamelo a casa.

—¿Y por qué no quedamos en Dave el Muerto?

—Eso está en el barrio de los vampiros. ¿Cómo es que ahora vas por ahí?

—Se rumorea que la ciudad tiene un nuevo amo, y quiero conseguir la exclusiva. —Su rostro angelical me miraba muy serio.

—Así que te dejas caer por Dave el Muerto para ver si pescas algo —dije sacudiendo la cabeza.

—En efecto.

—No soltarán prenda. Pareces humano.

—Gracias por el cumplido. Pero contigo sí que hablan, Anita. ¿Sabes quién es el nuevo amo? ¿Puedes presentármelo? ¿Y conseguirme una entrevista?

—Irving, por favor, como si no tuvieras ya bastantes problemas. ¿Ahora te vas a poner a incordiar al rey de los vampiros?

—Así que es hombre.

—Masculino genérico.

—Sabes algo, estoy seguro.

—Lo que sé es que no te conviene llamar la atención. Los vampiros son peligrosos, Irving.

—Intentan integrarse en la sociedad y quieren recibir un tratamiento positivo en los medios de comunicación. Una entrevista sobre sus planes para la comunidad vampírica, sus proyectos a largo plazo… Sería muy profesional, sin chistes sobre cadáveres ni sensacionalismo: periodismo del bueno.

—Sí, ya. Y en la portada, un titular estrictamente periodístico: «Declaraciones del amo de los vampiros de San Luis».

—Estaría muy bien.

—¿Has vuelto a esnifar tinta?

—Te daré todo lo que tenemos sobre Gaynor. Hasta fotos.

—¿Cómo sabes que tenéis fotos? —le dije. Me miró con su cara redonda y risueña adecuadamente inescrutable—. Así que no te sonaba el nombre, pedazo de…

—Por favor, Anita, compórtate. Consígueme una entrevista con el amo de los vampiros y te daré todo lo que quieras.

—¿No te vale con una serie de reportajes sobre los zombis? Fotos a todo color de cadáveres putrefactos, Irving. Eso vendería muchos periódicos.

—¿Y no puedo entrevistar al vampiro?

—Si tienes suerte, no.

—Mierda.

—¿Piensas darme el expediente de Gaynor?

—En cuanto lo tenga —dijo asintiendo antes de mirarme—. Pero quedamos en Dave el Muerto. Igual me dicen algo si ven que voy contigo.

—Igual no te has dado cuenta de que dejarte ver con la Ejecutora no te ayudará a hacer migas con los vampiros.

—¿Siguen llamándote así?

—Entre otras cosas.

—De acuerdo. ¿El expediente de Gaynor a cambio de que me dejes acompañarte la próxima vez que ejecutes a un vampiro?

—Más quisieras.

—Venga, Anita…

—Ni de coña.

—Vaaale —dijo con un gesto de rendición—. Pero sería un reportaje cojonudo.

—No necesito publicidad, por lo menos de esa.

—Lo que tú digas. ¿Nos vemos en Dave el Muerto dentro de un par de horas?

—Que sea una; prefiero no estar en el Distrito cuando anochezca.

—¿Es que hay alguien de por allí que te la tenga jurada? Tampoco quiero que corras peligro. —Sonrió—. Me has conseguido unas cuantas portadas, y no me gustaría perderte.

—Me conmueves, pero no hay nadie que me la tenga tan jurada, que yo sepa.

—No pareces muy segura.

Lo miré tentada de decirle que el nuevo amo de los vampiros me había mandado una docena de rosas blancas y una invitación para ir a bailar, pero la había rechazado. Que también me había dejado un mensaje en el contestador, para invitarme a una fiesta. Y no le hice ni caso. De momento, el amo de los vampiros me cortejaba como si fuera un caballero de hace siglos, pero no podía durar. Jean-Claude no era de los que aceptaban la derrota.

Pero no se lo dije, claro. Mejor que no lo supiera.

—Nos vemos en Dave el Muerto en una hora. Tengo que pasar por casa para cambiarme.

—Ahora que lo dices, es la primera vez que te veo con vestido.

—Vengo de un entierro.

