El candor del padre Brown (21 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

BOOK: El candor del padre Brown
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Después del lunch, que acabó con exquisito café y licores, los huéspedes fueron conducidos al jardín y a la biblioteca, y fueron presentados al ama de llaves: una hermosa señora vestida de negro, no poco majestuosa, que tenía el aire de una madona plutónica. Resultó que ella y el mayordomo era la único que quedaba del antiguo
ménage
extranjero del príncipe, y que el resto de la servidumbre era gente nueva, contratada por el ama en Norfolk. El ama respondía al nombre de Mrs. Anthony, pero hablaba con un ligero dejo italiano, y Flambeau no dudó un instante de que «Anthony» era una versión, para uso, en Norfolk, de algún otro nombre más latino. Mr. Paul, el mayordomo, también tenía un leve acento extranjero, pero hablaba y se portaba muy a la inglesa, como la mayoría de los criados bien educados de la nobleza cosmopolita.

Con ser lindo y original, aquel lugar tenía cierta extraña tristeza luminosa. Las horas allí parecían días. Las salas largas y llenas de ventanas eran muy claras, pero su luz parecía luz muerta. Y por entre todos los rumores accidentales —el murmullo de la charla, el tintineo del vidrio, el paso de los criados— podía oírse incesantemente el melancólico susurro del río.

—Hemos dado un mal paso, y hemos llegado a mal sitio —dijo el padre Brown, contemplando desde una ventana las juncias verdes y grisáceas y la corriente de plata—. Pero no importa: a veces hace uno bien con el simple hecho de ser la única persona buena en un mal sitio.

Aunque el padre Brown era de suyo silencioso, era también un hombrecillo de lo más simpático y, en aquellas pocas horas inacabables, logró, inconscientemente, penetrar en los secretos de la Casa Roja mucho más que su amigo el profesional. Poseía esa treta del silencio amistoso que es tan indispensable para provocar que le cuenten a uno las cosas; y, con hablar apenas una palabra, obtenía de los recién conocidos cuanto era posible obtener de ellos en cualesquiera otras circunstancias. Cierto que el mayordomo era de natural poco comunicativo. Se adivinaba en él un afecto obstinado y casi animal hacia su amo. Su amo, decía él, había tenido que sufrir muchas injusticias. Y el que más le había hecho sufrir era, según parece, el hermano de Su Alteza, cuyo solo nombre le alargaba al viejo la cara y le hacía arrugar la nariz de loro, con desprecio. Por lo visto, el capitán Esteban era una mala cabeza; y le había sacado a su benévolo hermano cientos y miles, obligándole a abandonar la vida elegante y a refugiarse tranquilamente en aquel retiro. Esto era todo lo que Paul, el mayordomo, podía decir, y Paul era, evidentemente, un testigo parcial.

El ama italiana era algo más comunicativa, acaso —pensó Brown— porque estaba menos contenta con su estado. El tono con que hablaba del amo era un si es o no es ácido, aunque no desprovisto de temor. Flambeau y su amigo estaban en el salón de los espejos examinando el pastel de los dos niños, cuando el ama entró, presurosa y callada, a cumplir alguna tarea doméstica. Una peculiaridad de aquel salón deslumbrante y revestido de espejos era que, cualquiera que entrara, se reflejaba en cuatro o cinco lunas a la vez. El padre Brown, sin volver el rostro, se interrumpió en mitad de una frase de crítica sobre la familia. Pero Flambeau, que tenía la cara pegada al cuadro, continuó en voz alta:

—Supongo que son los hermanos Saradine. Ambos parecen muy inocentes. Difícil sería saber cuál de los dos es el buen hermano y cuál es el malo.

Después, percatándose de la presencia de la señora, compuso lo dicho con alguna trivialidad, y salió al jardín. Pero el padre Brown siguió contemplando el rojo boceto; y Mrs. Anthony se quedó, a su vez, contemplando atentamente al padre Brown.

Tenía unas cejas negras, espesas y trágicas. Su cara, aceitunada, revelaba una oscura expresión de asombro, como el que duda sobre los propósitos o la identidad del huésped forastero. Sea que el traje y el credo del sacerdote despertara en ella recuerdos meridionales del confesionario, o sea que se figuraba que el sacerdote estaba más al tanto de lo que aparentaba sobre las interioridades de aquella casa, el caso es que se dirigió a él en voz baja, como a un cómplice, y le dijo:

—No le falta razón a su amigo. Dice que sería difícil distinguir al buen hermano del malo. Y, en efecto, muy difícil, muy difícil sería saber cuál es el bueno.

—No la entiendo a usted —dijo el padre Brown dando unos pasos para salir del salón.

La mujer se acercó a él con unas cejas tremendas y una como decisión salvaje, a la manera de un toro que baja la cornamenta.

—Es que ninguno es bueno —dijo con un cuchicheo silbante—. Porque si hay maldad en aquel modo que el capitán tenía de gastar el dinero, no creo que hubiera mucha bondad en las razones que movían al príncipe a proporcionar cuanto el otro le pedía. No sólo el capitán merece reproches.

