Una sonrisa sin fuerza abrió los labios del poeta.
—Yo ya no necesito médico, hijo. Sería mejor que me mandaran directamente al sepulturero.
—No hable así, poeta.
—Sepulturero es una buena profesión, Mario. Se aprende filosofía.
El muchacho pudo distinguir ahora una taza sobre el velador y conminado por un gesto de Neruda se la acercó a los labios.
—¿Cómo se siente, don Pablo?
—Moribundo. Aparte de eso, nada grave.
—¿Sabe lo que está pasando?
—Matilde trata de ocultármelo todo, pero yo tengo una minísima radio japonesa debajo de la almohada. —Tragó una bocanada de aire, y en seguida la expulsó temblando—. Hombre, con esta fiebre me siento como pescado en la sartén.
—Ya se le va a acabar, poeta.
—No, mijo. No es la fiebre la que se va a acabar. Es ella la que va a acabar conmigo.
Con la punta de la sábana, el cartero le limpió el sudor que le caía desde la frente hasta los párpados.
—¿Es grave lo que tiene, don Pablo?
Ya que estamos en Shakespeare, te contestaré como Mercurio cuando lo ensarta la espada de Tibaldo: «La herida no es tan honda como un pozo, ni tan ancha como la puerta de una iglesia, pero alcanza. Pregunta por mí mañana y verás qué tieso estoy».
—Por favor, acuéstese.
Ayúdame a llegar hasta la ventana.
—No puedo. Doña Matilde me dejó entrar, porque…
—Soy tu celestino, tu cabrón y el padrino de tu hijo. Gracias a estos títulos ganados con el sudor de mi pluma, te exijo que me lleves hasta la ventana.
Mario quiso controlar el impulso del poeta apretándole las muñecas. La vena de su cuello saltaba como un animal.
—Hay una brisa fría, don Pablo.
—¡La brisa fría es relativa! Si vieras qué viento gélido me sopla en los huesos. El puñal definitivo es prístino y agudo, muchacho. Llévame hasta la ventana.
Aguántese ahí, poeta.
—¿Qué me quieres ocultar? ¿Acaso cuando abra la ventana no estará allí abajo el mar? ¿También se lo llevaron? ¿También me lo metieron en una jaula?
Mario adivinó que la ronquera le subiría a la voz, junto a esa humedad que empezaba a brotarle en la pupila. Se acarició lento su propia mejilla y luego se metió los dedos en la boca como un niño.
—El mar está allí, don Pablo.
—Entonces, ¿qué te pasa? —gimió Neruda, con los ojos suplicantes—. Llévame hasta la ventana.
Mario hundió sus dedos bajo los brazos del vate, y lo fue alzando hasta que lo tuvo de pie a su lado. Temiendo que se desvaneciera, lo apretó con tal fuerza, que pudo percibir en su propia piel la ruta del escalofrío que sacudió al enfermo. Como un solo hombre vacilante avanzaron hasta la ventana, y, aunque el joven corrió la espesa cortina azul, no quiso mirar lo que ya podía ver en los ojos del poeta. La luz roja de la sirena latigueó su pómulo intermitentemente.
—Una ambulancia —se rió el vate con la boca repleta de lágrimas—. ¿Por qué no un ataúd?
—Se lo van a llevar a un hospital de Santiago. Doña Matilde está preparando sus cosas.
—En Santiago no hay mar. Sólo sastres y cirujanos.
El poeta dejó caer la cabeza contra el vidrio, que se empañó con su aliento.
—Usted está ardiendo, don Pablo.
Súbitamente, el poeta alzó la vista hacia el techo, y pareció observar algo que se desprendía entre las vigas con los nombres de sus amigos muertos. El cartero fue alertado por un nuevo escalofrío, que la temperatura le aumentaba. Iba a anunciárselo a Matilde con un grito, cuando lo disuadió la presencia de un soldado que venía a entregarle un papel al chófer de la ambulancia. Neruda se empeñó en caminar hacia el otro ventanal como si le hubiera sobrevenido un asma; al prestarle apoyo, supo ahora que la única fuerza de ese cuerpo residía en la cabeza. La sonrisa y la voz del vate fueron débiles, cuando le habló, sin mirarlo.
—Dime una buena metáfora para morirme tranquilo, muchacho.
—No se me ocurre ninguna metáfora, poeta, pero óigame bien lo que tengo que decirle.
—Te escucho, hijo.
—Bueno; hoy han llegado más de veinte telegramas para usted. Quise traérselos, pero como la casa estaba rodeada me tuve que devolver. Usted me perdonará lo que hice, pero no había otro remedio.
—¿Qué hiciste?
—Le leí todos los telegramas, y me los aprendí de memoria para poder decírselos.
—¿De dónde vienen?
—De muchas partes. ¿Comienzo con el de Suecia?
Adelante.
