El Cadáver Alegre (19 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: El Cadáver Alegre
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Parpadeé. Era una forma bastante rara de expresarlo. Entonces contemplé las pilas de platos sucios, de ropa… Pues no parecía que las hubieran tocado.

—Déjame verte las manos.

—No —dijo en voz alta y clara.

Me puse en pie y me acerqué a él. No me costó demasiado: lo arrinconé entre la puerta de entrada y la del dormitorio.

—Enséñame las manos —le ordené.

Los ojos se le llenaron de lágrimas, que le resbalaron por las mejillas cuando parpadeó.

—Déjame en paz.

Tenía un nudo en la garganta. Virgen santa, ¿qué habría hecho?

—Puedes enseñarme las manos por las buenas o por las malas. —Contuve el impulso de tocarle el brazo; iba contra las normas.

Se había echado a llorar, con hipo, sollozos y todo, pero sacó la mano izquierda del bolsillo. Estaba pálida, huesuda y… entera. Solté un suspiro de alivio. Gracias, Dios mío.

—¿Qué creías que había hecho?

—No preguntes. —Sacudí la cabeza.

Por fin me miraba de verdad; había logrado captar su atención.

—Tampoco estoy tan loco —dijo.

Iba a decirle que ni se me había pasado por la cabeza, pero no creí que colara. Los dos sabíamos que había llegado a temer que se hubiera cortado las manos para no tener que tocar nada más. Pensar eso sí que era cosa de locos, de locos de atar. Y allí estaba yo, pidiéndole ayuda para resolver un asesinato. ¿Quién estaba peor? No contestéis.

—¿A qué has venido, Anita? —Todavía no se le habían secado las lágrimas y ya hablaba con normalidad.

—Necesito que me ayudes con un asesinato.

—Ya te he dicho que lo he dejado.

—Una vez me dijiste que no podías evitar tener visiones, que no se pueden desactivar.

—Por eso no salgo nunca. Si me quedo aquí y no veo a nadie, se acabaron las visiones.

—No te creo.

Se sacó del bolsillo un pañuelo blanco y limpio, y agarró el picaporte con él.

—Largo.

—Hoy he visto el cadáver de un niño de tres años al que se habían comido vivo.

Evans apoyó la cabeza en la puerta.

—No me hagas esto, por favor.

—Conozco a otros videntes, pero ninguno te llega a la suela de los zapatos. Necesito al mejor. Te necesito a ti.

—No, por favor —dijo frotando la frente contra la puerta.

Debería haberle hecho caso y haberme largado, pero me quedé. Me quedé detrás de él y esperé. Venga, viejo amigo, arriesga la cordura por mí. La indómita reanimadora estaba siendo implacable: el fin justifica los medios. Y qué más.

Pero en cierto modo, sí, sólo importaba el resultado.

—Si no conseguimos detenerlo, morirá más gente —dije.

—Me da igual.

—No te creo.

Se metió el pañuelo en el bolsillo y se volvió.

—Lo del niño es verdad, ¿no?

—Sabes que no te mentiría.

—Sí, ya. —Se humedeció los labios—. Dame lo que tengas.

Me saqué las bolsas de la riñonera y abrí la que contenía los fragmentos de lápida. Por algún sitio tenía que empezar.

No me preguntó qué era; eso sería hacer trampa. Ni siquiera habría mencionado al niño si no fuera porque necesitaba convencerlo. La culpa es una herramienta cojonuda.

Cuando le eché los trozos más grandes le tembló la mano. Tuve mucho cuidado de no rozarlo; no me apetecía revelarle mis secretos. Se moriría de miedo.

Agarró con fuerza el trozo de piedra, y un estremecimiento le recorrió la columna. Se quedó muy tenso, con los ojos cerrados, y entró en trance.

