–A veces los pacientes dicen cosas a los médicos –murmuró para sí–, y, ¡caramba!, si Levy se proponía el lunes por la noche ir a ver a Freke, eso explicaría perfectamente el incidente de Battersea.
Tomó nota para visitar a sir Julián y siguió leyendo.
El dieciocho de septiembre, lady Levy y su hija emprendieron el viaje hacia el Sur de Francia. El cinco de octubre, lord Peter encontró lo que andaba buscando. Goldberg, Skriner y Milligan a cenar.
Allí estaba la prueba de que Milligan entró en la casa. Hubo una reunión de etiqueta, algo semejante al encuentro de dos duelistas que se estrechan la mano antes de combatir. Skriner era un conocido tratante en cuadros; lord Peter imaginó que, después de la cena, subieron todos al piso para ver los dos Corot que había en la sala y el retrato de la hija mayor de Levy que murió a los dieciséis años. Lo había pintado Augustus John y estaba colgado en el dormitorio. En ninguna parte vio mencionado el nombre del secretario de pelo amarillento, a no ser que la inicial S, que aparecía en otro asiento, se refiriese a él. Y durante los meses de septiembre y octubre, Anderson había sido un visitante asiduo.
Lord Peter meneó la cabeza mientras examinaba el diario y volvió a fijar la atención en el misterio de Battersea Park. Así como en el asunto de Levy no era difícil imaginar un móvil para el crimen, en caso de que lo fuese, y la única dificultad consistía en descubrir cómo se pudo llevar a cabo y el paradero de la víctima, en el otro caso, el obstáculo principal en la investigación era la ausencia completa de cualquier móvil imaginable. Era raro que si bien los periódicos difundieron la noticia por todo el país, dando una descripción del cadáver, nadie se presentó a identificar al misterioso ocupante del baño del señor Thipps. Cierto era que el detalle de que aquel hombre llevaba el rostro afeitado, el cabello bien cortado y los lentes de pinza, era más que suficiente para inundar de dudas a cualquiera; pero, por otra parte, la policía descubrió el número de las muelas que le faltaban, la estatura, el color de la tez, y otros datos que se habían mencionado con la mayor precisión, así como también la fecha en que probablemente ocurrió la muerte. Parecía, sin embargo, que aquel hombre hubiera desaparecido del mundo de los vivos sin que nadie lo echara de menos. Y el imaginar un móvil para el asesinato de una persona desprovista de parientes, de antecedentes y aun de ropa, es algo semejante a querer imaginarse la cuarta dimensión. Es, desde luego, un ejercicio admirable para la imaginación, pero arduo y además no demuestra nada. Aun en el caso de que la entrevista que había de celebrar le demostrase que había alguna mancha en el pasado o en el presente del señor Crimplesham, ¿cómo podría ponérsele en relación con una persona que, al parecer, no tenía pasado y cuyo presente estaba confinado a los estrechos límites de un baño y del depósito de cadáveres?
–Bunter –dijo lord Peter–, en adelante, hazme el favor de impedirme que persiga dos liebres a un tiempo. Esos dos casos acabarán con mi salud. En uno de ellos la liebre no tiene punto de partida, y en el otro no lo tiene de llegada. Es una especie de
delirium tremens
mental, Bunter. En cuanto haya terminado eso, tendré que dedicarme a otros pasatiempos más suaves.
• • •
La relativa proximidad a Milford Hill indujo a lord Peter a tomar el lunch en el Minster Hotel, despreciando «El Jabalí Blanco» u otro hotel pintoresco. Aquel almuerzo no fue capaz de alegrarlo. Como en todas las poblaciones que tienen catedral, la atmósfera de la basílica lo invade todo, y aun la misma comida de Salisbury parece aromatizada por los libros de oraciones, y mientras lord Peter comía tristemente aquella substancia pálida que los ingleses conocen con el nombre de queso y que en nada se parece a los verdaderos quesos, preguntó al camarero dónde estaba la oficina del señor Crimplesham.
El interpelado le señaló una casa de la misma calle y situada en el lado opuesto, y añadió que el señor Crimplesham era muy conocido.
–Supongo –observó lord Peter– que será buen procurador.
