Volví a abrir, porque sospechaba que seguías aquí.
—Es que me quedé pensando.
Neruda apretó los dedos en el codo del cartero, y lo fue conduciendo con firmeza hacia el farol donde había estacionado la bicicleta.
—¿Y para pensar te quedas sentado? Si quieres ser poeta, comienza por pensar caminando. ¿O eres como John Wayne, que no podía caminar y mascar chiclets al mismo tiempo? Ahora te vas a la caleta por la playa y, mientras observas el movimiento del mar, puedes ir inventando metáforas.
—¡Deme un ejemplo!
—Mira este poema: «Aquí en la Isla, el mar, y cuánto mar. Se sale de sí mismo a cada rato. Dice que sí, que no, que no. Dice que sí, en azul, en espuma, en galope. Dice que no, que no. No puede estarse quieto. Me llamo mar, repite pegando en una piedra sin lograr convencerla. Entonces con siete lenguas verdes, de siete tigres verdes, de siete perros verdes, de siete mares verdes, la recorre, la besa, la humedece, y se golpea el pecho repitiendo su nombre». —Hizo una pausa satisfecho—. ¿Qué te parece?
—Raro.
—«Raro». ¡Qué crítico más severo que eres!
—No, don Pablo. Raro no lo es el poema. Raro es como yo me sentía cuando usted recitaba el poema.
—Querido Mario, a ver si te desenredas un poco, porque no puedo pasar toda la mañana disfrutando de tu charla.
—¿Cómo se lo explicara? Cuando usted decía el poema, las palabras iban de acá pa'llá.
—¡Como el mar, pues!
—Sí, pues, se movían igual que el mar.
—Eso es el ritmo.
—Y me sentí raro, porque con tanto movimiento me marié.
—Te mareaste.
—¡Claro! Yo iba como un barco temblando en sus palabras.
Los párpados del poeta se despegaron lentamente.
—«Como un barco temblando en mis palabras».
—¡Claro!
—¿Sabes lo que has hecho, Mario?
—¿Qué?
—Una metáfora.
—Pero no vale, porque me salió de pura casualidad, no más.
—No hay imagen que no sea casual, hijo.
Mario se llevó la mano al corazón, y quiso controlar un aleteo desaforado que le había subido hasta la lengua y que pugnaba por estallar entre sus dientes. Detuvo la caminata, y con un dedo impertinente manipulado a centímetros de la nariz de su emérito cliente, dijo:
—Usted cree que todo el mundo, quiero decir
todo
el mundo, con el viento, los mares, los árboles, las montañas, el fuego, los animales, las casas, los desiertos, las lluvias…
—… ahora ya puedes decir «etcétera».
—… ¡los etcéteras! ¿Usted cree que el mundo entero es la metáfora de algo?
Neruda abrió la boca, y su robusta barbilla pareció desprendérsele del rostro.
—¿Es una huevada lo que le pregunté, don Pablo?
—No, hombre, no.
—Es que se le puso una cara tan rara.
—No, lo que sucede es que me quedé pensando.
Espantó de un manotazo un humo imaginario, se levantó los desfallecientes pantalones y, punzando con el índice el pecho del joven, dijo:
—Mira, Mario. Vamos a hacer un trato. Yo ahora me voy a la cocina, me preparo una
omelette
de aspirinas para meditar tu pregunta, y mañana te doy mi opinión.
—¿En serio, don Pablo?
—Sí, hombre, sí. Hasta mañana.
Volvió a su casa y, una vez junto al portón, se recostó en su madera y cruzó pacientemente los brazos.
—¿No se va a entrar? —le gritó Mario.
—Ah, no. Esta vez espero a que te vayas.
El cartero apartó la bicicleta del farol, hizo sonar jubiloso su campanilla, y, con una sonrisa tan amplia que abarcaba poeta y contorno, dijo:
—Hasta luego, don Pablo.
—Hasta luego, muchacho.
El cartero Mario Jiménez tomó literalmente las palabras del poeta, e hizo la ruta hasta la caleta escrutando los vaivenes del océano. Aunque las olas eran muchas, el mediodía inmaculado, la arena muelle y la brisa leve, no prosperó ninguna metáfora. Todo lo que en el mar era elocuencia, en él fue mudez. Una afonía tan enérgica, que hasta las piedras le parecieron parlanchinas en comparación.
Fastidiado con la hosquedad de la naturaleza, se hizo el ánimo de avanzar hasta la hostería para consolarse con una botella de vino, y si encontraba algún ocioso merodeando en el bar desafiarlo a un partido de taca-taca. A falta de estadio en el pueblo, los jóvenes pescadores satisfacían sus inquietudes deportivas con el lomo curvo sobre las mesas del futbolito.