—Un cementerio, una tumba. —Giró la cabeza, como si intentara escuchar—. Hierba alta. Calor. Sangre, está untando la lápida de sangre. —Miró a su alrededor con los ojos cerrados, pero no creo que hubiera visto la caravana aunque los tuviera abiertos—. ¿De dónde sale esa sangre? —No supe si debía contestar—. ¡No, no! —Cayó hacia atrás y se golpeó la espalda con la puerta—. Una mujer que grita, que grita. ¡No, no! —Abrió los ojos desmesuradamente y lanzó los trozos de piedra tan lejos como pudo—. ¡La han matado, la han matado! —Se tapó los ojos con los puños—. Oh, Dios mío, la han degollado.

—¿Quiénes?

Sacudió la cabeza, sin apartar las manos de la cara.

—No sé.

—¿Qué has visto, Evans?

—Sangre. —Separó los brazos para mirarme, sin dejar de cubrirse el rostro—. Sangre por todas partes. Degollaron a una mujer y untaron la lápida con su sangre.

Tenía otros dos objetos para que los examinara, pero no me atrevía a pedírselo… Aunque ¿no dicen que por pedir nada se pierde?

—Quiero que toques dos cosas más.

—Ni hablar. —Retrocedió hacia el dormitorio—. Lárgate. Vete de mi casa inmediatamente.

—¿Qué más has visto, Evans?

—¡Que te vayas!

—Dime algo de la mujer. ¡Ayúdame, Evans!

La espalda le resbaló por la puerta y quedó sentado en el suelo.

—Una pulsera. Llevaba una pulsera en la mano izquierda. Amuletos pequeños: corazones, un arco y una flecha, notas musicales… —Sacudió la cabeza y la hundió entre los brazos—. Vete de una vez.

Empecé a darle las gracias, pero no me pareció apropiado. Me puse a buscar la piedra, y la encontré en una taza de café que contenía algo verde y orgánico en el fondo. La recogí, la limpié con unos vaqueros que había en el suelo y la volví a echar a la bolsa, y después me lo guardé todo.

Miré a mi alrededor; no quería dejarlo en medio de tanta mierda. Quizá me sintiera culpable por haberme pasado tanto con él. Quizá.

—Muchas gracias, Evans. —No levantó la vista—. Si te mando a una asistenta, ¿dejarás que limpie esto?

—No quiero que nadie venga aquí.

—La factura la pagaría Reanimators. Estamos en deuda contigo. —Me miró sin disimular la rabia—. Necesitas ayuda, Evans, te estás desmoronando.

—Lárgate de una puta vez de mi casa.

Cada palabra fue como un dardo envenenado. Nunca lo había visto tan furioso. Lo había visto asustado, sí, pero nunca así. ¿Qué podía decir? Era su casa.

Me largué y me quedé en el porche desastrado hasta que oí que cerraba la puerta a mis espaldas. Tenía lo que quería: información. Así que ¿por qué me sentía tan mal? Porque le había impuesto mi voluntad a alguien que tenía un problema grave. Vale, era eso: culpabilidad, culpabilidad, culpabilidad.

Una imagen me acudió a la mente: la sábana ensangrentada del sofá marrón. La columna vertebral de la señora Reynolds, húmeda, resplandeciente a la luz del sol.

Fui a mi coche y entré en él. Si lo que le había hecho a Evans servía para salvar a una familia, valía la pena. Si con eso me libraba de volver a ver a un niño de tres años con los intestinos arrancados de cuajo, sería capaz de pegar a Evans con un bate, o de dejar que me pegara a mí.

Bien pensado, ¿no era lo que acabábamos de hacer?

DIECISÉIS

En el sueño era pequeña, una niña. Tenía el coche estrellado delante, donde lo había estampado el otro coche, y parecía de papel de aluminio arrugado. La portezuela estaba abierta. Entré y reconocí la tapicería, tan clara que era casi blanca, con una mancha de líquido oscuro, no muy grande. Acerqué la mano para tocarla.