Mario hizo una pausa para tragar saliva, y Neruda se desprendió un segundo, y buscó apoyo en la manilla del ventanal. Contra los vidrios turbios de sal y polvo, soplaba una ráfaga que los hacía vibrar. Mario mantuvo la vista sobre una flor derramada contra el canto de un jarrón de greda, y reprodujo el primer texto, cuidando de no confundir las palabras de los diversos cables.
—«Dolor e indignación asesinato presidente Allende. Gobierno y pueblo ofrecen asilo poeta Pablo Neruda, Suecia».
—Otro —dijo el vate sintiendo que subían sombras a sus ojos y que, como cataratas o galopes de fantasmas, buscaban trizar los cristales para ir a reunirse con ciertos cuerpos borrosos, que se veían levantándose desde la arena.
—«México pone disposición poeta Neruda y familia avión pronto traslado aquí» —recitó Mario, ya con la seguridad de que no era oído.
La mano de Neruda temblaba sobre la manilla de la ventana, quizá queriendo abrirla, pero, al mismo tiempo, como si palpara entre sus dedos crispados la misma materia espesa que le rondaba por las venas y le llenaba la boca de saliva. Creyó ver que, desde el oleaje metálico que destrozaba el reflejo de las hélices de los helicópteros y expandía los peces argentinos en una polvareda destellante, se construía con agua una casa de lluvia, una húmeda madera intangible que era toda ella piel pero al mismo tiempo intimidad. Un secreto rumoroso se le revelaba ahora en el trepidante acezar de su sangre, esa negra agua que era germinación, que era la oscura artesanía de las raíces, su secreta orfebrería de noches frutales, la convicción definitiva de un magma al que todo pertenecía, aquello que todas las palabras buscaban, acechaban, rondaban sin nombrar, o nombraban callando (lo único cierto es que respiramos y dejamos de respirar, había dicho el joven poeta sureño despidiéndose de su mano con que había señalado un cesto de manzanas bajo el velador fúnebre): su casa frente al mar y la casa de agua que ahora levitaba tras esos vidrios que también eran agua, sus ojos que también eran la casa de las cosas, sus labios que eran la casa de las palabras y ya se dejaban mojar dichosamente por esa misma agua que un día había rajado el ataúd de su padre tras atravesar lechos, balaustradas y otros muertos, para encender la vida y la muerte del poeta como un secreto que ahora se le revelaba y que, con ese azar que tiene la belleza y la nada, bajo una lava de muertos con ojos vendados y muñecas sangrantes le ponía un poema en los labios, que él ya no supo si dijo, pero que Mario sí oyó cuando el poeta abrió la ventana y el viento desguarneció las penumbras:
Yo vuelvo al mar envuelto por el cielo, el silencio entre una y otra ola establece un suspenso peligroso: muere la vida, se aquieta la sangre hasta que rompe el nuevo movimiento y resuena la voz del infinito.
Mario lo abrazó desde atrás, y levantando las manos para cubrirle sus pupilas alucinadas, le dijo:
—No se muera, poeta.
La ambulancia se llevó a Pablo Neruda hacia Santiago. En la ruta, tuvo que sortear barreras de la policía y controles militares.
El día 23 de septiembre de 1973, murió en la clínica Santa María.
Mientras agonizaba, su casa de la capital en una falda del cerro San Cristóbal fue saqueada, los vidrios fueron destrozados, y el agua de las cañerías abiertas produjo una inundación.
Lo velaron entre los escombros.
La noche de primavera estaba fría, y quienes guardaron el féretro, bebieron sucesivas tazas de café hasta el amanecer. Hacia las tres de la mañana, se sumó a la ceremonia una muchacha de negro, que había burlado el toque de queda arrastrándose por el cerro.
Al día siguiente, hubo un sol discreto.
Desde el San Cristóbal hasta el cementerio, fue creciendo el cortejo, hasta que, al pasar frente a las floristas del Mapocho, una consigna celebró al poeta muerto y otra al presidente Allende. Las tropas con sus bayonetas caladas bordearon la marcha alertas.
En las inmediaciones de la tumba, los asistentes corearon
La Internacional
.
Mario Jiménez supo de la muerte del poeta en el televisor de la hostería. La noticia fue emitida por un locutor engolado el cual habló de la desaparición de «una gloria nacional e internacional». Seguía una breve biografía hasta el momento de su Premio Nobel, y concluía con la lectura de un comunicado, mediante el cual la Junta Militar expresaba su consternación por la muerte del vate.
Rosa, Beatriz, y hasta el mismo Pablo Neftalí, contagiados por el silencio de Mario, lo dejaron en paz. Se lavaron los platos de la cena, se saludó sin énfasis al último turista que tomaría el nocturno hacia Santiago, se hundió interminablemente la bolsa de té en el agua hervida y se raspó con las uñas mínimos restos de comida adheridos al hule de las mesas.
