Neruda se detuvo sofocado.
—Mira, Mario, te ruego que me pellizques para despertarme de esta pesadilla.
—¿Entonces, qué le digo, don Pablo? Usted es la única persona en el pueblo que puede ayudarme. Todos los demás son pescadores que no saben decir nada.
—Pero esos pescadores también se enamoraron, y lograron decirles algo a las muchachas que les gustaban.
—¡Cabezas de pescado!
—Pero las enamoraron y se casaron con ellas. ¿Qué hace tu padre?
—Pescador, pu'.
—¡Ahí tienes! Alguna vez debe haber hablado con tu madre, para convencerle de que se casara con él.
—Don Pablo: la comparación no vale, porque Beatriz es mucho más linda que mi madre.
—Querido Mario, no resisto la curiosidad de leer el telegrama. ¿Me permîtes?
—Con mucho gusto.
—Gracias.
Neruda quiso rasgar el sobre con el mensaje, pero al hacerlo lo descuartizó. Elevándose sobre la punta de los pies, Mario intentó espiar el contenido sobre su hombro.
—No es de Suecia, ¿no?
—No.
—¿Usted cree que le darán el Premio Nobel este año?
—Ya dejé de preocuparme de eso. Me parece irritante ver aparecer mi nombre en las competencias anuales, como si yo fuera un caballo de carreras.
—¿De quién es el telegrama entonces?
—Del Comité Central del Partido.
El poeta hizo una pausa trágica.
—Muchacho, ¿no será hoy por casualidad martes y trece?
—¿Malas noticias?
—¡Pésimas! ¡Me ofrecen ser candidato a la Presidencia de la República!
—¡Don Pablo, pero eso es formidable!
—Formidable que te nombren. Pero ¿y si llego a ser elegido?
—Claro que va a ser elegido. A usted lo conoce todo el mundo. En la casa de mi padre hay un solo libro y es suyo.
—¿Y eso qué prueba?
—¿Cómo que qué prueba? Si mi papá que no sabe leer ni escribir, tiene un libro suyo, eso significa que ganaremos.
—¿«Ganaremos»?
—Claro, yo voy a votar por usted de todas maneras.
Agradezco tu apoyo.
Neruda dobló los restos mortales del telegrama y los sepultó en el bolsillo trasero de su pantalón. El cartero lo estaba mirando con una expresión húmeda en los ojos que al vate le recordó un cachorro bajo la llovizna de Parral.
Sin una mueca, dijo:
—Ahora vamos a la hostería a conocer a esa famosa Beatriz González.
—Don Pablo, está bromeando.
—Habló en serio. Nos vamos hasta el bar, probamos un vinito, y le echamos una mirada a la novia.
—Se va a morir de impresión si nos ve juntos. ¡Pablo Neruda y Mario Jiménez tomando vino juntos en la hostería! ¡Se muere!
—Eso sería muy triste. En vez de escribirle un poema habría que confeccionarle un epitafio.
El vate echó a andar enérgicamente, pero al ver que Mario se quedaba atrás embobado en el horizonte, se dio vuelta y le dijo:
—¿Y ahora qué pasa?
Corriendo, el cartero estuvo pronto a su lado y lo miró a los ojos:
—Don Pablo, si me caso con Beatriz González, ¿usted aceptaría ser el padrino de la boda?
Neruda se acarició la barbilla perfectamente rasurada, fingió cavilar la respuesta, y luego se llevó un dedo apodíctico a la frente.
—Después que nos tomemos el vino en la hostería, vamos a decidir sobre las dos cuestiones.
—¿Cuáles dos?
—La Presidencia de la República y Beatriz González.
Cuando el pescador vio entrar en la hostería a Pablo Neruda acompañado de un joven anónimo, quien más que cargar una bolsa de cuero parecía estar aferrado a ella, decidió alertar a la nueva mesonera de la parcialmente distinguida concurrencia.
—¡Buscan!
Los recién llegados ocuparon dos sillas frente al mesón, y vieron que lo atravesaba una muchacha de unos diecisiete años con un pelo castaño enrulado y deshecho por la brisa, unos ojos marrones tristes y seguros, rotundos como ciruelas, un cuello que se deslizaba hacia unos senos maliciosamente oprimidos por esa camiseta blanca con dos números menos de los precisos, dos pezones, aunque cubiertos, alborotadores, y una cintura de esas que se cogen para bailar tango hasta que la madrugada y el vino se agotan. Hubo un breve lapso, el necesario para que la chica dejase el mesón e ingresara al tablado de la sala, antes de que hiciera su epifanía aquella parte del cuerpo que sostenía los atributos. A saber, el sector básico de la cintura que se abría en un par de caderas mareadoras, sazonadas por una minifalda que era una llamada de atención sobre las piernas y que, tras deslizarse sobre las rodillas cobrizas, concluían como una lenta danza en un par de pies descalzos, agrestes y circulares, pues desde allí la piel reclamaba el retorno minucioso por cada segmento hasta alcanzar esos ojos cafés, que habían sabido pasar de la melancolía a la malicia en cuanto estuvieron sobre la mesa de los huéspedes.
