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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (28 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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—¿Debo detenerle? —preguntó Flambeau saltando hacia la puerta que ya Kalon tenía entreabierta.

—No; déjele usted salir —dijo el padre Brown con un suspiro hondo y extraño que parecía salir del fondo del Universo.

Cuando aquel hombre hubo salido, sobrevino un largo silencio, que fue, para la impaciencia de Flambeau, una agonía de interrogaciones. Miss Joan Stacey se puso con la mayor frialdad a arreglar los papeles de su escritorio.

—Padre —dijo al fin Flambeau—, es mi deber, no sólo es cuestión de curiosidad, es mi deber averiguar, si es posible, quién cometió el crimen.

—¿Cuál crimen? —preguntó el padre Brown

—El crimen de que, tratamos, naturalmente —replicó su amigo con impaciencia.

—Es que tratamos de dos crímenes —explicó el padre Brown—, crímenes de muy distinta condición, Y también de dos criminales distintos.

Miss Joan Stacey, habiendo juntado sus papeles, echó la llave al cajón. El padre Brown prosiguió, haciendo de ella tan poco caso como ella parecía hacer de él.

—Los dos crímenes —observó— fueron cometidos aprovechándose de la misma debilidad de la misma persona y luchando por arrebatarle su dinero. El autor del crimen mayor tropezó en su camino con el crimen menor; el autor del crimen menor fue el que se quedó con el dinero.

—¡Oh, no hable usted como un conferenciante! —gritó Flambeau—. Dígalo usted en pocas palabras.

—Puedo decirlo en una sola palabra —contestó su amigo.

Miss Joan Stacey, con una muequecilla de persona ocupada se puso ante el espejo su sombrero negro de trabajo, y mientras la conversación continuaba, tomó su bolsa y su sombrilla salió de la habitación rápidamente.

—¡La verdad —dijo el padre Brown— está en una sola y breve palabra! Pauline Stacey era ciega.

—¡Ciega! —repitió Flambeau, e irguió lentamente su enorme estatura.

—Estaba condenada a ello por nacimiento —continuó Brown—. Su hermana la hubiera obligado a usar gafas, si ella lo hubiera consentido, pero su filosofía o su capricho era que no debe uno aumentar estos males sometiéndose a ellos. No admitía, pues, la nebulosidad de su vista, o trataba de disiparla a fuerza de voluntad. Su vista, sometida a semejante esfuerzo fue empeorando. Pero todavía faltaba el último y agotador esfuerzo. Y sobrevino con ese precioso profeta, o como se llame, que la enseñó a mirar de frente al sol. A esto llamaban «la aceptación de Apolo». ¡Ay, si estos nuevos paganos fueran siquiera antiguos paganos, serían un poco mejores! Los antiguos paganos sabían que la simple y cruda adoración de la Naturaleza tiene sus lados crueles. Sabían bien que el ojo de Apolo ciega y conmueve.

Hubo una pausa, y el sacerdote continuó con voz suave y algo quebrada:

—No es seguro que este hombre infernal la haya vuelto ciega de propósito; pero no cabe duda que se aprovechó deliberadamente de su ceguera para matarla. La sencillez misma del crimen es abrumadora. Ya sabe usted que tanto él como ella subían y bajaban en el ascensor sin ayuda del empleado. También sabe usted que este ascensor se desliza sin el menor ruido. Kalon subió en el ascensor hasta este piso, y pudo ver, por la puerta abierta, a la muchacha que escribía, son toda la lentitud del que ha perdido la vista, el testamento prometido. Él, entonces, le dijo amablemente que allí le dejaba el ascensor a su disposición y que cuando acabara no tenía más que salir. Dicho esto, oprimió el botón y subió sigilosamente hasta su piso, entró en su oficina, salió a su balcón, y estaba orando tranquilamente ante la muchedumbre callejera cuando la pobre muchacha, acabada su obra, corrió alegremente adonde su amante y el ascensor habían de recibirla; dio un paso…

—¡No! —gritó Flambeau.