–Desde luego, señor –contestó el camarero–. De nadie podría usted fiarse mejor que del señor Crimplesham. Hay quien asegura que es muy anticuado, pero yo prefiero hacer negocios con él en vez de fiarme de esos jóvenes un poco atolondrados. Supongo que el señor Crimplesham se retirará en breve, porque debe de tener ya cerca de ochenta años. Por eso lo ayuda el señor Wicks a llevar los asuntos, y es un caballero joven muy agradable e inteligente.
–¿Tan viejo es el señor Crimplesham? –preguntó lord Peter–. ¡Dios mío! No hay duda de que, a pesar de sus años, es un hombre activo. Un amigo mío de Londres estuvo tratando asuntos con él, la semana pasada.
–Tiene una actividad maravillosa –dijo el camarero–, y yo he llegado a creer que cuando un hombre pasa de cierta edad se endurece en vez de debilitarse.
–Es probable –contestó lord Peter, que al mismo tiempo borraba de su imaginación la idea de que un hombre de ochenta años fuese capaz de llevar a cuestas un cadáver por el tejado de una casa de Battersea, en plena noche.
Dio una propina al camarero, que la agradeció con la mayor efusión y le repitió las indicaciones para llegar a casa del procurador.
–Me temo que eso indique la desaparición de Crimplesham. Y lo siento mucho, porque me había prestado un aspecto siniestro. Sin embargo, aún cabe la posibilidad de que sea el cerebro director, la vieja araña que permanece invisible en el centro de la temblorosa tela. ¿No es así, Bunter?
–Sí, milord –contestó el interpelado.
Ambos seguían andando por la calle, y lord Peter añadió tranquilamente:
–Ahí está la oficina. Me parece, Bunter, que podrías meterte en esa pequeña tienda y comprar un periódico deportivo. Si no salgo de la guarida del criminal dentro de tres cuartos de hora, podrás tomar las medidas que te aconseje tu perspicacia.
Bunter entró en la tienda indicada y lord Peter fue a tirar, decidido, del cordón de la campanilla de la casa.
«La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Creo que es eso lo que ando buscando –murmuró».
Y en cuanto un empleado abrió la puerta, entregó su tarjeta.
En el acto fue introducido a una oficina de aspecto confidencial que, evidentemente, fue amueblada en los tiempos de la reina Victoria, sin que jamás sufriese la menor modificación. Un caballero muy viejo, flaco y de aspecto débil, se puso en pie al verlo entrar y, cojeando, acudió a su encuentro.
–Ha sido usted amabilísimo al venir en persona, mi querido señor –dijo el hombre de leyes–. Estoy avergonzado por haberle causado tantas molestias. Confío en que pasaba usted por esta población y que mis lentes no le han causado gran incomodidad. Hágame el favor de tomar asiento, lord Peter.
Y miró agradecido al joven a través de unos lentes que, sin duda, eran los compañeros de los que figuraban en el fichero de Scotland Yard.
Lord Peter tomó asiento y el procurador lo imitó. El primero tomó un pisapapeles de cristal que había sobre la mesa y lo sopesó mientras se decía que estaba dejando en él una admirable colección de huellas dactilares. Luego lo colocó exactamente en el centro de un montón de cartas.
–¡Oh, eso no me ha causado ninguna molestia! –dijo–. He venido aquí para tratar de asuntos. Y me alegro mucho de serle útil. Es realmente desagradable perder los lentes, señor Crimplesham.
–Sí –contestó el procurador–. Le aseguro a usted que sin ellos me veo perdido. Tengo esos otros, pero no se ajustan tan bien a la nariz, Además, la cadena de aquéllos tiene un valor sentimental muy grande para mí. Tuve un disgusto horrible cuando al llegar a Balham noté que los había perdido. Pregunté a todos los empleados del tren, pero en vano, de modo que llegué a temer que me los hubiesen robado. En la estación Victoria había mucha gente y el vagón estaba atestado hasta su llegada a Balham. ¿Acaso los encontró usted en el tren?
–No, señor –contestó lord Peter–, sino en un lugar inesperado. ¿Puede usted decirme si en aquella ocasión reconoció a alguno de sus compañeros de viaje?
El procurador lo miró extrañado.
–No, señor. A nadie –contestó–. ¿Por qué me pregunta eso?
–Pues simplemente porque se me había ocurrido la idea de que la persona que los llevaba cuando los encontré, se los hubiese quitado a usted por broma.
El procurador parecía estar muy extrañado.