—¿Por asuntos de trabajo o personales?

—Personales.

—En ese caso, lo siento.

Me encogí de hombros.

—Como no me largue ya, llegaré tarde. Muchas gracias, Irving.

—No te estoy haciendo ningún favor. Me las vas a pagar con lo de los zombis.

Suspiré. Ya me lo veía pidiéndome que abrazara a los pobres cadáveres. Pero había que conseguir llamar la atención sobre aquel asunto; cuanta más gente supiera qué se hacía con los zombis, más probable sería que se aprobara el proyecto de ley. En realidad, era Irving quien me hacía el favor a mí, pero no tenía por qué enterarse.

Me alejé por las oficinas en penumbra y me despedí haciendo un gesto con la mano, sin mirar atrás. Quería quitarme el vestido y ponerme algo que me permitiera llevar pistola. Si iba a Villasangre, no estaría de más.

DOCE

La zona de San Luis donde se encuentra Dave el Muerto tiene dos nombres: el oficial es la Orilla, y el otro, Villasangre. Es el último grito en barrios vampíricos, y toda una atracción. El vampirismo ha conseguido convertir San Luis en la meca del turismo. Cabría esperar que se conformaran con las montañas Ozak, que es el mejor sitio para pescar del país, o con musicales dignos de Broadway, o tal vez con el Jardín Botánico, pero no. La verdad es que no hay color: nada les planta cara a los nomuertos. Hasta a mí me cuesta…

Lo único visible en las ventanas de cristal tintado de Dave el Muerto son los anuncios de cerveza. La luz del atardecer cedía paso al crepúsculo. Los vampiros no saldrían hasta que cayera la noche, así que tenía algo menos de dos horas. Más que de sobra para entrar, echar un vistazo al expediente y salir… si todo fuera como la seda. Ja.

Me había puesto unos pantalones cortos negros, un polo azul marino, unas deportivas negras con detalles en azul, unos calcetines blancos y negros, y un cinturón de cuero negro. El cinturón me servía para anclar la funda de sobaco. También llevaba un blusón sin mangas, estampado en blanco y azul, para ocultar la Browning Hi-Power que llevaba bajo el brazo izquierdo. No estaba mal el atuendo, pero el sudor me caía a chorros por la espalda. Demasiado calor para el blusón, pero con la Browning tenía trece balas aseguradas; y hasta catorce, si hiciese la animalada de llenar el cargador y dejar otra en la recámara.

Todavía no había para tanto, o eso creía, pero por si acaso me había guardado otro cargador en el bolsillo. Ya sé que ahí se llena de pelusa, pero ¿dónde iba a meterlo si no? Prometo que un día de estos me compraré una funda de lujo con cartuchera, pero todos los modelos que me había probado me daban complejo de bandolero, aparte de que los tendrían que adaptar a mi tamaño.

Casi nunca llevo cargador de repuesto cuando salgo con la Browning. Seamos realistas: si hacen falta más de trece balas, no hay nada que hacer. Lo triste era que no había cogido la munición extra pensando en Tommy, ni en Gaynor, sino en Jean-Claude: el amo de los vampiros de la ciudad. No es que las balas bañadas en plata pudieran matarlo, pero los disparos le dolerían, y cicatrizaría muy despacio, casi a ritmo de humano.

Quería estar fuera del barrio antes del anochecer porque prefería no toparme con Jean-Claude. Estaba segura de que no pretendía hacerme daño, pero por buenas que fueran sus intenciones, ya sabemos que lo cortés no quita lo valiente. Me había ofrecido la inmortalidad sin el engorro del vampirismo, pero al parecer, el paquete incluía toda una eternidad con él. Era alto, pálido, guapo y más sexy que un body de encaje.

Le había dado por convertirme en su sierva humana, pero a mí no me daba la gana ser la sierva de nadie, ni siquiera a cambio de la vida eterna, la juventud eterna y un ligero riesgo para el alma. El precio era demasiado alto, aunque Jean-Claude no lo viera así. Llevaba la Browning por si tenía que convencerlo.