En la cara del clérigo, que estaba vuelto a otra parte, hubo un fulgor de interés, y su boca, en silencio, formuló la palabra chantaje. Pero en este instante volvió el rostro —un rostro lívido, abierto sin ruido— y en el umbral aparecía, como un duende, el pálido Paul. Y el juego fantástico de reflejos hizo aparecer cinco Pauls por cinco puertas al mismo tiempo.

—Su Alteza —anunció— acaba de llegar.

Al mismo tiempo, el bulto de un hombre pasó por la primera ventana como por un escenario iluminado. Un instante después pasó por la segunda ventana, y la multitud de espejos reflejó en imágenes sucesivas el mismo perfil aguileño y la figura en marcha. Era un hombre erguido y alerta, pero con el pelo enteramente blanco y un extraño tinte amarillo marfil. Tenía esa nariz romana, corta y corva, que generalmente va acompañada de unas mejillas enjutas y una barba alargada, aunque todo ello quedaba enmascarado, en parte, por el bigote y la perilla. El bigote era más oscuro que la barba, lo cual producía un efecto ligeramente teatral; y también su traje tenía algo de sainete, porque llevaba un sombrero de copa blanco, una orquídea en la solapa, un chaleco amarillo y unos amarillos guantes que sacudía y hacía sonar a su paso. Cuando llegó a la puerta principal, oyeron que el rígido Paul salía a abrirle, y que el recién venido decía alegremente:

—Bueno, ya ves: aquí me tienes.

El rígido Mr. Paul hizo una reverencia y contestó algo con aquella su imperceptible voz. No se pudo oír lo que hablaron durante unos minutos. Después el mayordomo afirmó:

—Todo está dispuesto.

Y el príncipe, siempre sacudiendo los guantes, entró alegremente en el salón para dar la bienvenida a sus huéspedes. Y éstos presenciaron una vez más aquella escena espectral: cinco príncipes que entraban en el salón por cinco puertas.

El príncipe puso su sombrero blanco y sus guantes amarillos sobre la mesa y alargó la mano cordialmente:

—Encantado de verle a usted por aquí, Mr. Flambeau. Le conocía yo a usted mucho por la fama, si es que esta observación no es indiscreta.

—No, para nada —dijo Flambeau riendo—. Yo no soy hombre puntilloso. Amén de que muy pocas reputaciones se logran a costa de la virtud inmaculada.

El príncipe le disparó una mirada, preguntándose si en aquella respuesta habría intención. Después rió también y ofreció sillas a todo el mundo, incluso a sí mismo.

—Creo que éste es un sitio agradable —dijo con aire desenvuelto—. No hay mucho en que divertirse, pero la pesca es de lo mejor.

El sacerdote, que había estado observándole con la gravedad propia de un bebé, empezó a sentir que se apoderaba de él una idea indefinible. Miraba aquellos cabellos grises cuidadosamente rizados, aquella cara amarillenta, aquella figura sutil y un tanto afectada. Nada de esto era extraordinario, aunque todo ello algo acentuado, algo
prononcé
, como de personaje que se prepara a salir a las candilejas. Pero la mayor curiosidad de aquel hombre estaba en otra cosa: estaba en el armazón mismo de su cara. Brown se sentía atormentado por un vago recuerdo, y le parecía haberle visto ya en otra parte. Aquel hombre se le figuraba un antiguo amigo disfrazado. Pero de pronto, pensando en los espejos, se dijo que quizá todo ello era efecto psicológico de la multiplicación de las máscaras humanas.

El príncipe Saradine distribuía sus atenciones entre ambos huéspedes con la mayor alegría y tacto. El detective le resultó aficionado a los deportes y dispuesto a emplear bien sus vacaciones, y el príncipe le condujo, con su bote y todo, al mejor sitio para la pesca, y en veinte minutos estuvo de regreso, con ayuda de su propia canoa, para reunirse al padre Brown en la biblioteca, y sumergirse, con una cortesía ecuánime y perfecta, en el filosófico divertimiento del sacerdote. Parecía entender tanto de pesca como de lectura, aunque en cuanto a libros no conocía cosas muy edificantes. Hablaba cinco o seis lenguas diferentes; o, mejor dicho, hablaba el dialecto popular de todas ellas. Era evidente que había vivido en muchas ciudades y en sociedades muy mezcladas, porque sus más divertidas historias se referían a los infiernos del juego y a los antros del opio, a los campesinos de Australia o a los bandidos italianos. El padre Brown sabía ya que en el otro tiempo célebre Saradine se había pasado los últimos años viajando, pero no tenía idea de que esos viajes hubieran sido tan inconvenientes o, por lo menos, tan divertidos.

