–¿Le indicó su deseo de continuar las investigaciones?
–Sí, señor –contestó Parker–. Cree –añadió– que tal vez sir Reuben ha sido raptado por algún financiero rival, o que unos secuestradores lo retienen preso para pedir rescate.
–¿Y también opina usted así?–preguntó sir Julián.
–Me parece muy probable –contestó Parker, expresándose con la mayor franqueza.
Sir Julián pareció titubear y luego dijo:
–Cuando haya terminado esto, me gustaría que me acompañase usted.
–Con mucho gusto –contestó Parker.
En aquel momento entraron de nuevo los jurados, ocuparon sus sitios respectivos y hubo alguna agitación en la sala. El
coroner
se dirigió a su presidente y le preguntó si se habían puesto de acuerdo acerca del veredicto.
–Estamos de acuerdo, señor
coroner
, acerca de que la víctima murió a consecuencia de un golpe en la columna vertebral, pero las pruebas que conocemos hasta ahora nos parecen insuficientes para decidir cómo recibió este golpe.
Parker y sir Julián Freke salieron juntos a la calle.
–No se me había ocurrido siquiera hasta que vi esta mañana a lady Levy –dijo el doctor–, que existiese el menor propósito de relacionar este asunto con la desaparición de sir Reuben. Ello me parece absolutamente monstruoso y sólo puede haber germinado en la mente de ese ridículo detective. Si yo lo hubiese sospechado, habría podido evitarlo.
–Yo lo intenté –contestó Parker–. En cuanto me llamaron para ocuparme en el caso de Levy…
–¿Quién lo llamó, si me permite preguntárselo? –exclamó sir Julián.
–En primer lugar, los criados, y luego el tío de sir Reuben, o sea el señor Levy, de Portman Square, me escribió rogándome que continuara la investigación.
–¿Y ahora lady Levy le ha confirmado esas instrucciones?
–Sí, señor –contestó Parker sorprendido–, y temo haber sido la primera persona que ha metido esa idea en la cabeza de Sugg –añadió Parker arrepentido–. Cuando desapareció sir Reuben, me ocupé en hacer una lista de los accidentes callejeros y de los suicidios ocurridos durante el día, y también fui a ver el cadáver encontrado en Battersea Park. Al llegar me di cuenta de que era ridículo sospechar tal cosa, pero a Sugg le gustó la idea. No se puede negar, sin embargo, que existe un gran parecido entre ese cadáver y los retratos que conozco de sir Reuben.
–Un parecido superficial –dijo sir Julián–. La parte superior del rostro pertenece a un tipo corriente, y como sir Reuben llevaba una barba muy poblada, lo cual impide la comparación de las bocas y las barbillas, me explico que se le haya ocurrido esa idea a alguien. Pero debería ser olvidada inmediatamente. Y lo siento –añadió–, porque este asunto ha resultado muy doloroso para lady Levy. Es muy posible, señor Parker, que se haya enterado usted de que soy un antiguo y aun podríamos decir íntimo amigo de los Levy.
–Sí, sabía algo de eso.
–Cuando yo era joven… en una palabra, señor Parker, tuve la esperanza de casarme con lady Levy, y ya sabe usted que luego me he conservado soltero –añadió sir Julián–. Pero hemos continuado siendo buenos amigos, y siempre me he esforzado en evitar toda cosa desagradable a esa señora.
–Crea usted, sir Julián –replicó Parker–, que simpatizo mucho con usted y con lady Levy, y que hice todo lo posible para convencer a Sugg de lo equivocado de su idea. Por desdicha, ocurrió la coincidencia de que alguien viese aquella noche a sir Reuben en Battersea Park Road…
–¡Ah, sí! –dijo sir Julián–. Dios mío, ya estamos en casa. ¿Quiere usted subir, Parker, y tomará una taza de té, whisky o cualquier otra cosa?
Parker se apresuró a aceptar, comprendiendo que su interlocutor quería decirle otras cosas.
Los dos hombres penetraron en un vestíbulo muy bien amueblado, en el que había un hogar en el mismo lado de la puerta y una escalera enfrente. La puerta del comedor estaba abierta a su derecha, y en cuanto sir Julián oprimió el botón del timbre, apareció un criado en el extremo del vestíbulo.
–¿Qué desea usted? –preguntó el doctor.
–Después de haber permanecido largo rato en aquel lugar tan frío, necesito gran cantidad de té, si usted, como especialista nervioso, lo consiente.
–Siempre que tolere una juiciosa mezcla de té chino –observó sir Julián– no puedo objetar nada. Haga el favor de servir el té en la biblioteca, en seguida –dijo al criado.
Luego guió a Parker escalera arriba.