Se me mancharon los dedos de rojo. Nunca había visto tanta sangre. El parabrisas tenía una telaraña de grietas y estaba combado hacia fuera, por donde mi madre lo había golpeado con la cara. Había salido despedida por la puerta, y había muerto junto a la carretera; por eso el asiento no estaba encharcado.

Me quedé mirándome los dedos, llenos de sangre. En realidad debería estar seca y ser sólo una mancha, pero en mi sueño siempre estaba fresca.

En aquella ocasión notaba un olor a carne putrefacta. Había algo que no encajaba. De repente me di cuenta de que el olor no formaba parte del sueño; era de verdad.

Me desperté al instante y miré a mi alrededor en la oscuridad, con el corazón en un puño. Mi mano buscó la Browning, que reposaba en su segundo hogar, una funda sujeta a la cabecera de la cama. Su tacto era firme, sólido y reconfortante. Me quedé sentada, con la espalda apretada contra la cabecera y la pistola en la mano.

La luz de la luna que se colaba entre las cortinas iluminó un cuerpo de hombre, que no reaccionó a la pistola ni a mi movimiento; siguió arrastrando los pies por la moqueta. Había tropezado con mi colección de pingüinos de peluche, que se extienden como una marea peluda bajo la ventana de mi dormitorio, y había derribado unos cuantos, pero no parecía capaz de pasar por encima, así que avanzaba entre ellos con dificultad, como si vadeara un río.

Sin dejar de encañonarlo, tanteé la mesilla con la otra mano y encendí la lámpara. La luz me deslumbró, y parpadeé rápidamente para adaptarme. Cuando se me contrajeron las pupilas vi que estaba ante un zombi.

En vida había sido un hombre corpulento, y tenía unos hombros anchos y musculosos. Tenía las manos grandes y de aspecto fuerte. Se le había secado un ojo, que parecía una ciruela pasa, pero me miraba con el otro. No había nada en su mirada: ni impaciencia ni nerviosismo ni crueldad; era la mirada vacía de un instrumento, y evidentemente, Dominga Salvador movía los hilos. Seguro que le había dado la orden de matar.

Si la
señora
había levantado el zombi, yo no podría desactivarlo. No podía ordenarle que hiciera nada hasta que hubiera cumplido su encargo. Tras matarme sería dócil como un corderito muerto, pero hasta entonces…

Bien pensado, mejor no esperar.

Tenía la Browning cargada con balas explosivas Glazer bañadas en plata. Hacen tales boquetes que pueden matar a un hombre con sólo acertar en el tronco, pero a un zombi le daría igual que le faltara medio pecho; con corazón o sin él, seguiría avanzando. Si se da en un brazo o una pierna, la amputación es automática; claro que para eso hace falta puntería.

El zombi no parecía tener prisa. Arrastraba los pies entre los peluches caídos con la determinación de los muertos. No es que tengan una fuerza sobrehumana, pero lo de reservar energías no va con ellos. Casi cualquier ser humano podría hacer una hazaña sobrehumana, como levantar un coche. Pero sólo una vez, y a costa de desgarrarse músculos, troncharse varios cartílagos y partirse la columna. El cerebro tiene inhibidores que nos impiden destrozarnos, pero en los zombis no funcionan. El cadáver podría descuartizarme, aunque de resultas quedase igual de descuartizado. Desde luego, si Dominga hubiera pretendido matarme de verdad, habría mandado un zombi más fresco; aquel estaba tan descompuesto que no me costaría esquivarlo y llegar a la puerta. O no…

Aseguré la posición de la pistola con la mano izquierda, sin apartar la derecha de su sitio: con el dedo en el gatillo. Disparé, y la explosión llenó el dormitorio con un ruido ensordecedor. El zombi acusó el impacto, y su brazo derecho se dispersó en una lluvia de carne y esquirlas de hueso. No sangró; llevaba muerto demasiado tiempo.

Siguió avanzando.