–¿Acaso esa persona dijo que me conocía? –preguntó–. En realidad, no conozco a nadie en Londres, a excepción del amigo con quien me hallaba en Balham; es el doctor Philpots, y me sorprendería mucho que hubiese querido bromear a mi costa. Pudo darse cuenta del disgusto que tuve al notar la pérdida de los lentes. El asunto que me llevó a Londres fue asistir a una reunión de accionistas del Banco Medlicott, pero los demás caballeros presentes eran desconocidos para mí y no creo que ninguno de ellos se tomara tal libertad. En todo caso –añadió–, como los lentes están aquí, no me mostraré demasiado curioso acerca de cómo han podido volver a mis manos. Y estoy profundamente agradecido a usted por su molestia.
–Dispénseme –dijo lord Peter– si le parezco demasiado curioso, pero he de hacerle otra pregunta. Tal vez le parecerá melodramática, pero no puedo remediarlo. ¿Sabe usted si tiene algún enemigo, alguien que pudiera aprovecharse de su… muerte o de su deshonra?
El señor Crimplesham se quedó helado de sorpresa y miró a su interlocutor con desagrado.
–¿Puedo saber el significado de esta pregunta extraordinaria? –inquirió secamente.
–Las circunstancias –replicó lord Peter– son extraordinarias. Tal vez recordará usted que mi anuncio iba dirigido al joyero que vendió la cadena.
–Eso me sorprendió entonces –contestó el señor Crimplesham–, pero ahora empiezo a observar que su anuncio y su conducta concuerdan perfectamente.
–Así es –contestó lord Peter–. En realidad, yo no esperaba que el dueño de los lentes contestara a mi anuncio. Sin duda, señor Crimplesham, habrá leído usted lo que publican los periódicos con respecto al misterio de Battersea Park. Los lentes de usted son los mismos que llevaba el cadáver y ahora se encuentran en poder de la policía, en Scotland Yard, como podrá comprobar por este documento.
Y le mostró la descripción técnica de los lentes y la nota oficial que la había acompañado.
–¡Dios mío! –exclamó el procurador.
Luego miró a lord Peter, preguntando:
–¿Está usted relacionado con la policía?
–Oficialmente, no –dijo lord Peter–. Hago investigaciones particulares en interés de una de las partes.
El señor Crimplesham se puso en pie.
–Amigo mío –dijo–, su conducta es realmente descarada, pero el chantaje es un delito penado por la Ley, y, por consiguiente, le aconsejo que salga de mi oficina antes de delinquir.
Y tiró del cordón de la campanilla.
–Ya temía que lo tomase usted así –replicó lord Peter–. Y ahora veo que habría sido más conveniente que viniera el detective Parker y no yo. –Dejó la tarjeta dé Parker en la mesa a un lado de la descripción de los lentes y añadió–: Si desea usted verme antes de mañana por la mañana me encontrará en el Hotel Minster.
El señor Crimplesham no se dignó contestar, y en cuanto vio aparecer a su empleado, le dijo:
–Acompañe usted a la puerta a esa persona.
Una vez en la entrada, lord Peter pasó rozando a un joven alto que entraba y que lo miró sorprendido al reconocerlo. Sin embargo, su rostro no despertó ningún recuerdo en lord Peter, y así, llamando a Bunter, que estaba en la tienda de enfrente, se dirigió a su hotel, con objeto de conferenciar telefónicamente con Parker.
Mientras tanto, en la oficina del procurador, fueron interrumpidas las meditaciones del indignado señor Crimplesham por la entrada de su socio.
–Oiga –exclamó este último–. ¿Ha ocurrido algo realmente grave? ¿Cuál ha sido la razón de que tan distinguido aficionado a la criminología haya venido a nuestra oficina?
–He sido víctima de una vulgar tentativa de chantaje –dijo el procurador–. Un individuo que quiso hacerse pasar por lord Peter Wimsey…
–Pues ese que ha salido es el mismo lord Peter Wimsey –dijo el señor Wicks–. No es posible confundirle. Lo vi cuando declaraba en el asunto de la esmeralda Attenbury. En su especialidad, es un hombre muy notable y suele trabajar con los más altos funcionarios de Scotland Yard.
–¡Dios mío! –exclamó el señor Crimplesham.
Quiso el destino que aquella tarde sufriesen todavía otra prueba los nervios del señor Crimplesham. Cuando, acompañado por el señor Wicks, llegó al hotel Minster, le dijo el portero que lord Peter Wimsey se había marchado, pero añadió que estaba allí un criado suyo que podría encargarse de cualquier mensaje.