–Apenas uso la planta baja, a excepción del comedor –dijo mientras introducía al detective en una biblioteca de aspecto alegre que había en el piso superior–. Esta sala comunica con mi dormitorio y es muy cómoda. Paso aquí muy cortos ratos, porque todos mis trabajos de investigación los llevo a cabo en el hospital. Casi no hago otra cosa allí. Los médicos, señor Parker, hemos de preocuparnos siempre en llevar a cabo trabajos prácticos y la disección es la base de todas las teorías acertadas y de los buenos diagnósticos. Es preciso conservar la habilidad de la mano y de los ojos. Eso es mucho más importante para mí que Harley Street, y algún día abandonaré por completo mi consulta para dedicarme a examinar mis sujetos de estudio y escribir apaciblemente mis libros. En la vida se malgasta mucho tiempo, señor Parker.
El detective asintió.
–Con frecuencia –añadió sir Julián–, no puedo dedicar a mis trabajos de investigación, que exigen una observación muy aguda y una atención concentrada, más que algunas horas por las noches, y eso después de un largo día de trabajo, a la luz artificial, de la sala de disección que, si bien es excelente, siempre castiga más los ojos que la luz diurna. Pero supongo que usted mismo ha de llevar a cabo sus trabajos en peores condiciones.
–A veces, sí –dijo Parker–, pero como ya se comprende, estas malas condiciones forman parte de mi trabajo de investigador.
–Claro está –contestó sir Julián–. Quiere usted indicar que el ladrón, por ejemplo, no demuestra sus métodos a la luz del día ni tampoco deja su huella en la arena mojada para que usted la vea bien.
–Por regla general, no lo hace así –replicó el detective–, pero supongo que muchas enfermedades trabajan de un modo tan insidioso como un ladrón.
–¡Oh, sí! –dijo sir Julián sonriendo–. Y mi orgullo y el de usted consiste en atraparlos en bien de la sociedad. Las neurosis son unos criminales inteligentísimos, que adoptan muchísimos disfraces, y además disimulan maravillosamente sus huellas. Pero cuando se puede realizar una verdadera investigación, señor Parker, y abrir el cadáver o preferentemente el cuerpo vivo con el escalpelo, siempre se encuentran las huellas, la pequeña pista de desorden que deja la locura, la enfermedad o la bebida o cualquiera otra lacra similar. Pero la dificultad consiste en seguirles la pista sin tener nada más que los síntomas como base de observación, es decir, el histerismo, el crimen, la religión, el miedo, la timidez, la conciencia o lo que sea; del mismo modo como usted examina un robo o un asesinato y busca las huellas del criminal, yo veo un ataque de histerismo o un estallido de manía religiosa y he de buscar la pequeña irritación mecánica que la ha producido.
–¿Y considera usted eso como meramente físico?
–Sin duda. No ignoro la existencia de otra escuela filosófica, señor Parker, pero sus exponentes son, en gran parte, unos charlatanes o unos equivocados, que acaban por creer sus propias tonterías. Me gustaría poder explorar algunos de sus cerebros, señor Parker. Entonces le mostraría a usted los pequeños defectos y derrumbes de las células, las explosiones en falso y los cortocircuitos de los nervios, que producen esas ideas y tales libros. Por lo menos –añadió mirando sombrío a su interlocutor–, si hoy no puedo mostrárselos, tal vez lo conseguiré mañana, dentro de un año o antes de morir.
Permaneció unos instantes mirando al fuego, que alumbraba de rojo su barba rubia y hacía centellear sus ojos.
Parker tomó el té en silencio, observándolo. En conjunto, le interesaban poco los fenómenos nerviosos, y así recordó a lord Peter que, sin duda, se las había con el temible Crimplesham, de Salisbury. Lord Peter quiso que fuera allá y eso demostraba que Crimplesham se mostraba recalcitrante o que era preciso seguir una pista. Pero Bunter le advirtió que podría ir al día siguiente, porque no había prisa. En definitiva, el asunto de Battersea no interesaba a Parker, ya que había perdido demasiado tiempo en la encuesta y debía dedicarse a su propio trabajo. Aún había de ver al secretario de Levy y examinar el asunto del petróleo peruano. Consultó su reloj.
–Si quisiera usted tener la bondad de excusarme –murmuró.
Sir Julián, casi sobresaltándose, volvió a la realidad.
–¿Lo reclama su trabajo? –preguntó sonriendo–. Me doy cuenta de ello y no lo retendré. Sin embargo, quisiera decirle algo con respecto a esa investigación, pero el caso es que…
Parker se sentó de nuevo, borrando de su rostro toda indicación de la prisa que sentía.
–Le agradeceré muchísimo todo el auxilio que pueda darme –le dijo.
–Se trata precisamente de todo lo contrario –le dijo sir Julián–. Más bien destruir una pista y quebrantar un poco el secreto profesional, pero como ya se ha averiguado algo, quizá no importará.
Parker carraspeó, expectante.
–La visita del lunes por la noche de sir Reuben Levy era para mí –dijo sir Julián–. Al parecer sentía graves sospechas con respecto a su salud, y vino a verme, con preferencia a su propio médico, en el deseo de que el asunto no llegara a conocimiento de su esposa. Como ya le dije antes, tenía mucha confianza en mí y lady Levy también me consultó durante el verano acerca de su desorden nervioso.
–¿Había convenido la hora con usted? –preguntó Parker.
