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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

El Cadáver Alegre (21 page)

BOOK: El Cadáver Alegre
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Tiré al suelo la manta y la camiseta sucia. Tenía el hombro vendado, en la zona donde me había mordido el zombi; había tenido suerte de que no me arrancara un bocado. La enfermera me dijo que tenía que vacunarme contra el tétanos. Nadie se convierte en zombi por un mordisco, pero los muertos tienen la boca llena de bacterias. Aunque el riesgo principal es de infección, tampoco estaba de más tomar precauciones.

Tenía los brazos y las piernas llenos de sangre seca. No me molesté en lavarme; ya me ducharía después para limpiarme a fondo.

La camiseta, que me llegaba casi por las rodillas, tenía una caricatura enorme de Arthur Conan Doyle mirando por una gran lupa que le ampliaba el ojo desproporcionadamente. La contemplé en el espejo del baño. Era suave, cálida y reconfortante. Lo último era imprescindible en aquel momento.

La ropa que llevaba durante el ataque había quedado destrozada sin remedio, pero igual podía salvar algún pingüino. Dejé la bañera llenándose con agua fría. Si funciona con la ropa, con un poco de suerte, funcionaría con los peluches.

Saqué unas zapatillas deportivas de debajo de la cama, para no tener que pisar la sangre con los calcetines. El calzado se inventó para casos como ese. Bueno, puede que no específicamente para la sangre de zombi coagulada, pero es que es difícil pensar en todo.

Dos pingüinos se estaban poniendo marrones, a medida que se secaba la sangre. Los llevé corriendo a la bañera, los mantuve hundidos hasta que se empaparon lo suficiente para no flotar y cerré el grifo. Ya tenía las manos más limpias, pero no se podía decir lo mismo del agua: los peluches rezumaban sangre. Si conseguía limpiar aquellos dos, los demás serían pan comido.

Me sequé las manos con la colcha; para qué ensuciar nada más.

Sigmund
, el pingüino con el que dormía a veces, no se había pringado mucho; sólo tenía unas motas en la tripa blanca. Algo es algo. Estuve a punto de llevármelo abrazado para ir a prestar declaración; suponía que Dolph no se lo diría a nadie. Pero me limité a apartarlo de las manchas más gordas, por si acaso. Ver a ese bicho estúpido en una esquina, a salvo, me hizo sentir mejor. Hay que estar mal.

Zerbrowski apartó la vista del acuario para mirarme.

—Nunca había visto peces ángel de este tamaño. No sé si te van a caber en la sartén…

—Deja los peces en paz —ladré.

—Claro, sólo era una idea —contestó sonriente.

Dolph estaba en la cocina, sentado con las manos entrelazadas en la mesa y el semblante inescrutable. Si lo había alarmado que hubieran estado a punto de darme pasaporte, no lo exteriorizaba. Claro que Dolph no exteriorizaba nada nunca; lo más parecido a una emoción que le había visto era precisamente su reacción con el asunto del zombi asesino y los civiles destrozados.

—¿Quieres un café? —le pregunté.

—Sí.

—Yo también —dijo Zerbrowski.

—Sólo si me lo pides por favor.

—Por favor —dijo apoyándose en la pared. Saqué la bolsa de la nevera—. ¿Guardas ahí el café? —me preguntó extrañado.

—¿Es que nunca has tomado café de verdad?

—No sé. ¿Cuenta el soluble?

—Bárbaros. —Sacudí la cabeza.

—Si habéis terminado con las pullas, ¿podemos empezar con la declaración? —La voz de Dolph no sonaba tan severa como sus palabras.

Les sonreí a los dos; que me aspen si no me alegraba de verlos. Aunque debía de estar peor de lo que imaginaba si me alegraba de ver a Zerbrowski.

—Estaba durmiendo sin meterme con nadie cuando me desperté y vi un zombi al lado de la cama —expliqué mientras metía la medida exacta de granos de café en el molinillo. Me lo había comprado negro para que hiciera juego con la cafetera.