—Con sólo haber oprimido ese botón —continuó el curita con la voz descolorida que usaba para describir las cosas horribles— debió haber ganado medio millón. Pero el negocio se frustró. Se frustró porque dio la pícara casualidad de que otra persona codiciara también ese dinero, persona que también conocía el secreto de la ceguera de Pauline. En ese testamento había algo de que ninguno se ha dado cuenta: aunque incompleto y sin firma de la autora, ya lo habían firmado como testigos alguna empleada y la otra Miss Stacey. Joan había firmado anticipadamente, diciendo, con un desdén de las formas legales, típicamente femenino, que ya lo acabaría Pauline después. Es decir, que Joan quería que su hermana firmara el testamento sin ningún testigo en el momento de la firma. ¿Por qué? Pienso en la ceguera de Pauline y creo seguro que Joan lo que se proponía al desear que Pauline firmara sin testigos era sencillamente que fuera incapaz de firmarlo, según voy a explicar.

Esta gente acostumbra siempre usar plumas estilográficas. Para Pauline era una verdadera necesidad. Ella, por el hábito y la fuerza de voluntad, era capaz todavía de escribir como si conservara ilesa la vista, pero le era imposible darse cuenta de cuándo había que mojar la pluma en el tintero. De suerte que era su hermana la encargada de llenar las plumas, y todas las llenaba con el mayor cuidado, menos una, que dejó de llenar también con el mayor cuidado. Y sucedió que el resto de la tinta bastó para trazar una línea y luego se agotó. Y el profeta perdió quinientas mil libras esterlinas y cometió, por nada, uno de los asesinatos más brutales y más brillantes que registra la Historia.

Flambeau se dirigió a la puerta y oyó los pasos de la policía que venía por la escalera.

—Para poder en diez minutos reconstruir el crimen de Kalon —dijo, volviendo al lado de su amigo— habrá usted tenido que hacer un esfuerzo endemoniado.

El padre Brown se agitó en su asiento:

—¿El crimen de Kalon? —repuso—. No. Más trabajo me ha costado poner en claro el de Miss Joan y la estilográfica. Yo comprendí que Kalon era el criminal antes de entrar en esta casa.

—No exagere usted —dijo Flambeau.

—No; lo digo en serio —contestó el sacerdote—. Le aseguro a usted que comprendí que era él quien lo había hecho aun antes de saber qué era lo que había hecho.

—¿Cómo así?

—Estos estoicos paganos —dijo el padre Brown, reflexivo— siempre fracasan por su exceso de energía. Hubo un ruido, hubo una gritería en la calle y, a pesar de todo, el sacerdote de Apolo no se inmutó, ni siquiera miró. Yo no sabía de qué se trataba, pero comprendí que era algo que a él no le cogía de sorpresa.

La muestra de la «espada rota»

Grises se veían los millares de brazos de aquella selva; plateados sus millones de dedos. En un cielo de pizarra verde azulosa, las frías y lúcidas estrellas resultaban briznas de hielo. Toda aquella tierra, tan feraz y poco habitada, aparecía como endurecida bajo la tenue escarcha. Los huecos negros que alternaban con los troncos de los árboles semejaban cavernas negras e infinitas de aquel despiadado infierno escandinavo, infierno de insoportable frío. Aun la piedra cuadrangular de la torre de la iglesia parecía ser cosa de origen septentrional y de carácter pagano, cual si fuera una torre bárbara entre las rocas marinas de Islandia. Mala noche para venir a explorar el camposanto de la Iglesia. Pero tal vez valía la pena.

