Luego de estas primeras explosiones de entusiasmo por el hecho de saberse finalmente dentro de la Nube, sutil y libremente atravesados por ese fluido desconocido que no sólo desdoblaba las estrellas sino que trastocaba incluso las estaciones, por toda la tierra se había expandido una oleada general de mal disimulado pesimismo. La Nube había llegado y no había ocurrido nada. Los astrónomos, que hasta ese entonces se habían mostrado incapaces de obtener el menor dato acerca de la Nube, a excepción de su trayectoria, habían bajado los brazos, desalentados, y renunciaban a sus observaciones habituales; muchos cambiaron de profesión, y el joven Ross, blanco de las críticas de cinco continentes, en un momento de desconsuelo se quitó la vida.
Nunca antes la humanidad se había sentido tan decepcionada. Si al menos, decían, la Nube hubiera llegado para luego irse como había venido, dejando solamente a su paso una sensación de vacío, una apacible decepción que, en el peor de los casos, no hubiera sido otra cosa que la continua decepción de la vida; a estas cosas el mundo sabía adaptarse. Pero allí estaba de todas formas, visible a los ojos de todos, el espectáculo de ese cielo cambiante, con sus nubes barrocas teñidas con los colores más vistosos del arco iris, con sus lunas en llamas que perseguían como jadeantes cazadores a los soles descoloridos; como recordatorio de la presencia de la Nube aún quedaban los fuegos artificiales de la noche, las explosiones atómicas de las auroras. Todo esto debía estar anunciando algo; y cada mañana, al salir de sus casas, empleados y obreros respiraban más profundamente, esperando descubrir todavía en el aire un tenue perfume de incienso, o al menos olor a quemado, algún nuevo indicio de la existencia de la Nube, alguna manifestación de su actividad que no fuera ese mismo cielo revuelto, esa fiesta lujosa y lejana.
Muchos otros, en cambio, se rehusaban a mirar el cielo, desolados a causa de la promesa incumplida. Pero detrás de esta aparente indiferencia se estaba incubando en realidad un mudo rencor. El cataclismo ausente había puesto cruelmente al descubierto la opacidad de todas las vidas. De golpe, todos habían visto desplegarse frente a sus ojos, como la cinta infinita y aún virgen de un grabador, la inutilidad de sus propiasvidas; una cinta lista para registrar solamente encuentros triviales, disgustos, victorias vacías, heridas que nadie podía aliviar; una vía consular de pérdidas y derrotas. Y en lugar de distraer y unir a la humanidad, la molesta pantomima del cielo parecía más bien poner de relieve el aislamiento de cada uno de sus componentes. Como si todos hubieran comprendido que su propio destino, inmutable aunque arbitrario, consistía simplemente en trazar con sus propios pasos sobre la tierra un dibujo laberíntico, carente de forma, de medida y de gracia, y sobre todo de sentido; pero de esa línea enmarañada, que un niño iniciaba al arrastrarse por las baldosas y que un ataúd en su fosa concluía, la dura tierra no sabía ni quería conservar memoria alguna; y ni siquiera podía decirse que era porque lo olvidara, sino porque ni siquiera lo advertía. Por lo tanto el resentimiento de los hombres, en un principio dirigido hacia la Nube, se dirigía ahora contra su propio destino.
Hasta que una mañana —había transcurrido un mes desde que el planeta había entrado en la Nube transparente— fueron precisamente esos pocos obstinados que desde la puerta de sus casas, antes de concurrir al trabajo, todavía respiraban con fuerza el aire de la calle en busca de una manifestación cualquiera de la presencia de la Nube, quienes detectaron en la brisa ese elemento nuevo que todos esperaban. Y este elemento nuevo, este signo, era un hedor ligerísimo, un toque de acidez como el que se percibe en un cuarto en el que se ha olvidado algún alimento en descomposición.
El olor aumentaba día a día; súbitamente se lo empezó a sentir también en el interior de las casas. Los diarios hablaban de él, los científicos descubrieron su causa: se trataba de una nueva enfermedad de los vegetales, en especial de las hortalizas, cuyas hojas se pudrían en la planta, adquiriendo un color marrón oscuro, luego se cubrían de una sustancia viscosa y maloliente, y finalmente caían, licuefactas, en lentas gotas negras que permanecían sobre la tierra, como una especie de petróleo hediondo. Los agricultores lloraban frente a los negros surcos vacíos; pero en unos días la enfermedad se había extendido también a los jardines, luego a los árboles, al punto que ya no era posible caminar por las calles arboladas, salpicadas de podredumbre. De los parques, de los bosques emanaba un hedor nauseabundo.
Este líquido oscuro que goteaba de las plantas y que la tierra parecía negarse a absorber, se condensaba en regueros y terminaba por desembocar en los ríos, ensuciando la superficie y transportando el hedor de una región a otra; los lagos ennegrecidos, calentados por el sol del mediodía, exhalaban en lentas columnas un humo denso y marrón, que permanecía suspendido en el aire hasta la noche. Los hombres huían de estos infiernos y buscaban refugio en las montañas.