Porque, en efecto, el príncipe Saradine, con toda su dignidad de hombre de mundo, irradiaba hacia sus observadores, y especialmente si eran tan sensibles como el sacerdote, una atmósfera de inquietud y hasta de algo sospechoso. Su cara era pulcra, pero su mirada era salvaje; padecía ciertos tics nerviosos, como de hombre aficionado a la bebida o las drogas, y ni tenía ni se preciaba de tener la mano sobre el timón de los asuntos domésticos. Éstos quedaban confiados a los dos antiguos servidores, y sobre todo al mayordomo, que era sencillamente la columna central de la casa. Mr. Paul, en efecto, era, más que un mayordomo, un senescal o chambelán; comía aparte, pero casi con tanta pompa como el amo; era temido de los criados, y consultaba todo con el Príncipe, con mucho respeto, pero no con humildad, como si fuera el procurador del príncipe.

La oscura ama era, a su lado, una sombra; y, en verdad, pareció borrarse como si fuera tan sólo la servidora del criado principal; de suerte que el padre Brown no volvió ya a oír aquellos cuchicheos volcánicos sobre los chantajes del hermano menor al mayor. Por lo demás, aunque no era enteramente seguro que el príncipe hubiera sido robado por el ausente capitán mediante el procedimiento del chantaje, lo cierto es que ello parecía muy probable, por aquella cosa equívoca, aquella cosa sospechosa que había en la presencia de Saradine.

Cuando volvieron al largo salón de las ventanas y los espejos, la luz amarilla de la tarde reverberaba en el agua y las riberas llenas de mimbres; a lo lejos se oyó el zumbido de un alcaraván como el del tamborcillo diminuto de un elfo. Y otra vez por la mente del sacerdote, como una nubecilla turbia, voló el sentimiento singular de que aquel era un sitio funesto, triste, embrujado.

—Ojalá que regrese pronto Flambeau —dijo.

—¿Cree usted en los agüeros? —preguntó de súbito el inquieto príncipe Saradine.

—No —contestó su huésped—. Yo sólo creo en el Juicio Final.

El príncipe se volvió hacia él desde la ventana, y le contempló de un modo extraño. Sobre la luz crepuscular, su cara era una sombra chinesca.

—¿Qué quiere usted decir? —interrogó.

—Quiero decir que aquí vivimos en el revés del tapiz. Que lo que aquí acontece no tiene ninguna significación; pero que después, en otra parte, todo cobra sentido. Que en alguna otra parte el verdadero culpable tendrá su merecido, aunque aquí la justicia parezca equivocarse y caer sobre el inocente.

El príncipe hizo un ruido animal, inexplicable. En su sombría cara, sus ojos parecieron brillar de un modo inverosímil. Y en el espíritu del sacerdote estalló, silenciosamente, otro pensamiento funesto. ¿Qué significaba aquella mezcla de brillo y sorpresa en la conducta del príncipe Saradine? ¿Acaso el príncipe… no estaba enteramente cuerdo? El príncipe se había quedado repitiendo: «¡El inocente, el inocente!», con una persistencia algo exagerada para ser una simple exclamación convencional.

Pero no; no era locura. Más tarde, el padre Brown descubriría la verdad.

En los espejos vio que la silenciosa puerta se abría, y en ella se dibujaba el silencioso Mr. Paul, con su impavidez y lividez habituales.

—Creo conveniente anunciar —dijo con una energía respetuosa, como de viejo abogado de la familia— que un barco de seis hombres, con un caballero en la popa, acaba de llegar al desembarcadero.

—¿Un barco? —repitió el príncipe—. ¿Un caballero?

Y se puso de pie.

Hubo un silencio, punteado solamente por el rumor del ave entre las juncias. Y poco después, antes de que ninguno hubiera proferido una palabra, una figura nueva, un perfil nuevo, pasó frente a cada una de las tres ventanas, como una o dos horas antes pasara el príncipe. Pero, salvo por la coincidencia de que ambos perfiles eran aguileños, ningún parecido tenían. En lugar del sombrero blanco de Saradine, el nuevo personaje traía un sombrero negro de forma anticuada y extraña, bajo el cual se veía una fisonomía solemne y juvenil, una cara completamente afeitada, algo azulada en la mandíbula —mandíbula dura y voluntariosa—, y que recordaba un poco la cara de Napoleón cuando joven. Esta semejanza aumentaba aún por el aire de vejez y extrañeza del traje: se diría que aquel joven no se había tomado el trabajo de cambiar las modas de sus padres.

Llevaba una levita azul raída, un chaleco rojo de aspecto militar y uno de aquellos pantalones blancos que se usaban a principios de la era victoriana, pero que ya ahora resultan muy ridículos. Y de aquel conjunto de vejeces salía una cara aceitunada llena de juventud y monstruosamente sincera.

—¡Diantre! —dijo el príncipe Saradine, y dándose una palmada en el sombrero fue en persona a abrir la puerta. La puerta se abrió sobre un jardín crepuscular.

El recién llegado y sus acompañantes se habían extendido por la vereda como un pequeño ejército de teatro. Los seis remeros habían arrastrado el bote a la playa, y parecían guardarlo con aire amenazador, embrazando como lanzas los remos. Eran unos hombres atezados, y algunos llevaban aretes. Uno de ellos estaba junto al joven de la cara aceitunada y el chaleco rojo, y llevaba consigo una caja negra muy sospechosa.

—¿El nombre de usted —preguntó el joven— es Saradine?

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