—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? —insistió Dave.
Última oportunidad de tener escolta vampírica hasta el coche. Se estaba ofreciendo a protegerme del amo, pero no daba la talla; no llevaba ni diez años muerto.
—Me alegra saber que te preocupas tanto por mí.
—Anda, largo.
—Cuídate —dijo Luther.
Les sonreí a los dos y me volví para marcharme del bar, del que se había apoderado algo parecido al silencio. No creía que la gente hubiera pescado gran cosa de nuestra charla, pero tenía la impresión de que todo el mundo me miraba. Contuve el impulso de volverme y decir «¡Buuu!». Estoy segura de que más de uno habría gritado.
Sería por la cicatriz en forma de cruz que tengo en el brazo. Sólo los vampiros tienen marcas como esa, ¿no? Salen cuando la carne impía se marca con un crucifijo. La mía me la habían hecho con un hierro candente, por encargo de un maestro vampiro que ya estaba criando malvas. Le había parecido gracioso. Ja.
O quizá fuera sólo por Dave. Igual ni se habían fijado en la cicatriz y me estaba volviendo paranoica. Llevarse bien con un vampiro respetuoso de la ley levanta sospechas. Pero a la que ven unas cuantas cicatrices raras se imaginan lo peor. Pero tampoco es tan grave. Las sospechas son sanas: ayudan a seguir con vida.
La oscuridad sofocante se cerraba a mi alrededor como un puño cálido y pringoso. Una farola dejaba un charco brillante en la acera, como si chorreara luz derretida. Todas las farolas son reproducciones de las de gas de hacía un siglo. Son negras y estilizadas, pero no acaban de dar el pego. Como los disfraces: tienen buena pinta, pero son demasiado cómodos para ser de verdad.
El cielo era como una presencia oscura sobre los altos edificios de ladrillo, pero las farolas mantenían la penumbra a raya, sujetando la carpa de oscuridad con postes de luz. Era de noche pero no lo parecía.
Empecé a caminar en dirección al aparcamiento de la calle Uno. Es casi imposible aparcar en la Orilla, y el turismo sólo empeora el problema.
Los zapatos de Irving, de vestir, hacían tanto ruido que hasta producían eco. Era una calzada de adoquines, y como todo el barrio, estaba ideada para los coches de caballos. Una pesadilla para aparcar, pero claro, quedaba bonito.
Mis zapatillas de deporte no hacían prácticamente ningún sonido. Me sentía como si estuviera sacando de paseo a un cachorro ruidoso. Casi todos los licántropos que conozco se mueven con sigilo, pero Irving tenía más de chucho aparatoso que de hombre lobo.
Por la calle había parejas y grupos pequeños que se reían y charlaban estrepitosamente. Habían ido a ver vampiros en vivo y en directo… ¿o sería en muerto y en directo? Turistas, fijo. Aficionados, mirones. Me jugaría cualquier cosa a que yo había visto más nomuertos que todos ellos juntos, y no acertaba a entender qué les resultaba tan fascinante.
Ya era noche cerrada; Dolph y sus chicos estarían esperándome en el cementerio Burrell, y tenía que ir. ¿Qué hacía con el expediente de Gaynor? ¿Y con Irving? A veces tengo la agenda demasiado apretada.
Una figura salió de entre los edificios en penumbra; no sé muy bien si nos estaba esperando o si fue por casualidad, o por arte de magia. Me quedé paralizada, como un conejo que ve acercarse los faros de un coche.
—¿Qué te pasa, Blake? —preguntó Irving.
Le tendí el expediente y lo aceptó, perplejo. Quería tener las manos libres por si necesitaba la pistola, aunque probablemente no me haría falta. Probablemente.
Jean-Claude, el amo de los vampiros de la ciudad, caminó hacia nosotros con movimientos felinos, de bailarín, fluidos, llenos de energía y elegancia contenidas que podían desencadenarse en un estallido de violencia.
No era tan alto; no llegaría al metro ochenta. Llevaba una camisa tan blanca que resplandecía, suelta y larga, de mangas anchas que se fruncían al llegar a unos puños ceñidos de tres botones. Por delante se cerraba sólo con un cordón, a la altura del cuello. No se lo había atado, y la tela blanca enmarcaba su pecho pálido y lampiño. La camisa se perdía en la cintura de unos vaqueros negros ajustados; si no, le colgaría como una capa.
Tenía el pelo negrísimo y ligeramente ondulado, y unos ojos, para quien se atreviera a mirarlos, de un azul tan oscuro que parecía negro, como diamantes oscuros.
Se detuvo a un par de metros de nosotros, tan cerca que podíamos distinguir la cicatriz en forma de cruz de su pecho, lo único que mancillaba su cuerpo perfecto. La parte que había visto, al menos.
Mi cicatriz era el resultado de una broma pesada; la suya, del intento desesperado por parte de algún pobre diablo de escapar de la muerte. Me pregunté si le habría servido de algo. Quizá, pero si la respuesta era que no, prefería no saberlo.
—Hola, Jean-Claude —dije.