Simultáneamente, la vida en las ciudades se hacía cada vez más difícil: ahora que los ríos estaban contaminados, a la falta de hortalizas se había sumado la falta de agua; las provisiones se agotaban, los campesinos abandonaban las tierras devastadas y acampaban en los alrededores de los centros urbanos, esperando encontrar algo para comer. El ganado se dispersaba por los campos, sin guía, para terminar desplomándose sobre la tierra, aniquilado por el hambre y la sed; y el hedor de los animales muertos se sumaba al de los vegetales putrefactos. Poblaciones enteras cruzaban las fronteras, sólo porque habían oído decir que en otros países todavía había trigo, leche, agua potable. Pero una vez allí vagaban extraviados, sin comprender la lengua, demasiado débiles para regresar a casa. Muchos morían en las calles.
En cierto momento las aguas turbias comen zaron a aclararse; los campesinos aprendieron a comer las raíces que habían quedado ocultas bajo tierra, y aquellos que vivían cerca de la costa salían a pescar a mar abierto, porque todavía abundaban los peces en las aguas más profundas. La vida, que no quiere morir jamás, parecía decidida a recomenzar. En el corazón de los hombres quedaba al menos una esperanza: que la Nube se fuese, para que la tierra pudiera hacer crecer de nuevo su antigua cabellera de pastizales y selvas.
Los pocos que habían permanecido en las ciudades se vieron obligados a comer velas viejas, zapatos y diarios pacientemente hervidos, lana y algodón macerado, paja, cualquier sustancia de origen orgánico, e incluso insectos. Hordas de mongoles, de negros y de escandinavos recorrían Europa y África devorando todo lo que encontraban; las regiones tropicales, despojadas de sus selvas, se habían transformado en calurosos desiertos; y sus habitantes perecían calcinados por dos soles azules, esas intolerables masas estriadas y viscosas que se arrastraban como algas en el implacable cielo amarillo.
Del reino animal, además de un puñado de hombres, quedaban sobre la tierra solamente alguna que otra fiera, algunas aves de presa, algunos peces. Pero ahora hasta los peces comenzaban a pudrirse, flotaban con las agallas hinchadas, con los ojos más desorbitados que nunca, el abdomen a medio pudrir. Hasta los buitres, que revoloteaban sin descanso entre las nubes espiando en busca de nuevos signos de descomposición, caían al suelo como un amasijo de plumas, picos y miembros carcomidos por los gusanos; y hasta los mismos gusanos se pudrían bajo aquel cielo sin lluvia.
Hasta que un día el planeta, en su insensible y estúpido viaje por el espacio, emergió de la Nube. El cielo volvió a ser el de siempre; pero ahora no quedaban muchos hombres en la tierra que pudieran contemplarlo. Todos habían contraído lepra, y no tenían nada que comer.
***
La luna ha trazado un largo arco en el cielo, que es como un lago de estrellas. El profesor oye un lejano rumor de pasos que se arrastran sobre el polvo fino de la calle; se levanta del sillón junto a la ventana, atraviesa el damero de luz blanca y de sombra del vestíbulo, toma la lanza y la cuerda con el gancho, y vuelve a salir al jardín. Su enorme silueta parece disolverse bajo la sombra de la casa, sus pasos son cautos y suaves; la lanza que lleva en la mano es un mango de escoba, con un largo cuchillo de cocina atado en la punta.
Un hombre envuelto en un grueso capote aparece en la calle; lisiado, camina con dificultad, ayudándose con una muleta rudimentaria hecha con dos ramas de árbol atadas torpemente entre sí. Tiene la pierna y el pie derecho envueltos en trapos, hasta la pantorrilla; la otra pierna es más corta, quizá un muñón. También las manos del lisiado están envueltas con trapos; el capote en cambio es casi nuevo, y no muestra los habituales signos de lucha. La cara del hombre desaparece detrás de la barba tupida; su cráneo no está cubierto de pelo sino de placas que brillan bajo la luna.
El leproso de la calle avanza lentamente, hacia Roma. El otro espera escondido entre las sombras del jardín estéril, junto a las tumbas que contienen los pocos huesos que ha podido juntar de la mujer y de los hijos. El cuerpo enfermo del profesor parece revivir con la excitación de la caza. Se pasa la lengua por los labios viscosos, y espera, tratando de aferrar más firmemente con los dedos mutilados el mango de escoba.
Al rato se oye un grito que corta el silencio estrellado; ¿qué significan esos gritos? El vivandero, asustado, se detiene a escuchar, pero el grito se ha consumido por sí solo, bajo el cielo iluminado; el hombre retoma la marcha, arrastrando la pierna amputada. Al llegar a la trampa, enceguecido por la sombra repentina que proyecta la casa, apoya la muleta sobre la tela oculta, se tambalea y cae en el pozo, levantando una ligera nube de polvo.