—¿Qué te despertó? —preguntó Dolph.

Pulsé el botón del molinillo, y el olor a café recién molido llenó la cocina. Qué maravilla.

—El olor a cadáver.

—Amplía.

—Estaba durmiendo y me llegó un olor a cadáver putrefacto, pero no pegaba con el sueño, y eso me despertó.

—¿Qué más? —Tenía la libreta y el bolígrafo preparados.

Me concentré en cada paso de la preparación del café mientras se lo contaba todo, incluidas mis sospechas sobre la señora Salvador. Cuando terminé de hablar, el café empezaba a salir, llenando el piso con ese aroma arrebatador.

—¿Así que crees que ella levantó al zombi que buscamos? —preguntó.

—Sí.

—¿Puedes demostrarlo? —Me miraba muy serio desde el otro lado de la mesa.

—No.

Respiró profundamente y cerró los ojos un momento.

—Estupendo. Cojonudo.

—Creo que el café ya está hecho —dijo Zerbrowski. Se había sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la puerta. Me levanté y serví tres tazas.

—Si quieres azúcar o nata, sírvete.

Dejé la nata, nata de verdad, en la encimera, al lado del azucarero. Zerbrowski se puso un montón de azúcar y una nube de nata; Dolph se lo tomó solo. Así me lo tomaba yo casi siempre, pero aquella vez le eché de todo. Nata de verdad con café de verdad. Ñam, ñam.

—Si pudiéramos entrar en la casa de Dominga, ¿crees que conseguirías alguna prueba?

—De algo las encontraría, pero del levantamiento del zombi asesino… —Sacudí la cabeza—. Si fue obra suya y le salió rana, habrá destruido todas las pruebas, para que nadie la relacione con el bicho.

—Quiero empapelarla por esto —dijo Dolph.

—Yo también.

—Puede que vuelva a intentar matarte —dijo Zerbrowski desde la puerta, mientras soplaba el café para enfriarlo.

—No me digas.

—¿Crees que lo intentará? —preguntó Dolph.

—Es muy probable. ¿Cómo coño han entrado dos zombis en mi casa?

—Habrán forzado la cerradura —dijo Dolph—. ¿Tú crees que un zombi…?

—No. Podría arrancar la puerta, pero no se entretendría en forzar la cerradura, ni aunque tuviera la capacidad motriz necesaria.

—Así que alguien les abrió la puerta —dijo Dolph.

—Eso parece —dije.

—¿Alguna idea de quién pudo ser?

—Yo apostaría por alguno de sus matones. Su nieto Antonio, o puede que Enzo, un tipo grande de cuarenta y tantos que puede que sea su guardaespaldas. No sé si saben forzar cerraduras, pero lo harían. Aunque yo descartaría a Antonio.

—¿Y eso?

—Si hubiera dejado pasar a los zombis, se habría quedado a mirar.

—¿Estás segura?

—Es de esos —contesté encogiéndome de hombros—. Enzo haría su trabajo y se largaría; sabe cumplir órdenes. Pero el nieto de Dominga, no.

Dolph asintió.

—Los de arriba están presionando mucho para que resolvamos el caso del zombi asesino. Creo que podría conseguir una orden de registro en cuarenta y ocho horas.

—Es mucho tiempo.

—Sin más pruebas que tu palabra, Anita. Me la juego mucho con esto.

—Está involucrada, seguro. No sé por qué lo hizo ni cómo se le descontroló el zombi, pero fue ella.

—Conseguiré la orden.

—Hay un agente que dice que te has hecho pasar por policía —dijo Zerbrowski.

—Le he dicho que trabajaba con vosotros; no le he dicho en ningún momento que formara parte de la brigada.

—Ya veo. —Zerbrowski sonrió.

—¿Estarás a salvo aquí esta noche? —me preguntó Dolph.