Cuando entré en el bar me quedé a ciegas. Esperé hasta que los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, como en las películas del Oeste, cuando el protagonista se para en la puerta del
saloon
y parece que inspecciona a los parroquianos. Siempre he sospechado que no es que esté buscando al malo, sino que tiene las pupilas contraídas y no ve tres en un burro. Pero nadie le pega un tiro antes de que recupere la vista, nunca he sabido por qué.

Eran las cinco y pico de un jueves, y casi todos los taburetes y todas las mesas estaban ocupados. El bar bullía de ejecutivos trajeados, tanto hombres como mujeres. Algún cliente que otro llevaba botas de trabajo y un bronceado que terminaba en el codo, pero casi todos eran de clase media aspirando a alta: Dave el Muerto se había puesto de moda a pesar de los esfuerzos en sentido contrario.

Encima parecía la hora feliz. Mierda. Los yupis habían acudido en manada con la esperanza de ver a un vampiro. Cuando llegara el momento ya estarían entonadillos; todavía más interesante, hala.

Irving estaba sentado en la esquina de la barra, y me saludó al verme. Le devolví el saludo y empecé a abrirme paso hacia él. Tuve que hacer maniobras para colarme entre dos tipos con traje y encaramarme al taburete con muy poca elegancia.

Irving me dedicó una sonrisa radiante y se inclinó para hablarme al oído. La marejada de conversaciones era tan intensa que no se distinguía una palabra.

—Te imaginarás la cantidad de dragones que he tenido que abatir para reservarte ese taburete. —Noté el olor del whisky en su aliento.

—Los dragones son una mariconada; deberías probar con vampiros. —Abrió los ojos desmesuradamente, pero continué sin darle tiempo a formular la pregunta; hay gente que no tiene sentido del humor—. Era una broma. Además, por aquí no ha habido dragones nunca.

—Ya lo sé.

—Sí, claro.

Bebió un trago de whisky. El líquido amarillento resplandecía con la luz tenue.

Luther, el camarero y encargado de día, estaba en el otro extremo de la barra viéndoselas con un grupo de parroquianos rebosantes de alegría. Si hubieran estado un poco más contentos, habrían entrado en coma allí mismo.

Luther es un tipo grande, no a lo alto, sino a lo ancho, pero tiene una grasa tan sólida como los músculos. Su piel es tan negra que tiene reflejos morados, y la brasa del cigarrillo que sujetaba entre los labios resplandeció con un naranja intenso cuando dio una calada. No conozco a nadie a quien se le dé mejor hablar mientras fuma.

Irving abrió el maletín de cuero que tenía a los pies y sacó una carpeta de cuatro dedos de grosor, sujeta con una goma gigante.

—Coño. ¿Puedo llevármelo a casa?

—Tengo una compañera que está escribiendo un reportaje sobre hombres de negocios que no son lo que parecen —contestó negando con la cabeza—. He tenido que prometerle a mi primogénito para que me dejara llevarme esto, pero se lo tengo que devolver mañana.

Miré la pila de papeles y suspiré. El hombre que tenía a la derecha estuvo a punto de estamparme el codo en la cara.

—Lo siento, nena —balbuceó girándose hacia mí—. Suerte que no te he dado.

—Mucha, sí —confirmé. Sonrió y se volvió hacia su amigo, otro hombre de negocios que se reía estrepitosamente de algún chiste. Con alcohol suficiente, todo tiene gracia—. Aquí es imposible leer —le dije a Irving.

—Te seguiré hasta donde quieras —contestó con una sonrisa.

Luther se plantó delante de mí, se sacó un cigarro del paquete que siempre llevaba encima y lo encendió con el que acababa de fumarse. Después aspiró profundamente y echó el humo por la nariz y la boca. Hablando de dragones…

Apagó la colilla en el cenicero que siempre llevaba de un lado a otro, como si fuera un osito. Fuma como un carretero, le sobran kilos por todas partes, y calculo que tendrá más de cincuenta años, pero nunca se pone enfermo. Deberían contratarlo de mascota en alguna tabacalera.

—¿Otro? —le preguntó a Irving.

—Vale.

Luther sacó una botella de detrás de la barra, rellenó el vaso y le colocó una servilleta limpia debajo.

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