–No, señor. Se presentó de pronto, por la noche, después de cenar, cuando yo menos lo esperaba. Lo traje aquí, lo examiné y me parece que se marchó hacia las diez.
–¿Puedo preguntar cuál fue el resultado del examen?
–¿Por qué desea saberlo?
–Tal vez tenga alguna razón con su conducta subsiguiente –contestó Parker.
–Ya comprendo –dijo sir Julián–. Sí, pues, en confianza, le diré que me pareció advertir algunas cosas sospechosas, pero todavía no me fue posible llegar a ninguna conclusión definitiva.
–Gracias. ¿Y dice usted que sir Reuben se marchó hacia las diez?
–Más o menos. Yo no habría hablado de eso, porque sir Reuben deseaba mantener secreta su visita. Y además, no sufrió ningún accidente callejero, puesto que llegó sano y salvo a su casa a medianoche.
–Es verdad –dijo Parker.
–Realmente, eso es casi traicionar el secreto profesional –dijo sir Julián– y solamente se lo digo porque sir Reuben fue visto por casualidad. Prefiero decírselo a usted reservadamente antes de que se vea obligado a rondar por aquí y a interrogar a mis criados. Dispénseme la franqueza.
–Le quedo muy agradecido, sir Julián –contestó Parker–, por haberme dicho eso, porque de otro modo, me habría visto obligado a perder mucho tiempo siguiendo una pista falsa.
–A cambio, le ruego que se reserve esta noticia –dijo sir Julián–, porque su publicación sólo serviría para perjudicar a sir Reuben y apenar a su esposa, así como ponerme en mal lugar ante mis enfermos.
–Le prometo guardar reserva –contestó Parker–, aunque desde luego, tengo que informar a mi colega.
–¿Tiene usted un colega en este caso? ¿Quién es?
–Desde luego una persona muy discreta, sir Julián.
–¿Algún oficial de la policía? –preguntó con recelo sir Julián.
–No vaya a temer que su declaración vaya a figurar en los registros de Scotland Yard.
–Ya veo que sabe usted ser discreto.
–También nosotros tenemos nuestra etiqueta profesional, sir Julián.
A su regreso a Great Ormond Street, Parker encontró un telegrama que lo esperaba y que decía: «No te molestes en venir. Todo va bien. Regreso mañana. Wimsey».
AL regreso a su casa, poco antes de la hora del aperitivo, a la mañana siguiente, después de haber hecho algunas investigaciones en Balham y en la vecindad de la estación Victoria, lord Peter fue saludado a la puerta por Bunter, que desde Waterloo se dirigió en línea recta a la casa y le entregó un mensaje telefónico, dirigiéndole al mismo tiempo una mirada suave.
–Ha telefoneado lady Swaffham, milord, diciendo que tenía la esperanza de que Su Señoría no haya olvidado su compromiso de tomar el aperitivo con ella.
–Lo había olvidado, Bunter, y deseo olvidarlo. Supongo que ya le habrás dicho que he tenido un ataque repentino de encefalitis letárgico y que no se admiten coronas.
–Lady Swaffham, milord, ha dicho que contaba con Su Señoría. Encontró a la señora duquesa en Denver…
–Si está allí mi cuñada, no voy. Eso es definitivo –dijo lord Peter.
–Dispénseme, milord. La señora duquesa viuda…
–¿Qué hace en la ciudad?
–Supongo que vino para asistir a la encuesta, milord.
–¡Ah, sí! Nos hemos perdido eso.
–Sí, milord. Su Gracia toma el aperitivo con lady Swaffham.
–Mira, Bunter, no puedo. Realmente no puedo. Diles que estoy en la cama con la tos ferina y dile a mi señora madre que venga después del almuerzo.
–Muy bien, milord. La señora Tommy Frayle estará en casa de lady Swaffham. Y el señor Milligan…
–¿Quién?
–El señor John P. Milligan y…
–¡Pero, hombre, Bunter! ¿Por qué no lo decías antes? ¿Tendré tiempo para llegar allí antes que él? Bueno, me marcho. Tomando un taxi podré…
–Con esos pantalones, no, milord –dijo Bunter, cerrándole el paso con deferente firmeza.
–Hombre, Bunter, déjame pasar, ya no lo haré más. No sabes cuán importante es esto.
–De ningún modo, milord.
–Los pantalones están bastante bien, Bunter.
–No para lady Swaffham. Además, olvida Su Señoría aquel hombre con quien tropezó en Salisbury, que llevaba un jarro de leche –y Bunter dirigió un dedo acusador a una ligera mancha de grasa que se destacaba en la tela.
–¡Ojalá no te hubiera permitido nunca tanta confianza conmigo, Bunter! –dijo lord Peter amargado y dejando el bastón en el paragüero–. No tienes idea de las equivocaciones que mi madre estará cometiendo.
Bunter sonrió y se llevó a su víctima.
Cuando apareció un inmaculado lord Peter, aunque ya tarde, a tomar el aperitivo en la sala de lady Swaffham, la duquesa viuda estaba sentada en el sofá y en íntima conversación con John P. Milligan, de Chicago.