Apunté al otro brazo. Aguanta la respiración, aprieta el gatillo… Justo en el codo; bien. Los dos brazos iban serpenteando hacia la cama por la moqueta. Ya podía desmenuzarlo, que todos los pedacitos seguirían intentando matarme.

La pierna derecha, a la altura de la rodilla. Aunque no se la seccioné por completo, el zombi cayó de lado. Tumbado boca abajo, empezó a empujarse con la pierna buena. Por la otra le goteaba un líquido oscuro de olor nauseabundo.

Tragué saliva, y el olor se me quedó en la garganta. Puaj. Salí de la cama por el lado más alejado de la cosa, y la rodeé. El zombi supo en el acto que me había movido e intentó girar para seguir desplazándose hacia mí, impulsándose con su única pierna útil. Los brazos empezaron a reptar más deprisa, hundiendo los dedos en la moqueta. Disparé contra la pierna que le quedaba desde menos de medio metro, y los fragmentos me pringaron los pingüinos. Mierda.

Los brazos casi habían llegado a mis pies descalzos. Pegué dos tiros rápidos y destrocé las manos contra la moqueta blanca. Los brazos sin manos se debatieron, intentando darme alcance.

Noté el roce de una tela a mis espaldas, un movimiento en la penumbra de la sala; la puerta estaba abierta detrás de mí. Cuando di media vuelta supe que era demasiado tarde.

Unos brazos me sujetaron contra un pecho demasiado firme, y unos dedos se me clavaron en el brazo derecho, aplastándome la pistola contra el cuerpo. Aparté la cabeza para ocultar la cara y el cuello tras el pelo, y unos dientes se me hundieron en el hombro. Solté un grito.

Tenía la cara apretada contra el zombi, que me seguía clavando los dedos. Me iba a destrozar el brazo. La pistola estaba pinzada entre su cuerpo y el mío, y los dientes no me soltaban el hombro, pero no se trataba de colmillos, sino de una simple dentadura humana. A pesar de que el dolor era insoportable, no me pasaría nada grave si conseguía liberarme.

Aparté la cabeza y apreté el gatillo. Todo su cuerpo se echó hacia atrás, y se le desprendió el brazo izquierdo. Conseguí zafarme, con el brazo del zombi aún colgado del mío. Los dedos no aflojaban la presa.

Me quedé en la puerta del dormitorio mirando el cadáver que había estado a punto de acabar conmigo. Era de un hombre blanco, de metro ochenta y cinco, con la constitución de un culturista, y no llevaba mucho tiempo muerto: el hombro desgarrado le sangraba. Los dedos me apretaron el brazo con más fuerza; no podía rompérmelo, pero yo tampoco podía quitármelo; no tenía tiempo.

Atacó con el otro brazo extendido. Yo apunté con las dos manos, con la impresión de moverme a cámara lenta. El brazo que me sujetaba intentó impedírmelo, como si siguiera conectado al cerebro. Disparé dos veces. El zombi se derrumbó al recibir un tiro de refilón en la pierna izquierda, pero ya se había acercado más de la cuenta, y me arrastró al caer.

Aterrizamos en el suelo, conmigo debajo. Conseguí mantener la Browning en alto y los brazos libres. El peso del zombi me aplastaba; no podía evitarlo. La sangre le brillaba en los labios. Disparé a quemarropa con los ojos cerrados, no sólo porque no quería verlo, sino para evitar que me entraran esquirlas de hueso.

Cuando volví a mirar, de la cabeza sólo quedaban un trozo de mandíbula y otro de cráneo. La mano del brazo que le quedaba avanzó hacia mi cuello, y la que yo tenía colgada ayudaba a su cuerpo. No podía disparar; no tenía el ángulo adecuado.

Oí que algo pesado se arrastraba detrás de mí. Decidí correr el riesgo de girar la cabeza y vi que el primer zombi se me acercaba con la boca abierta; era lo único con lo que todavía era capaz de hacerme daño.

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