—Supongo que sí. A la
señora
no le interesa enfrentarse a las fuerzas del orden; a las brujas las tratan más o menos como a los vampiros: sentencia de muerte automática si se pasan al lado oscuro.

—Porque la gente les tiene miedo —dijo Dolph.

—Porque hay brujas que pueden salir de cualquier cárcel.

—¿Y reinas del vudú? —preguntó Zerbrowski.

—No quiero saberlo. —Sacudí la cabeza.

—Será mejor que nos vayamos y te dejemos dormir un poco —dijo Dolph.

Había dejado la taza vacía en la mesa. Zerbrowski no se había acabado la suya, pero la dejó en la encimera y siguió a Dolph. Los acompañé a la puerta.

—Te avisaré cuando tengamos la orden de registro —dijo Dolph.

—¿Puedes conseguir que me enseñen los efectos personales de Peter Burke?

—¿Para qué?

—Sólo se puede perder el control de un zombi hasta ese punto de dos formas. La primera, ser capaz de levantarlo, pero no de controlarlo, y Dominga puede controlar cualquier cosa que levante. La segunda, que interfiera alguien con un poder equivalente, como en una especie de desafío. —Miré fijamente a Dolph—. Es posible que John Burke sea bastante poderoso para haber sido él, y puede que se le escape algo si le echo una mano y lo llevo a ver las cosas de su hermano. Ya sabes… por si ve algo raro y tal.

—Ya has conseguido cabrear a Dominga Salvador. ¿No es bastante para una semana?

—Para toda una vida —contesté—, pero si podemos ir haciendo algo mientras esperamos la orden judicial…

—De acuerdo —dijo Dolph asintiendo—. Llama a Burke mañana por la mañana, queda con él y llámame después.

—Vale.

Se quedó un momento en el umbral.

—Ten cuidado —me dijo.

—Siempre lo tengo.

—Bonitos pingüinos —dijo Zerbrowski inclinándose hacia mí. A continuación siguió a Dolph por el pasillo.

Sabía que cuando volviera a ver a los de la Santa Compaña, todos estarían al tanto de que colecciono pingüinos de peluche. Mi secreto había salido a la luz; Zerbrowski se encargaría de propagarlo a los cuatro vientos. Por lo menos era un tipo previsible.

Me alegraba de que algo lo fuera.

DIECIOCHO

Sin lugar a dudas, los peluches no son sumergibles: los dos que había dejado a remojo se habían echado a perder. ¿Tal vez con quitamanchas? El olor era demasiado intenso, y no parecía que fuera a irse. Dejé un mensaje urgente en el contestador de la tintorería, aunque no di demasiados detalles para no espantarlos.

Preparé una bolsa de viaje con dos mudas, un pingüino con la tripa recién frotada, el expediente de Harold Gaynor… y ya. También me llevé las dos pistolas: la Firestar en la funda de cintura y la Browning en la de sobaco, oculta por un chubasquero con munición de reserva en los bolsillos. Sólo en las dos pistolas ya llevaba veintidós balas, nada menos. ¿Por qué no me sentía a salvo?

A diferencia de la mayoría de los nomuertos, los zombis aguantan perfectamente la luz del sol. No les hace gracia, pero tampoco les molesta demasiado. Dominga podía ordenarle a un zombi que me matara a cualquier hora, tanto de día como a la luz de la luna. Tendría que haberlo levantado de noche, pero si lo planeaba con tiempo, podía enviarlo detrás de mí de buena mañana. Una sacerdotisa vodun con dotes de gestión de personal. Cosas más sorprendentes me encuentro.

En realidad no creía que Dominga tuviera zombis de repuesto preparados para abalanzarse sobre mí, pero aquella mañana yo estaba tirando a paranoica. Y la paranoia conlleva longevidad.