—Buenas noches,
ma petite
—contestó con una voz aterciopelada, cargada de matices y vagamente impúdica, como si un simple intercambio de saludos fuera para él algo obsceno. Igual lo era.
—No me llames así.
—Como quieras. —Sonrió ligeramente, sin dejar entrever los colmillos. Examinó a Irving, que tuvo cuidado de esquivar sus ojos. Nunca hay que mirar a los ojos a un vampiro, aunque yo lo miraba sin problemas. ¿Por qué?—. ¿No me presentas a tu amigo? —Pronunció la última palabra en voz baja y un poco amenazadora.
—Irving Griswold, periodista del
Post-Dispatch
. Me está ayudando con una investigación.
—Ah. —Rodeó a Irving como si fuera un objeto y estuviera inspeccionándolo a fondo para decidir si lo compraba.
Irving echaba miradas furtivas de reojo, para no perder de vista al vampiro. Después me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
—Eso, Irving, ¿qué pasa? —dijo Jean-Claude.
—Déjalo en paz.
—¿Cómo es que no has venido a verme, mi pequeña reanimadora?
Aquel apelativo no era mucho mejor que
ma petite
, pero en fin. Menos da una piedra.
—Tenía cosas que hacer —respondí. La mirada que asomó a su rostro fue casi de furia, y yo no quería enfurecerlo—. Pensaba ir a verte.
—¿Cuándo?
—Mañana por la noche.
—Esta noche. —No fue ninguna petición.
—No puedo.
—Claro que puedes,
ma petite
. —Su voz me atravesó la cabeza con un viento cálido.
—Pero mira que llegas a ser exigente —protesté.
Jean-Claude se echó a reír, con un sonido placentero y reverberante. Igual que los perfumes caros dejan rastro cuando se va quien los lleva, el recuerdo de su risa permanecía un rato en los oídos. No había conocido a ningún maestro vampiro que tuviera mejor voz: cada cual destaca a su manera.
—Y tú, exasperante —dijo con un tono aún teñido por la risa—. No sé qué voy a hacer contigo.
—Podrías dejarme en paz —contesté con absoluta seriedad. Era uno de mis mayores deseos.
Su rostro recobró la circunspección al momento. Como si tuviera un interruptor: encendido, risueño; apagado, inescrutable.
—Tengo muchos seguidores que ya saben que eres mi sierva humana,
ma petite
, y una de las cosas que tengo que hacer para consolidar mi poder es controlarte. —Ya, y por su tono, lo sentía un montón. Flaco consuelo.
—¿Cómo que tienes que controlarme? —Una punzada de miedo me encogió el estómago. Si no me mataba a sustos, me provocaría una úlcera.
—Eres mi sierva humana y deberías empezar a comportarte como tal.
—No soy tu sierva.
—Claro que sí,
ma petite
.
—¡Joder, Jean-Claude, déjame en paz!
De repente estaba a mi lado. No lo había visto moverse, pero me nubló el cerebro sin esfuerzo aparente. La sangre se me arremolinaba en la cabeza. Intenté dar un paso atrás, pero una mano delgada y pálida me cogió del brazo, justo por encima del codo. En lugar de apartarme, debería haber sacado la pistola. Esperaba sobrevivir a aquel error.
—Yo creía que las dos marcas vampíricas te impedían doblegar mi voluntad. —Hablé sin perder la compostura; si tenía que morir, lo mínimo era mantener la dignidad.
—No puedo hechizarte con la mirada, y es más difícil obnubilarte, pero con un poco de esfuerzo…
Me rodeó el brazo con los dedos, sin hacer fuerza. Tuve el buen juicio de no intentar zafarme: podría aplastarme el brazo sin despeinarse, o arrancármelo, o desguazar un Toyota. Puesto que no me consideraba capaz de plantarle cara a Tommy si llegábamos a las manos, de enfrentarme a Jean-Claude mejor ni hablábamos.
—Es el nuevo amo de la ciudad, ¿verdad? —Era Irving. Creo que nos habíamos olvidado de él, pero al parecer, él no apreciaba su suerte.
Jean-Claude me apretó el brazo ligeramente, y se volvió para mirar al hombre lobo.
—Tú eres ese periodista que pretendía entrevistarme.
—Sí. —Parecía nervioso, pero tampoco tanto; sólo había un deje de tensión en su voz. Qué valiente y resuelto. Bien por Irving.
—Puede que te conceda la entrevista cuando termine de hablar con esta encantadora joven.
—¿De verdad? —preguntó sin disimular la sorpresa. Me miró todo sonriente—. Me encantaría. Haría cualquier cosa por…
—Silencio. —Fue un susurro que se quedó flotando en el aire. Irving se achantó como por ensalmo.
—¿Irving? —Tiene gracia que me preocupara por él cuando era yo la que tenía un vampiro colgado del brazo, pero qué le voy a hacer si soy atenta.
—Estoy bien —contestó entre dientes—. Nunca había sentido nada parecido.
—Nuestro Jean-Claude es un caso único —dije mirando hacia él.