Levantábase el camposanto al lado de las cenicientas orillas del bosque, sobre una corcova o dorso del césped verde que, a la luz de las estrellas, era grisáceo. Casi todas las sepulturas estaban en una pendiente, y el camino que llevaba a la iglesia era tan empinado como una escalera. En lo alto de la colina, en el plano, aparecía el monumento al que debía su fama el lugar. Contrastaba con las sepulturas informes: que lo rodeaban, porque era obra de uno de los más célebres escultores de la moderna Europa. Con todo, su celebridad había pasado al olvido ante la celebridad del hombre cuya imagen representaba la escultura. Al lápiz plateado de la luz estelar se veía la sólida imagen metálica de un soldado moribundo, alzadas las manos en una perenne plegaria, la cabeza sobre la dura almohada del cañón. La cara, venerable y barbada, bien patilluda, según la antigua y pesada moda del coronel «Newcomen». El uniforme, aunque tratado: en unos cuantos toques sencillos, era el de la guerra moderna. A la derecha, una espada con la punta rota; a la izquierda, la sagrada Biblia. En las luminosas tardes veraniegas llegaban coches llenos de americanos y gente culta de los alrededores que venían a admirar el sepulcro. Aun entonces, todos sentían que aquella vasta región forestal, con su colina del cementerio y su iglesia, era un sitio muy abandonado y oculto. En las heladas negruras del invierno, ya se comprenderá que era el sitio más solitario bajo las estrellas. Sin embargo, en la quietud de aquellos bosques inmóviles rechinó una reja. Y he aquí que dos vagas figuras negras entraron por el camino que conducía al cementerio.

El claror frío de las estrellas era tan tenue que nada se podía saber de aquellos hombres sino que ambos iban de negro, que uno de ellos era gigantesco y el otro, como por contraste, casi enano. Se dirigieron hacia la gran tumba esculpida del guerreo histórico y la contemplaron un rato. En todo el contorno no se veía un hombre ni una cosa viviente, y aun podía dudarse en un parpadeo de fantasía, de si aquellos hombres eran hombres. En todo caso, su conversación comenzó con frases muy extrañas. El hombre pequeño rompió el silencio y dijo así:

—¿Dónde esconderá una arenita un sabio?

—En la playa —dijo el hombre alto en voz baja.

El pequeño movió la cabeza, y tras corto silencio dijo:

—¿Dónde esconderá una hoja el sabio? Y el otro contestó:

—En el bosque.

Nueva pausa. Y luego el mayor continuó:

—¿Quiere usted decir que cuando el sabio trata de ocultar un diamante verdadero está probado que lo esconderá entre falsos?

—No, no —dijo el pequeño, soltando la risa—. Lo pasado, pasado.

Pateó unos segundos para calentarse los pies, y luego:

—No estoy pensando en eso, sino en algo muy diferente —dijo— y muy peculiar. ¿Quiere usted encender una cerilla?

El gigantón se hurgó los bolsillos, y pronto se oyó un chasquido, y una llama pintó de oro todo un paño del monumento. Allí, en letras negras, estaban talladas las conocidas palabras que tantos americanos leyeron con el mayor respeto:

Consagrado a la memoria

del general sir Arthur Saint Clare,

héroe y mártir, que siempre venció a sus enemigos y siempre supo

perdonarlos, y al fin murió

por la traición a manos de ellos. Plegue a Dios —en quien

él puso su confianza— recompensarle y vengarle.

La cerilla le quemó al fin los dedos al gigante, se apagó y cayó. Iba el hombre a encender otra cuando su compañero le detuvo:

—Muy bien, amigo Flambeau. Ya he visto lo que quería. O más bien: no he visto lo que deseaba no ver. Y ahora, a caminar una milla y media hasta la próxima posada. Porque sabe el cielo la necesidad de estar junto al fuego y echar un trago de cerveza que experimenta quien se atreve con semejante historia.

Bajaron por la escarpada senda, cerraron otra vez la rústica reja, y con paso firme y ruidoso se internaron por el congelado camino de la selva. Anduvieron un cuarto de milla en silencio antes de que el pequeño dijera:

—Sí; el sabio esconde un grano de arena en la playa. Pero si no hay playa por allí cerca, ¿qué, hace?

¿Ignora usted los trabajos que pasó ese gran St. Clare?

—Yo no sé una palabra sobre los generales ingleses, padre Brown —contestó el otro, riendo—. Aunque algo sé de los policías ingleses. Yo sólo sé que, sea quien fuere ese personaje, me ha arrastrado usted de aquí para allá por todos los sitios donde quedan reliquias de él. Se diría que murió, por lo menos, en seis distintos lugares. Yo he visto una placa conmemorativa del general St. Clare en la abadía de Westminster. He visto una saltarina estatua ecuestre del general St. Clare en el muelle. He visto un medallón del general St. Clare en la calle donde nació y otro en la calle donde vivió, y ahora me arrastra usted al cementerio de esta aldea para ver el sitio en que su ataúd se conserva. La verdad es que comienzo a cansarme de este magnífico personaje, sobre todo porque ignoro completamente quién fue. ¿Qué anda usted buscando en todas estas lápidas y efigies?