Durante la noche, el cartero no pudo dormir y las horas transcurrieron con la vista en el techo, sin que un solo pensamiento las distrajera. Hacia las cinco de la madrugada, oyó frenar autos ante la puerta. Al asomarse a la ventana, un hombre de bigotes le hizo un gesto indicándole que saliera. Mario se puso su yérsey marinero y vino hacia el portón. Junto al hombre de bigotes, semicalvo, había otro muy joven de pelo corto, impermeable, y un nudo de corbata abundante.
—¿Usted es Mario Jiménez? —preguntó el hombre de bigotes.
—Sí, señor.
—¿Mario Jiménez, de profesión cartero?
—Cartero, señor.
El joven de impermeable extrajo una tarjeta gris de un bolsillo, y la revisó de una pestañeada.
—¿Nacido el siete de febrero de 1952?
—Sí, señor.
El joven miró al hombre mayor, y fue éste quien le habló a Mario:
—Bien. Tiene que acompañarnos.
El cartero se limpió las palmas de las manos sobre los muslos.
—¿Por qué, señor?
—Es para hacerle unas preguntas —dijo el hombre de bigotes poniéndose un cigarrillo en los labios y palpándose luego los bolsillos, como si buscara fósforos. Vio venir la mirada de Mario a sus ojos—. Una diligencia de rutina acotó entonces, pidiéndole fuego con un gesto a su acompañante. Éste negó con la cabeza.
—No tiene nada que temer —le dijo luego el del impermeable.
—Después, puede volver a casa —dijo el hombre de bigotes, mostrándole el cigarrillo a alguien que asomaba la cabeza por la ventana de uno de los dos autos sin patente, que aguardaban en la calle con el motor en marcha.
—Se trata de una diligencia de rutina —agregó el joven del impermeable.
—Contesta un par de preguntas y después vuelve a casa —dijo el hombre de bigotes, alejándose hacia el hombre del auto que ahora mostraba un encendedor dorado en la ventanilla. El hombre de los bigotes se agachó, y entonces el diputado Labbé con un preciso golpe produjo una fuerte llama del mechero. Mario vio que el hombre de los bigotes se levantaba avivando la brasa del cigarrillo con una honda aspiración, y que le hacía un gesto al joven del impermeable, para que avanzaran hasta el otro auto. El joven del impermeable no tocó a Mario. Sólo se limitó a indicarle la dirección del Fiat negro. El auto del diputado Labbé se fue lentamente, y Mario avanzó con su acompañante hasta el otro vehículo. En el volante había un hombre con lentes oscuros oyendo noticias. Al entrar en el coche, alcanzó a oír cuando el locutor anunciaba que las tropas habían ocupado la editorial Quimantú, y habían procedido a secuestrar la edición de varias revistas subversivas, tales como
Nosotros los chilenos, Paloma y La Quinta Rueda
.
Años después me enteré por la revista
Hoy
, que un redactor literario de
La Quinta Rueda
había vuelto a Chile tras su exilio en México. Se trataba de un viejo compañero del liceo, y lo llamé por teléfono para concertar una cita. Hablamos algo de política y sobre todo acerca de las posibilidades de que Chile algún día se democratizara. Me fatigó algunos minutos más con la experiencia de su exilio, y, tras pedir el tercer café, le pregunté, si por casualidad recordaba el nombre del autor del poema premiado, que debería haber publicado
La Quinta Rueda
el 18 de septiembre del año del golpe.
—Por supuesto —me dijo—. Se trataba de un poema excelente de Jorge Teillier.
Yo tomo el café sin azúcar, pero tengo la manía de revolverlo con la cucharilla.
—¿No recuerdas —le dije— un texto que a lo mejor aún te suena por su título algo curioso:
Retrato a lápiz de Pablo Neftali Jiménez González
?
Mi amigo levantó el azucarero y lo retuvo un instante haciendo memoria. Luego negó con la cabeza. No lo recordaba. Acercó el azucarero a mi café, pero yo lo cubrí rápidamente con la mano.
—No, gracias —le dije—. Lo tomo amargo.
ESTEBAN ANTONIO SKÁRMETA VRANICIC (Antofagasta, 7 de noviembre de 1940) es un escritor chileno.
Estudió Filosofía en la Universidad de Chile al tiempo que asistía a clases nocturnas de Teatro. Mediante una beca Fulbright, obtuvo un master en la Universidad de Columbia en Nueva York, trabajando también en cine y teatro, en esa ciudad. A su regreso, fue profesor de Axiología y Literatura en la Universidad de Chile, y dirigió el Centro de Arte Dramático del Instituto Pedagógico. Tras el golpe militar, marchó a Argentina, y un año después a Alemania, en donde entre otras actividades, fue profesor de Guión Cinematográfico en la Academia Alemana de Cine y Televisión de Berlín. En 1989 regresó a Chile compaginando su labor literaria con la creación de guiones y dirección cinematográfica. Desde al año 2000 al 2003, fue embajador de Chile en Alemania. Entre otros premios, en el año 2003, obtuvo el Premio Planeta de novela.