Desde lejos lo alcanzó el estruendo de los golpes metálicos junto a la música del Wurlitzer, que rasguñaba una vez más los surcos de
Mucho amor
por los Ramblers, cuya popularidad se había extinguido hacia una década en la capital, pero que en el pequeño pueblo seguía siendo actual. Adivinando que a la depresión se le sumaría el fastidio de la rutina, entró al local dispuesto a convertir en vino la propina del poeta, cuando lo invadió una embriaguez más cabal que la que ningún mosto le había provocado en su breve vida: jugando con los oxidados muñecos azules, se encontraba la muchacha más hermosa que recordara haber visto, incluidas actrices, acomodadoras de cine, peluqueras, colegialas, turistas y vendedoras de discos. Aunque su ansiedad por las chicas equivalía casi a su timidez —situación que lo cocinaba en frustraciones— esta vez avanzó hasta la mesa de taca-taca con la osadía de la inconsciencia. Se detuvo detrás del arquero rojo, disimuló con perfecta ineficiencia su fascinación acompañando con ojos saltarines los vaivenes de la pelota, y, cuando la chica hizo tronar el metal de la valla con un gol, levantó la vista hacia ella con la sonrisa más seductora que pudo improvisar. Ella respondió a tal cordialidad con un gesto conminándolo a que se hiciera cargo de la delantera del equipo rival. Mario casi no había advertido que la muchacha jugaba contra una amiga, y sólo se dio cuenta cuando la golpeó con la cadera desplazándola hacia la defensa. Pocas veces en su vida había notado que tenía un corazón tan violento. La sangre le bombeaba con tal vigor, que se pasó la mano por el pecho tratando de apaciguarlo. Entonces ella golpeó el blanco balón en el canto de la mesa, hizo el gesto de llevarlo hasta el otrora círculo central, desteñido por las décadas, y, cuando Mario se dispuso a maniobrar sus barras para impresionarla con la destreza de sus muñecas, la muchacha levantó la pelota y se la puso entre medio de unos dientes que brillaron en ese humilde patio, sugiriéndole una lluvia de plata. Enseguida adelantó su torso ceñido en una blusa dos números más pequeños de lo que exigían sus persuasivos senos, y lo invitó a que cogiera el balón de su boca. Indeciso entre la humillación y la hipnosis, el cartero alzó vacilante la mano derecha, y, cuando sus dedos estuvieron a punto de tocar el balón, la chica se apartó y la sonrisa irónica dejó su brazo suspendido en el aire, como en un ridículo brindis para festejar sin vaso y sin
champagne
un amor que jamás se concretaría. Luego balanceó su cuerpo camino al bar, y sus piernas parecieron ir bailando al compás de una música más sinuosa que la ofrecida por los Ramblers. Mario no tuvo necesidad de un espejo para adivinar que su rostro estaría rojo y húmedo. La otra muchacha se ubicó en el puesto abandonado y, con un severo golpe del balón sobre el marco, quiso despertarlo de su trance. Mustio, el cartero alzó la vista desde la pelota hasta los ojos de su nuevo rival, y, aunque se había definido frente al océano Pacífico como inepto para comparaciones y metáforas, se dijo con rabia que el juego propuesto por esa pálida pueblerina sería a) más fome que bailar con la hermana, b) más aburrido que domingo sin fútbol y c) tan entretenido como carrera de caracoles.
Sin dedicarle ni una pestañeada de despedida, siguió el rumbo de su adorada hacia el mesón del bar, se derrumbó sobre una silla como en una butaca de cine, y durante largos minutos la contempló extasiado, mientras la chica echaba su aliento en las rústicas copas y luego las frotaba con un trapo bordado de copihues, hasta dejarlas impecables.
El telegrafista Cosme tenía dos principios. El socialismo, a favor del cual arengaba a sus subordinados, de modo superfluo, por lo demás, porque todos eran convencidos o activistas, y el uso de la gorra de correos dentro de la oficina. Podía tolerar a Mario esa enmarañada melena que superaba con raigambre proletaria el corte de los Beatles, los blue-jeans infectados por manchas de aceite del engranaje de la bicicleta, la chaqueta descolorida de peón, su hábito de investigarse la nariz con el meñique; pero la sangre le hervía cuando lo veía llegar sin el copete. De modo que cuando el cartero entró macilento hacia la mesa clasificadora de correspondencia diciéndole un exangüe «buenos días», lo frenó con un dedo en el cuello, lo condujo hasta la percha donde colgaba el sombrero, se lo calzó hasta las cejas, y sólo entonces lo incitó a que repitiera el saludo.
—Buenos días, jefe.
—Buenos días —rugió.
—¿Hay cartas para el poeta?
—Muchas. Y también un telegrama.
—¿Un telegrama?
El muchacho lo levantó, intentó discernir al trasluz su contenido, y en un santiamén estuvo en la calle montado en la bicicleta. Ya iba pedaleando, cuando Cosme le gritó desde la puerta con el resto del correo en la mano.
—Se te quedan las otras cartas.
—Las llevaré después —dijo alejándose.
—Eres un tonto —gritó don Cosme—. Tendrás que hacer dos viajes.
—No soy ningún tonto, jefe. Veré al poeta dos veces.
En el portón de Neruda, se colgó de la soga que accionaba la campanilla más allá de toda discreción. Tres minutos de esas dosis no produjeron la presencia del poeta. Puso la bicicleta contra el farol, y, con un resto de fuerzas, corrió hacia el roquerto de la playa, donde descubrió a Neruda de rodillas cavando en la arena.