Salí al pasillo silencioso y miré a los dos lados, como si fuera a cruzar la calle. Nada: ningún cadáver ambulante acechando entre las sombras; sólo aquí la madrugadora. No se oía nada más que el aire acondicionado; lo normal en ese pasillo. Llegaba a casa al amanecer con suficiente frecuencia para reconocer aquella clase de silencio. Me quedé pensativa un momento. Sabía que estaba amaneciendo, no por el reloj ni por la luz, sino porque lo sabía. Algún instinto que se habría afinado algún antepasado mío mientras estaba escondido en una cueva oscura, deseando que saliera el sol.

Casi todo el mundo teme a la oscuridad de forma difusa, por miedo a lo que no se ve. Yo levanto muertos y he matado a más de una docena de vampiros; sé qué es lo que no se ve, y me aterroriza. Se supone que se teme a lo desconocido, pero con lo espeluznante que es la realidad, bendita sea la ignorancia.

Sabía perfectamente qué me habría pasado si hubiera fallado la noche anterior, hubiera sido más lenta o hubiera tenido peor puntería. Dos años atrás había habido tres asesinatos, sin más relación entre sí que la causa de la muerte: descuartizamiento producido por zombis, aunque no se los habían comido. Los zombis normales no comen; pueden dar algún que otro bocado, pero no pasan de ahí. A un hombre le habían desgarrado la garganta, pero por accidente; el zombi se había limitado a morder donde le pillaba más cerca, y lo mató a la primera por casualidad.

Normalmente, los zombis desgarran a sus víctimas por cualquier sitio. Como un niño que se pone a despedazar insectos.

Levantar un zombi con el fin de usarlo de arma homicida se castiga con la muerte. El sistema judicial se ha acelerado bastante de un tiempo a esta parte y no escatima ejecuciones, sobre todo si el delito tiene alguna relación con lo sobrenatural. Ya no queman a las brujas; ahora las electrocutan.

Si conseguíamos pruebas, el Gobierno me ahorraría el trabajo de quitar de en medio a Dominga Salvador. Y a John Burke, si demostrábamos que había hecho algo para que se descarriara el zombi. El problema que tienen los delitos sobrenaturales es que hay que demostrarlos en el juzgado, y no es frecuente que los miembros del jurado estén muy puestos en lo relativo a hechizos y encantamientos. Bueno, ni yo, pero me ha tocado hablar de vampiros y zombis en varios juicios, y he aprendido a dar explicaciones sencillas y añadir tanta carnaza como me permita la defensa: a los jurados les gustan los detalles escabrosos. La mayoría de las declaraciones son terriblemente aburridas o espeluznantes, y yo intento mantener el interés, por variar.

El aparcamiento estaba a oscuras, y en el firmamento aún brillaban las estrellas, aunque atenuadas, como llamas ahogadas por el viento. El aire sabía a amanecer; lo notaba en la lengua. Puede que sea por lo de cazar vampiros, pero percibía los cambios entre luz y oscuridad mejor que cuatro años atrás. No siempre había sido consciente del sabor del alba.

Por supuesto, cuatro años atrás tenía pesadillas mucho menos interesantes. Y es que así es la vida: quien algo gana, algo paga.

Cuando me metí en el coche dispuesta a dirigirme al hotel más cercano eran las cinco pasadas. No soportaría quedarme en casa hasta que los de la limpieza sacaran el olor. Y esperaba que lo consiguieran; a mi casero no le haría gracia que fuera permanente.

Aunque aún le harían menos gracia los agujeros de bala y la ventana destrozada. Tendría que poner una nueva, y puede que hasta enyesar y todo. La verdad es que no sé cómo se tapan los agujeros de bala; sólo esperaba que no invalidaran legalmente mi contrato de alquiler.

La primera luz se asomaba por el horizonte, en el este. Era un resplandor que se extendía como la escarcha por la oscuridad. La mayoría de la gente cree que el amanecer es tan vistoso como la puesta de sol, pero al principio es sólo blanquecino, totalmente incoloro, como una simple ausencia de noche.

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