Grabó el movimiento del mar con la manía de un filatélico.
Redujo su vida y trabajo, ante la ira de Rosa, a seguir los vaivenes de la marea, alta, del reflujo, del agua saltarina animada por los vientos.
Puso la Sony en una soga, y la filtró entre las grietas del roquerío donde frotaban sus tenazas los cangrejos, y los huiros se abrazaban a las piedras.
En el bote de don José, se introdujo más allá de la primera reventazón, y, protegiendo la grabadora con un trozo de nylon, logró casi el estereofónico efecto de olas de tres metros que, cual palitroques, iban a sucumbir en la playa.
En otros días calmos, tuvo la suerte de hacerse del picotazo de la gaviota, cuando caía vertical sobre la sardina, y de su vuelo a ras del agua controlando segura en el pico sus postreras convulsiones.
Hubo también una ocasión en que algunos pelícanos, pájaros cuestionadores y anarquistas, batieron sus alas a lo largo de la orilla, cual si presintieran que, al día siguiente, un cardumen de sardinas vararla en la playa. Los hijos de los pescadores recogieron peces con el simple expediente de hundir en el mar los baldes de juguete de los que se valían para construir castillos en la arena. Tanta sardina ardió sobre las brasas de las rústicas parrillas aquella noche que hicieron su agosto los gatos inflándose eróticos bajo la luna llena, y doña Rosa vio llegar hacia las diez de la noche un batallón de pescadores más secos que legionarios en el Sáhara.
Al cabo de tres horas de vaciar chuicos, la viuda de González, desprovista de la ayuda de Mario que, en efecto, intentaba grabar para Neruda el tránsito de las estrellas siderales, perfeccionó la imagen de los legionarios con una frase que le asestó a don José Jiménez: «Ustedes están hoy más secos que mojón de camello».
Mientras caían en la mágica maquinita nipona lúbricas abejas en los momentos que tenían orgasmos de sol contra sus trompas fruncidas sobre el cáliz de las margaritas costeñas, mientras los perros vagos ladraban a los meteoritos que caían cual fiesta de año nuevo sobre el Pacifico, mientras las campanas de la terraza de Neruda eran accionadas manualmente, o bien caprichosamente orquestadas por el viento, mientras el gemido de la sirena del faro se expandía y contraía evocando la tristeza de un barco fantasma en la niebla de alta mar, mientras un pequeño corazón era detectado primero por el tímpano de Mario y luego por la casette en el vientre de Beatriz González, las «contradicciones del proceso social y político», como decía enrulándose frenético los pelos del pecho el compañero Rodríguez, comenzaron a poner difíciles acentos en el escueto caserío.
Al comienzo, no hubo carne de vacuno con que darle sustancia a las cazuelas. La viuda de González se vio obligada a improvisar la sopa sobre la base de verduras recogidas en los sembrados vecinos, que nucleaba alrededor de huesos con nostalgias de fibras de carne. Tras una semana de esta estratégica dosis, los pensionistas se declararon en comité, y en turbulenta sesión le plantearon a la viuda de González que, aunque les asistía la íntima convicción de que el desabastecimiento y el mercado negro eran producidos por la reacción conspiradora que pretendía derrocara Allende, hiciera ella el favor de no hacer pasar esa agua manil de verduras por la criolla «cazuela». A lo más, precisó el portavoz, se la aceptarían como minestrone; pero en dicho caso la señora Rosa ex de González debiera bajarse con un escudo en el precio del menú, qué menos. La viuda no tributó a estos plausibles argumentos una atención comedida. Refiriéndose al entusiasmo con que el proletariado había elegido a Allende, se lavó las manos respecto al problema del desabastecimiento, con un refrán que brotó de su sutil ingenio: «Cada chancho busca el afrecho que le gusta».
Antes que enmendar rumbos, la viuda pareció hacerse eco de la consigna radial de cierta izquierda que con alegre irresponsabilidad proclamaba «avanzar sin transar», y siguió pasando agüitas perras por té, caldo de yema por consomé, minestrone por cazuela. Otros productos se agregaron a la lista de los ausentes: el aceite, el azúcar, el arroz, los detergentes, y hasta el afamado pisco de Elqui con que los humildes turistas entretenían sus noches de campamento.
En ese abonado terreno, se hizo presente el diputado Labbé con su chirriante camioneta, y convocó a la población de la caleta a escuchar sus palabras. Con el pelo engominado a la Gardel, y una sonrisa semejante a la del general Perón, encontró una audiencia parcialmente sensible entre las mujeres de los pescadores y las esposas de los turistas, cuando acusó al gobierno de incapaz, de haber detenido la producción y de provocar el desabastecimiento más grande de la historia del mundo: los pobres soviéticos en la conflagración mundial no pasaban tanta hambre como el heroico pueblo chileno, los raquíticos niños de Etiopía eran donceles vigorosos en comparación con nuestros desnutridos hijos; sólo había una posibilidad de salvar a Chile de las garras definitivas y sanguinarias del marxismo: protestar con tal estruendo golpeando las cacerolas que «el tirano» —así designó al presidente Allende— ensordeciera, y paradojalmente, prestara oídos a las quejas de la población y renunciara. Entonces volvería Frei, o Alessandri, o el demócrata que ustedes quieran, y en nuestro país habrá libertad, democracia, carne, pollos y televisión en colores.