Rengueando, veloz como una araña que ha sentido un desgarro en su tela, el profesor atraviesa corriendo el sendero del jardín; se acerca exultante al pozo, observa unos instantes al leproso encapotado que no consigue reincorporarse, y lo traspasa una y varias veces con su lanza rudimentaria. Espera a que cesen los gritos; después, con la ayuda del gancho y de la soga, extrae el cuerpo caliente y pesado de la presa. Palpa debajo del abrigo, luego pasa la soga por las axilas del muerto, y lentamente comienza a arrastrarlo hacia la casa. Sobre el polvo seco y gris del sendero, sus pies dejan una huella clara de pasos bajo el claro de luna, que el cuerpo exánime del otro borra de inmediato.
Traducción:
ERNESTO MONTEQUIN
Siempre he sido una sentimental. Hace unos días recibí una carta de una vieja parienta con noticias de mi tío, el tío Belo (de nacionalidad inglesa, su verdadero nombre era Billy, pero de niña yo lo llamaba Belo y por eso le quedó ese nombre). En la carta me cuenta que el tío está encerrado en un hospicio, según parece para siempre. Dice que él se acuerda a menudo de mí; yo en cambio casi lo había olvidado, pero la lectura de la carta ha hecho reaparecer ante mis ojos su querida figura, ahora deformada por la locura, y con aquélla el recuerdo de un curioso período de mi adolescencia, completamente dedicado al estudio de los venenos.
No tenía aún dieciocho años, creo, cuando decidí deshacerme del tío Belo. Por una complicada serie de circunstancias, él se había transformado en el jefe de mi (por otra parte, bastante reducida) familia, y de vez en cuando se entretenía controlando mis salidas, si volvía tarde, etcétera. No quería exactamente matarlo, la idea de matar siempre me ha resultado muy desagradable; sólo quería suministrarle una buena dosis de alguno de esos venenos que no dejan rastros, hacerle sentir eventualmente la presencia del Destino, sacarlo gentilmente de en medio, de ser posible, para siempre.
Todas las tardes, desde las cuatro hasta las ocho, estudiaba toxicología en la Biblioteca Nacional. Los venenos, ya se sabe, pueden ser orgánicos e inorgánicos; minerales, vegetales o animales; incluso pueden ser mecánicos. Habitualmente los textos comenzaban con el más mecánico de todos, es decir el vidrio en polvo, que puede mezclarse con muchísimos alimentos y provoca laceraciones horribles en los tejidos internos, si bien se lo encuentra siempre en el momento de la autopsia. También la estricnina, el arsénico, el cianuro y los otros venenos tradicionales dejan rastros evidentes (recuerdo ahora que estos estudios no me pa recían una pérdida de tiempo porque, en el peor de los casos, me servirían para escribir un cuentito). Lo mismo puede decirse de los ácidos y de los derivados del petróleo; el mercurio suele aflorar ala piel; entre las inyecciones, la más eficaz es la de aire, que puede causar un paro cardíaco, pero ¿quién se deja inyectar un poco de aire en las venas? No mi tío, por cierto.
Mis estudios me llevaban inexorablemente hacia los venenos vegetales, y entre éstos, tal vez debido a su abundancia en plazas y jardines, se destacaban la oleandrina y la ricinina, derivados más o menos directos, uno de las hojas del laurel rosa y el otro de las semillas del ricino. Los libros referían grandes éxitos del primero; por ejemplo, el caso de esos soldados acampados en un bosque que habían asado un pollo atravesado por una rama de
nerium oleander
y que murieron todos de un ataque al corazón. El segundo, en cambio, era considerado muy difícil de descubrir en caso de autopsia. De todos modos, la preparación de ambos venenos no era nada fácil, requería bastantes días de manipulación, incluso filtros especiales y complicados embudos. Pero cuando se es joven el tiempo no es un obstáculo.
Ya no recuerdo por qué decidí renunciar al laurel rosa. Sé que había que introducir las hojas y las ramas en una solución alcohólica, dentro de un recipiente de vidrio, y esperar muchos días; habrá sido la larga espera lo que logró disuadirme. O tal vez la época del año no era propicia. Las semillas de ricino, en cambio, abundaban; escondiéndome detrás de las plantas, porque no quería que nadie pudiera decir eventualmente que me había visto juntando ciertas semillas en un jardín público, arranqué tantas que llevaba la cartera repleta. Luego, en casa, las desgranaba, las trituraba (el veneno se encuentra, si mal no recuerdo, justo entre la cascara y el albumen de la semilla), extraía con el alcohol la parte grasa, y mientras lo hacía me olvidaba por completo de mi tío, a quien, en definitiva, no veía casi nunca. Pero por momentos mandaba al diablo las instrucciones del libro, lo hacía a mi manera y acortaba los procesos; hasta que me encontré en posesión de un polvo blanco, más bien graso, que apestaba fuertemente a alcohol desnaturalizado.