—El rey del futbolito —dijo Beatriz González, apoyando su meñique sobre el hule de la mesa—. ¿Qué se va a servir?
Mario mantuvo su mirada en los ojos de ella y durante medio minuto intentó que su cerebro lo dotara de las informaciones mínimas para sobrevivir el trauma que lo oprimía: quién soy, dónde estoy, cómo se respira, cómo se habla.
Aunque la chica repitió «Qué se va a servir» tamborileando con todo el elenco de sus frágiles dedos sobre la mesa, Mario Jiménez sólo atinó a perfeccionar su silencio. Entonces, Beatriz González dirigió la imperativa mirada sobre su acompañante, y emitió con una voz modulada por esa lengua que fulguraba entre los abundantes dientes, una pregunta que en otras circunstancias Neruda hubiera considerado como rutinaria:
—¿Y qué se va a servir usted?
—Lo mismo que él —respondió el vate.
Dos días más tarde, un afanoso camión cubierto por afiches con la imagen del vate que rezaban «Neruda, presidente» llegó a secuestrarlo de su refugio. El poeta resumió la impresión en su diario: «La vida política vino como un trueno a sacarme de mis trabajos. La multitud humana ha sido para mí la lección de mi vida. Puedo llegar a ella con la inherente timidez del poeta, con el temor del tímido, pero, una vez en su seno, me siento transfigurado. Soy parte de la esencial mayoría, soy una hoja más del gran árbol humano».
Una mustia hoja de ese árbol acudió a despedirlo: el cartero Mario Jiménez. No tuvo consuelo ni cuando el poeta, tras abrazarlo, le obsequiara con cierta pompa la edición Losada en papel biblia y dos volúmenes encuadernados en cuero rojo de sus
Obras completas
. No lo abandonó la desazón tampoco al leer la dedicatoria que otrora hubiera superado su anhelo: «A mi entrañable amigo y compañero Mario Jiménez, Pablo Neruda».
Vio partir el camión por el sendero de tierra, y deseó que ese polvo que levantaba lo hubiera cubierto definitivamente como a un robusto cadáver.
Por lealtad al poeta, juró no quitarse la vida, sin antes haber leído cada una de esas tres mil páginas. Las primeras cincuenta las despachó al pie del campanario, mientras el mar, que tantas fulgurantes imágenes inspirara al poeta, lo distraía cual un monótono consueta con el estribillo: «Beatriz González, Beatriz González».
Anduvo dos días merodeando el mesón con los tres volúmenes amarrados a la parrilla de la bicicleta, y un cuaderno marca Torre que adquirió en San Antonio, donde se propuso anotar las eventuales imágenes que su trato con la torrencial lírica del maestro le ayudara a concebir. En ese lapso, los pescadores lo vieron afanarse con el lápiz, desfalleciente a las fauces del océano, sin saber que el muchacho llenaba las hojas con deslavados círculos y triángulos, cuyo nulo contenido era una radiografía de su imaginación. Bastaron esas pocas horas para que corriera la voz en la caleta, que ausente Pablo Neruda de isla Negra, el cartero Mario Jiménez se empeñaba en heredar su cetro. Profesionalmente ocupado de su minucioso desconsuelo, no se percató de los chismes y pullas, hasta que una tarde en que trajinaba las páginas finales de
Estravagario
sentado en, el mole, donde los pescadores ofrecían sus mariscos, llegó una camioneta con altavoces que proclamaba entre chirridos la consigna: «A parar al marxismo con el candidato de Chile: Jorge Alessandri», matizada por otra no tan ingeniosa, pero al menos cierta: «Un hombre con experiencia en el gobierno: Jorge Alessandri Rodríguez». Del bullicioso vehículo descendieron dos hombres vestidos de blanco, y se acercaron al grupo con sonrisas pletóricas, escasas en las inmediaciones donde la carencia de dientes no favorecía esos derroches. Uno de ellos era el diputado Labbé, representante de la derecha en la zona, quien había prometido en la última campaña extender el servicio eléctrico hasta la caleta, y que lentamente se iba acercando a cumplir su juramento como constaba con la inauguración de un desconcertante semáforo —aunque con los tres colores reglamentarios— en el cruce de tierra por donde transitaba el camión que recogía pescados, la bicicleta Lagnano de Mario Jiménez, burros, perros y aturdidas gallinas.
—Aquí estamos, trabajando por Alessandri —dijo, mientras extendía volantes al grupo.
Los pescadores los tomaron con la cortesía que dan los años de izquierda y analfabetismo, miraron la foto del anciano ex mandatario, cuya expresión calzaba con sus prácticas y prédicas austeras, y metieron la hoja en los bolsillos de sus camisas. Sólo Mario se la extendió de vuelta.
—Yo voy a votar por Neruda —dijo.
El diputado Labbé extendió la sonrisa dedicada a Mario al grupo de pescadores. Todos se quedaban prendados de la simpatía de Labbé. Alessandri mismo quizá lo sabía, y por eso lo enviaba a hacerle campaña entre pescadores eruditos en anzuelos para pescar, y en evitarlos para ser cazados.