Este discurso que provocó algunos aplausos de las mujeres, fue coronado por una frase emitida por el compañero Rodríguez, el cual desertó de su minestrone precozmente empachado al oír la arenga del diputado:
—¡Concha de tu madre!
Sin hacer uso del megáfono, confiado en sus proletarios pulmones, agregó a su piropo algunas informaciones que las «compañeritas» debían manejar, si no querían ser embaucadas por estos brujos de cuello y corbata que sabotean la producción, que acaparan los alimentos en sus bodegas causando un desabastecimiento artificial, que se dejan comprar por los imperialistas y que complotan para derrocar al gobierno del pueblo. Cuando los aplausos de las mujeres también coronaron sus palabras, se subió vigorosamente los pantalones y miró desafiante a Labbé, el cual, adiestrado en el análisis de las condiciones objetivas, limitóse a sonreír canchero, y a alabar los restos de democracia en Chile, que permitían que se hubiera producido un debate a tan alto nivel.
En los días siguientes, las contradicciones del proceso, como decían los sociólogos en la televisión, se hicieron sentir en la caleta de manera más rigurosa que retórica. Los pescadores, mejor equipados gracias a créditos del gobierno socialista y acaso alentados por una popular canción de los Quilapayún de exquisita rima, «no me digas que merluza no, Maripusa, que yo sí como merluza», con que los economistas y publicistas del régimen alentaban el consumo de peces autóctonos que aliviaran el excipiente de divisas para la adquisición de carne, habían aumentado la producción, y el camión frigorífico que recogía la pesca partía a diario hacia la capital con su cupo lleno.
Cuando hacia el mediodía de un jueves de octubre, el vital vehículo no se hizo presente y los pescados comenzaron a languidecer bajo el fuerte sol primaveral, los pescadores se dieron cuenta de que la pobre pero idílica caleta no permanecía ajena a esas tribulaciones del resto del país, que los alcanzaban hasta entonces sólo por la radio o la televisión de doña Rosa. En la noche de ese jueves, hizo su aparición en la pantalla el diputado Labbé en su calidad de miembro de la unión de transportistas, para anunciar que éstos habían comenzado una huelga indefinida con dos propósitos: que el presidente les diera tarifas especiales para adquirir sus repuestos, y ya que estábamos, que el presidente renunciara.
Dos días después, los pescados fueron devueltos al mar tras haber impregnado con su hedor el otrora muy respirable puerto y acumulado la mayor cantidad de moscas y guarenes de la época. Tras dos semanas, en que todo el país intentó con más patriotismo que eficiencia suplir los estragos de la huelga con trabajos voluntarios, ésta fue terminada dejando a Chile desabastecido e iracundo. El camión retornó, mas no la sonrisa, a los ásperos rostros de los trabajadores.
Danton, Robespierre, Charles de Gaulle, Jean Paul Belmondo, Charles Aznavour, Brigitte Bardot, Silvie Vartan, Adamo, fueron tijereteados sin clemencia por Mario Jiménez, de manuales de historia francesa o revistas ilustradas. Junto a un inmenso póster de París donado por la única gerencia de turismo de San Antonio, donde un avión de la Air Frunce se dejaba rasguñar por la punta de la tour Eiffel, la colección de recortes le dio a las murallas de su habitación un distinguido acento cosmopolita. Su vertiginosa francofilia era, sin embargo, mitigada por algunos objetos autóctonos: un banderín de la Confederación Obrera Campesina Ranquil, la efigie de la virgen del Carmen, defendida con dientes y muelas por Beatriz ante su amenaza de exilarla en la bodega, el «tanque» Campos en una palomita gloriosa de los tiempos en que el equipo de fútbol de la Universidad de Chile era celebrado como «el ballet azul», el Dr. Salvador Allende terciado por la tricolor banda presidencial, y una hoja arrancada del calendario de la editorial Lord Cochrane que detenía en el tiempo su primera —y hasta entonces— prolongada noche de amor con Beatriz González.
En este ameno decorado y tras meses de concienzudo trabajo, el cartero grabó, espiando las sensibles ondulaciones de su Sony, el siguiente texto que reproducimos aquí tal cual lo oyó dos semanas más tarde Pablo Neruda en su gabinete de París:
Un, dos, tres. ¿Se mueve la flecha? Sí, se mueve (carraspeo). Querido don Pablo, muchas gracias por el regalo y por la carta, aunque hubiera bastado la carta para hacernos felices. Pero la Sony es muy buena e interesante y yo trato de hacer poemas diciéndolos directamente al aparato y sin escribirlos. Hasta el momento nada que valga la pena. Me demoré en cumplir su encargo, porque la isla Negra en esta época no da abasto. Aquí se instaló ahora un campamento de vacaciones para los obreros, y yo trabajo en la cocina de la hostería. Una vez por semana voy con la bicicleta hasta San Antonio y recojo un par de cartas que llegan a los veraneantes. Nosotros estamos todos bien y contentos, y hay una gran novedad de la que luego se dará cuenta. Apuesto que ya se puso todo curioso. Siga oyendo sin hacer girar la casette más adelante. Como no hallo la hora de que se entere de la buena noticia, no voy a quitarle mucho de su precioso tiempo. Lo único que quería decirle no más es qué cosas tiene la vida. Usted quejándose de que la nieve le llega hasta las orejas, y fíjese que yo jamás de los jamases he visto ni siquiera un copo. Salvo en el cine, claro. A mí me gustaría estar con usted en París nadando en nieve. Empolvándome en ella como un ratón en un molino. Qué raro que aquí no nieva, cuando es Pascua. ¡Seguramente, culpa del imperialismo
yankee!
De todas maneras, como señal de gratitud por su hermosa carta y su regalo, le dedico este poema que escribí para usted, inspirado en sus odas, y que se llama —no se me ocurrió un título más corto—
Oda a la nieve sobre Neruda en París
(pausa y carraspeo).
Blanda compañera de pasos sigilosos,
abundante leche de los cielos,
delantal inmaculado de mi escuela,
sábana de viajeros silenciosos
que van de pensión en pensión
con un retrato arrugado en los bolsillos.
Ligera y plural doncella,
ala de miles de palomas,
pañuelo que se despide
de no sé qué cosa.
Por favor mi pálida bella,
cae amable sobre Neruda en París,
vístelo de gala con tu albo
traje de almirante,
y tráelo en tu leve fragata
a este puerto donde lo echamos tanto de menos.
(Pausa) Bueno, hasta aquí el poema y ahora los sonidos pedidos.
Uno, el viento en el campanario de isla Negra. (Sigue aproximadamente un minuto de viento sobre el campanario de isla Negra.)
Dos, yo tocando la campana grande del campanario en isla Negra. (Siguen siete golpes de campana.)
Tres, las olas en el roquerío de isla Negra. (Se trata de un montaje con fuertes golpes del mar sobre los arrecifes, captado probablemente en un día de tempestad.)
Cuatro, canto de las gaviotas. (Dos minutos de curioso efecto estereofónico, en que al parecer quien grababa se acercaba sigilosamente hacia gaviotas acampadas y procedía a espantarlas para que volaran, de tal modo que no sólo se perciben sus graznidos, sino también un múltiple aleteo de sincopada belleza. Entre medio, a la altura del segundo cuarenta y cinco de la toma se escucha la voz de Mario Jiménez gritando «Chillen, concha de su madre».)
Cinco, la colmena de abejas. (Casi tres minutos de zumbidos, en un peligroso primer plano con fondo de ladridos de perros y canto de aves difíciles de identificar.)
Seis, retirada del mar. (Un momento antológico de la grabación en que al parecer el micrófono sigue muy cerca la marejada en su bullente arrastre sobre la arena, hasta que las aguas se funden con el nuevo oleaje. Puede tratarse de una toma en la cual Jiménez corre junto al agua succionada e ingresa en el mar para lograr la preciosa fusión.)
Y siete (frase entonada con evidente suspenso, seguida de pausa): don Pablo Neftalí Jiménez González. (Siguen unos diez minutos de estridente llanto de recién nacido.)
Los ahorros de Mario Jiménez destinados a una incursión a la ciudad luz fueron consumidos por la succionadora lengua de Pablo Neftalí, quien no satisfecho con agotar los senos de Beatriz, se entretenía en consumir robustas mamaderas de leche con cacao que, aunque obtenidas con rebaja en el Servicio Médico Nacional, desangraban cualquier presupuesto. Un año después de nacido, Pablo Neftalí no sólo se mostraba diestro en espantar gaviotas, cual había profetizado su poetísimo padrino, sino que lucía además una curiosa erudición en accidentes. Trepaba hacia los arrecifes con el tranco muelle y espeso de los gatos, a quienes sólo imitaba hasta ese punto, para luego descalabrarse en el océano punzándose las nalgas contra los bancos de erizos, dejándose picotear los dedos por cangrejos, raspillándose la nariz sobre las estrellas de mar, tragando tanta agua salada que en el lapso de tres meses tres veces se le dio por difunto. Pese a que Mario Jiménez era partidario de un socialismo utópico, hastiado de tirar sus problemáticos futuros francos en la faltriquera del médico pediatra, confeccionó una jaula de madera en la cual arrojaba a su amado hijo con la convicción de que sólo así podría dormir una siesta que no culminara en funeral.