—Tuve suerte —gritó mientras saltaba sobre las rocas acercándosele—. ¡Telegrama!
—Tuviste que madrugar, muchacho.
Mario llegó hasta su lado, y le dedicó al poeta diez segundos de jadeo antes de recuperar el habla.
—No me importa. Tuve mucha suerte, porque necesito hablar con usted.
—Debe ser muy importante. Bufas como un caballo.
Mario se limpió el sudor de la frente de un manotazo, secó el telegrama en sus muslos, y se lo puso en la mano del poeta.
—Don Pablo —declaró solemne—. Estoy enamorado.
El vate hizo del telegrama un abanico, que procedió a sacudir ante su barbilla.
—Bueno —repuso— no es tan grave. Eso tiene remedio.
—¿Remedio? Don Pablo, si eso tiene remedio, yo sólo quiero estar enfermo. Estoy enamorado, perdidamente enamorado.
La voz del poeta, tradicionalmente lenta, pareció dejar caer esta vez dos piedras, en vez de palabras.
—¿Contra quién?
—¿Don Pablo?
—¿De quién, hombre?
—Se llama Beatriz.
—¡Dante, diantres!
—¿Don Pablo?
—Hubo una vez un poeta que se enamoró de una tal Beatriz. Las Beatrices producen amores inconmensurables.
El cartero esgrimió su bolígrafo Bic, y raspó con él la palma de su izquierda.
—¿Qué haces?
—Me escribo el nombre del poeta ese. Dante.
—Dante Alighieri.
—Con «h».
—No, hombre, con «a».
—¿«A» como «amapola»?
—Como «amapola» y «apio».
—¿Don Pablo?
El poeta extrajo su bolígrafo verde, puso la palma del chico sobre la roca, y escribió con letras pomposas. Cuando se disponía a abrir el telegrama, Mario se golpeó la ilustre palma sobre la frente, y suspiró:
—Don Pablo, estoy enamorado.
—Eso ya lo dijiste. ¿Y yo en qué puedo servirte?
—Tiene que ayudarme.
—¡A mis años!
—Tiene que ayudarme, porque no sé qué decirle. La veo delante mío y es como si estuviera mudo. No me sale una sola palabra.
—¡Cómo! ¿No has hablado con ella?
—Casi nada. Ayer me fui paseando por la playa como usted me dijo. Miré el mar mucho rato, y no se me ocurrió ninguna metáfora. Entonces, entré a la hostería y me compré una botella de vino. Bueno, fue ella la que me vendió la botella.
—Beatriz.
—Beatriz. Me la quedé mirando, y me enamoré de ella.
Neruda se rascó su plácida calvicie con el dorso del lápiz.
—Tan rápido.
—No, tan rápido no. Me la quedé mirando como diez minutos.
—¿Y ella?
—Y ella me dijo: «¿Qué miras, acaso tengo monos en la cara?».
—¿Y tú?
—A mí no se me ocurrió nada.
—¿Nada de nada? ¿No le dijiste ni una palabra?
—Tanto como nada de nada, no. Le dije cinco palabras.
—¿Cuáles?
—¿Cómo te llamas?
—¿Y ella?
—Ella me dijo «Beatriz González».
—Le preguntaste «cómo te llamas». Bueno eso hace tres palabras. ¿Cuáles fueron las otras dos?
—«Beatriz González».
—Beatriz González.
—Ella me dijo «Beatriz González» y entonces yo repetí «Beatriz González».
—Hijo, me has traído un telegrama urgente y si seguimos conversando sobre Beatriz González, la noticia se me va a podrir en las manos.
—Está bien, ábralo.
—Tú como cartero, debieras saber que la correspondencia es privada.
—Yo jamás le he abierto una carta.
—No digo eso. Lo que quiero decir es que uno tiene derecho a leer sus cartas tranquilo, sin espías ni testigos.
—Comprendo, don Pablo.
—Me alegro.
Mario sintió que la congoja que lo invadía era más violenta que su sudor. Con voz taimada, susurró:
—Hasta luego, poeta.
—Hasta luego, Mario.
El vate le alcanzó un billete de la categoría «muy bien» con la esperanza de cerrar con las artes de la generosidad el episodio. Pero Mario lo contempló agónico, y, devolviéndoselo, dijo:
—Si no fuera mucha la molestia, me gustaría que en vez de darme dinero me escribiera un poema para ella.
Hacía años que Neruda no corría, pero ahora sintió la compulsión de ausentarse de ese pasaje, junto a aquellas aves migratorias que con tanta dulzura había cantado Bécquer. Con la velocidad que le permitieron sus años y su cuerpo, se alejó hacia la playa alzando los brazos al cielo.
—Pero si ni siquiera la conozco. Un poeta necesita conocer a una persona para inspirarse. No puede llegar e inventar algo de la nada.
—Mire, poeta —lo persiguió el cartero—. Si se hace tantos problemas por un simple poema, jamás ganará el Premio Nobel.