—Neruda —repitió Labbé, dando la impresión que las sílabas del nombre del vate recorrieran cada uno de sus dientes—. Neruda es un gran poeta. Quizá el más grande de todos los poetas. Pero, señores, francamente no lo veo como presidente de Chile.
Acosó con el volante a Mario, diciéndole:
—Léelo, hombre. A lo mejor te convences.
El cartero se guardó el papel doblado en el bolsillo, mientras el diputado se agachaba a remover las almejas de un canasto.
—¿A cuánto tienes la docena?
—¡A ciento cincuenta, para usted!
—¡Ciento cincuenta! ¡Por ese precio, me tienes que garantizar que cada almeja trae una perla!
Los pescadores se rieron, contagiados por la naturalidad de Labbé; esa gracia que tienen algunos ricos chilenos que crean un ambiente grato, allí donde se paran. El diputado se levantó, con un par de pasos se distanció de Mario, y, llevando ahora la simpatía de su áulica sonrisa casi hasta la bienaventuranza, le dijo en voz lo bastante alta como para que nadie quedara sin escuchar:
—He oído que te ha dado por la poesía. Dicen que le haces la competencia a Pablo Neruda.
Las carcajadas de los pescadores explotaron tan rápidas como el rubor en su piel: se sintió atorado, atarugado, asfixiado, turbado, atrofiado, tosco, zafio, encarnado, escarlata, carmesí, bermejo, bermellón, púrpura, húmedo, abatido, aglutinado, final. Esta vez acudieron palabras a su mente, pero fueron: «Quiero morirme».
Mas entonces, el diputado con un gesto principesco le ordenó a su asistente que extrajera algo del maletín de cuero. Lo que salió a brillar bajo el sol de la caleta fue un álbum forrado en cuero azul con dos letras en polvo dorado, cuya noble textura casi hacía palidecer el buen cuero de la edición Losada del vate.
Un hondo cariño alcanzó hasta los ojos de Labbé al pasarle el álbum y decirle:
—Toma, muchacho. Para que escribas tus poemas.
Lento y deliciosamente, el rubor se fue borrando de su piel como si una fresca ola hubiera llegado a salvarlo, y la brisa lo secara, y la vida fuera, sino bella, al menos tolerable. Su primer respiro fue hondamente suspirado, y con una sonrisa proletaria, pero no menos simpática que la de Labbé, dijo mientras sus dedos se deslizaban por la pulida superficie de cuero azul:
—Gracias, señor Labbé.
Eran así de satinadas las hojas del álbum, tan inmaculada su blancura, que Mario Jiménez encontró un feliz pretexto para no escribir sus versos en ellas. Recién cuando hubiera borroneado el cuaderno Torre de pruebas, tomaría la iniciativa de desinfectarse las manos con jabón Flores de Pravia, y expurgaría sus metáforas para transcribir sólo las mejores, con un bolígrafo verde como los que extenuaba el vate. Su infertilidad creció en las semanas siguientes en proporción contradictoria con su fama de poeta. Tanto se había divulgado su coqueteo con las musas, que la voz llegó hasta el telegrafista, quien lo conminó a leer algunos de sus versos en un acto político-cultural del Partido Socialista de San Antonio. El cartero transó en recitar la
Oda al viento
de Neruda, acontecimiento que le valió una pequeña ovación, y la requisitoria de que en nuevas reuniones distrajera a militantes y simpatizantes con la «Oda al caldillo de congrio». Muy
ad hoc
, el telegrafista se propuso organizar la nueva velada entre los pescadores del puerto.
Ni sus apariciones en público, ni la pereza que alentó el hecho de no tener cliente a quien distribuirle la correspondencia, mitigaron el anhelo de abordar a Beatriz González, quien perfeccionaba día a día su belleza ignorante del efecto que estos progresos causaban en el cartero.
Cuando finalmente éste hubo memorizado una cuota generosa de versos del vate y se propuso administrarlos para seducirla, se dio de bruces con una institución temible en Chile: las suegras. Una mañana en que disimuló pacientemente bajo el farol de la esquina que la esperaba, cuando vio a Beatriz abrir la puerta de su casa, y saltó hacia ella rezando su nombre, irrumpió la madre en escena, la cual lo fichó como a un insecto y le dijo «buenos días» con un tono, que inconfundiblemente significaba «desaparece».
Al día siguiente, optando por una estrategia diplomática, en un momento en que su adorada no estaba en la hostería, llegó hasta el bar, puso su bolsa sobre el mesón, y pidió a la madre una botella de vino de excelente marca, que procedió a deslizar entre cartas e impresos.
Tras carraspear, dedicó una mirada a la hostería como si la viera por primera vez, y dijo:
—Es lindo este local.
La madre de Beatriz, repuso cortésmente:
—Yo no le he preguntado nada su opinión.
Mario clavó la vista en su bolsa de cuero, con ganas de hundirse en ella y hacerle compañía a la botella. Carraspeó nuevamente: