Pero a mí, aun con la mascarilla puesta, no me dejaba respirar, lo que quizá era menos culpa del humo que de la mascarilla. Lo cierto es que estaba asfixiándome. Y además discutíamos con Martín, porque yo le decía que si hubiese cambiado la ventana de la cocina no estaríamos tragando humo.
En un momento de angustia fui a la clínica y dije que no podía respirar y pedí que me durmieran y me hicieran respirar de un balón de oxígeno.
Cuando desperté, ya era el cumpleaños de Martín. Le di un abrazo y nos fuimos caminando, yo todavía sedado. El humo seguía allí, pero ya uno se acostumbraba y tal vez hasta lo disfrutaba, como si tuviese una imprecisa cualidad literaria, como si una ciudad hecha de gente borrada por el humo fuese por eso mismo un lugar propicio para vivir y morir, como si aquella nube maloliente y gris no fuese otra cosa que el recuerdo impertinente de que todos somos también grises y malolientes.
Martín sugirió que cancelásemos la fiesta pero yo me negué. «El humo la hará inolvidable», le dije. Aquella noche Martín bebió todos los mojitos que pudo y yo me quité la mascarilla con la que recibía a los invitados para beber champagne rosado dulzón hasta emborracharme como hacía mucho que no me emborrachaba. Y en algún momento uno de los jóvenes que ponían la música no tuvo mejor idea que disparar una ráfaga de humo sobre la pista de baile. Y Martín estalló en una carcajada al ver que esa ráfaga de humo vino directamente hacia donde yo estaba sentado. Y luego, al verme toser en medio del humo de pastizales quemados y artificios de discoteca, se molestó tanto que cogió la tijera con la que su amigo Nico cortaba las pastillas estimulantes, subió al segundo piso y le dijo al chico que ponía la música que si volvía a dispararme humo lo mataría con esa tijera. Y cuando vino a bailar de nuevo a mi lado lo besé entre tanto humo, sin estar seguro de que era él.
De pronto, una tarde, llega un pájaro que hace su nido en un árbol frente a mi casa y no se cansa de cantar día y noche.
Al comienzo es divertido y hasta inspirador, pero luego empieza a fastidiar porque no para de trinar en distintos registros más o menos agudos y cuando uno quiere dormir o escribir y el pájaro sigue proclamando su felicidad ya termina por ser irritante.
Lo raro es que canta a toda hora y por lo visto no duerme. Pensaba que los pájaros cantaban a unas ciertas horas, al amanecer por ejemplo, pero este es un pájaro extraño que canta por la mañana, por la tarde, por la noche, a toda hora.
No es que haga un ruido escandaloso, es sólo un pájaro trinando, pero es un ruido persistente, que no cesa, un ruido que acaba por molestar porque uno supone que canta de ese modo tan estridente porque está feliz. Lo que más irrita entonces no es su infatigable vocación cantarina sino la certeza de que ese advenedizo es mucho más feliz que uno o es todo lo feliz que uno nunca será y además nos lo recuerda cada diez segundos.
Por eso salgo una noche a las cuatro de la mañana, harto de sus impredecibles exploraciones musicales, que son distintas una de la otra, como si estuviera buscando un modo de expresar su alegría que siempre resulta insuficiente o imperfecto y justifica por ello un gorjeo o cántico más, me acerco al árbol, lo veo trinando con un júbilo que ofende y decido que debe morir.
Han sido muchos días soportando sus gorgoritos odiosos, toda una semana oyéndolo proclamar lo estupendamente bien que se la está pasando allí arriba de ese árbol y de ese cable vecino de alta tensión: por su culpa no puedo dormir la siesta, no consigo escribir más de tres líneas, despierto de madrugada torturado por sus recitales, me encuentro fatigado, de pésimo humor.
El pájaro feliz debe morir. No me gusta matar a nadie, pero en este caso es un acto de legítima defensa. Debo elegir entre su felicidad que no tiene límites y mi derecho a vivir en paz o al menos en silencio.
Busco unas piedras y las arrojo con todas las fuerzas de las que soy capaz. No consigo darle. El pájaro se asusta y vuela hasta una palmera media cuadra más allá. Por un momento se calla por fin.
Regreso a la casa pensando que no molestará más.
Vana ilusión. No pasan más de diez minutos y de nuevo está en el árbol frente a mi casa, anunciándonos a los vecinos de la calle que es allí donde ha decidido instalarse, residir, fundar familia, dar conciertos gratuitos y expandir su felicidad con curiosos quiebres vocales.
Recuerdo entonces la sabiduría de mi padre, que solía tener en casa toda clase de armas de fuego: pistolas, revólveres, carabinas, rifles, escopetas. Recuerdo aquella mañana en que vació los cartuchos de su escopeta sobre unas palomas que arrullaban y defecaban en el techo de la casa, conspirando contra nuestro merecido derecho al descanso. Entonces psé, al verlo disparando contra las palomas, que era un acto de crueldad. Ahora pienso que fue un acto heroico, admirable, un acto de legítima defensa que restauró la paz que esas palomas nos habían arrebatado.
Como no tengo armas de fuego, salgo de nuevo a la calle con el monedero que traje de Buenos Aires la semana pasada y le tiro al pájaro cantor todas las monedas argentinas que tengo conmigo, con la esperanza de que alguna de ellas le dé en el pecho, lo derribe y acabe con sus trinos enloquecidos. Monedas de un peso, cincuenta centavos, veinticinco centavos, diez y cinco centavos vuelan por los aires y pasan lejos del pájaro, que, soberbio, altanero, sigue piando y gorjeando sobre mi cabeza, indiferente al sufrimiento que causa en mí, humillándome, recordándome que su felicidad impúdica nunca será la mía y que, si bien yo salgo en televisión y él no (o todavía no), tiene sin embargo más poder que yo, pues nada puedo hacer para acallarlo y tengo que someterme, lleno de rencor, a los dictados caprichosos de su garganta musical.
A la mañana siguiente, ojeroso, exhausto, mirándome en el espejo, viendo con pavor una cara miserable que ya no reconozco, decido que ese pájaro no puede derrotarme tan fácilmente y que, como buen hijo de mi padre, compraré un arma de fuego y lo reduciré a un puñado de plumas volando por los aires cálidos de esta isla después del estrépito que acabará con su corta vida cantarina.
El pájaro canta hasta morir y esta no será una excepción, sólo que seré yo quien decida, apretando el gatillo, cuándo debe morir, cuál será su último gorgorito feliz.
No es fácil comprar una carabina de perdigones en Miami, o no lo es al menos para mí: hay que manejar por autopistas congestionadas, perderse por barrios en los que una salida equivocada o una llanta pinchada puede costarte la vida, caminar por los pasillos de un gigantesco almacén, firmar autógrafos falsos y sonreír falsamente para las cámaras de los celulares de los clientes que me reconocen y se preguntan qué diablos hago allí, negociar con el vendedor, explicarle lo que uno entiende por perdigones o balines, mostrarle documentos de identidad vencidos y pagar más dinero del que uno imaginaba.
De regreso a la isla, manejo muy despacio, temeroso de que me detenga la policía y encuentre en el asiento trasero esa carabina de aire comprimido que acabo de comprar.
Ahora estoy en el balcón del cuarto de mis hijas, apuntándole al pájaro jubiloso y escuchando con deleite el que será su último quiebre musical. Me dispongo a apretar el gatillo cuando el auto azul convertible del vecino pasa lentamente y él me ve allí arriba, parapetado con un arma, y me saluda con un gesto de extrañeza y yo escondo la carabina, como si estuviera haciendo algo malo, y un poco más allá veo que marca unos números y habla por el celular.
Ha sido un infortunio que el vecino me pillase en el momento en que apoyaba la carabina sobre el balcón. Debo actuar rápidamente. Apunto al pájaro cantor y disparo. El pájaro cae y algunas de sus plumas quedan suspendidas en el aire. Un ramalazo de euforia recorre mi espinilla. Me siento orgulloso de ser quien soy. Me siento un digno hijo de mi padre. Que vengan otros pájaros musicales, que acá los espero con una lluvia de plomo para que sepan quién manda en esta calle.
Cuando estoy entrando al cuarto de mis hijas, oigo a un pájaro trinando exactamente como cantaba el que había derribado. Tal vez he matado por error a un pájaro inocente que no era mi enemigo. Tal vez ha llegado otro cantante aficionado de esa familia artística a seguir torturándome.
Salgo con la carabina, dispuesto a clavarle un balín en el vientre, cuando veo que se acerca el auto de la policía.
A fines del año pasado mi hermano Javier viajó a Buenos Aires a pasar unos días conmigo. No conocía la ciudad y yo le había prometido desde que éramos chicos que algún día iríamos juntos a ver buen fútbol y comer rico.
Unos días antes de su viaje le pregunté si tenía ganas de conocer a Martín. Tenía el temor de que, por razones morales o religiosas, por la educación que habíamos recibido en casa, Javier no aprobase mi relación con Martín y se incomodase al verlo. Por suerte me respondió que estaría encantado de conocerlo.
Le dije que, dado que Martín y yo dormíamos en cuartos separados y no teníamos un cuarto para alojar a los amigos de paso, prefería invitarlo a un hotel muy bonito, en el centro de San Isidro, frente a la catedral. A Javier le pareció una buena idea, así podía moverse con más libertad.
Una noche Martín se quedó en el departamento viendo televisión y Javier y yo salimos a cenar.
Yo sentía que estaba descubriendo a un hermano. Siempre lo había tenido entre mis favoritos, y por eso quise que fuera el padrino de Camila, pero estaba sorprendido por su inteligencia, su sentido del humor, sus aptitudes para la conversación risueña y relajada y su encantadora capacidad para tomarse todo con calma. Nunca me había sentido tan amigo de un hermano y tan hermano de un amigo. Era un hallazgo que no dejaba de alegrarme en cada pequeño momento que compartíamos: en el auto, rumbo a los campos de Pilar; tomando el té en la terraza de John Bull; en el bar del hotel Plaza (donde conocí a Martín); caminando por las calles laberínticas del barrio Parque Aguirre, donde le decía que quería irme a vivir cuando me retirase de la vida pública.
Esa noche, después de cenar, caminamos de regreso al hotel y, al llegar, nos sentamos a conversar en el patio de esa vieja casona, oyendo el rumor de los autos que corrían sobre la pista empedrada del casco histórico.
Fue entonces cuando me contó cómo estuvo a punto de matar a golpes a nuestro hermano José unos años atrás.
Se encontraron en una discoteca de Miraflores, bien entrada la madrugada. Javier tenía veintidós o veintitrés años, José estaba por cumplir treinta. Los dos habían tomado bastante, aunque estaban acostumbrados a tomar bastante. En algún momento, José le dijo a Javier para llevarlo a casa de nuestros padres, donde ellos todavía vivían. Javier subió a la camioneta de José. Todo estaba bien, hablaban de mujeres, se reían. Javier y José siempre habían tenido éxito con las chicas. José salía con una artista muy linda; Javier, con una estudiante de arquitectura de pelo ensortijado y ojos celestes. De pronto, algo se torció fatalmente. José le preguntó por mí, sabiendo que Javier y yo éramos amigos. Javier dijo que no sabía nada de mí. José dijo algo contra mí. Javier no quiso decirme qué fue lo que dijo José. Pero fue algo que le molestó. Probablemente me criticó por decir que era bisexual o por publicar ciertos libros o por separarme de Sofía, con quien él y nuestro hermano Óscar se llevaban muy bien, casi diría que mejor que yo. Lo cierto es que dijo algo contra mí y Javier se molestó y me defendió. Le he preguntado varias veces qué dijo exactamente José y, a pesar de la confianza que nos tenemos, se ha negado a decírmelo, lo que me hace pensar que fue algo muy duro, muy tremendo, algo que tiene pena o vergüenza de decirme porque piensa que podría herirme.
Cuando llegaron a la casa de mis padres, ya estaban discutiendo violenta y acaloradamente. José seguía criticándome, burlándose de mí o insultándome, no lo sé bien, y Javier insistía en defenderme, cuando hubiera sido mejor renunciar a ese empeño imprudente e inútil. Todos dormían en los cuartos de arriba. Javier y José entraron a la cocina, abrieron la refrigeradora, se sirvieron algo para tomar. Javier no se dejaba intimidar por los modales bruscos, prepotentes de su hermano mayor. Lo seguía enfrentando con coraje. José perdió la paciencia y lo empujó. Javier estuvo a punto de caer. Si no repelía la agresión, quedaría como un cobarde. Nunca antes alguien en esa casa de tantos hombres jóvenes (somos ocho hermanos) había osado desafiar la supremacía física de José. Javier fue el primero y por eso lo sorprendió: le dio dos golpes de puño en la cara, llenos de ferocidad, y lo arrojó al piso.
Cuando José se levantó, tenía la cara ensangrentada.
—Te voy a matar —le dijo.
Enseguida se abalanzó sobre su hermano menor, estudiante de arquitectura, notable jugador de fútbol, escritor de cuentos sobre la amistad y el amor y otros malentendidos, con la certeza de que cuatro o cinco golpes bien dados confirmarían su hasta entonces indiscutido liderazgo como el macho oficial de la casa, aquel al que todos temían. Menuda sorpresa habría de llevarse: si bien Javier se permitía los modales refinados de un artista, había heredado de nuestro padre un talento para la pelea callejera, la riña física y el combate inesperado con el taxista que se le cruzó en la calle, el peatón que piropeó insolentemente a su chica o el borrachín de la discoteca que se burló de mí, su hermano con fama de maricón, y ese talento lo había entrenado tumbando a golpes a aquellos enemigos ocasionales y lo había fortalecido haciendo pesas y pesas y más pesas en el gimnasio y en su cuarto del tercer piso, como si hubiera estado esperando este momento, el momento de pelearse con José, borrachos los dos, en la cocina de la casa de nuestros padres.
Con aplomo y sangre fría, Javier esquivó los golpes, encajó algunos, neutralizó otros y luego dejó escapar a la bestia que llevaba encerrada y lo atormentaba, al hombre lleno de furia que lo hacía chocar carros en el malecón, empujar e insultar a policías uniformados y tomar rabiosamente, con ánimo autodestructivo, en la fiesta por mis treinta y cinco años: fue tal la paliza que le dio a José, que lo dejó en el piso, lleno de sangre, con varios dientes menos y los ojos tan hinchados que no podía ver. Aquella madrugada, por defenderme, Javier estuvo a punto de matar a José, y aún ahora mi madre asegura que cuando bajó corriendo a ver qué pasaba (pensando que habían entrado ladrones), los encontró con cuchillos en la mano, pero Javier lo niega, dice que nadie agarró un cuchillo, que mamá vio tanta sangre que creyó ver cuchillos.