—Una palabra, y nada más —dijo el padre Brown—. Una palabra que no puedo encontrar.

—Bueno —dijo Flambeau—; ¿quiere explicármelo?

—Lo dividiré en dos partes —dijo el sacerdote—. Primero lo que todos saben, y después lo que yo sé. Lo que todos saben es muy sencillo y breve de contar. Además, es una completa equivocación.

—¡Bravo! —dijo el gigantesco Flambeau alegremente—. Comencemos por la equivocación, comencemos por lo que todo el mundo sabe y que no es verdad.

—Si no todo es mentira, por lo menos está muy mal entendido —continuó el padre Brown—. Porque en rigor todo lo que el público sabe se reduce a esto: el público sabe que Arthur St. Clare fue un gran general inglés victorioso. Sabe que, tras espléndidas y concienzudas campañas en la India y en África, mandaba la expedición contra el Brasil cuando el gran patriota brasileño Olivier lanzó su ultimátum. Sabe que entonces St. Clare atacó a Olivier con escasas fuerzas y que éste le opuso un ejército poderoso. Que tras heroica resistencia cayó prisionero. Y sabe que después de caer en manos enemigas, y con escándalo del mundo civilizado, St. Clare fue colgado de un árbol. Así lo encontraron tras la retirada de los brasileños, con la espada rota colgada al cuello.

—¿Y es falsa esta versión popular? —preguntó Flambeau.

—No —dijo su amigo—; hasta aquí, la versión es exacta.

—Es que la historia no puede ir más allá —advirtió Flambeau—. Y si todo esto es verdadero, ¿dónde está el misterio?

Habían pasado ya muchos centenares de árboles grises y fantásticos antes de que al curita le diera la gana de contestar. Al fin, mordiéndose un dedo, explicó:

—Mire usted: el misterio es un misterio psicológico. O mejor dicho, es un misterio de dos psicologías. En esa cuestión del Brasil, dos de los más famosos hombres de la historia moderna obraron en absoluta contradicción con su respectivo carácter. Recuerde usted que ambos, Olivier y St. Clare, eran héroes; lo de siempre: la lucha entre Héctor y Aquiles. ¿Y qué diría usted de un combate en que Aquiles se portara tímidamente y Héctor como traidor?

—Prosiga usted —dijo el otro con impaciencia, viendo que su interlocutor volvía a morderse un dedo y callaba.

—Sir Arthur St. Clare era un soldado religioso a la antigua, el tipo de militares que nos salvó cuando los motines de los cipayos —continuó el padre Brown—. Siempre estaba más por el deber que por el ataque, y con todo su valor y acometividad personales, era un jefe prudente, a quien indignaba todo gasto inútil de fuerzas. Sin embargo, en esa su última batalla parece haber intentado algo que aun a los ojos de un niño resulta absurdo. No hace falta ser un estratega para comprender que aquello era un disparate. No hace falta ser un estratega para echarse a un lado cuando pasa un automóvil. Éste es el primer misterio ¿dónde tenía la cabeza el general inglés? Y el segundo enigma es éste: ¿dónde tenía el corazón el general brasileño? El presidente Olivier habrá sido un visionario o, si se quiere, un obstáculo; pero aun sus enemigos admiten que era magnánimo como un caballero andante. Casi todos sus prisioneros quedaban libres y hasta recibían de él beneficios. Los que se lo figuraban de otro modo, después de tratarlo, se quedaban encantados de su sencillez y su bondad. ¿Cómo es posible admitir que sólo una vez en la vida se le haya ocurrido vengarse tan diabólicamente? ¿Y esto precisamente el día en que ningún daño había recibido? Ya lo ve usted. Uno de los hombres más sabios del mundo obra un día como un idiota, sin ninguna razón. Uno de los hombres más buenos del mundo obra un día como un demonio, sin ninguna razón. Y toda la cuestión está en eso. Conciérteme usted esas medidas, amigo mío.

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