—¿Sigues con ganas de broma,
ma petite
? —Volvía a dirigirme su atención. Ay.
Miré sus ojos arrebatadores, pero sólo eran ojos: me había otorgado el poder de resistirme a ellos.
—Es una forma de matar el tiempo. ¿Se puede saber qué quieres?
—Siempre tan valerosa.
—No creo que te atrevas a hacerme nada en plena calle, con testigos. Serás el nuevo amo, pero también eres práctico y nunca arriesgarías los negocios. Integrarte en la sociedad te impone ciertas limitaciones.
—Sólo en público —dijo en voz tan baja que sólo lo oí yo.
—Muy bien, pero estamos de acuerdo en que no te vas a poner violento aquí y ahora. —Lo miré—. Así que déjate de teatro y dime qué cojones quieres.
Jean-Claude sonrió, con un ligerísimo movimiento de los labios, pero me soltó el brazo y se apartó.
—Por el mismo motivo, tú no me pegarías un tiro en plena calle sin provocación.
En mi opinión, me había provocado de sobra, pero no sería fácil explicárselo a la policía.
—No tengo ningún interés en que me acusen de asesinato, en efecto.
Su sonrisa se amplió, aunque siguió sin enseñar los colmillos. Se le daba mejor que a ningún otro vampiro viviente… si es que se puede hablar de vampiros vivientes, que esa es otra.
—No nos vamos a hacer nada malo en público, entonces.
—Supongo que no. ¿Qué quieres? Llego tarde a una cita.
—¿Esta noche te toca levantar zombis o matar vampiros?
—Ni lo uno ni lo otro.
Se quedó mirándome, esperando a que añadiera algo, pero ¿para qué? Se encogió de hombros, y hasta para ese gesto era elegante.
—Eres mi sierva humana, Anita. —Me había llamado por mi nombre; la cosa pintaba mal.
—Anda ya.
—Llevas dos de mis marcas —dijo tras un suspiro prolongado.
—No por gusto.
—Si no hubiera compartido mi fuerza contigo, habrías muerto.
—No me vengas con pamplinas de que me salvaste la vida; me pusiste las dos marcas sin pedirme permiso ni darme explicaciones. Puede que con la primera me salvaras, muy bien, pero con la segunda te salvaste tú, y no tuve voz ni voto ninguna de las dos veces.
—Otras dos marcas y serás inmortal; no envejecerás, porque yo no envejezco, pero seguirás siendo humana, y podrás seguir llevando crucifijos y yendo a misa. Eso no pone tu alma en peligro. ¿Por qué te resistes?
—¿Cómo sabes cuándo está o deja de estar en peligro mi alma, si tú ya no tienes de eso? Cambiaste el alma inmortal por inmortalidad terrenal. Pero yo sé que los vampiros pueden morir, y ¿qué pasará cuando mueras? ¿Adónde irás? ¿Te desvanecerás y ya? No: irás de cabeza al Infierno, que es donde deberías estar.
—¿Y crees que por ser mi sierva humana irás al Infierno conmigo?
—Ni lo sé ni quiero saberlo.
—Al resistirte me pones en un compromiso, y no puedo permitir que me consideren débil,
ma petite
. Tenemos que resolver esto de una forma u otra.
—¿Qué tal si te olvidas de mí?
—No puedo. Eres mi sierva humana y tienes que empezar a comportarte como tal.
—No me presiones, Jean-Claude…
—¿O qué? ¿Vas a matarme? ¿Crees que podrías?
—Sí —contesté mirándolo fijamente.
—Siento que me deseas,
ma petite
, igual que yo te deseo a ti.
Me encogí de hombros; ¿qué podía decir?
—Simple deseo, nada del otro mundo. —Era mentira, pero bueno.
—No,
ma petite
. Significo algo más para ti.
Estupendo.
—De verdad, llego tarde. La policía me está esperando.
—Esta conversación no ha terminado aún,
ma petite
.
Asentí; Jean-Claude tenía razón. Había intentado hacerme la sueca, pero no es fácil con un maestro vampiro.
—¿Mañana por la noche?
—¿Dónde?
Fue todo un detalle por su parte que no me ordenara que fuera a su guarida. Me pregunté dónde sería mejor quedar. Quería que Charles me acompañara al Tenderloin, y a él le tocaba examinar las condiciones laborales de los zombis en un club de la comedia. Sería un sitio tan bueno como cualquier otro.
—¿Conoces El Cadáver Alegre?
Sonrió enseñando colmillo. Una mujer de un grupo que pasaba cerca dejó escapar un gritito.
—Sí.
—¿Te parece bien a las once?
—Será un placer. —Sus palabras me acariciaron como una promesa. Mierda—. Te espero en mi despacho.
—Un momento. ¿Cómo que en tu despacho? —pregunté alarmada.
Su sonrisa se amplió, y los colmillos reflejaron la luz de la farola.
—Claro. El Cadáver Alegre es mío. Estaba convencido de que lo sabías.
—Y una polla.
—Te estaré esperando.
Yo había elegido el sitio, así que no podía echarme atrás. Joder.
—Vamos, Irving.