El señor Wicks pensó que, en resumen, valdría más dejar un recado. En cuanto hubieron buscado a Bunter, lo encontraron sentado al lado del teléfono, en espera de que lo llamasen a conferencia interurbana. Cuando lo interpeló el señor Wicks, sonó el timbre, y Bunter, después de excusarse cortésmente, tomó el receptor.
–Diga –exclamó–. ¿Es el señor Parker? ¡Oh, gracias! Central. Central. Lo siento mucho. ¿Puede usted ponerme en comunicación con Scotland Yard? Dispénsenme, señores, si les hago esperar. Central. Bien. ¿Scotland Yard? Oiga. ¿Es Scotland Yard? ¿Está por ahí el detective Parker? ¿Podría hablar con él? Terminaré en seguida, señores. Oiga, ¿es usted el señor Parker? Lord Peter agradecería mucho que pudiese venir a Salisbury. ¡Oh, no, señor! Está muy bien de salud. Ha salido para oír el cántico de la tarde. ¡Oh, no! Supongo que, desde luego, será oportuna su llegada para mañana.
EL señor Parker no le resultaba cómodo salir de Londres. Al terminar la mañana fue a visitar a lady Levy y, por consiguiente, tuvo que abandonar todos sus planes para el resto del día, y sus movimientos quedaron aplazados a causa del descubrimiento de que la encuesta acerca del desconocido visitante del señor Thipps habría de celebrarse aquella tarde, puesto que, al parecer, nada resultaba de las investigaciones del inspector Sugg. El Jurado y los testigos habían sido convocados para las tres de la tarde. El señor Parker podía haber dejado de asistir, pero encontró a Sugg aquella mañana en Scotland Yard y le extrajo una información, del mismo modo como se extrae un diente. El inspector Sugg consideraba entrometido al señor Parker. Además, tenía en cuenta su íntima amistad con lord Peter Wimsey y al inspector le molestaba mucho la intervención de este último. Pero al ser interrogado no pudo negar que aquella tarde se celebraría la encuesta, ni tampoco impedir que Parker gozara del inalienable derecho de estar presente, común a todos los ciudadanos británicos. Por consiguiente, poco antes de las tres, Parker ocupaba ya un asiento y se divertía observando los esfuerzos de las personas que llegaron más tarde, cuando ya la sala estaba atestada, para insinuarse, lisonjear o utilizar la fuerza con objeto de ocupar un lugar ventajoso. El fiscal, que era un médico de carácter preciso y meticuloso, llegó puntualmente y después de mirar al público dio orden de que se abriesen las ventanas y en el acto una gran cantidad de niebla fue a posarse sobre las cabezas de los desdichados que ocupaban aquel lado de la estancia. Ello causó cierta conmoción y algunas expresiones de desagrado, que el fiscal se apresuró a contener severamente diciendo que había una epidemia de gripe y que una habitación mal ventilada era una trampa mortal. Que si a alguien le molestaban las ventanas abiertas podía abandonar la sala, y que si volvía a oír protestas haría despejar el local. Dicho esto, tomó una pastilla de formitrol y, después de los preliminares acostumbrados, llamó a catorce hombres buenos y respetuosos de la ley y les tomó juramento, encareciéndoles que se esforzaran en averiguar todo lo referente a la muerte del caballero de los lentes y dar luego un veredicto sincero, de acuerdo con las pruebas aducidas, y que así Dios los ayudase. Y en cuanto hubo obligado a callar a una dama anciana que formaba parte del jurado y que quiso protestar de algo, el fiscal ordenó al jurado que fuese a examinar al cadáver. Parker miró a su alrededor e identificó al desdichado señor Thipps y a la joven Gladys, que fueron conducidos a una habitación inmediata bajo la severa vigilancia de la policía. En breve los siguió una dama anciana y flaca que llevaba un mantón y un gorro. En su compañía, y vestida con un maravilloso abrigo de pieles y un sombrero muy elegante, se hallaba la duquesa viuda de Denver, cuyos ojos negros y vivos observaban a la multitud. Poco tardaron en fijarse en Parker, que varias veces había estado en Dower House, y le hizo una seña inclinando la cabeza. Luego habló a un policía. En breve se abrió mágicamente un camino a través de los periodistas y Parker se vio sentado en primera fila, inmediatamente detrás de la duquesa, que lo acogió de un modo encantador y le preguntó: