–¡Hombre, desde luego! –contestó lord Milligan–. Me gustaría mucho, lord Peter. Y agradezco a la duquesa esa sugerencia. Es muy triste ver cómo desaparecen las cosas bellas y antiguas. Iré con mucho placer y tal vez tendrá usted la bondad de aceptar algún donativo para los fondos de la reconstrucción.
Estas inesperadas palabras casi obligaron a lord Peter a ponerse en pie de un salto. Valerse de una ingeniosa mentira para sondear a un caballero hospitalario y generoso, de quien sospechaba alguna relación con un acto delictivo y aceptar de él, con el curso de la conversación, un cheque de alguna importancia con fines caritativos, resultaba algo muy desagradable para quien no fuese ya un agente encallecido del Servicio Secreto. Lord Peter quiso contemporizar.
–Es usted muy bondadoso –dijo–, y estoy seguro de que le estarán muy agradecidos, pero más vale que no me dé ese dinero, porque podría gastármelo o perderlo. No soy digno de confianza. La persona más indicada es el vicario, el reverendo Constantino Trogmorton, en la vicaría de
San Juan Ante Portam Latinam
, Denver. Le ruego, pues, que se tome la molestia de mandarlo allá.
–Así lo haré –contestó el señor Milligan–. Oiga, Scott, haga el favor de extender un cheque por mil libras esterlinas y así ya no lo olvidaré.
El secretario, que era un joven de cabello amarillento, larga barbilla y desprovisto de cejas, cumplió la orden en silencio. Lord Peter contempló la calva cabeza del señor Milligan y la amarillenta del secretario y luego hizo acopio de valor y probó otra vez.
–Estoy agradecidísimo a usted. Y lo mismo sentirá mi madre cuando se lo diga. Ya le comunicaré la fecha en que se inaugurará el bazar. Aún no se ha fijado y antes he de ver a otros hombres de negocios. He de visitar también a algunos de los directores de las empresas periodísticas reunidas, para que representen a los publicistas británicos.
Un amigo mío me ha prometido a un notable financiero alemán, cosa muy interesante y habré de buscar a alguien que represente el punto de vista hebreo. Pensaba en visitar a Levy, pero parece ser que se ha marchado de un modo raro.
–Sí –dijo el señor Milligan–, es algo muy misterioso, aunque a mí me resulta muy conveniente. Al parecer mostraba oposición contra mi compañía ferroviaria, pero yo no tengo nada contra él, personalmente, de modo que si reaparece, en cuanto yo haya realizado un pequeño negocio que tengo entre manos, me alegraré mucho de darle la bienvenida.
Se le ocurrió a lord Peter la idea de que tal vez sir Reuben estaba encerrado en alguna parte hasta que se hubiese terminado un negocio de la mayor importancia financiera. Eso era muy posible y, desde luego, mucho más agradable que su primera conjetura. Además, concordaba mejor con la impresión que le producía el señor Milligan.
–En fin, por ahora no sabemos dónde está –contestó lord Peter–, aunque supongo que tendrá sus razones. Es preciso ser discreto ante los motivos que cada uno pueda tener para obrar a su antojo, ¿no le parece? Y, sobre todo, teniendo en cuenta lo que me ha dicho un amigo policía, que interviene en el caso. Asegura que sir Reuben se tiñó el cabello antes de desaparecer.
Con el rabillo del ojo, lord Peter vio que el secretario de cabello amarillento sumaba simultáneamente cinco columnas de números y anotaba el resultado.
–¿Que se tiñó el cabello? –preguntó el señor Milligan.
–Sí, señor, de color amarillento –contestó lord Peter. El secretario levantó la mirada–. Y lo raro es –añadió Wimsey– que nadie ha podido encontrar la botella de tintura. Eso parece muy raro, ¿verdad?
Aparentemente el secretario ya no se interesaba por aquel asunto. Metió una hoja en blanco en el libro de hojas cambiables y anotó en ella la suma de la página anterior.
–Tal vez eso no tenga ninguna importancia –dijo lord Peter, poniéndose en pie para despedirse–. Ha sido usted muy bondadoso, señor Milligan, y mi madre quedará muy complacida. Ya le escribirá comunicándole la fecha.
–Encantado –respondió el señor Milligan–. Y mucho gusto en haberlo visto.
El señor Scott, en silencio, se puso en pie para abrir la puerta y, al hacerlo, desarrolló la longitud extraordinaria de sus flacas piernas, que hasta entonces estuvieran ocultas por la mesa y, dando un suspiro mental, lord Peter calculó que medía un metro noventa de estatura.
«Es una lástima que no pueda poner la cabeza de Scott en los hombros de Milligan –se dijo al salir a la calle–. Y ahora, ¿qué dirá mi madre?».
EL señor Parker era soltero y ocupaba un piso muy incómodo en el número 12-A, de Great Ormond Street, que le costaba una libra semanal. Sus esfuerzos por la causa de la civilización eran recompensados, no con el regalo de sortijas de brillantes por parte de las emperatrices o de generosos cheques de agradecidos primeros ministros, sino por un salario modesto, aunque suficiente, que se extraía de los bolsillos del contribuyente británico. Después de un día de trabajo arduo e incompleto, despertó para percibir el olor de unas gachas quemadas. A través de la ventana de su dormitorio, higiénicamente abierta por completo, penetraba la niebla, y unos pantalones de invierno que la noche anterior arrojara presuroso a una silla, le dieron una sensación absurda y sórdida de la forma humana. Llamó el timbre telefónico y, de muy mal humor, salió de la cama para dirigirse a la sala donde la señora Munns, que cuidaba de la casa durante el día, ponía la mesa sin dejar de estornudar.
Hablaba Bunter.
–Su Señoría dice que se alegraría mucho de que viniera usted a almorzar.
Si el olor de los riñones y del tocino se hubiese transmitido a lo largo del alambre telefónico, el señor Parker no hubiese podido experimentar mayor sensación de consuelo.
–Dígale a Su Señoría que llegaré antes de media hora –dijo, agradecido.
Luego se dirigió al cuarto de baño, que era al mismo tiempo cocina, e informó a la señora Munns, que estaba haciendo té, que iría a desayunarse fuera.
–Llévese usted las gachas para su familia –añadió, vengativo.
Y tiró con tal furia su bata que la señora Munns apenas tuvo tiempo de ladearse dando un ronquido.
Un autobús lo dejó en Piccadilly quince minutos después de la hora que su impaciencia le hizo fijar. Bunter le sirvió un desayuno estupendo, un café incomparable y el
Daily Mail
, ante un fuego encendido de leña y carbón. A lo lejos pudo oír una voz que cantaba una misa de Bach, proclamando que el dueño del piso gozaba por lo menos una vez al día de la limpieza y el arte.
Luego se presentó lord Peter, con el cabello todavía húmedo y perfumado con verbena y cubierto por un albornoz de vivos colores.
–Buenos días, muchacho –dijo al entrar–. ¡Qué día tan idiota! ¿verdad? Te agradezco mucho tu llegada, porque deseaba verte y no me sentí con bastante energía para ir a tu casa. Bunter y yo hemos pasado una noche muy atareada.
–¿De qué se trata?
–Cuando se tiene la boca llena, no hay que hablar de negocios –contestó lord Peter en son de reproche–. Toma un poco de mermelada y luego te mostraré mi
Dante
. Me lo trajeron anoche. ¿Qué debo leer esta mañana, Bunter?
–Van a vender la colección de lord Erith, milord. En el
Morning Post
publican una columna acerca de eso. Creo que Su Señoría debería leer la crítica del nuevo libro de sir Julián Freke, acerca de «Las bases fisiológicas de la conciencia», que publica el suplemento literario del
Times
. En el
Chronicle
dan cuenta de un robo muy singular y, además, se habla en el
Herald
de un ataque contra unas nobles familias. Está bastante mal escrito, pero no carece de cierto humorismo, que Su Señoría apreciará.
–Bien, dame eso y lo del robo –dijo lord Peter.
–He pasado la mirada por los demás periódicos –añadió Bunter, indicando un montón formidable de ellos–, y he señalado las lecturas de Su Señoría para después del desayuno.
–Hombre, no me hables de eso. Me quitas el apetito.
Hubo un silencio sólo interrumpido por los crujidos de las tostadas al ser mordidas y del papel de los periódicos que sostenían los dos amigos.
–Veo que han aplazado la encuesta –dijo lord Peter–, pero lady Levy llegó anoche y tendrá que ir a identificar el cadáver esta mañana, en obsequio de Sugg.
–Queda tiempo.
–No me ha causado gran impresión ese robo, Bunter –dijo lord Peter–. Desde luego, es algo que requiere cierta competencia, pero ninguna imaginación, y a mí me gusta observar rasgos de imaginación en los criminales. ¿Dónde está el
Morning Post
?
Después de un corto silencio, lord Peter añadió:
–Deberías pedir el catálogo, porque este
Apollonios Rhodios
podría ser digno de examen. No, que me maten si pongo los ojos encima de esta crítica. Pero, si quieres, anota el libro en la lista de la biblioteca. El que ha publicado acerca del crimen era entretenido, pero yo creo que este tío está chiflado. A su juicio, Dios es una secreción hepática. Y está bien que eso se diga una vez, pero no hay que seguir siempre con la misma cantinela. Cuando se tiene un punto de vista demasiado limitado, no se puede probar nada. Y, si no, ahí está Sugg.
–Dispensa –contestó Parker–, no te escuchaba. Las «argentinas» están un poco más firmes.
–Milligan –dijo lord Peter.
–El petróleo va mal. Levy ha ocasionado una baja. Y, en cambio, el alza en las «peruanas» se produjo inmediatamente después de su desaparición, pero han vuelto a bajar. Me gustaría saber si eso tiene alguna relación con él. ¿Estás enterado?
–Lo averiguaré –dijo lord Peter–. ¿Qué ha pasado?
–Se trata de una empresa de la que no se había hablado durante muchos años. La semana pasada pareció cobrar nueva vida. Yo me enteré porque mi madre tomó hace algún tiempo un par de centenares de acciones y nunca cobró el dividendo. Pero ahora veo que el asunto ha vuelto a morir.
Dejó Wimsey el plato a un lado y encendió su pipa.
–Puesto que hemos terminado, no tengo inconveniente en trabajar un poco –dijo–. ¿Cómo te fue ayer?
–Pues verás –contestó Parker–. Hice algunas investigaciones en estos pisos, primero en mi aspecto personal y utilizando luego dos disfraces diferentes, de inspector del gas y de cobrador del Hogar de Perros Extraviados, pero no averigüé nada, a excepción de lo que me dijo un criado en el piso superior de Battersea Bridge Road, que, según me dijo, una noche oyó un golpe en el tejado. Pero, al preguntarle qué noche fue eso, no pudo precisarlo, aunque le pareció probable que fuera un lunes, pero, de todos modos, no estaba seguro.
»Vi también a los señores Appledere, que me recibieron con mucha frialdad, pero, con respecto a los Thipps, me dijeron que una vez él fue a visitarlos sin ser invitado, llevando en la mano un folleto antiviviseccionista. El coronel indio del primer piso me recibió bastante bien. Para cenar me dio un excelente curry y un whisky muy bueno. Pero es un ermitaño y sólo me dijo que no podía ver ni en pintura a la señora Appledere.
–¿Y encontraste algo en la casa?
–Únicamente el diario particular de Levy, que he traído conmigo. Aquí está, pero apenas dice algo interesante. Lo que más abunda en él son las notas semejantes a «Tomás y Anita a cenar», o bien «Cumpleaños de mi querida esposa, le he regalado una sortija de ópalos. El señor Arbuthnot vino a tomar el té. Quiere casarse con Rachell, pero yo desearía alguien mejor para mi tesoro». Sin embargo, siempre da a entender quién entraba y salía de la casa y otros datos por el estilo. Evidentemente lo escribía por la noche y no hay nada del lunes.
–Espero que será útil –dijo lord Peter, hojeando el volumen–. ¡Pobre hombre! No estoy seguro de lo que haya podido sucederle.
A su vez dio cuenta a Parker del trabajo que había llevado a cabo.
–¿Arbuthnot? –preguntó el detective–. ¿No es el que figura en el diario?
–Tal vez sí. Lo busqué por saber que le gustaba mucho rondar por la Bolsa. En cuanto a Milligan, parece estar al abrigo de toda sospecha, pero supongo que es hombre despiadado para los negocios. Además, he tenido en cuenta a su secretario de cabello amarillento. Es un hombre que tiene una cara de pez, que calcula de un modo estupendo y que no me dice nada. Milligan tenía por lo menos un motivo más que suficiente para raptar y encerrar a Levy por unos días. Además, hay otro individuo.
–¿Cuál?
–¡Ah, eso es la carta que te he mencionado! ¿Dónde la he puesto? Aquí está. Buen papel pergamino, con membrete de un procurador de Salisbury y su correspondiente matasellos. Es una carta de muy buena letra, escrita con rasgo fino, por un anciano hombre de negocios de costumbres anticuadas.
Parker tomó la carta y leyó:
CRIMPLESHAM AND WICKS
Procuradores
Milford Hill, Salisbury
17 de noviembre.
Muy señor mío:
Con referencia a su anuncio de hoy en la columna «Personal», de
The Times
, estoy dispuesto a creer que los lentes y la cadena en cuestión pueden ser tal vez los que perdí en el ferrocarril eléctrico el lunes pasado en una visita que hice a Londres. Salí de la estación Victoria tomando el tren de las 5,45 y no me di cuenta de la pérdida hasta que llegué a Balham. Esta indicación y el detalle de los lentes por parte del óptico, que incluyo, bastarán, seguramente, para identificarlos y garantizar mi buena fe. Si esos lentes resultaran ser míos, le agradecería mucho que me hiciera el favor de enviármelos por correo certificado, porque la cadena es un regalo de mi hija y una de las cosas que más aprecio.Agradeciendo de antemano su bondad y lamentando la molestia que le ocasiona, queda su afm. s. s.,
Thos Crimplesham.
Lord Peter Wimsey
110 Piccadilly, W.
Un incluso.
–Realmente, esto es inesperado –comentó Parker. –Puede tratarse de una confusión extraordinaria –replicó lord Peter–, o bien el señor Crimplesham es un sinvergüenza astuto y atrevido. También puede darse el caso de que no sean esos los lentes que reclama. Supongo, además, que están ahora en Scotland Yard. Hazme el favor de telefonear pidiéndoles que manden una descripción de un óptico y, al mismo tiempo, podrías preguntar si se trata de unos cristales de tipo corriente.
Parker, por toda respuesta, se dirigió al aparato telefónico.
–Ahora –dijo lord Peter a su amigo, en cuanto hubo transmitido aquella petición–, acompáñame un momento a la biblioteca.